II
Como invitados especiales que éramos, subimos a la Montaña del Buey Reclinado por la ladera llena de césped que daba al Sudeste. Íbamos a contemplar una demostración a cargo del Comandante Sima Ku y del joven americano Babbitt. El viento del Sudeste soplaba bajo un cielo soleado cuando Laidi y yo ascendíamos a la montaña montados en el mismo burro. Zhaodi y Sima Liang compartían otro animal. Yo iba sentado delante de Laidi, que me sujetaba desde atrás. Zhaodi iba sentada delante de Sima Liang, que simplemente se agarraba de sus ropas, ya que no le llegaban los brazos para abrazarse a su vientre, donde crecía un miembro de la siguiente generación de Simas. Nuestro contingente dio un rodeo para sortear la cola del buey y, poco a poco, fue subiendo a su lomo, en el que crecían unas hierbas agudas como agujas coronadas por dientes de león de color amarillo. A pesar de que nos llevaban sobre sus lomos, a los burros no les costaba ningún esfuerzo trepar.
Sima Ku y Babbitt nos adelantaron en sus caballos, con la excitación pintada en el rostro. Sima Ku nos hizo un gesto con el puño cuando nos pasó. En la cima de la montaña, un grupo de gente con la piel amarilla gritaba hacia abajo. Sima Ku levantó su fusta y la descargó sobre la grupa de su caballo. El caballo reaccionó y comenzó a subir aún más rápido; el caballo de Babbitt lo seguía de cerca. Montaba a caballo de la misma manera que montaba a camello, con la parte superior del cuerpo erecta independientemente de cuánto se balanceara de un lado para otro. Tenía las piernas tan largas que sus estribos casi tocaban el suelo, y su caballo daba al mismo tiempo pena y risa, pero pese a todo galopaba sin problemas.
—Vamos un poco más rápido —dijo Segunda Hermana clavando sus talones en el vientre del burro.
Era la jefa de nuestra delegación, la respetada esposa del comandante, y nadie se atrevía a desobedecer sus órdenes. Los representantes del pueblo y algunas celebridades locales la siguieron sin rechistar, a pesar de que estaban sin aliento debido a lo empinado de la cuesta. El burro que nos llevaba a Laidi y a mí iba pisándole los talones al que transportaba a Zhaodi y a Sima Liang. Los pezones de Laidi se frotaban contra mi espalda a través de la tela negra de su vestido, cosa que me transportó al episodio en el abrevadero y me llenó de un enorme placer.
En la cima de la montaña, el viento era mucho más fuerte que más abajo. De hecho, era tan fuerte que el cataviento golpeaba con fuerza; sus trozos de seda roja y amarilla bailaban salvajemente, como las plumas de la cola de un faisán. Había una docena de soldados, más o menos, descargando las cosas que llevaban los camellos encima. Estas bestias, que solían poner cara de pocos amigos, tenían la cola y las articulaciones de las patas traseras unidas con excrementos secos. Los ricos pastos de Gaomi del Noreste habían hecho engordar a los caballos y a los burros del Comandante Sima, así como a las vacas y a las cabras de los lugareños, pero habían tenido el efecto contrario en la docena, más o menos, de penosos camellos, a los que les estaba costando aclimatarse. Parecía que les hubieran perforado las grupas con punzones, y sus patas tenían el aspecto de la leña seca. Sus jorobas, que en circunstancias normales eran altas y angulosas, parecían sacos vacíos que colgaban hacia un lado, como si estuvieran a punto de caerse al suelo.
Los soldados desenrollaron una enorme alfombra y la pusieron sobre el césped. «¡Ayudad a la esposa del comandante a bajarse de su burro!», ordenó Sima Ku. Los soldados se apresuraron a bajar a la embarazada Zhaodi del burro, y después también ayudaron a Sima Liang a que descendiera. Después fueron la cuñada del comandante, Laidi, su cuñado, Jintong, y su joven cuñada, Yunü. Como huéspedes de honor que éramos, nos sentamos sobre la alfombra. Todo el resto de la gente se quedó de pie, detrás de nosotros. El hada-pájaro intentó esconderse entre la multitud, y cuando Segunda Hermana le hizo una señal para que viniera a reunirse con nosotros, ella primero escondió la cabeza detrás de Sima Ting y después se ocultó completamente tras él. Sima Ting, que tenía dolor de muelas, se quedó ahí de pie, tapándose la mejilla hinchada con la mano.
El lugar en el que estábamos sentados correspondía a la cabeza del buey; su cara estaba justo frente a nosotros. El buey parecía que se disponía a juntar la boca con el pecho. Su cara era una colina escarpada que superaba ampliamente los trescientos metros de altura sobre el nivel del mar. Los vientos nos barrían la cabeza en su viaje hacia la aldea, sobre la cual flotaba la neblina, semejante a bocanadas de humo. Intenté localizar nuestra casa, pero lo que pude distinguir fue la hermosa residencia de Sima Ku, perfectamente diseñada, con sus siete entradas. El campanario de la iglesia y la torre de vigilancia de madera parecían pequeños y frágiles. El llano, el río, el lago y los pastos estaban rodeados por una docena, más o menos, de estanques, y poblados por un rebaño de caballos del tamaño de cabras y burros pequeños como perros; se trataba de las monturas del Batallón de Sima. También se veían seis cabras lecheras del tamaño de conejos; esas eran nuestras cabras, la grande blanca era la mía. Madre se la había pedido a Segunda Hermana, quien se la había pedido al ayudante de campo de su marido, quien había enviado a alguien al distrito de la montaña Yi Meng a comprarla. Al lado de mi cabra había una niña pequeña. Su cabeza parecía una pelotita, pero yo sabía que era una mujer joven, no una niña pequeña, y que su cabeza en realidad era mucho más grande que una pelotita, puesto que se trataba de Sexta Hermana, Niandi. Había sacado las cabras a pastar, no por su bien sino porque ella también quería contemplar la demostración.
Sima Ku y Babbitt habían desmontado. Sus caballos, pequeños y fuertes, estaban paseando por los alrededores de la cabeza del buey, en busca de alfalfa silvestre, reconocible por sus flores de color violeta. Babbitt se acercó a un saliente de la montaña y miró hacia abajo, como si estuviera calculando la altura. Después miró hacia arriba, al cielo; no se veía nada más que azul, así que por ese lado no habría ningún problema. Después de realizar esas observaciones, levantó una mano, aparentemente para comprobar la fuerza del viento, a pesar de que la bandera ondeaba con fuerza, nuestras ropas estaban henchidas y la corriente arrastraba un halcón por el aire como si fuera una hoja seca. Sima Ku estaba detrás de él, repitiendo exageradamente todos sus movimientos. Su rostro reflejaba la misma seriedad, pero yo me di cuenta de que era de cara a la galería.
—De acuerdo —dijo Babbitt secamente—, podemos comenzar.
—De acuerdo —dijo Sima Ku del mismo modo—, podemos comenzar.
Los soldados trajeron dos fardos y desataron uno de ellos. Lo que había en su interior era una sábana de seda blanca que parecía más grande que el mismísimo cielo, y que tenía unos cordones blancos pegados a ella. Babbitt les indicó a los soldados que ataran los cordones a las caderas y al pecho de Sima Ku. Cuando eso estuvo hecho, tiró de ellos para asegurarse de que estaban bien ajustados. Después movió la seda blanca como señal para que los soldados la estiraran todo lo que pudieran. Cuando llegó una ráfaga de viento, los soldados la soltaron y se hinchó formando un enorme arco, los cordones se pusieron en tensión y arrastró a Sima Ku por el suelo. Él intentó ponerse de pie pero no pudo y comenzó a rodar por el suelo como un burrito recién nacido. Babbitt corrió tras él y agarró el cordón que le pasaba por la espalda.
—Cógelo —le gritó secamente—, coge el cordón de la dirección.
Sima Ku, volviendo aparentemente en sí, lo insultó:
—Babbitt, maldito asesino…
Segunda Hermana se levantó de la alfombra de un salto y salió corriendo detrás de Sima Ku. Pero no había dado más que unos pocos pasos cuando el viento lo arrastró más allá del saliente de la montaña, terminando abruptamente con sus insultos. Babbitt rugió:
—¡Tira del cordón que hay a tu izquierda! ¡Tira, idiota!
Todos corrimos hacia el borde de la montaña, incluida Octava Hermana, que iba tambaleándose hasta que Primera Hermana la cogió. Para entonces, la sábana de seda se había convertido en una nube blanca, doblada por uno de sus extremos, y Sima Ku iba colgando debajo de ella, dando vueltas y agitándose como un pez en un anzuelo.
Babbitt volvió a rugir:
—¡Firme, idiota, firme! ¡Prepárate para tocar tierra!
La nube se fue alejando, llevada por el viento, y descendió lentamente hasta que aterrizó en una lejana zona verde, donde se convirtió en una extraña manta blanca que cubría la hierba.
Durante todo ese tiempo estuvimos al borde de la montaña conteniendo la respiración, con la boca abierta, siguiendo la sábana blanca con la mirada hasta que se posó en el suelo; entonces, cerramos la boca y volvimos a respirar. Pero rápidamente nos pusimos en tensión de nuevo cuando nos dimos cuenta de que Segunda Hermana estaba llorando. De repente, se me ocurrió que el comandante podía haber encontrado la muerte en la caída. Todos nuestros ojos estaban clavados en aquella tela blanca, esperando un milagro. Y eso fue lo que sucedió: la sábana comenzó a moverse y un objeto negro salió arrastrándose de debajo de ella y se puso de pie. Agitando los brazos, dio unos gritos de excitación que llegaron hasta la cima de la montaña. Desde donde estábamos nosotros, un rugido le contestó.
La cara de Babbitt estaba de un color rojo intenso. Le brillaba la punta de la nariz, como si se la hubiera untado con aceite. Después de anudar unos cordones alrededor de su cuerpo y de atarse el otro fardo a la espalda, se puso de pie, estiró los brazos para desentumecerlos y empezó a retroceder lentamente. No podíamos quitarle la vista de encima, pero él no se daba cuenta de lo que pasaba a su alrededor y miraba fijamente hacia adelante. Cuando hubo reculado unos diez metros, se detuvo y cerró los ojos. Movía los labios, como si estuviera murmurando un conjuro. Cuando terminó, abrió los ojos y empezó a correr. Cuando llegó a la altura a la que nos hallábamos nosotros, se lanzó al aire, con el cuerpo extendido, y comenzó a caer como una piedra. Durante un momento a mí me pareció que no estaba cayendo, sino que en realidad el saliente al que estábamos asomados estaba ascendiendo, así como todo lo que había debajo. Entonces, de repente, una flor de un blanco purísimo, la más grande que había visto en mi vida, floreció en el cielo azul, sobre la hierba verde. Un rugido saludó a esta enorme flor blanca, llevada por el viento, bajo la cual colgaba firmemente Babbitt, como la pesa de una balanza. Tocó tierra en cuestión de segundos, justo en el medio de nuestro pequeño rebaño de cabras, que huyeron en todas direcciones como conejos asustados. Súbitamente, la gran flor blanca se deshizo sobre sí misma, como una burbuja, tapando a Babbitt y a la pastora Niandi.
Sexta Hermana se estremeció del susto cuando una capa de blancura cayó sobre ella. Sus cabras huyeron en todas direcciones y ella levantó la mirada hasta encontrarse con el rosáceo rostro de Babbitt, que colgaba de la nube blanca y no dejaba de sonreír. ¡Un dios había descendido a la tierra de los mortales! O, al menos, eso fue lo que pensó ella. Como si estuviera en trance, lo contempló caer rápidamente hacia ella, y su corazón se llenó de reverencia y de un ardiente amor por él.
Todos los demás estiramos la cabeza hacia el abismo para ver qué había pasado ahí abajo.
—Esto, sin ninguna duda, nos va a abrir los ojos —dijo Huang Tianfu, que regentaba la tienda de ataúdes—. Un dios. He vivido setenta años y al fin he visto a un dios descender a la tierra de los mortales.
El señor Qin el Segundo, que daba clases en la escuela de la localidad, se acarició la barba de chivo, y suspiró.
—Al Comandante Sima ya se le notaba algo especial desde el día en que nació. Cuando era alumno mío, me di cuenta de que estaba destinado a hacer grandes cosas.
El señor Qin y el señor Huang estaban rodeados por los ancianos de la aldea, y todos ellos estaban alabando a Sima Ku con expresiones similares pero diferentes tonos de voz, maravillados por el espectacular milagro que acababan de contemplar.
—No os podéis imaginar lo diferente que era de los demás —dijo el señor Qin en voz alta para atraer la atención hacia sí y que quedara claro que él había tenido una relación especial con Sima Ku, el hombre que podía volar como un pájaro.
Un ruido agudo y penetrante llegó por el aire desde algún lugar más allá de la multitud. Se parecía ligeramente al sonido que hace un pequeño cachorro cuando llora reclamando su pezón, y se parecía más a los chillidos de las gaviotas volando en círculos alrededor de los barcos, en el río, que habíamos escuchado muchos años atrás. La carcajada del señor Qin el Segundo se detuvo de forma abrupta, y la expresión de alegre orgullo que tenía en el rostro se desvaneció. Todos nos dimos la vuelta para ver de dónde había venido ese extraño sonido. Nos dimos cuenta de que lo había hecho Tercera Hermana, Lingdi, pero apenas quedaba de ella algo de «Tercera Hermana». Cuando emitió ese ruido extraño, agudo y penetrante que nos hizo estremecer, se había transformado casi por completo en el hada-pájaro. La nariz se le había convertido en un pico, los ojos se le habían vuelto de color amarillo, el cuello se le había retraído hasta quedar oculto en su torso, el pelo se le había transformado en plumas y sus brazos ahora eran alas, que batió hacia arriba y abajo mientras trepaba por la cada vez más escarpada ladera de la montaña, chillando como si estuviera sola en el mundo y dirigiéndose directamente hacia el precipicio. Sima Ting intentó interponerse para detenerla, pero no lo consiguió, y el único resultado que obtuvo fueron unos cuantos desgarrones en la ropa. Cuando salimos de nuestro asombro, ya estaba planeando por el aire, tras saltar desde el precipicio. Prefiero decir que estaba planeando a decir que se estaba desplomando. Una leve neblina verde se elevó del césped.
Segunda Hermana fue la primera en echarse a llorar. El ruido que hacía era muy molesto. Parecía totalmente natural que el hada-pájaro se lanzara a volar desde un precipicio, así que ¿por qué lloraba? Pero entonces, Primera Hermana, a quien yo siempre había considerado cínica y traicionera como una serpiente, también se puso a llorar. Inexplicablemente, incluso Octava Hermana, que no podía ver nada, se unió a ellas. Su llanto sonaba como si estuviera hablando en sueños, y estaba lleno de la pasión de alguien que necesitara pedir permiso para desahogarse y expresar sus sentimientos. Un día, mucho después, Octava Hermana me confesó que el ruido que hizo Tercera Hermana al impactar contra el suelo le pareció como el del cristal cuando se rompe.
La multitud estaba excitada y estupefacta. La gente tenía la cara petrificada y la mirada perdida. Segunda Hermana le hizo un gesto a un soldado para que trajera una mula y se montó encima de ella, cogiéndose del corto cuello del animal y saltando sobre su lomo. Clavó los talones en el vientre de la mula, haciéndola salir al trote rápido. Sima Liang empezó a correr detrás de la mula, pero fue detenido por un soldado antes de que hubiera dado más de un par de pasos. El soldado lo levantó en brazos y lo sentó sobre el caballo en el que había ido montado su padre, Sima Ku, hacía un rato.
Como si fuéramos un ejército en ruta, empezamos a descender la Montaña del Buey Reclinado. ¿Qué estarían haciendo Babbitt y Niandi bajo la nube blanca en aquel momento? Mientras bajaba a lomos de mi mula por el sendero montañoso, me exprimí el cerebro intentando crear una imagen de Niandi y de Babbitt bajo el paracaídas. Lo que creo que vi fue lo siguiente: él estaba de rodillas delante de ella, sosteniendo un tallo de hierba en la mano y cepillándole el pecho con sus estambres aterciopelados, igual que yo había hecho hacía no mucho tiempo. Ella estaba acostada, boca arriba, con los ojos cerrados, gimiendo con satisfacción, como un perro cuando se le acaricia la panza. Ahí está, levantando las patas y moviendo el rabo por el suelo de acá para allá. ¡Y ella hace lo que sea necesario para satisfacer a Babbitt! No hacía mucho había estado a punto de despellejarme por haberle hecho cosquillas con un tallo de hierba. Esa idea me malhumoró, aunque había en mí mucho más que mal humor. También había un sentimiento erótico semejante a una llama que me lamiera el corazón.
—¡Zorra! —la insulté, apretando las manos como si quisiera estrangularla.
Laidi se dio la vuelta.
—¿Y a ti qué te pasa? —me preguntó.
—Babbitt —murmuré yo—, Babbitt, el diablo americano de Babbitt ha cubierto a Sexta Hermana.
Para cuando terminamos nuestra lenta y serpenteante bajada de la montaña, Sima Ku y Babbitt ya se habían librado de sus cordones y estaban de pie, con la cabeza gacha, frente a un terreno cubierto de un exuberante césped verde. Tercera Hermana estaba tumbada pesadamente sobre el suelo fangoso, boca arriba. El barro y la hierba se alternaban a su alrededor. La expresión aviar había abandonado su rostro sin dejar ninguna huella. Tenía los ojos ligeramente abiertos, y de su cara todavía sonriente emanaba una sensación de tranquilidad. Los fríos haces de luz que surgían de sus ojos me aguijoneaban el pecho y penetraban hasta mi corazón. Tenía el rostro pálido y los labios parecían haber sido pintados con tiza. De la nariz, las orejas y los ojos le salían unos hilillos de sangre, y unas cuantas hormigas rojas le corrían muy excitadas por la cara.
Segunda Hermana se acercó lo más rápido que pudo, cayó de rodillas ante el cuerpo de Tercera Hermana y dijo, estremeciéndose:
—Tercera Hermana, Tercera Hermana, Tercera Hermana…
Le pasó un brazo por debajo del cuello, como si quisiera ayudarla a incorporarse, pero tenía el cuello blando y flexible como un trozo de goma, y lo único que pudo hacer fue estirárselo. La cabeza quedó apoyada sobre la articulación del brazo de Segunda Hermana, como un ganso muerto. Rápidamente, Segunda Hermana apoyó de nuevo en el suelo la cabeza de Tercera Hermana y le cogió la mano. También estaba blanda y flexible como la goma. Segunda Hermana lloró y lloró.
—Tercera Hermana, oh, Tercera Hermana, ¿por qué nos has dejado?…
Primera Hermana ni lloró ni gritó. Simplemente se arrodilló al lado de Tercera Hermana y miró a la gente que estaba de pie a su alrededor. No podía enfocar los ojos y tenía una mirada perdida, superficial, difusa. La escuché suspirar y vi cómo se echaba hacia atrás y arrancaba la corola aterciopelada de una delicada flor violeta, con la que limpió la sangre que había salido de la nariz de Tercera Hermana, después la de los ojos y finalmente la de las orejas. Una vez que hubo limpiado la sangre, se acercó la flor violeta a la nariz y la olió, inspiró completamente su aroma, y mientras lo hacía vi que una extraña sonrisa se dibujaba en su rostro y que los ojos se le iluminaban como a una persona que está en un cierto estado de intoxicación. Tuve la vaga sensación de que el alma trascendental, perteneciente a otro mundo, del hada-pájaro, estaba entrando en el cuerpo de Laidi a través de la corola aterciopelada y violeta de esa flor.
Sexta Hermana, que era la que más me preocupaba, se fue abriendo paso a codazos a través de la multitud de mirones y se acercó lentamente al cuerpo de Tercera Hermana. No se arrodilló ni lloró. Simplemente se quedó de pie a su lado, en silencio, tocándose nerviosamente el extremo de su coleta, con la cabeza gacha. En un determinado momento se sonrojaba, y un instante después su rostro empalidecía, y parecía una niña pequeña que se hubiera portado mal, aunque ya tenía el porte y el cuerpo de una mujer joven. Su pelo era negro y brillante, sus nalgas se levantaban tras ella, casi como si tuviera una tupida cola roja escondida ahí. Llevaba un vestido cheongsam de seda blanca que había heredado de Segunda Hermana, Zhaodi. Iba descalza, y tenía unos rasguños rojizos en las rodillas provocados por las afiladas hojas de los cardos. La parte de atrás de su cheongsam estaba llena de hierbas y florecillas silvestres aplastadas: puntitos rojos aquí y allá, entre las grandes manchas de color verde brillante… mis pensamientos se desplazaron bajo la nube blanca que la había cubierto a ella y a Babbitt tan delicadamente, los tallos de hierba… la cola tupida… mis ojos eran como sanguijuelas que le estuvieran chupando la sangre, tan fuertemente estaban adheridos a sus pechos. Los elevados y arqueados pechos de Niandi, con sus pezones como cerezas, quedaban resaltados por la seda de su cheongsam. La boca se me llenó de una saliva ácida. A partir de aquel momento, cada vez que veía un bonito par de pechos, la boca se me llenaría de saliva. Yo anhelaba cogerlos, mamar de ellos, anhelaba arrodillarme delante de todos los maravillosos pechos que había en el mundo y entregarme a ellos como su hijo más fiel… ahí estaban, protuberantes, y la seda blanca tenía una mancha como de baba de perro, y me dolía en el alma, como si hubiera sido testigo presencial de una escena en la que Babbitt le mordía los pezones a mi sexta hermana. El cachorro de ojos azules había levantado la vista para observar su barbilla, y mientras tanto ella le había acariciado el cabello dorado de su cabeza con las mismas manos con las que me había golpeado tan violentamente la espalda. Y eso que lo único que yo le había hecho era cosquillas, y él incluso la había mordido. El terrible dolor que esto me causaba suavizó mi reacción ante la muerte de Tercera Hermana. Pero entonces, el llanto de Segunda Hermana me perturbó, y el llanto de Octava Hermana era el sonido de la naturaleza, que me traía a la mente los maravillosos recuerdos que tenía de la generosidad de Tercera Hermana, de sus increíbles actos que podían lograr que los árboles se doblaran y que las hojas cayeran, que podían provocar sacudidas en la tierra y temblores en el cielo y que podían incitar a los fantasmas a aullar y a los demonios a sollozar.
Babbitt dio unos cuantos pasos, acercándonos sus labios enrojecidos, tan tiernos y suaves, y su roja cara, que estaba cubierta por una pelusilla blanca. Sus pestañas eran blancas, y tenía la nariz grande y el cuello muy largo. Todos sus rasgos me resultaban desagradables. Abrió los brazos.
—Qué desgracia —dijo—, qué terrible desgracia. ¿Quién podía habérselo imaginado? —Dijo todo esto en un extraño idioma extranjero que ninguno de nosotros comprendía, y añadió algunos comentarios en chino que sí entendimos—: Vivía engañándose, creía que era un pájaro…
Las personas que se habían congregado a nuestro alrededor comenzaron a hablar entre ellas, principalmente sobre la relación que habían tenido el hada-pájaro y Hombre-Pájaro Han, y posiblemente mencionaron en algún momento a Sol Callado e incluso también a los dos hijos. Yo no sentía ningún interés en lo que decían, y en cualquier caso tampoco habría podido oírlo, ya que tenía en los oídos un zumbido que provenía de un avispero que había en la colina. Junto a él, un mapache estaba sentado, en cuclillas, enfrente de una marmota, un animal redondeado y carnoso con un par de minúsculos ojos muy juntos. Guo Fuzi, el hechicero de la aldea, que era un experto en comunicarse con los espíritus empleando la ouija y en capturar fantasmas, también tenía unos ojos minúsculos y muy juntos y por eso se había ganado el apelativo de «Marmota». Dio un paso adelante, surgiendo de entre la multitud, y dijo:
—Tío mayor, está muerta, y no la traeremos de nuevo a la vida llorando. Hace calor, así que llévala a casa, organízale un funeral y ponía a descansar en la tierra.
Yo no sabía qué tipo de relación de dependencia tenía con Sima Ku para llamarlo Tío mayor, y tampoco sabía quién podría explicármelo. Pero Sima Ku asintió con la cabeza y se frotó las manos.
—¡Mierda! —dijo—. ¡Qué terrible giro han dado las cosas!
Marmota estaba de pie detrás de mi segunda hermana, y sus minúsculos ojos se movían de un lado para otro.
—Tía mayor —dijo—, está muerta, y son los vivos los que cuentan. Si sigues llorando así, ahora que estás embarazada, podría ocurrir una verdadera tragedia. Además, ¿era nuestra tiíta una persona de verdad? Después de todo, no, no lo era, era un hada entre los pájaros que había sido enviada al mundo de los mortales como castigo por haber picoteado los melocotones de la inmortalidad de la Madre del Oeste. Ahora que ha concluido el tiempo que le había sido otorgado, ha regresado con naturalidad al país de las hadas al que pertenece. Tú viste con tus propios ojos el aspecto que tenía cuando caía por el precipicio, como si estuviera borracha, como si se estuviera quedando dormida entre el cielo y la tierra, flotando delicadamente. Si hubiera sido humana, no habría podido caer con tanta gracia y desenvoltura…
Mientras hablaba del cielo y la tierra, Marmota intentaba levantar a Segunda Hermana y ponerla de pie.
—Tercera Hermana —seguía diciendo ella—, qué muerte tan terrible…
—Bueno, basta —dijo Sima Ku haciendo un gesto de impaciencia con la mano—. Ya es suficiente. Deja de llorar. Para alguien como ella, la vida era un castigo. La muerte le ha dado la inmortalidad.
—Es culpa tuya —protestó Segunda Hermana—. ¡Tú y tus experimentos de piloto!
—Y he volado, ¿no? —dijo Sima Ku—. Vosotras, las mujeres, no entendéis esta clase de acontecimientos. Oficial Jefe Ma, dispon que unos hombres se la lleven de vuelta a casa, y después compra un ataúd y encárgate de la organización del funeral. Ayudante Liu, lleva los paracaídas otra vez a lo alto de la montaña. El Consejero Babbitt y yo vamos a volar de nuevo.
Marmota consiguió que Segunda Hermana se pusiera de pie y se dirigió a la multitud, diciendo:
—Vamos, todos, echad una mano.
Primera Hermana seguía de rodillas en el suelo, oliendo su flor, la que se había manchado con la sangre de Tercera Hermana. Marmota le dijo:
—Tía mayor, no hay ningún motivo para estar así de triste. Ha vuelto al país de las hadas, y eso debería llenarnos a todos de alegría…
Acababa de pronunciar estas palabras cuando Primera Hermana levantó la vista, sonrió de manera misteriosa y miró fijamente a Marmota. Él murmuró algo pero no se atrevió a decir nada más, y se perdió a toda prisa entre la multitud.
Laidi, llevando su corola de color violeta, se puso de pie con una sonrisa dibujada en el rostro. Dio unos pasos hasta donde estaba el cadáver del hada-pájaro, miró fijamente a Babbitt y se cubrió el cuerpo con su holgada túnica negra. Se movía nerviosamente, como alguien con la vejiga llena. Dio unos cuantos pasitos dramáticos, tiró a un lado la corola y se lanzó sobre Babbitt, pasándole los brazos alrededor del cuello y pegando el cuerpo contra el suyo.
—Lujuria —murmuró, como si tuviera fiebre—, sufrimiento…
Babbitt tuvo que luchar para poder soltarse de su abrazo. Con el rostro cubierto de sudor, dijo, combinando palabras extranjeras con términos autóctonos:
—No, por favor… No es a ti a quien yo quiero…
Como si fuera un perro con los ojos enrojecidos, Primera Hermana escupió todos los comentarios ruines que se le ocurrieron, y después volvió a lanzarse contra Babbitt. Él consiguió, a duras penas, evitar sus asaltos, una, dos, tres veces, y acabó protegiéndose detrás de Sexta Hermana. A ella no le gustó tener que servirle de protección, por lo que empezó a girar sobre sí misma, como si fuera un perro que intenta librarse de una campana que tiene atada a la cola. Primera Hermana se puso inmediatamente a dar vueltas tras ella, mientras Babbitt, doblado por la cintura, luchaba por mantener a Sexta Hermana entre él y su atacante. Dieron tantas vueltas que me mareé, y un caleidoscopio de imágenes pasó ante mis ojos: caderas arqueadas, torsos al ataque, nucas brillantes, caras sudorosas, piernas torpes… Mi cabeza volaba, mi corazón era una tormenta de emociones. Los aullidos de Primera Hermana, los gritos de Sexta Hermana, los jadeos entrecortados de Babbitt y las ambiguas miradas de la gente que los observaba. Unas aceitosas sonrisas decoraban los rostros de los soldados, y los labios se les entreabrían y las barbillas les temblaban. Las cabras, con las ubres tan llenas que casi rozaban el suelo, se dirigieron hacia nuestra casa formando una perezosa fila; mi cabra iba al frente, abriendo camino. Brillaba el pelaje de los caballos y las mulas. Los pájaros graznaban mientras volaban en círculos por encima de nosotros, cosa que seguramente significaba que sus huevos estaban enterrados en el cercano césped. El pobre césped maltrecho. Los tallos de las flores destrozados por pies descuidados. Una temporada de libertinaje. Segunda Hermana al fin logró agarrar la túnica negra de Primera Hermana. Primera Hermana se estiró intentando atrapar a Babbitt con ambas manos. Los sucios términos que salían de su boca hacían que la gente se sonrojara de vergüenza. La túnica se le rasgó por la costura, dejando a la vista un hombro y parte de la espalda. Segunda Hermana pegó un salto y abofeteó a Primera Hermana, que dejó de luchar instantáneamente. En las comisuras de los labios se le había juntado una baba espumosa, y sus ojos parecían de vidrio. Segunda Hermana la abofeteó una y otra vez, un poco más fuerte en cada ocasión. Unos regueros de oscura sangre salieron serpenteando de su nariz y la cabeza le dio un golpe contra el pecho como un girasol exhausto que se dobla, y después cayó al suelo de cabeza.
Agotada, Segunda Hermana se sentó en el césped, jadeando entrecortadamente. Sus jadeos pronto se convirtieron en sollozos. Se empezó a dar puñetazos en las rodillas como si quisiera marcar el ritmo de sus sollozos.
Sima Ku no podía ocultar la excitación que había en su mirada. Tenía los ojos clavados en la espalda desnuda de Primera Hermana. Una respiración áspera, fuerte. No dejaba de frotarse los pantalones con las manos, como si las tuviera manchadas con algo que nunca se limpiaría por mucho que se frotara.