IV
Cuatro noches después, la proyección de la película se trasladó a la espaciosa era del recinto de la familia Sima, donde el Batallón de Sima —oficiales y soldados— y los familiares de los comandantes se sentaron en asientos de honor, los notables de la aldea y del concejo se sentaron unas filas más atrás y los ciudadanos ordinarios se quedaron de pie donde pudieron encontrar un hueco. La gran sábana blanca se colgó enfrente de un estanque cubierto de lotos, detrás del cual se situaron, sentados o de pie, los ancianos, los tullidos y los enfermos, disfrutando de la película desde atrás, además de poder contemplar a la gente que la miraba desde delante.
Ese día entró en los anales del Concejo de Gaomi del Noreste y, ahora que lo pienso, me doy cuenta de que ese día nada fue normal. Hacía un calor tremendo a mediodía, el sol estaba negro, el río traía peces con el vientre hacia arriba y caían pájaros del cielo. Un soldado joven y lleno de vitalidad fue derribado por el cólera mientras cavaba en el suelo para colocar los postes que sujetarían la pantalla, y cuando se estaba retorciendo por el suelo sufriendo unos dolores mortales, un líquido verde comenzó a salirle por la boca; eso no era normal. Docenas de serpientes de color violeta con manchas amarillas se arrastraban, en fila, por las calles de la aldea; eso no era normal. Las grullas blancas de los pantanos se posaron sobre los árboles que había en la entrada de la aldea; había bandadas de ellas, y con su peso hacían que se resquebrajaran las ramas, y sus plumas blancas cubrían los árboles. Agitaban las alas, estiraban el cuello como si fueran serpientes, tenían las patas rígidas; eso no era normal. Zhang el Valiente, que había recibido su apodo porque era el hombre más fuerte de la aldea, lanzó una docena de piedras de molino de la era al estanque; eso no era normal. A media tarde apareció un grupo de forasteros que estaban de viaje. Se sentaron a la orilla del Río de los Dragones a comerse unas tortitas finas como papel y a mascar unos rábanos. Cuando les preguntaron de dónde venían, dijeron que de Anyang, y cuando les preguntaron por qué, dijeron que para ver las películas. Cuando les preguntaron cómo se habían enterado de que aquí se estaban proyectando películas, dijeron que las buenas noticias viajan más rápido que el viento; eso no era normal. Madre, de modo muy poco habitual en ella, contó un chiste sobre un yerno estúpido, y eso tampoco era normal. Cuando se estaba poniendo el sol, el cielo se puso radiante, con un estallido de colores que se modificaban sin parar; eso tampoco era normal. Las aguas del Río de los Dragones corrían de color rojo sangre, y eso tampoco era normal. Cuando comenzó a caer la noche, los mosquitos formaron unos enjambres que flotaban sobre la era como nubes negras, cosa que no era normal. Sobre la superficie del estanque, unos lotos que habían florecido bastante tardíamente parecían seres celestiales bajo el atardecer rojizo, y eso no era normal. La leche de mi cabra tenía un desagradable olor a sangre, y eso, la verdad, no era normal.
Después de tomar mi ración vespertina de leche, corrí como el viento a la era con Sima Liang, atraídos por la película de una forma irresistible, corriendo en dirección a la puesta de sol. Nos fijamos en las mujeres que llevaban bancos mientras arrastraban a sus niños y en los ancianos con bastones, puesto que eran los únicos a los que podíamos superar. Xu Xian’er, un hombre ciego que tenía una voz ronca y cautivadora y que sobrevivía cantando a cambio de unas monedas, iba delante de nosotros, caminando bastante rápido y abriéndose camino golpeando el suelo con el bastón. La propietaria de la tienda de aceite de cocina, una mujer entrada en años que sólo tenía un pecho y a la que se conocía como Vieja Jin, le preguntó:
—¿Por qué tienes tanta prisa, ciego?
—Soy ciego —dijo él—. ¿Tú también eres ciega?
Un anciano llamado Cara Blanca Du, un pescador que llevaba la típica capa impermeable de los de su oficio y un taburete hecho con juncos entrelazados, le preguntó:
—¿Cómo piensas ver una película, ciego?
—Cara Blanca —le contestó el ciego enfadado—, para mí eres una mierda blanca. ¿Cómo te atreves a decir que soy ciego? Cierro los ojos para poder ver más allá de los asuntos mundanos.
Hizo girar su bastón por encima de su cabeza hasta que el aire comenzó a silbar, y estuvo a punto de impactar en una de las piernas, semejantes a las de una garza, de Cara Blanca Du. Du dio un paso hacia el ciego y estaba a punto de golpearlo con su taburete de juncos cuando fue detenido, justo a tiempo, por Semicírculo Fang, que tenía ese nombre porque un oso le había devorado media cara una vez, cuando se hallaba en lo alto de la Montaña Changbai cogiendo ginseng.
—Viejo Du —le dijo—, ¿qué pensará la gente si te pones a pelear con un ciego? Todos vivimos en la misma ciudad. Ganamos algunas discusiones y perdemos otras, pero siempre se trata de que alguien golpea su cuenco contra el plato de otro. Así son las cosas. Ahí arriba, en la Montaña Changbai, no es fácil encontrarse con un vecino de la aldea, así que aquí uno se siente como si estuviera en familia.
Todo tipo de gente se había congregado en la era de la familia Sima. Imaginaos, todas esas familias cenando, sentadas a la mesa, hablando sobre los logros de Sima Ku mientras las mujeres más cotillas cotilleaban sobre las chicas de la familia Shangguan. Nos sentíamos ligeros como plumas, nuestras almas volaban por el aire y lo único que queríamos era que estuvieran poniendo películas para siempre.
Sima Liang y yo habíamos reservado unos asientos justo delante de la máquina de Babbitt. Poco después de que nos sentáramos, y antes de que los diversos colores del cielo hubieran terminado de arder en el cielo del poniente, un olor rancio y salado llegó hasta nosotros traído por las brisas nocturnas. Justo enfrente de nosotros, en el suelo, había un círculo vacío dibujado con cal viva. Han Guo Sordo, un aldeano que renqueaba, estaba ocupado echando a la gente que se metía en el círculo con una rama de árbol de parasol. Su aliento apestaba a alcohol y tenía trozos de puerro entre los dientes. Observándolo todo con sus ojos de mantis religiosa, sacudió sin ninguna compasión su rama de parasol y golpeó una flor de seda roja que tenía en la cabeza la pequeña hermana bizca de alguien llamado Cara de Sueño, haciéndola caer al suelo. Pequeña Bizca había tenido relaciones con los jefes de todas las unidades militares que se habían instalado en la aldea. En ese momento, llevaba una camiseta interior de satén que le había regalado Wang Baihe, el jefe de cuartel del Batallón de Sima. Su aliento a humo también era cosa del jefe de cuartel Wang. Maldiciendo, se agachó a recoger la flor, y aprovechó para hacerse también con un puñado de tierra, que le lanzó a Han Guo Sordo a los ojos. La tierra cegó a Han Guo, que tiró al suelo su rama de parasol y escupió con furia un montón de barro mientras se frotaba los ojos y la insultaba:
—¡Que te jodan, pequeña puta bizca! ¡Que jodan a la hija de tu madre!
El bocazas de Zhao Seis, que vendía rollitos hechos al vapor, le dijo con voz suave:
—Han Guo Sordo, ¿por qué das tantos rodeos? ¿Por qué no te limitas a decir que jodan a esa pequeña perra bizca?
Justo había acabado de pronunciar esas palabras cuando un pequeño taburete de madera de ciprés le golpeó el hombro.
—¡Ay! —exclamó, dándose la vuelta.
Quien lo había atacado era el hermano de la chica bizca, Cara de Sueño, un hombre delgado y con aspecto de estar exhausto que se peinaba con raya al medio, como si tuviera una cicatriz, con un mechón cayendo a cada lado. Iba vestido con una polvorienta camisa de seda gris, y estaba temblando. Tenía el pelo grasiento y parpadeaba sin cesar. Sima Liang me contó en secreto que la chica bizca y su hermano tenían una historia. ¿Dónde habría oído ese jugoso cotilleo?
—Pequeño tío —me informó—, mi padre dice que mañana van a fusilar al jefe de cuartel Wang.
—¿Y qué me dices de Cara de Sueño? ¿También lo van a fusilar a él? —le pregunté, conteniendo la respiración.
Cara de Sueño una vez me había llamado bastardo, por lo que no sentía ninguna simpatía por él.
—Iré a hablar con mi padre —dijo Sima Liang—, y conseguiré que también fusilen a ese pequeño incestuoso.
—Muy bien —asentí, dando rienda suelta a mi odio—. ¡Que fusilen a ese pequeño incestuoso!
Han Guo Sordo, con lágrimas en los ojos —que ahora le resultaban casi inútiles—, agitaba los brazos en el aire. Zhao Seis le quitó el taburete de las manos a Cara de Sueño antes de que pudiera golpearlo otra vez y lo tiró por el aire.
—¡Que jodan a tu hermana! —le dijo directamente.
Cara de Sueño, con las manos convertidas en garras, cogió a Zhao Seis por la garganta. Zhao Seis cogió a Cara de Sueño por el pelo, y los dos fueron luchando hasta el círculo vacío, que estaba reservado para los miembros del batallón de Sima. Estaban fuertemente aferrados. La chica bizca se unió a la batalla para ayudar a su hermano, pero la mayor parte de los puñetazos que dio acabaron en la espalda de él. Al final, en un rapto de inspiración, se deslizó por alrededor de Zhao Seis hasta quedar a su espalda, como un murciélago, buscó entre sus piernas y le agarró con fuerza las pelotas, un movimiento que mereció un rugido de aprobación de Cometa Guan, un experto en artes marciales. «¡Eso es, una captura de melocotón inferior perfecta!». Con un alarido de dolor, Zhao Seis soltó a su oponente y se dobló como una gamba cocida. Su cuerpo empezó a temblar, su rostro adquirió las tonalidades del oro en la cortina opaca de la noche. La chica bizca apretó con todas sus fuerzas. «¿No he oído la palabra joder? —susurró—. ¡Vamos, estoy esperando!». Zhao Seis cayó al suelo y ahí quedó tumbado, moviéndose espasmódicamente. Mientras tanto, Han Guo Sordo, con la cara bañada por las lágrimas, recogió su rama de árbol de parasol y, como la imagen del demonio que encabeza las procesiones en los entierros, empezó a sacudirla en todas las direcciones, sin preocuparse por quién podía recibir el golpe —alguien importante o un cualquiera—, impactando contra todo lo que se le pusiera al alcance. Su rama silbaba por el aire, mientras las mujeres chillaban y los niños lloriqueaban. Los que estaban en los límites externos de la multitud empujaban para acercarse a contemplar el divertido espectáculo y los que corrían peligro de ser alcanzados intentaban ponerse a salvo alejándose en dirección contraria. Los gritos barrían la zona como una ola cuando sube la marea, y los montones de gente chocaban, tropezándose y empujándose de un lado para el otro. Yo vi cómo la rama golpeó a la chica bizca en plena espalda, y la envió a trompicones contra la masa, donde se encontró con las manos de los espíritus vengativos, unidas a las de los que no tenían mayor intención que aprovechar para palpar algo. Entonces se escucharon sus aullidos de protesta.
¡Bang! Un disparo. Sima Ku. Con una capa negra echada sobre los hombros, y rodeado por sus guardaespaldas, se acercó a la multitud muy enfadado junto a Babbitt, Zhaodi y Niandi.
—¡Dejadlo ya! —gritó uno de los soldados—. Si no, no habrá película.
Poco a poco, la multitud se fue tranquilizando. Sima Ku y sus acompañantes ocuparon sus asientos. Para entonces, el cielo se había teñido de violeta y la oscuridad era casi total. Una delgada luna creciente dejaba caer una luz mágica desde la esquina sudoeste del cielo. Atrapada en su hechizo, una estrella solitaria brillaba y parpadeaba.
La compañía de caballos, la compañía de mulas y los soldados comunes ya se habían presentado. Habían formado dos columnas y llevaban las armas montadas en los brazos o colgadas de la espalda, y no dejaban de mirar a la multitud de mujeres que los rodeaba. Un grupo de perros ansiosos se metió en la zona. Las nubes engulleron a la luna y la oscuridad se instaló sobre la tierra. Los insectos que había posados sobre los árboles comenzaron su melancólica cantinela por encima del ruidoso fluir del río.
—Encended el generador —ordenó Sima Ku desde donde estaba sentado, un poco a mi izquierda. Se encendió un cigarrillo con su mechero y después apagó la llama con un elegante movimiento de mano.
El generador se había instalado en las ruinas de la casa de la mujer musulmana. Las imágenes negras parpadeaban y una linterna emitió un haz de luz. Por fin, la máquina revivió con un gran ruido; el sonido pasaba alternativamente de agudo a grave, pero muy pronto se equilibró. Se encendió una lámpara que había justo detrás de nuestras cabezas. «¡Ao! ¡Ao!», gritó la multitud, muy excitada. Yo me fijé en que la gente que había delante se dio la vuelta para mirar a la lámpara, que hacía que en sus ojos centelleara una luz verde.
Fue como la repetición de la primera noche: la luz buscó la pantalla, iluminando las polillas y los saltamontes que pasaban por delante del rayo y proyectando sus enormes y ágiles cuerpos sobre la tela blanca. Los soldados y los civiles soltaban exclamaciones de asombro. De todos modos, había muchas más cosas que eran diferentes de la primera noche. Para empezar, Sima Ku no se puso en pie de un salto, y por lo tanto el haz de luz no pasó a través de sus orejas. La oscuridad de los alrededores era más profunda, cosa que magnificaba la intensidad de la luz. Era una noche húmeda, y la brisa acuosa de los campos cercanos soplaba hacia nosotros. El viento silbaba suavemente a través de los árboles. Los graznidos de los pájaros llegaban desde el cielo, justo sobre nuestras cabezas. Oíamos a los peces atravesando la superficie del río y los relinchos de las mulas atadas en la ribera; estos animales habían traído a los visitantes de muy lejos. El ruido de los perros llegaba desde lo más profundo de la aldea. Unos rayos de luz verde brillaban en la parte inferior del cielo, hacia el Sudoeste, y después se oía el rugir de los truenos. Un tren cargado con armas de artillería aceleró en la Línea Jiaoji; el sonido rítmico que hacían las inmensas ruedas metálicas al pasar sobre los raíles de acero era maravillosamente compatible con los constantes clics que hacía el proyector. Otra cosa que diferenciaba significativamente aquella noche era mi falta de interés por la película que se veía en la pantalla. Esa tarde, Sima Liang había dicho:
—Pequeño Tío, mi padre se ha traído una película nueva de Qingdao. Está llena de imágenes de mujeres bañándose desnudas.
—Estás mintiendo —le había dicho yo.
—De verdad. Pequeño Du me dijo que el jefe de los soldados comunes fue a buscarla en una motocicleta y está a punto de llegar. —Pero al final acabamos viendo la misma película de siempre y, puesto que Sima Liang me había mentido, le di un pellizco en la pierna—. No te he mentido. A lo mejor ponen primero esta y después la nueva. Esperemos.
Lo que pasaba después de que muriera el oso me resultaba ya muy trillado, así como la escena en la que el cazador y la mujer rodaban juntos por el suelo. Me bastaba con cerrar los ojos para verla por completo, así que me podía permitir fijarme en el resto de la gente, cotillear por aquí y por allá, intentando ver lo que pasaba a mi alrededor.
Zhaodi, que todavía se encontraba débil después del parto, estaba sentada en un sillón lacado en rojo que le habían traído especialmente para ella. Llevaba un abrigo de lana verde echado sobre los hombros. A su izquierda estaba el Comandante Sima, también sentado en un sillón, sobre cuya espalda descansaba su capa. Niandi estaba sentada a su izquierda, en una frágil silla de mimbre. Llevaba un vestido blanco, no el de cola sino otro, muy ajustado, de cuello alto. Al principio todos se sentaron muy rectos, con el cuello rígido y estirado, aunque de vez en cuando la cabeza del Comandante Sima se inclinaba ligeramente hacia la derecha, para susurrarle algo al oído a Niandi. Cuando el cazador se estaba fumando su cigarrillo, a Zhaodi ya se le había cansado el cuello y le dolía la cadera. Se fue deslizando poco a poco por la silla hasta que la cabeza le quedó apoyada en el respaldo. Lo único que yo podía percibir era el brillo de los adornos que tenía en el pelo y un débil aroma a alcanfor procedente de su vestido; también oía con claridad el sonido de su respiración irregular. Cuando la mujer de los enormes pechos bajó de la carreta de un salto y salió corriendo, Sima Ku se movió y vi que Zhaodi estaba a punto de quedarse dormida. Niandi, por el contrario, seguía sentada en una posición muy recta. El brazo izquierdo de Sima Ku comenzó a moverse muy lentamente, una sombra oscura y borrosa como la cola de un perro. Su mano, yo lo vi, su mano se apoyó sobre la pierna de Niandi. Ella se quedó tal como estaba, sin moverse, como si la pierna que Sima Ku estaba tocando no fuera la suya. Esa imagen me desagradó; no me hizo sentir enfado exactamente, y tampoco exactamente miedo. Tenía la garganta seca, y me pareció que estaba a punto de toser. Un relámpago de color verde, retorcido como la rama de un árbol viejo, partió en dos una nube gris que se cernía sobre el pantano semejante al algodón raído. La mano de Sima Ku se desplazaba de atrás hacia adelante, velozmente. Tosió como una cabra pequeña y después se movió en su asiento, dándose la vuelta para mirar hacia donde estaba el proyector. Yo me giré y también lo miré. Babbitt miraba con expresión estúpida un pequeño agujero por el que salía el haz de luz.
El hombre y la mujer que había en la pantalla estaban abrazados y besándose. Los hombres de Sima Ku respiraban pesadamente. Sima Ku introdujo la mano con fuerza entre las piernas de Niandi. Lentamente, ella levantó su mano izquierda, muy lentamente, hasta que llegó detrás de su cabeza, como si se estuviera acariciando el pelo. Pero no se estaba acariciando el pelo sino quitándose una horquilla. Después, la mano empezó a descender. Ella siguió ahí sentada, tan recta y formal como siempre, aparentemente absorta en la película. El hombro de Sima Ku dio un respingo. Él contuvo el aliento, y lentamente retiró la mano izquierda. Entonces volvió a toser como una cabra pequeña, una tos que sonaba vacía.
Soltando un suspiro, me giré para seguir mirando la pantalla pero sólo vi unas imágenes borrosas. Me sudaban las palmas de las manos con un sudor frío. ¿Debería contarle a Madre el secreto que había descubierto en la oscuridad? No, no podía contárselo. No le había revelado el secreto del día anterior, pero de todos modos ella se había dado cuenta.
Los relámpagos de color verde eran como acero fundido que iluminaba la colina de arena que ocupaban los hombres de Hombre-pájaro Han, con todos sus árboles y sus cabañas y sus muros de barro. Eran como dedos líquidos y ondulantes que acariciaban los árboles oscuros y las casas marrones. Los truenos sonaban como vibrantes sábanas de metal cubiertas de óxido. El hombre y la mujer rodaban abrazados en la ribera cubierta de césped, y eso me recordó lo que había visto la noche anterior.
La noche anterior, Sima Ku les había dicho a Madre y a Segunda Hermana que fueran a la iglesia a ver la película. Durante la escena en la que los protagonistas rodaban por el césped, Sima Ku se había levantado en silencio y se había marchado, y yo lo había seguido. Él había saltado el muro de un modo más acorde a un ladrón que a un comandante militar; seguro que, en algún momento de su vida, había sido ladrón. Había saltado el pequeño muro que daba al Sur y entrado en nuestro patio, siguiendo el mismo camino que había tomado mi tercer cuñado, Sol Callado. También el hada-pájaro había transitado a menudo por aquel camino. Yo no había tenido que saltar el muro, ya que conocía otra vía de entrada. Madre había echado el cerrojo a la puerta y había escondido la llave entre dos ladrillos cercanos. Yo era capaz de encontrarla con los ojos cerrados, pero tampoco me hizo falta, puesto que en la parte inferior de la puerta había un hueco para los perros que llevaba ahí desde los tiempos de Shangguan Lü. Los perros ya no estaban, pero el agujero permanecía. Yo era suficientemente pequeño como para deslizarme a través de él, y también lo eran Sima Liang y Sha Zaohua. Ahora estaba del lado de dentro, en una pequeña habitación que servía de pasillo y que conducía a la zona oeste del recinto. Dos pasos más y ya me encontraba frente a la puerta que daba al ala oeste. Ahí todo estaba donde siempre había estado: la piedra del molino, alfalfa para alimentar a las mulas y la esterilla de paja de Laidi. Era ahí, en esa esterilla de paja, donde ella había perdido la compostura y se había vuelto loca. Para evitar que irrumpiera en la boda de Babbitt, Sima Ku la había atado de la muñeca al marco de la ventana y la había dejado ahí tres días. Yo suponía que quería liberar a Primera Hermana y ayudarla a abrir los ojos. ¿Qué fue lo que sucedió entonces?
La silueta de Sima Ku parecía más grande que nunca a la débil luz de las estrellas. No pudo verme, cuando logró entrar, porque yo me había escondido en un rincón. Oí un golpe poco después de que entrara en la habitación; se había tropezado con un cubo de metal que habíamos puesto ahí para que Laidi hiciera sus necesidades. Ella soltó una risita en la oscuridad. Una minúscula llama iluminó la habitación, y ahí estaba Laidi, tumbada en su esterilla de paja, con el pelo todo revuelto a su alrededor y los dientes blancos como la nieve. Su túnica negra no la cubría del todo. ¿Daba miedo? No era nada más ni nada menos que un demonio. Sima Ku estiró la mano y le tocó la cara, pero ella no se asustó. La luz del mechero se apagó. Las cabras, en su establo, dieron unas patadas en el suelo. Sima Ku se rio y dijo:
—Somos cuñado y cuñada, y eso no tiene nada de malo, así que ¿por qué no lo intentamos? Me pareció que a ti realmente te apetecía. Bueno, aquí estoy…
Laidi chilló, haciendo un extraño sonido que atravesó el techo.
—No es poca cosa lo que has dicho hoy: deseo, sufrimiento… Tú eres una ola y yo soy un barco. Tú eres una gotera y yo soy la lluvia. Soy tu salvador.
Los dos empezaron a girar juntos como si se hubieran sumergido en agua, como si estuvieran en un pozo lleno de anguilas. Los chillidos de Laidi eran más agudos y penetrantes que lo que nunca habían sido los del hada-pájaro. Sin hacer ni un ruido, me deslicé de nuevo a través del agujero para los perros y salí otra vez a la calle, con el cuerpo pegajoso, cubierto de sudor frío.
La película estaba a punto de terminar cuando Sima Ku volvió a entrar en la iglesia silenciosamente. Al ver que se trataba del comandante, la gente se apartó para que él pudiera pasar hasta su asiento. Cuando pasó a mi lado, me acarició la cabeza, y yo detecté el olor de los pechos de Laidi en su mano. Una vez en su asiento, le susurró algo a Segunda Hermana, y ella pareció contestarle con una risa. Las luces se encendieron pillando al público de improviso, y todo el mundo se quedó descolocado, como si no supiera dónde estaba. Sima Ku se levantó y exclamó:
—Mañana por la noche, la proyección de la película será en la era. Vuestro comandante quiere mejorar esta región a través de la introducción de la cultura occidental.
Eso hizo que la gente volviera a la realidad, y el subsiguiente clamor tapó por completo el sonido del proyector. Más tarde, cuando todos los invitados ya se habían ido, Sima Ku le dijo a Madre:
—Bueno, señora, ¿qué le ha parecido? Valía la pena venir a verlo, ¿verdad? Ahora lo que voy a hacer es construir un cine para todo Gaomi del Noreste. Este tipo, Babbitt, puede hacer casi cualquier cosa, y usted debería agradecerme que se lo haya conseguido como yerno.
—Ya es suficiente —dijo Segunda Hermana—. Llevemos a Madre a casa.
—No puedes dejar de mover la cola —le dijo Madre—. El orgullo no trae nada bueno. Me recuerdas a los perros cuando están comiendo mierda en medio del gentío.
De un modo o de otro, Madre descubrió lo que había pasado esa noche con Laidi. A la mañana siguiente, Sima Ku y Segunda Hermana vinieron a traer la ración de grano y cuando estaban a punto de marcharse, Madre dijo:
—Quiero hablar con mi yerno de un asunto.
—Sea lo que sea —le dijo Segunda Hermana—, puedes hablar delante de mí.
—Adelante —insistió Madre, haciendo que Sima Ku pasara a la habitación de al lado—. ¿Qué es lo que planeas hacer con ella? —le preguntó Madre.
—¿Con quién?
—¡No te hagas el tonto conmigo! —le dijo Madre.
—No me estoy haciendo el tonto —dijo él.
—Elige el camino que quieras tomar —dijo Madre.
—¿De qué caminos me está hablando? —preguntó Sima Ku.
—Te lo voy a explicar —dijo ella—. El primer camino es casarte con ella, tomarla como primera esposa, como segunda esposa o como una de dos esposas de la misma categoría. Puedes negociar eso con mi segunda hija. El segundo camino es matarla.
Sima Ku se frotó los lados de sus pantalones con las dos manos, aunque en un estado mental muy diferente de la última vez que había hecho tal cosa.
—Te doy tres días para que tomes una decisión. Ahora ya puedes irte.
Sexta Hermana estaba ahí sentada sin moverse, como si nada hubiera pasado. Escuché toser a Sima Ku; hizo un ruido que me sobresaltó y me entristeció al mismo tiempo. En la pantalla, el hombre y la mujer estaban acostados, muy juntos, bajo un árbol. La cabeza de la mujer estaba apoyada sobre el pecho del hombre. Ella estaba contemplando el fruto del árbol mientras él mascaba una brizna de hierba, sumido en sus pensamientos. La mujer se incorporó hasta quedar sentada y se volvió para mirarlo, con la mitad superior de sus pechos bulbosos expuesta por encima del vestido. Su escote parecía violeta, como el refugio de una anguila en las zonas menos profundas del río. Esa era la cuarta vez que yo contemplaba ese refugio, y deseaba deslizarme dentro de él. Entonces, ella se movió ligeramente y el hueco desapareció. Le dio un empujón al hombre y le dijo algo, malhumorada, pero él siguió con los ojos cerrados y mascando la brizna de hierba. Poco después, ella le dio una bofetada y rompió a llorar. El ruido que hacía cuando lloraba no era muy diferente del que hacían las mujeres chinas. El hombre abrió los ojos y le escupió el jugoso tallo de hierba a la cara. Una fuerte ráfaga de viento hizo que el árbol de la pantalla se agitara, haciendo que sus frutos se chocaran unos contra otros. El sonido de las hojas al moverse llegaba suavemente desde la orilla del río, y yo no sabía si el viento de la pantalla hacia que se movieran las hojas junto al río o si el viento que venía del río hacía que se movieran las hojas en la pantalla. Otro relámpago envió un rayo de luz de color verde que atravesó el cielo, seguido por el sonido de un trueno. El viento iba en aumento, y los espectadores comenzaron a moverse, nerviosos e impacientes, en sus asientos. Un enjambre de gotas pasó a través del haz de luz.
—Está lloviendo —gritó alguien, justo en el momento en que el hombre avanzaba hacia la carreta, llevando a la mujer descalza en brazos, con el vestido rasgado colgando de su cuerpo.
Sima Ku se levantó súbitamente.
—¡Apágalo! ¡Eso es todo! —dijo—. El agua va a estropear el proyector.
Estaba de pie bloqueando el haz de luz, cosa que generó rugidos de desaprobación entre la multitud, por lo que se volvió a sentar. El agua caía a chorros sobre la pantalla. El hombre y la mujer saltaron al río. Otro relámpago serpenteó por el cielo. Su crujido se mantuvo en el aire durante un montón de tiempo y oscureció el rayo de luz que salía del proyector. Una docena de objetos negros, más o menos, llegaron volando. Daba la impresión de que el relámpago hubiera desatado una lluvia de cagadas. En algún lugar entre las filas de soldados del Batallón de Sima hubo una violenta explosión. Una detonación atronadora, con estallidos de luces verdes y amarillas, todo acompañado por el penetrante olor de la pólvora, más o menos al mismo tiempo. Yo acabé sentado encima del vientre de alguien y sentí algo caliente y húmedo en la cabeza. Me toqué la cara con la mano; la tenía toda pegajosa. El aire estaba espeso por el hedor de la sangre. La gente, presa del pánico y enceguecida, no dejaba de gritar. El haz de luz iluminó espaldas curvadas, cabezas ensangrentadas, rostros aterrorizados. El hombre y la mujer que se divertían en el río americano habían quedado reducidos a pedazos. Relámpagos. Truenos. Sangre verde. Trozos de carne humana volando por el aire. Una película americana. Una granada de mano. Llamas doradas serpenteando desde el cañón de una pistola. Que no cunda el pánico, hermanos. Otra serie de explosiones. ¡Madre! ¡Hijo! Un brazo rebanado vivo. Unos intestinos enrollados en una pierna. Gotas de lluvia más grandes que monedas de plata. Una luz que hacía daño a los ojos. Una noche llena de misterios. «¡Al suelo boca abajo, aldeanos, y todos quietos! ¡Oficiales y soldados del Batallón de Sima, todos quietos! ¡Soltad las armas si queréis vivir! ¡Soltadlas o moriréis!». Las órdenes llegaban de todas partes, y caían sobre nosotros…