I
Una tarde, un par de semanas después de que el batallón de demoliciones hubiera sido expulsado de la aldea, Quinta Hermana, Pandi, le entregó a Madre un bebé envuelto en un viejo uniforme militar.
—Madre —le dijo—, cógela.
Pandi estaba empapada; sus finas ropas se le habían pegado completamente a la piel. A mí me atraía la visión de sus pechos redondeados y altos. Su pelo emanaba el aroma cálido de la malta destilada. Sus pezones, semejantes a dátiles, se agitaban bajo su blusa, y yo apenas era capaz de contenerme para no ir a morderlos y acariciarlos. No me atrevía a hacerlo. Pandi, que siempre había tenido un temperamento muy fogoso, carecía de la delicadeza de Primera Hermana, y bastaba con muy poco para que se sintiera provocada y soltara una bofetada. Tal vez habría merecido la pena. Me alejé y me puse fuera de su vista, escondido tras un peral, mordiéndome la lengua y deseando ser un poco más valiente.
—¡Detente ahí mismo! —le gritó Madre—. ¡Y vuelve aquí!
—Madre —le dijo Pandi con un gesto de enfado—. Yo también soy hija tuya. Si puedes ocuparte de sus bebés, también podrías ocuparte del mío.
—¿Es que soy la canguro de esta familia? —le contestó Madre igualmente enfadada—. En cuanto tenéis un bebé, me lo venís a traer a mí. ¡Ni siquiera los perros hacen eso!
—Madre —dijo Pandi—. Cuando todo nos iba bien, tú disfrutaste compartiendo nuestra buena fortuna. Ahora que estamos en una racha de mala suerte, ni siquiera nuestros hijos se pueden librar. ¿Es eso? Hay que sujetar el cuenco bien, para que no se derrame el agua.
La carcajada de Primera Hermana surgió de la oscuridad, haciéndome sentir escalofríos en toda la espina dorsal.
—Quinta Hermana —dijo con una frialdad total—, puedes decirle a ese Jiang que algún día lo voy a matar.
—Primera Hermana —le contestó Pandi—. ¡Es demasiado pronto para esa clase de proclamas! Ni siquiera la muerte limpiará el nombre del chaquetero de tu marido, Sha Yueliang, así que es mejor que intentes no precipitarte, porque si lo haces, nadie va a poder salvarte.
—¡Dejad de pelearos! —gritó Madre antes de sentarse pesadamente en el suelo. Una luna grande y brillante trepó al alero de nuestro tejado e iluminó con su brillo los rostros de las chicas Shangguan, de forma que parecía que estaban cubiertas de sangre. Madre sacudió la cabeza, apenada, y se puso a sollozar—. He malgastado mi vida criando a un puñado de ingratas que me maldicen a cambio de mis esfuerzos. Salid de mi vista, todas. ¡No quiero volver a veros nunca más!
Como si fuera un fantasma, Laidi entró en el ala del lado oeste, donde comenzó a murmurar como si Sha Yueliang estuviera ahí con ella. Lingdi regresó de los pantanos como en un sueño, con un puñado de sapos croando en la mano. Entró en el recinto trepando al muro que daba al Sur.
—¿Veis? —gruñó Madre—. Unas se han vuelto locas, otras se han vuelto estúpidas. Con una vida así, ¿para qué seguir viviendo?
Madre dejó a la bebita de Quinta Hermana en el suelo y luego hizo un esfuerzo por ponerse en pie. Después dio media vuelta y se dirigió hacia la casa sin echarle ni una mirada al bebé lloroso. Sima Liang estaba de pie, junto a la puerta, contemplando todo lo que pasaba. Madre le dio un golpe, y un coscorrón a Sha Zaohua en la cabeza al pasar a su lado.
—¿Por qué no os vais a moriros a otra parte?
Entró y cerró con un portazo. Oímos el ruido de cosas que se lanzaban y golpeaban en el interior de la casa. Lo último que escuchamos fue un golpe sordo y pesado, como si hubiera caído al suelo un saco de grano. A mí se me ocurrió que debía ser el ruido de Madre que se había dejado caer sobre el kang cuando se le pasó el enfado. No podía verla tumbada en el kang, pero me la imaginaba así: con los brazos totalmente abiertos y sus manos, hinchadas pero huesudas, apoyadas con las palmas hacia arriba; la izquierda sobre los dos hijos de Lingdi, que probablemente serían mudos, y la derecha sobre las dos caprichosas y bellísimas niñas de Zhaodi. La luz de la luna iluminaba sus pálidos labios. Sus pechos yacían, aplanados, sobre sus costillas, completamente exhaustos. Ese hueco entre ella y las hijas de Sima debería ser para mí, pero mi lugar había desaparecido al tener ella el cuerpo tan estirado.
Fuera, en el patio, la bebita que Pandi había envuelto en un raído uniforme militar gris yacía llorando en el camino que llevaba a la casa, que estaba un poco hundido en el suelo. Nadie le hacía ningún caso. Pandi dio unas vueltas alrededor de su hija y gritó salvajemente en dirección a la ventana de Madre:
—Espero que la cuides bien. ¡Llegará el día en que Lu Liren y yo regresemos en pie de guerra!
Golpeando la estera de paja que cubría el kang, Madre le contestó, también a gritos:
—¿Quieres que la cuide bien? ¡Te diré lo que voy a hacer con ella: la voy a tirar al río para que se la coman las tortugas, o a un pozo para que se la coman los sapos, o a una letrina para que se la coman las moscas!
—¡Adelante, hazlo! —le dijo Pandi—. Es mi hija, y yo soy tu hija, así que es carne de tu carne y sangre de tu sangre.
Tras hacer ese comentario, Pandi se agachó para echarle un último vistazo a la bebita que seguía en mitad del camino y después se dio la vuelta y se dirigió a la calle. Cuando pasó junto al ala que daba al Oeste, se tropezó y cayó al suelo. Protestando y lamentándose, se puso en pie, se acarició los doloridos pechos e insultó hacia la puerta:
—¡Y tú, zorra, espera y verás!
Dentro de la habitación, Laidi se rio. Pandi me escupió antes de marcharse con la cabeza bien alta.
A la mañana siguiente, cuando nos despertamos, vimos a Madre que estaba ordeñando a la cabra lechera blanca para darle de comer a la bebita de Pandi, que estaba acostada en una canastilla.
En esas mañanas de primavera de 1946 sucedieron muchas cosas en la casa de la familia Shangguan. Antes de que el Sol hubiera aparecido por encima de las montañas, un resplandor delgado y casi transparente flotaba por el patio. En esos momentos, la aldea todavía estaba dormida, las golondrinas dormían en sus nidos, los grillos hacían su música en el suelo caliente de detrás de las cocinas y las vacas rumiaban junto a sus pesebres…
Madre se sentaba en el kang y, con un gemido lastimero, se frotaba los dedos doloridos. Con un gran esfuerzo, se echaba el abrigo por encima de los hombros e intentaba que entraran en calor sus rígidas articulaciones para poder abotonarse el vestido. Bostezaba, se frotaba la cara y abría mucho los ojos mientras los pies le colgaban al borde del kang. Después metía las puntas de los pies en los zapatos, bajaba al suelo, se tambaleaba un poco y se agachaba para calzárselos del todo. Entonces se sentaba en un banco que había al lado del kang para ver si todos los bebés dormidos estaban bien antes de salir al exterior con un cubo, a buscar agua. Llenaba el cubo echando cuatro o tal vez cinco cucharones y se iba al corral a darles de beber a las cabras.
Había cinco cabras lecheras, tres negras y dos blancas. Todas tenían la cara alargada y fina, los cuernos curvados y largas barbas. Sus cinco cabezas se juntaban cuando se ponían a beber del cubo. Madre cogía una escoba y barría sus deposiciones, haciendo con ellas un montoncito que después sacaba del corral. Luego salía a la calle en busca de tierra fresca y la esparcía por el suelo. Después de cepillar a los animales, volvía a buscar más agua para limpiarles los pezones, tras lo cual se los secaba con una toalla. Las cabras balaban satisfechas. Para entonces, el Sol ya había salido, y sus rayos, en los que se entremezclaban el rojo y el violeta, hacían que se retiraran los brillos de la neblina. Madre volvía a la habitación, cogía el wok y lo llenaba parcialmente de agua. «¡Niandi! —gritaba—. ¡Es hora de levantarse!». Después echaba un poco de mijo y de garbanzos verdes para que se ablandaran durante un tiempo, antes de añadir unos brotes de soja y de ponerle la tapa al wok. Se agachaba y avivaba el fuego de la cocina con unas pajas. Fssss, encendía una cerilla, dejando un rastro de humo sulfuroso a su alrededor. A su suegra, tumbada en una cama de paja, los ojos le daban vueltas en sus órbitas. «Vieja bruja, ¿todavía estás viva? ¿No va siendo hora de que te mueras?», suspiraba Madre. Las legumbres crepitaban en la cocina, llenando el aire de un agradable aroma. ¡Pop! Un garbanzo suelto explotaba. «Niandi, ¿ya te has levantado?».
Sima Liang llegaba, con los ojos entrecerrados, del ala este, en dirección al baño. Unas volutas de humo verde salían de la chimenea. Los cubos de agua golpeaban uno contra otro; Niandi se dirigía al río, a por agua. Baa, hacían las cabras. Uaa, lloraba Lu Shengli. Sima Feng y Sima Huang sollozaban intermitentemente. Los dos niños del hada-pájaro gruñían: Ao-ya-ya. El hada-pájaro salía perezosamente por la puerta. Laidi estaba de pie, junto a la ventana, cepillándose el pelo. Los caballos, en la calle, relinchaban; se trataba de la compañía de caballería de Sima Ku, que se dirigía al río para que bebieran los animales. Un montón de mulas pasaba junto a la casa; se trataba de la compañía de mulas, que regresaba del río. Sonaban unos timbrazos; se trataba de la compañía de bicicletas, que realizaba sus entrenamientos. «Ven a hervir un poco de agua —le decía Madre a Sima Liang—. ¡Jintong, hora de levantarse! Baja al río a lavarte la cara». Madre llevaba fuera cinco canastillas hechas con madera de sauce, las ponía al sol y metía un bebé en cada una de ellas. «Suelta a las cabras», le decía a Sha Zaohua. La chica, muy delgada, con el pelo revuelto y los ojos todavía llenos de sueño, entraba en el corral, donde las cabras la saludaban haciendo unos amistosos movimientos con sus cabezas cornudas y le lamían la tierra que tenía adherida a las rodillas. Le hacían cosquillas con la lengua. Ella les daba unos golpecitos en la cabeza con sus minúsculas manos y las insultaba a su manera infantil: «Diablillas de rabo corto». Después de quitarles el ronzal del cuello, le daba a una de ellas un toque en la oreja. «Vamos —le decía—. Tú eres la cabra de Lu Shengli». La cabra movía la cola alegremente y de un salto se acercaba a Shengli, que estaba tumbada en su canastilla, con los brazos y las piernas levantados en el aire, llorando con desesperación. La cabra abría sus patas traseras, retrocedía hasta situarse junto a la canastilla y empujaba sus ubres contra la cara de Shengli. Sus pezones buscaban a Shengli, y Shengli buscaba los pezones de la cabra. Ambas sabían muy bien lo que tenían que hacer para satisfacerse mutuamente. Cada uno de los pezones era largo y estaba hinchado. Como una voraz barracuda, Shengli lo atrapaba con la boca y lo apretaba fuerte. Las cabras de Mudo Grande y de Mudo Pequeño, las cabras de Sima Feng y de Sima Huang, todas iban directamente hacia su dueño o su dueña y, de la misma manera, se acercaban a la boca de su bebé, sabiendo muy bien lo que tenían que hacer para que quedaran todos satisfechos. Las cabras se agachaban, con los ojos entrecerrados y las barbas temblando ligeramente.
«Ya está hirviendo el agua, abuela», le decía Sima Liang a Madre, que se encontraba fuera, lavándose la cara.
«Déjala hervir un poco más».
Las llamas envolvían la base del wok que estaba sobre la cocina que Viejo Zhang, el cocinero del batallón de demoliciones, había modificado. Sima Liang, que iba vestido solamente con unos pantalones, era delgado como un raíl y tenía una expresión melancólica en la mirada. Lingdi regresaba con el agua; los dos cubos de agua se balanceaban en los extremos de la pértiga que traía apoyada sobre sus hombros. Los rizos le caían hasta la cintura, en una trenza que iba atada con un bonito lazo de plástico. Las cabras iban alternando los pezones que les ofrecían a los bebés. «Comamos», decía Madre. Sha Zaohua era la encargada de poner la mesa, y Sima Liang, el de colocar los cuencos y los palillos. Madre servía las gachas: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis y siete cuencos. Zaohua y Yunü ponían los bancos en su lugar mientras Niandi le daba de comer a su abuela. Slurp, slurp. Laidi y Lingdi entraban con sus propios cuencos y se servían la comida. Sin mirarlas, Madre murmuraba: «No estáis nada locas a la hora de comer». Sus dos hijas salían a comerse las gachas en el patio.
«He oído que el decimosexto regimiento independiente va a reconquistar la aldea», decía Niandi.
«Come», le contestaba Madre.
Yo estaba de rodillas ante ella, mamando.
«Madre, lo has malcriado. ¿Piensas darle el pecho hasta que se case?».
«No sería la primera vez que pasa algo así», contestaba Madre. Yo iba pasando de un pezón al otro. «Jintong —me decía ella—. Voy a seguir hasta que te hartes». Después se volvía a Niandi. «Después del desayuno, llévate a las cabras a pastar y trae unos ajos silvestres para la comida».
Con las órdenes de Madre, la mañana llegaba a su fin.
Shengli cruzó a través del césped andando como un pato, y el suave verdor le acarició la espalda. Su cabra estaba pastando, y solamente mordisqueaba las puntas más tiernas de la hierba. Su cara, humedecida por el rocío, tenía el aspecto arrogante y desdeñoso de una joven aristócrata. Era una época caótica y ruidosa, pero en los pastos reinaban la paz y el silencio. Había flores por todas partes, y su fragancia era embriagadora. Estábamos tirados en el suelo alrededor de Niandi. Sima Liang estaba mascando un tallo de hierba, que le dejaba las comisuras de los labios llenas de un jugo verde. Sus ojos eran de color amarillo brillante, pero no había en ellos ninguna alegría. La expresión de su rostro y el movimiento que hacía al mascar le daban el aspecto de una gigantesca langosta. Sha Zaohua estaba contemplando una hormiga que, subida sobre un tallo de hierba, se rascaba la cabeza como si estuviera buscando una forma de escapar. Con la punta de la nariz, toqué unas flores doradas; su aroma me hizo cosquillas y estornudé con fuerza, cosa que asustó a Sexta Hermana, Niandi, que estaba tumbada boca arriba. Abrió los ojos de repente y me echó una mirada desagradable, frunciendo un poco los labios y arrugando ligeramente la nariz antes de volver a cerrar los ojos. Parecía que estaba cómoda, tumbada ahí, al sol. Su protuberante frente estaba brillante y despejada, sin una sola arruga a la vista. Tenía las pestañas largas y un poquito de vello sobre el labio superior, y su barbilla se lanzaba un poco hacia arriba, como si fuera en busca de algo. De todas las chicas de la familia Shangguan, sólo ella tenía unas orejas carnosas y a la vez llenas de gracia. Llevaba una blusa blanca de popelina que había heredado de Segunda Hermana, Zhaodi, una de esas que se abotonan por el frente. Su trenza se apoyaba sobre su pecho como si fuera una anguila. Ahora, por supuesto, tengo que hablar de sus pechos. Sin ser especialmente grandes, eran bien duros y todavía no se habían desarrollado por completo, por lo que conservaban su forma incluso cuando el cuerpo del que surgían estaba tumbado de espaldas. Su piel suave y clara asomaba por los huecos que quedaban entre los botones de la blusa, y yo tuve la tentación de hacerles cosquillas con un tallo de hierba, pero no me atreví. Niandi y yo nunca nos habíamos llevado bien. Ella no podía soportar que yo todavía tomara el pecho, y hacerle cosquillas en el pecho habría sido lo mismo que acariciarle el culo a un tigre. Habría sido la guerra. El que mascaba tallos seguía mascándolos, la que contemplaba hormigas seguía contemplándolas. Mientras comían, las cabras blancas tenían el aspecto de aristócratas, y las negras el de viudas. Cuando hay demasiada comida, la gente no sabe por dónde empezar; cuando hay demasiada hierba, las cabras tienen el mismo problema. ¡Achús! ¡Así que las cabras también estornudan, y bien fuerte! Sus ubres colgaban pesadamente. Era casi mediodía. Cogí un tallo de hierba y decidí acariciarle el culo al tigre. Nadie notó mi presencia mientras me deslizaba furtivamente con el tallo de hierba, acercándome más y más a una abertura de su blusa, que estaba en tensión debido a sus protuberantes pechos. Notaba latir la sangre en los oídos y el corazón me daba saltos en el pecho como un conejo asustado. El tallo de hierba tocó su clara piel. No hubo ninguna reacción. ¿Estaría dormida?
Si era así, ¿por qué no se oía su respiración? Giré el extremo del tallo, haciendo que la otra punta se agitara. Ella movió una mano y se rascó el pecho, pero no llegó a abrir los ojos. Probablemente pensaría que se trataba de una hormiga. Yo empujé el tallo un poco más y le hice dar vueltas. Ella se dio una palmada en el pecho, cogió mi tallo de hierba y se hizo con él. Se incorporó y me clavó los ojos, sonrojándose. Yo me reí. «¡Pequeño bastardo! —me insultó—. ¡Madre te ha malcriado terriblemente!». Me echó sobre el césped y me pegó en el trasero un par de veces. «¡Pero yo no voy a seguir malcriándote!». Y echándome una mirada llena de furia, añadió: «¡Cualquier día de estos te vas a ahorcar colgándote de un pezón!».
Aterrorizados por este arrebato, Sima Liang escupió el tallo de hierba que estaba mascando y Zaohua dejó de contemplar la hormiga. Ambos me miraron, evidentemente sorprendidos, y después miraron a Niandi de la misma manera. Yo me las apañé para ponerme a llorar tímidamente, yendo hacia la galería, ya que tenía la sensación de que no me había salido tan mal la cosa. Niandi se puso de pie y sacudió la cabeza con orgullo, lanzando su trenza de un lado a otro, por detrás de la cabeza. Shengli, por aquel entonces, había logrado llegar hasta su cabra, pero esta intentaba alejarse de ella, por lo que la agarró de un pezón. La cabra reaccionó enfadándose y dándole un golpe. No podría decir si los balidos posteriores significaban que estaba llorando o qué. Sima Liang se puso en pie de un salto y, dando una serie de fuertes gruñidos, comenzó a correr lo más rápido que pudo, asustando a una docena de langostas de alas rojas y a varios pajarillos de color terroso. Moviéndose velozmente con sus esqueléticas piernas, Zaohua fue corriendo hasta una zona donde unas flores de color violeta aterciopelado asomaban por encima de los tallos de hierba. Yo me levanté, avergonzado, di una vuelta alrededor de Niandi, me situé detrás de ella y empecé a darle golpes en la espalda.
—Pégame, ¿vale? —le grité con todas mis fuerzas—. ¿Cómo te atreves?
Sus nalgas eran tan duras y firmes que me hacía daño en las manos al golpearlas. Cuando se le agotó la paciencia, se dio la vuelta, se agachó y soltó un gruñido: abrió la boca, me enseñó los dientes, me clavó la mirada y dejó escapar un aterrorizador aullido de lobo. A mí se me ocurrió entonces que los rostros humano y canino pueden llegar a ser muy similares. Me empujó la cabeza hacia atrás, tirándome de espaldas al suelo, sobre el césped.
La cabra blanca se resistió débilmente cuando Niandi la agarró por los cuernos. Shengli se dio prisa, se deslizó debajo del animal y estiró esforzadamente la cabeza para poder llegar al pezón de la cabra y metérselo en la boca, mientras le pateaba el vientre con ambos pies. Niandi le acarició las orejas a la cabra; esta movió dócilmente la cola. Me invadió un sentimiento de tristeza. Estaba claro que mi etapa de dependencia de la leche de Madre estaba tocando a su fin, así que tendría que encontrar algo para reemplazarla antes de que eso ocurriera definitivamente. Lo primero que me vino a la cabeza fueron esos largos y ondeantes fideos, pero ese pensamiento sólo me produjo desagrado. Y arcadas. Niandi levantó la vista y me miró con escepticismo.
—¿Qué te pasa? —me preguntó con un tono de voz que mostraba lo repugnante que yo le parecía. Yo hice un gesto con el brazo para indicarle que no podía contestar. Más arcadas. Ella soltó a la cabra—. Jintong —me dijo—, ¿cómo crees que vas a ser cuando seas mayor?
Yo no estaba seguro de adonde quería llegar.
—¿Por qué no pruebas la leche de cabra? —me preguntó. La visión de Shengli mamando ávidamente debajo de su cabra me causó una fuerte impresión—. ¿Estás decidido a ser el causante de la muerte de Madre? —Me sacudió por los hombros—. ¿Sabes de dónde viene la leche? Es la sangre de Madre lo que te estás bebiendo. Hazme caso y empieza a tomar leche de cabra.
Yo asentí sin muchas ganas.
Así que ella se acercó a la cabra negra del mudo y la atrapó.
—Ven aquí —me dijo, mientras tranquilizaba a la cabra acariciándole el lomo—. He dicho que vengas aquí. —Envalentonado gracias a la amabilidad de su mirada, probé a dar un paso hacia ella, y después otro—. Túmbate debajo de su tripa. ¿Ves cómo lo hace ella?
Entonces me acosté en el césped, echado sobre la espalda.
—Gran Mudo, échate un poco para atrás —dijo ella, empujando la cabra negra hacia atrás.
Yo miré el cielo increíblemente azul de Gaomi del Noreste. Unos pájaros dorados atravesaban volando el aire plateado, planeando en las corrientes de viento y emitiendo unos sonidos dulcísimos. En cualquier caso, mi visión quedó rápidamente tapada por las ubres de la cabra, que colgaban justo encima de mi cara. Dos grandes pezones, semejantes a insectos, temblaban al acercarse a mi boca. Se frotaron contra mis labios y, al hacerlo, el temblor aumentó, como si estuvieran intentando forzarme a abrir la boca. Me hacían cosquillas en los labios, como pequeñas descargas de electricidad, y yo me sentía inmerso en una corriente de algo que se parecía a la felicidad. Me había imaginado que las tetas de las cabras eran blandas, en absoluto elásticas, un tanto algodonosas, y que perderían su forma en cuanto me las metiera en la boca. Ahora sabía que en realidad eran flexibles y duras, muy elásticas y para nada inferiores a las de Madre. Mientras me acariciaban los labios empecé a notar algo caliente y líquido. Tenía un sabor ovejuno que pronto se volvió dulce, el sabor de los pastos y las margaritas. Mi voluntad cedió, dejé de apretar los dientes, mis labios se abrieron y la teta de la cabra se me metió rápidamente en la boca, donde empezó a vibrar llena de excitación y a soltar poderosos chorros de líquido; algunos de ellos chocaban contra los lados de mi boca, pero la mayoría se dirigía directamente a mi garganta. Estuve a punto de ahogarme. Escupí esa teta, pero otra, más rápida y decidida, ocupó su lugar.
Moviendo la cola, la cabra se alejó caminando como si nada. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Tenía la boca llena de un sabor ovejuno y tenía ganas de vomitar, pero también me había quedado el sabor a pastos y margaritas, por lo que pronto se me pasaron las ganas de devolver. Sexta Hermana tiró de mí hasta que me puso de pie y me cogió en brazos y empezó a correr en círculos. Vi cómo por toda su cara brotaban las pecas. Sus ojos parecían piedras negras que hubieran sido extraídas del fondo de un río, limpias y brillantes. «Hermanito, mi hermanito loco —decía ella, muy excitada—, esto será tu salvación…».
—¡Madre! —gritó Sexta Hermana—. ¡Madre, Jintong ha bebido leche de cabra! ¡Ha bebido leche de cabra!
Desde el interior de la casa llegó el sonido de un aplauso.
Madre dejó caer el rodillo manchado de sangre al lado del wok, abrió enormemente la boca y trató de recuperar el aliento; su pecho subía y bajaba con violencia. Shangguan Lü estaba acostada junto a un montón de paja, con un agujero en la cabeza del tamaño de una nuez. Octava Hermana, Yunü, estaba acurrucada al lado de la cocina. Le faltaba un trozo de oreja, como si se la hubiera mordido una rata; la sangre todavía rezumaba, manchándole las mejillas y el cuello. Gritaba con todas sus fuerzas, y de sus ojos ciegos brotaba un flujo constante de lágrimas.
—¡Madre, has matado a la abuela! —Sexta Hermana se estremeció, horrorizada.
Madre se acercó y le tocó la herida a la abuela. Después, como si le hubieran dado una descarga eléctrica, cayó al suelo sentada.