III

El banquete de bodas se organizó en la iglesia, que acababa de ser encalada, al atardecer. Había una docena de bombillas brillantes, más o menos, que colgaban de las vigas e iluminaban el hall con más fuerza que la luz del día. Una máquina, en el pequeño patio, traqueteaba ruidosamente, enviando unas misteriosas corrientes eléctricas, a través de cables, hasta las bombillas, que emitían una poderosa luz que vencía a la oscuridad y atraía a las polillas, que morían chamuscadas en cuanto las rozaban, y caían sobre las cabezas de los oficiales del Batallón de Sima y de los altos cargos de Dalan. Sima Ku iba vestido con su uniforme. Su rostro estaba radiante en el momento en que se puso de pie ante la cabecera de la mesa y se aclaró la garganta.

—Por todos vosotros, miembros de la milicia y autoridades locales —dijo—. El banquete de esta noche se ha organizado para celebrar el matrimonio entre nuestro estimado amigo Babbitt y mi joven cuñada Niandi. Un acontecimiento tan feliz se merece un aplauso de todo corazón.

Todo el mundo aplaudió con mucho entusiasmo. Ocupando la silla de al lado de Sima Ku, vestido con un uniforme blanco y con una flor roja metida en el bolsillo de la camisa, estaba como invitado de honor, también radiante, el joven americano. Su pelo rubio, fijado con aceite de cacahuete, estaba tan reluciente como si se lo hubieran lamido los perros. Niandi, que estaba sentada en una silla a su lado, llevaba un vestido blanco, con un escote muy amplio que dejaba ver la mitad superior de sus pechos. Yo casi me desmayo. Durante la ceremonia de la boda, que se había celebrado más temprano aquel mismo día, Sima Liang y yo habíamos recorrido la iglesia tras ella, llevando la larga cola de su vestido, semejante a la de un faisán. Llevaba en el pelo dos enormes rosas chinas. En su rostro, muy empolvado, se dibujaba una expresión de alegre autocomplacencia. Afortunada Niandi, qué poca vergüenza tenías. ¡Los huesos del hada-pájaro todavía no estaban fríos, y tú ya te habías casado con el americano!

Sima Ku alzó una copa que tenía un brillo rojo por el vino que había en su interior.

—El Señor Babbitt nos llegó del cielo, el cielo nos dio a Babbitt. Todos vosotros fuisteis testigos personalmente de su demostración de vuelo, y él también conectó estas lámparas eléctricas que nos están iluminando. —Entonces se detuvo y señaló a las vigas—. Esto, amigos míos, es la electricidad. Se la hemos robado al Dios del Trueno. Desde el momento en que Babbitt apareció entre la niebla, a las fuerzas de nuestra guerrilla les ha salido todo muy bien. Babbitt es el General de la Buena Fortuna de nuestras tropas; ha llegado hasta nosotros con un montón de estrategias brillantes. En breves momentos, hará una demostración que nos dejará verdaderamente boquiabiertos a todos.

Entonces se dio la vuelta y señaló la sábana blanca que había sobre la pared de detrás del estrado desde el que el Pastor Malory había predicado en tiempos, y que después le había servido a la Señorita Tang, del batallón de demoliciones, para soltar su arenga de resistencia contra los japoneses. Un velo de oscuridad me ocultó los ojos: las luces eléctricas me estaban cegando.

—Ahora que hemos ganado la guerra, el Señor Babbitt ha dicho que quiere irse a casa. Para asegurarnos de que eso no ocurra, debemos hacer todo lo que sea necesario para retenerlo aquí, debemos demostrarle todo lo que sentimos por él. Y por eso me he decidido a ofrecerle a mi joven cuñada, más hermosa que los ángeles del Cielo, en matrimonio. Brindemos ahora por la felicidad del Señor Babbitt y de la Señorita Shangguan Niandi. ¡Por ellos!

Los invitados se pusieron de pie ruidosamente, chocaron sus copas y las apuraron diciendo:

—¡Por ellos!

Niandi alzó su copa, mostrando el anillo de compromiso de oro que llevaba en el dedo, y la chocó contra la copa de Babbitt. Después brindó con Sima Ku y Zhaodi. En las pálidas mejillas de Zhaodi, que todavía no había recuperado las fuerzas después de dar a luz, se veían unas manchas rojas muy poco saludables.

—Ya es hora de que la novia y el novio beban —dijo Sima Ku—. A ver, vosotros dos, enlazad los brazos.

Obedeciendo, Babbitt y Niandi se engancharon por los brazos y se bebieron torpemente el vino que les quedaba en las copas, provocando un estruendoso delirio en los invitados, que inmediatamente brindaron por los recién casados antes de sentarse de nuevo y entrar en combate con sus palillos; las docenas de bocas que estaban masticando, todas al mismo tiempo, producían una irritante cacofonía de labios grasientos y mejillas sudorosas.

Sentados en nuestra mesa, junto a mí y a Sima Liang, Sha Zaohua y Octava Hermana, había un montón de mocosos que yo no conocía. Estuve observando cómo comían. Zaohua fue la primera que tiró los palillos y empezó a usar las manos. Tenía una pata de pollo en una mano y una pezuña de cerdo en la otra y se las comía alternando un bocado de cada una. Para ahorrar energía, los niños mantenían los ojos cerrados mientras roían y mascaban, imitando a Octava Hermana, cuyas mejillas parecían estar ardiendo y cuyos labios eran como nubes de color escarlata. Estaba más hermosa que la novia. Cuando los niños empezaron a coger la comida de las fuentes con las manos, sus ojos se abrieron. A mí me entristecía verlos descuartizando los cuerpos de esos animales muertos.

Madre se había opuesto a que Sexta Hermana se casara con Babbitt, pero ella le había dicho: «Madre, nunca le he contado a nadie que mataste a la abuela». Eso había hecho que Madre se callara. Madre, con el aspecto de una hoja que se hubiera secado al llegar el otoño, dejó de interferir en la planificación de la boda. El banquete avanzaba según lo previsto: las conversaciones en las mesas, y entre mesas distintas, habían terminado a medida que se imponían los juegos de beber. Las existencias de alcohol parecían infinitas, los platos seguían llegando desde la cocina como un torrente y los camareros uniformados de blanco correteaban entre las mesas con las bandejas alineadas con sus brazos. «Abran paso, aquí llegan las albóndigas braseadas; abran paso, aquí llegan los capones a la parrilla; abran paso, aquí llega el pollo estofado con champiñones».

Los invitados que había sentados en nuestra mesa eran todos «generales del plato limpio». Al grito de «abran paso, las costillas de cerdo glaseado», unas relucientes costillas de cerdo apenas habían aterrizado en el centro de nuestra mesa cuando varias manos grasientas se lanzaron a por ellas. ¡Quema! Cogieron aire, intentando refrescarse la boca, como serpientes venenosas. Pero ni siquiera eso sirvió para que tuvieran las manos quietas; inmediatamente prosiguieron atrapando y despiezando los grandes trozos de carne. Si la carne caía sobre la mesa, la recogían y se la llevaban a toda prisa a la boca. No podían parar. Estiraban el cuello y tragaban, con la boca abierta, frunciendo el ceño, mientras unas lágrimas les asomaban en los ojos. En unos instantes, en la bandeja no quedaba nada de carne ni de piel, nada más que unos huesos de color blanco plateado. Después, incluso los huesos desaparecieron del plato; había llegado el momento de roer las articulaciones y los tendones. Una luz verde brillaba en los ojos de aquellos que no habían logrado atrapar nada y habían tenido que conformarse con chuparse los dedos. Tenían el vientre hinchado como pequeñas pelotas de cuero, y sus esqueléticas piernas colgaban tristemente de los bancos. De sus estómagos brotaban unas burbujas verdosas emitiendo un extraño ronroneo. Abran paso, el pescado agridulce. Un camarero bajito y con una enorme panza, prominente mandíbula y mejillas flácidas, todo vestido de blanco, apareció trayendo una enorme bandeja de madera sobre la que había una fuente de cerámica blanca que contenía un gran pescado amarillo braseado. Lo seguía una docena de camareros más, cada uno más alto que el anterior y todos ellos vestidos de blanco; todos llevaban idénticas bandejas de madera con idénticas fuentes de cerámica blanca que contenían pescados amarillos braseados muy similares. El último se parecía a una pértiga de transporte. Colocó la bandeja en el centro de nuestra mesa y me hizo una mueca a mí. Su cara me resultaba familiar. Tenía la boca torcida, uno de los ojos cerrado y la nariz surcada de arrugas. Yo había visto su cara en algún otro lugar, pero ¿dónde? ¿Habría sido en la boda de Pandi y Lu Liren, del batallón de demoliciones?

El costado del pescado agridulce estaba agujereado a cuchillo desde la cabeza hasta la cola, y los agujeros estaban rellenos con un sirope agrio de color naranja. Uno de sus ojos opacos estaba oculto bajo un lecho de cebollas de color verde esmeralda; su cola triangular colgaba melancólicamente fuera de la fuente, como si todavía pudiera moverse ligeramente. Las pequeñas garras grasientas atacaron tentativamente, y como yo no tenía valor para contemplar cómo desfiguraban al pescado, miré para otra parte. Más allá, en la mesa presidencial, Babbitt y Niandi estaban de pie, con una copa de vino en la mano y con los brazos que les quedaban libres entrelazados. Con una especie de gracia femenina, se acercaron a nuestra mesa, en la que todas las miradas, salvo la mía, estaban puestas sobre el cuerpo desfigurado del pobre pescado, cuya mitad superior había quedado reducida a una espina dorsal azulada. Una pequeña garra aferró la espina y la sacudió, con lo que las partes comestibles de la mitad inferior se separaron de ella. En todos los platos que había sobre la mesa se amontonaban unas pilas informes de pescado humeante. Como cachorros de bestias salvajes, los niños se llevaban sus presas a su refugio para darse un festín tranquilo. Ahora sólo quedaban la cabeza del pescado, una bonita y delicada cola y la espina dorsal que las unía. El mantel blanco estaba todo desordenado por todas partes salvo frente a mí; mi sitio era un espacio de pureza entre la basura, en el medio del cual había un vaso lleno de vino tinto.

—Brindemos, mis pequeños y queridos amigos —dijo Babbitt simpáticamente, alzando su copa.

Su mujer también alzó su copa. Tenía algunos de los dedos doblados para agarrarla; los demás estaban estirados. Era como una orquídea, con un anillo de oro reluciendo en el centro. Un brillo frío y blanco surgía de la mitad superior de su pecho, que estaba descubierta. Mi corazón empezó a latir con fuerza.

Mis compañeros de mesa se pusieron en pie de un salto, con la boca completamente llena de pescado y la punta de la nariz, e incluso la frente, brillando por el aceite. Sima Ling, que estaba a mi lado, engulló su bocado de pescado y cogió una esquina del mantel para limpiarse las manos y la boca. Mis manos estaban limpias y suaves, mi aspecto era intachable y el pelo me relucía de lo brillante que estaba. Mi aparato digestivo nunca había recibido la demanda de procesar el cadáver de un animal, y mis dientes nunca habían tenido que masticar las fibras de un vegetal. Todas las garras grasientas alzaron sus copas descontroladamente y brindaron, haciéndolas sonar contra las que alzaban los recién casados. Yo fui la única excepción; me quedé atónito, con la mirada fija en los pechos de Niandi, agarrado con ambas manos al borde de la mesa para no abalanzarme a mamar de los pechos de mi sexta hermana.

Babbitt me miró lleno de sorpresa.

—¿Por qué no comes ni bebes? —me preguntó—. ¿No has comido nada? ¿Ni un bocado?

Niandi bajó brevemente de su nube y recuperó algo de lo que la había convertido en quien era. Me frotó la nuca con la mano que tenía libre y le dijo a su marido:

—Mi hermano es casi un inmortal. No come lo que comen los mortales comunes.

La fragancia que emanaba su cuerpo hizo que mi corazón se pusiera a latir con frenesí. Rebelándose contra mi voluntad, mis manos se lanzaron adelante y le agarraron los pechos. Su vestido de seda era impresionantemente suave. Dio un alarido del susto y me tiró el vino a la cara. Su rostro se había puesto de color escarlata y, mientras se estiraba el arrugado cuerpo de su vestido, me insultó:

—¡Pequeño bastardo!

El vino tinto me resbalaba por la cara, una cortina roja casi transparente que caía sobre mis ojos. Los pechos de Niandi eran como globos rojos que explotaban juntos, haciendo un gran ruido, dentro de mi cabeza.

Babbitt me dio unas palmaditas en la cabeza con una de sus grandes manos.

—Los pechos de tu madre te pertenecen a ti, jovenzuelo —me dijo, guiñándome un ojo—. Pero los pechos de tu hermana me pertenecen a mí. Espero que algún día podamos ser amigos.

Yo retrocedí y miré su cómica y fea cara con odio. El sufrimiento que yo sentía en aquel momento excedía toda descripción. Aquella noche, los pechos de Sexta Hermana, tan brillantes, tan blandos y tan suaves como si estuvieran tallados en jade, joyas sin par, caerían en las manos de ese americano de piel clara, que los abrazaría o los acariciaría o los amasaría a voluntad. Los pechos de Sexta Hermana, de una blancura lechosa, llenos de miel, eran una golosina para la que no sería posible encontrar rival en ningún lado, ni en la tierra ni en el mar, y que acabaría en la boca de ese americano con los dientes de marfil, para que él los mordiera, los mordisqueara o los chupara hasta que sólo quedara de ellos su piel clara. Pero lo que en realidad me volvía loco era el hecho de que esto era lo que quería Sexta Hermana. Niandi, me diste una bofetada sólo por hacerte cosquillas con un tallo de hierba y me tiraste el vino en la cara cuando apenas te había tocado, pero lo toleras y te hace feliz que él te acaricie o te muerda. No es justo. Vosotras, hatajo de zorras, ¿es qué no entendéis el dolor que me causáis en el corazón? No hay nadie en la Tierra que comprenda a los pechos ni los ame ni sepa cómo protegerlos igual que yo.

Y todas me tratáis como a un burro. Ese día lloré amargamente.

Babbitt me hizo una mueca y se encogió de hombros. Después cogió a Niandi por el brazo y se marchó a brindar con el resto de las mesas. Llegó un camarero con una sopera llena de sopa con trozos de huevo y algo que parecía el pelo de un hombre muerto flotando en la superficie. Mis compañeros de mesa imitaron a los de la mesa de al lado y empezaron a tomar la sopa, sirviéndose con unas cucharas blancas, cuanto más espesa mejor, y soplando para enfriarla un poco antes de sorberla. En nuestra mesa, la sopa salpicaba y volaba en todas las direcciones. Sima Liang me intentó provocar:

—Prueba un poco, Pequeño Tío —me dijo—. Está rica, está tan rica como la leche de cabra, por lo menos.

—No —le contesté yo—. No la quiero.

—Entonces siéntate. Todo el mundo te está mirando.

Miré a mi alrededor. No había nadie mirándome.

Del centro de cada una de las mesas salía vapor, que subía en volutas hasta las lámparas eléctricas y se convertía en niebla antes de desaparecer. Las mesas presentaban un montón de platos y copas desordenados, los rostros de los invitados estaban ya un poco desencajados y el ambiente, dentro de la iglesia, apestaba a alcohol. Babbitt y su esposa habían vuelto a su mesa. Observé cómo Niandi se inclinaba hacia Zhaodi y le susurraba algo. ¿Qué le habría dicho? ¿Sería algo sobre mí? Cuando Zhaodi asintió, Niandi se echó hacia atrás, cogió una cuchara y la hundió en su sopa, y después se la llevó a la boca, se humedeció los labios y se la tomó con elegancia. Niandi conocía a Babbitt desde hacía poco más de un mes, pero ya se había convertido en una persona distinta. Un mes antes, era una vulgar sorbe-gachas. Un mes antes, hacía tanto ruido como cualquier otro cuando escupía en el suelo, o se sonaba la nariz. A mí me parecía desagradable, pero a la vez la admiraba. ¿Cómo podía ser que alguien cambiara tan rápido? Los camareros aparecieron trayendo el plato principal: unas bolas de masa hervida y esos fideos semejantes a gusanos que me habían quitado el apetito. También había unas empanadas multicolores. No soy capaz de ponerme a describir el aspecto que tenía la gente cuando comía. Yo estaba enfadado y tenía hambre. Madre y mi cabra debían estar esperándome ansiosamente. ¿Por qué, en ese caso, no me levantaba y me iba? Porque después de las palabras de Sima Ku, después de la comida, Babbitt iba a volver a demostrar la superioridad material y cultural de Occidente. Yo sabía que iba a poner una película, cosa que, por lo que me había podido enterar, consistía en una serie de imágenes en movimiento proyectadas sobre una pantalla gracias a la electricidad.

El banquete al fin terminó, y los camareros salieron con unos cubos y se pusieron a limpiar las mesas y a retirar los platos y las copas, metiéndolo todo en los cubos y haciendo mucho ruido. Lo que entraba en esos cubos eran piezas de vajilla que se podían seguir usando perfectamente; lo que se llevaron eran trozos de cristal y de cerámica. Una docena de soldados, más o menos, acudió a echar una mano, y cada uno de ellos cogió un mantel, lo dobló y se lo llevó a toda velocidad. Después los camareros regresaron para tender unos manteles limpios, sobre los cuales colocaron uvas y pepinos, sandías y peras de Hebei; también había algo llamado café de Brasil, que tenía el color de las batatas y emanaba un extraño olor. Trajeron un montón de jarras, una tras otra, más de las que yo era capaz de contar.

Y después un montón de tazas, una tras otra, también más de las que era capaz de contar. Los invitados, que todavía estaban eructando después de esa gran comilona, volvieron a sentarse y probaron vacilantemente unos sorbos de café de Brasil, como si fuera alguna clase de medicamento chino.

Los soldados entraron trayendo una mesa rectangular sobre la que situaron una máquina cubierta con un trozo de tela roja.

Sima Ku dio unas palmadas y anunció en voz alta:

—La película va a comenzar en unos minutos. Demos la bienvenida al Señor Babbitt, que nos va a enseñar algo muy especial.

Babbitt se puso de pie en medio de un tumultuoso aplauso c hizo una reverencia al público. Después se acercó a la mesa y quitó la tela roja, descubriendo una máquina misteriosa y demoníaca. Sus dedos se movían con destreza entre un montón de ruedas, grandes y pequeñas, hasta que surgió un ruido sordo de las entrañas de la máquina. Un rayo de luz cortó el aire y se posó sobre la pared de la iglesia que daba al Oeste. Un rugido de aprobación le dio la bienvenida; después se oyó el sonido de unos taburetes que alguien arrastraba por el suelo. La gente se volvió para mirar la luz. Al principio, se posó sobre el rostro del Cristo que había sobre la cruz de madera de azufaifo, que acababa de ser restaurada y clavada de nuevo en la pared. Los rasgos faciales del icono sagrado eran totalmente irreconocibles, En el lugar donde en otro tiempo habían estado los ojos, ahora crecía un hongo medicinal de color amarillo llamado lingzhi. Como devoto cristiano que era, Babbitt había insistido en que la boda se celebrara en la iglesia. Durante el día, el Señor había contemplado los ritos matrimoniales que los unían a Niandi y a él con sus ojos cubiertos de hongos; ahora, cuando ya había caído la noche, él iluminaba los ojos del Señor con una luz eléctrica, ocultando los hongos con una neblina blanca. El rayo de luz comenzó a descender, desde el rostro de Cristo hasta su pecho, y desde ahí a su vientre, a sus partes bajas, que el tallista chino había tapado con una hoja de loto, y desde ahí hasta abajo, hasta los dedos de los pies. Finalmente, el rayo se quedó quieto sobre una sábana rectangular de tela blanca con unos anchos bordes negros que colgaba de la pared gris. Babbitt lo ajustó hasta que encajaba perfectamente dentro de los bordes negros, y después lo movió un poco más antes de dejarlo quieto. En ese momento, oí que la máquina hizo un ruido semejante al del agua de lluvia cuando cae, formando una cascada, desde el alero de un tejado.

—¡Apagad las lámparas! —gritó Babbitt.

Con el sonido de una pequeña explosión, las lámparas que colgaban de las vigas se apagaron y nos quedamos a oscuras. Eso hizo que se intensificara el rayo de luz de la máquina demoníaca de Babbitt. Había nubes de pequeños mosquitos blancos bailando en el aire, y una polilla blanca se situó, planeando erráticamente, en el centro del rayo, con lo que su forma apareció de repente, varias veces ampliada, sobre la sábana blanca. Oí los gritos de deleite del público, e incluso yo solté un aullido. Y entonces, ahí mismo, delante de mis ojos, aparecieron las imágenes eléctricas. De repente apareció una cabeza proyectada por la luz. Era la de Sima Ku. La luz brillaba a través de los lóbulos de sus orejas, y todos podíamos distinguir el fluir de la sangre. Su cabeza se movió cuando se dio la vuelta y miró el punto desde el que salía la luz. Su rostro se aplanó y se puso blanco como una hoja de papel mientras tapaba una gran parte de la pantalla. El público empezó a gritar con fuerza.

—¡Siéntate! —le gritó Babbitt, lleno de ira, en el momento en que una delicada y blanca mano entraba en el haz de luz.

La cabeza de Sima Ku desapareció debajo de la luz. La pared hizo una serie de ruidos mientras unas manchitas oscuras parpadeaban en la pantalla; era la imagen y el sonido de disparos. Entonces sonó una música procedente de una caja que colgaba al lado de la pantalla. Sonaba un tanto parecido a un instrumento de cuerda, el huqin, y era también ligeramente similar a un instrumento de viento, el suona, pero no se trataba de ninguno de los dos. Era un sonido delgado y metálico, como el de unos fideos de garbanzos verdes aplastados contra el fondo de un colador.

En la pantalla aparecieron unos cuantos renglones de unas palabras temblorosas de color blanco, algunas grandes y otras pequeñas, que surgían desde abajo y ascendían poco a poco. Se oyeron más gritos de la gente. Se dice que el agua siempre fluye hacia abajo, pero estas palabras escritas en un idioma extranjero fluían en la dirección contraria, desapareciendo en la oscuridad de la pared cuando alcanzaban la parte superior de la pantalla. Un pensamiento alocado atravesó mi mente: ¿Aparecerían mañana por la mañana todas esas palabras incrustadas en la pared de la iglesia? Entonces en la pantalla vimos agua, fluyendo en el cauce de un río bordeado por árboles donde unos ruidosos pájaros saltaban de rama en rama. Nos quedamos boquiabiertos por la sorpresa; tan sorprendidos estábamos que nos olvidamos de gritar. En la siguiente escena salía un hombre que llevaba un rifle colgado a la espalda y la camisa abierta, dejando al descubierto su torso peludo. Tenía un cigarrillo entre los labios, y unas volutas de humo subían ondulantes desde la punta; también echaba humo, de vez en cuando, por la nariz. ¡Dios mío, qué imagen! Un oso pardo salió de un grupo de árboles y se dirigió hacia el hombre. En la iglesia sonaron los chillidos de algunas mujeres, y se oyó cómo alguien amartillaba una pistola. La silueta de alguien irrumpió de nuevo en medio del rayo de luz. Era otra vez Sima Ku, revólver en mano. Tenía la intención de dispararle al oso, pero su imagen en la pantalla había desaparecido.

—¡Siéntate, maldito idiota! —le gritó Babbitt—. ¡Siéntate! ¡Es una película!

Sima Ku volvió a sentarse, pero para entonces el oso ya estaba muerto, tirado en el suelo, en la pantalla, y un torrente de sangre verde brotaba de su pecho. El cazador estaba sentado junto a él, cargando de nuevo su arma.

—¡Hijo de perra! —gritó Sima Ku—. ¡Qué buen tirador!

El hombre de la pantalla levantó la mirada, murmuró algo que yo no pude comprender y puso una sonrisa autocomplaciente. Tras volver a echarse el rifle a la espalda, se metió dos dedos en la boca y soltó un silbido agudo, que reverberó en la iglesia. Un carro tirado por un caballo llegó por la ribera del río. El caballo tenía un aspecto orgulloso y desafiante, pero de un modo un tanto estúpido. Su arnés me resultaba familiar, como si lo hubiera visto en alguna parte. Una mujer se levantó en el carro, detrás de la vara; su larga cabellera se agitaba al viento, de una forma que yo no podía distinguir de qué color era. Tenía una cara grande, una frente prominente, unos ojos bellísimos y unas pestañas rizadas tan negras y agudas como los bigotes de un gato. Su boca era enorme, con unos labios negros y brillantes. A mí me daba la sensación de que no tenía ninguna moral. Sus pechos rebotaban y bailaban como si estuvieran enloquecidos, como un par de conejos cogidos por el rabo. Eran mucho más grandes y más redondeados que ningunos de los de la familia Shangguan. Condujo el carro directamente hacia mí, al galope. El corazón me latía con fuerza, me temblaban los labios y me sudaban las manos. Me puse en pie de un salto, pero una poderosa mano se apoyó en mi cabeza y me empujó hasta dejarme de nuevo sentado en el banco. Me di la vuelta para mirar. El hombre tenía la boca completamente abierta. No lo reconocí. El espacio que había detrás de él estaba atestado de gente; hasta había gente bloqueando la entrada. Otros parecían estar colgados del marco de la puerta. Fuera, en la calle, la multitud clamaba por conseguir entrar.

La mujer tiró de las riendas, el caballo se detuvo y ella bajó del carro de un salto. Se levantó el dobladillo de la falda, dejando al descubierto sus piernas de un color blanco lechoso, y le gritó al hombre, por lo que yo entendí. Después salió corriendo, sin dejar de gritar. Desde luego, le estaba gritando a él. Olvidándose del oso muerto, él se quitó el rifle de la espalda, lo tiró al suelo y salió corriendo detrás de la mujer. Vimos el rostro de ella, sus ojos, su boca, sus dientes blancos, sus pechos bamboleantes. Y después el rostro del hombre, sus cejas pobladas, sus ojos de halcón, su barba lustrosa y una cicatriz brillante que tenía entre la ceja y la sien. Y de vuelta al rostro de la mujer. Y después otra vez al del hombre. Los pies de la mujer cuando se quitaba los zapatos. Los torpes pies del hombre. La mujer corrió a los brazos del hombre. Sus pechos quedaron aplastados. Atacó la cara del hombre con su enorme boca. La boca de él se posó sobre la de ella. Después, tu boca está fuera, la mía está dentro. Dos bocas emparejadas. Suspiros y gemidos, todos de la mujer. Después los brazos, echados sobre un cuello o envolviendo una cintura. Las manos empezaron a moverse, sobre mi cuerpo, sobre el tuyo, hasta que finalmente los dos cayeron sobre el alfombrado césped y empezaron a retorcerse y a dar vueltas; en un momento determinado, el hombre estaba arriba, y al instante siguiente era ella la que estaba encima de él. Fueron girando por el suelo, dando más y más vueltas, recorriendo una cierta distancia, y después se detuvieron. La mano peluda del hombre se deslizó por debajo del vestido de la mujer y le cogió uno de sus redondeados pechos. Mi pobre corazón estaba a punto de desgarrarse, y unas lágrimas calientes me brotaron de los ojos.

El rayo de luz se apagó y la pantalla quedó toda oscura. Pop, alguien encendió una lámpara que había junto a la máquina demoníaca. A mi alrededor, la gente jadeaba y suspiraba. El lugar estaba atestado, incluyendo a unos cuantos mocosos que estaban sentados en una mesa, enfrente de mí. Desde donde estaba, junto a la máquina, Babbitt parecía un mago celestial a la luz de la lámpara. Las ruedecillas de la máquina seguían girando sin parar. Al final, con el ruido de una pequeña explosión, se detuvieron.

Sima Ku se puso de pie de un salto.

—¡Maldita sea mi estampa! —dijo, soltando una sincera carcajada—. ¡No pares ahora, ponlo otra vez!