IX

Bajé del kang y me lancé sobre el regazo de Madre antes de haber abierto los ojos del todo. Salvajemente, le subí la blusa, cogí uno de sus pechos con las dos manos y atrapé el pezón entre los labios. La boca se me llenó de un sabor picante, y los ojos se me llenaron de lágrimas. Escupí el pezón y miré hacia arriba, sorprendido, confuso y un tanto malhumorado. Madre me acarició la cabeza y me sonrió como pidiéndome perdón.

—Jintong —me dijo—, ya tienes siete años, eres casi un hombre. Ya es hora de que dejes de tomar el pecho.

Antes de que se hubiera desvanecido el eco de sus palabras, escuché la risita, penetrante como el sonido de una campana, que había soltado Octava Hermana, Shangguan Yunü.

Una cortina cayó ante mis ojos, oscureciéndolo todo. Miré en dirección al cielo justo antes de caer al suelo. Súbitamente me sentía muy desgraciado. Me di cuenta de que los pechos de Madre, cuyos pezones estaban recubiertos de pimienta, parecían una pareja de palomas que surcaban el cielo con los ojos enrojecidos. Intentando destetarme, Madre se había rociado los pezones con zumo de jengibre crudo, con ajo licuado, con aceite de pescado maloliente, e incluso con un poco de rancias deposiciones de pollo. Esta vez se había puesto aceite de pimienta. Cada vez que, en el pasado, me había intentado destetar, se había desalentado y rendido cuando yo caía al suelo como si me hubiera muerto de repente. Y esta vez yo estaba en el suelo esperando que ella fuera a lavarse los pezones, como siempre había hecho en las ocasiones anteriores. Unas escenas del terrorífico sueño que había tenido aquella noche comenzaron a desplegarse ante mis ojos: Madre se había rebanado uno de los pechos y lo había tirado al suelo:

«¡Vamos, sigue mamando! —me había dicho—. ¡Sigue mamando!».

Un gato negro había llegado corriendo, lo había cogido con la boca y se lo había llevado a toda velocidad.

Madre me recogió del suelo y me sentó con fuerza cerca de la mesa del comedor. Tenía una expresión muy seria en la cara.

—¡Puedes decir lo que quieras, pero esta vez voy a destetarte! —me dijo con firmeza—. ¿O es que tienes pensado tomar el pecho hasta que me dejes hecha un trozo de leña seca? ¿Es ese tu plan, Jintong?

El pequeño Sima, Sha Zaohua y mi octava hermana, Yunü, estaban sentados alrededor de la mesa, comiendo fideos. Se volvieron hacia mí y me echaron unas miradas burlonas. Shangguan Lü estaba sentada sobre un saco de ceniza que había junto a la cocina, mirándome. Su piel, agitada por el viento, se parecía al papel higiénico rugoso y áspero. El pequeño Sima cogió un largo y ondulante fideo con sus palillos, lo sacó del cuenco y lo mantuvo en el aire, intentando impresionarme. Después, como si fuera un gusano, el fideo se metió, serpenteando, en su boca. ¡Qué asco!

Madre colocó en la mesa un cuenco lleno de fideos humeantes y me pasó un par de palillos.

—Aquí tienes. Come —me dijo—. Prueba estos fideos que ha hecho tu sexta hermana.

Sexta Hermana, que estaba dándole de comer a Shangguan Lü junto a la cocina, se dio la vuelta y me echó una mirada hostil.

—A tu edad —me dijo—, y todavía tomas el pecho. ¡No tienes remedio!

Yo le tiré el cuenco lleno de fideos.

Ella dio un salto. Estaba toda cubierta de fideos serpenteantes.

—Madre —gruñó—, ¡mira cómo lo has malcriado!

Madre me dio un golpe en la cabeza.

Yo salí corriendo y me lancé sobre Sexta Hermana, clavándole mis garras en los pechos. Podía oírlos protestando, como pollitos mordidos por las ratas. Ella se retorcía de dolor, pero yo no la soltaba por nada del mundo. Su rostro alargado y delgado tomó un color amarillento.

—Madre —gritó—. ¡Mira lo que hace, Madre!

Madre me golpeó en la cabeza.

—¡Cerdo! —me insultó—. ¡Pequeño y sucio cerdo!

Perdí la conciencia.

Cuando me desperté, tenía un dolor de cabeza terrible. El pequeño Sima seguía jugando con los fideos, sin preocuparse lo más mínimo por lo que estaba sucediendo a su alrededor. Sha Zaohua levantó la vista desde detrás de su cuenco, con la cara llena de fideos, y me observó tímidamente. Yo no pude evitar sentir que me miraba con respeto. Sexta Hermana, con los pechos doloridos, estaba sentada lloriqueando en el umbral de la casa. Shangguan Lü me dirigía una mirada maligna. Mi madre, que parecía a punto de explotar de lo enfadada que estaba, contemplaba todos los fideos que yo había tirado por el suelo.

—¡Pequeño bastardo! ¿Crees que estos fideos nos caen del cielo? —Pescó un puñado de fideos, no, lo que pescó fue un nido de gusanos ondulantes, y me apretó la nariz, cerrándomela, para obligarme a abrir la boca y meterme los gusanos dentro—. ¡Cómetelos, cómetelos todos! ¡Has mamado hasta el tuétano de todos mis huesos, pequeño monstruo!

Yo vomité todo, me liberé de sus brazos y salí corriendo al patio.

Shangguan Laidi estaba fuera. Todavía tenía puesto el abrigo negro que no era de su talla y que no se había quitado en cuatro años. Estaba agachada por la cintura, afilando un cuchillo en una piedra. Me lanzó una sonrisa amistosa, pero poco después su expresión cambió.

—Esta vez lo mataré, seguro —dijo, apretando los dientes—. Ha llegado su hora. Este cuchillo está más afilado que el viento del Norte, y más frío, y voy a asegurarme de que comprenda que los asesinos pagan sus crímenes con la vida.

Yo no estaba de humor para hacerle ningún caso. Todo el mundo asumía que había perdido la cabeza, pero yo sabía que en realidad ella fingía su locura, aunque no sabía para qué lo hacía. Aquella vez en el ala oeste, donde ella se había instalado, se sentó en lo más alto de la piedra del molino con las piernas colgando, cubiertas con la túnica negra. Me contó cómo era formar parte de la banda de Sha Yueliang, siempre merodeando, siempre al acecho, y que había vivido como una reina, y todas las cosas extrañas y maravillosas que había visto. Había tenido una caja que cantaba y un cristal que le podía acercar los objetos más distantes hasta que los tenía delante de sus narices. En aquella época me parecía que todo eso era una locura, pero no pasó mucho tiempo hasta que yo también pude ver una de esas cajas que cantaban, cuando Shangguan Pandi trajo una a casa. Durante su estancia con el batallón de demoliciones, había vivido una vida de tranquilidad y confort y había engordado, como consecuencia de ello, hasta ponerse como una yegua preñada. Colocó con cuidado el objeto, adornado con unas flores de bronce, sobre el kang, y dijo llena de orgullo:

—Venid aquí, todos. ¡Os vais a quedar con la boca abierta! —Quitó la tela roja que la envolvía y mostró el secreto de la caja. Primero hizo girar varias veces una manecilla, y después dijo, con una sonrisa misteriosa—: Escuchad, así es como suenan los extranjeros cuando se ríen.

El sonido que salió de la caja en ese momento nos dejó casi aterrorizados. La risa del extranjero sonaba como los llantos de los fantasmas de los relatos que nos habían contado.

—¡Saca esa cosa de aquí! —exigió Madre—. ¡Ahora mismo! ¡No quiero tener una caja de fantasmas en esta casa!

—Madre —le dijo Shangguan Pandi—, tu cerebro está demasiado chapado a la antigua. Esto es un gramófono, no una caja de fantasmas.

Desde el patio llegó la voz de Laidi, diciendo:

—La aguja está gastada. Hay que ponerle una nueva.

—Señora Sha —dijo sarcásticamente Quinta Hermana—, no hace ninguna falta que vengas aquí a pavonearte. ¡Eres una maldita zorra! —añadió llena de odio—. Tendrían que haberte fusilado, y lo hubieran hecho si no llega a ser por mí.

—¡Yo podría haberlo matado, y es lo que habría hecho si no me hubieras dicho que me detuviera! —dijo Primera Hermana—. Quiero que todos la miréis. ¿Os parece que es una jovencita virginal? Ese tal Jiang le ha mordisqueado sus enormes pechos hasta que los dejó como un par de nabos secos.

—¡Chaquetera, mierda de perro, chaquetera! —Instintivamente, Quinta Hermana se protegió los pechos, que comenzaban a declinar, con los brazos, y siguió con los insultos—: ¡Hedionda esposa de un chaquetero mierda de perro!

—¡Fuera de aquí, las dos! —dijo Madre, enfurecida—. ¡Salid de aquí, id a moriros a cualquier parte, no quiero veros nunca más!

Ese episodio me insufló un cierto respeto por Shangguan Laidi. Estaba relajándose junto al abrevadero del burro, donde habían crecido unas pajas, y me dijo, con un tono de voz muy amistoso:

—¡Pequeño idiota!

—¡No soy idiota! —me defendí.

—Bueno, yo creo que sí lo eres. —Se levantó súbitamente el abrigo negro, levantó las piernas muy arriba y me dijo, con un tono de voz suave—: ¡Mira esto! —Un rayo de sol iluminó sus muslos, su vientre y sus pechos, semejantes a las tetas de una cerda—. Ven aquí. —Vi que me sonreía desde el otro extremo del abrevadero—. Ven aquí y toma de mi pecho. Madre le dio el pecho a mi hija, así que yo te lo daré a ti, y así nadie estará en deuda con nadie.

Me dirigí nerviosamente hacia el abrevadero, donde ella se había arqueado como una carpa en el momento de saltar. Ella me agarró por los hombros y me cubrió la cabeza con la mitad inferior de su abrigo negro. El mundo se oscureció para mí. Y en esa oscuridad comencé a tantear con las manos, curioso y tenso, fascinado por el misterio.

—Aquí, más aquí. —Su voz sonó muy lejana—. Pequeño idiota. —Me metió uno de sus pezones en la boca—. Vamos, empieza a mamar, cachorrito. No eres un verdadero Shangguan. Eres un pequeño bastardo híbrido.

La amarga tierra que tenía en el pezón empezó a fundirse dentro de mi boca. El sudor de su axila casi me asfixia. Yo sentía que me estaba ahogando, pero ella me cogió la cabeza con las manos y apretó su cuerpo contra el mío, como si quisiera introducir hasta el final su pecho grande y duro en mi boca. Cuando ya no pude soportarlo más, le mordí el pezón. Poniéndose en pie de un salto, me empujó hacia abajo; yo me deslicé por su cuerpo hasta salir de debajo del abrigo, y me quedé acostado, acurrucado, a sus pies, esperando el golpe que sabía que tendría que llegar. Las lágrimas recorrieron sus mejillas morenas y huesudas. Sus pechos se alzaron bajo el abrigo negro, y desplegaron sus maravillosas plumas, hasta que parecían dos palomas que acabaran de emparejarse.

Arrepintiéndome de lo que había hecho, estiré un brazo para tocar el dorso de su mano con un dedo. Ella levantó la mano y me acarició el cuello.

—Hermanito bueno —me dijo suavemente—, no le cuentes a nadie lo que ha pasado hoy. —Yo asentí con convencimiento—. Voy a compartir un secreto contigo —me dijo—. Mi marido se me apareció en un sueño para decirme que no está muerto. Su alma se ha unido al cuerpo de un hombre rubio, de piel clara.

Este encuentro secreto con Laidi hizo que mi imaginación se disparara mientras me iba caminando calle abajo, donde un escuadrón de cinco soldados de demoliciones corría como si estuvieran enajenados. En sus rostros había una expresión de éxtasis. Uno de ellos, un hombre gordo, me hizo un gesto.

—¡Oye, pequeño amigo, los diablos japoneses se han rendido! Vete a casa y dile a tu madre que Japón se ha rendido. ¡La Guerra de Resistencia ha terminado!

Por la calle vi un montón de soldados aullando de alegría, y cantando, y saltando por todas partes, y entre ellos había también unos cuantos civiles. Era el año 1945. Los diablos japoneses se habían rendido y a mí me habían quitado el pecho. Laidi me había ofrecido el suyo, pero no había leche en él, y su pezón estaba cubierto por una capa de tierra fría y maloliente. Sólo pensar en ello me hacía sentir triste. Mi tercer cuñado, el mudo, salió corriendo a la calle por la puerta del norte llevando consigo al hada-pájaro. Madre lo había expulsado de nuestra casa, al igual que al resto de los soldados de su unidad, tras la muerte de Sha Yueliang, así que él los había instalado en su propia casa y el hada-pájaro se había ido con él. De todas maneras, a pesar de que se habían ido a vivir lejos, los desvergonzados chillidos que soltaba el hada-pájaro brotaban con mucha frecuencia de la casa del mudo, a altas horas de la noche, y conseguían llegar hasta nuestros oídos. Ahora la traía hacia donde estábamos nosotros. Ella yacía entre sus brazos con el vientre hinchado, vestida con un abrigo blanco que parecía haber sido cortado con el mismo patrón que el abrigo negro de Laidi; lo único que los diferenciaba era el color. Al ver el abrigo del hada-pájaro me acordé del abrigo de Laidi, que a su vez me recordó a los pechos de Laidi, y estos me recordaron a los pechos del hada-pájaro. Entre las mujeres de la familia Shangguan, los pechos del hada-pájaro merecían ser considerados de primera categoría. Eran delicados, encantadores, alegres, y acababan en unos pezones que se elevaban ligeramente hacia el cielo, vivaces como el hocico de un erizo. ¿Decir que los pechos del hada-pájaro eran de primera categoría significa, acaso, que los de Laidi no lo eran? Sólo puedo dar una respuesta vaga. Desde el momento en que tomé conciencia de lo que sucedía a mi alrededor, descubrí que hay una amplia variedad de formas de la belleza en lo que a pechos se refiere. Y a pesar de que uno no debería nunca decir muy a la ligera que un determinado par es feo, se puede decir con mucha facilidad que un par de pechos es hermoso. Los erizos, a veces, son hermosos, y lo mismo pasa con los cachorros de cerdo. El mudo dejó al hada-pájaro en el suelo justo delante de mí. ¡Ah-ao, ah-ao! Agitó su inmenso puño, que era del tamaño del casco de un caballo, frente a mi nariz, pero amistosamente. Yo lo entendí. Los ¡ah-ao, ah-ao! que soltaba significaban lo mismo que «¡los diablos japoneses se han rendido!». Se lanzó calle abajo como un toro.

El hada-pájaro estiró la cabeza y me miró. Su vientre era terriblemente grande, como el de una gigantesca araña. «¿Y tú qué eres, una tórtola o un ganso salvaje?», dijo gorjeando. Tal vez me lo estuviera preguntando, tal vez no. «Mi pájaro voló. ¡Mi pájaro se fue volando!». Había una expresión de pánico en su rostro. Yo señalé la calle. Ella desplegó los brazos, pisó fuerte el suelo con sus pies desnudos y, con un gorjeo, salió corriendo hacia la calle. Avanzaba a gran velocidad. ¿Cómo podía ser que fuera tan rápido con un vientre tan inmenso? Si no hubiera sido por aquel vientre, probablemente habría levantado el vuelo. Fue corriendo por la calle y se mezcló entre la multitud como un poderoso avestruz.

Quinta Hermana llegó a casa a todo correr. También estaba embarazada, y sus protuberantes pechos habían goteado en su uniforme gris. En contraste con el hada-pájaro, corría muy torpemente. El hada-pájaro desplegaba los brazos al correr; Quinta Hermana corría sujetándose la tripa. Quinta Hermana estaba jadeando, falta de aliento, como una yegua que ha tirado de una carreta colina arriba. Pandi era la más rolliza de todas las hijas de la familia Shangguan, y también era la más alta. Tenía unos pechos salvajes, furiosos e intimidatorios que, cuando se bamboleaban, hacían peng-peng, como si estuvieran llenos de gas. El rostro de Primera Hermana estaba cubierto con un velo negro, y ella llevaba puesto su negro abrigo. En la oscuridad de la noche, había entrado en el recinto de la familia Sima, trepando desde una acequia cercana, y había ido siguiendo el olor del sudor hasta una habitación brillantemente iluminada. Las losas que cubrían el suelo del patio estaban resbaladizas, llenas de musgo verde. Tenía el corazón en la garganta, a punto de salírsele por la boca. La mano en la que llevaba el cuchillo se le había anquilosado, y tenía una especie de regusto a pescado en la boca. Echó un vistazo a través del hueco que había en la celosía de una puerta, y lo que vio estuvo a punto de hacer que su alma saliera volando de su cuerpo y que su corazón se detuviera: una gran vela blanca, goteando cera por todas partes, brillaba con fuerza y proyectaba unas carnosas sombras que bailaban sobre las paredes. Desperdigada por el suelo de piedra estaba la ropa de Shangguan Pandi y del Comisario Jiang. Un áspero calcetín de lana se hallaba junto a una prenda de color amarillo albaricoque. Pandi, desnuda como vino al mundo, estaba despatarrada sobre el moreno y huesudo cuerpo de Jiang Liren. Primera Hermana irrumpió en la habitación, pero dudó cuando bajó la mirada y vio las nalgas levantadas de su hermana y la hendidura en la base de su espina dorsal, que brillaba por el sudor. Su enemigo, el hombre que ella quería matar, estaba protegido. Levantando el cuchillo, gritó:

—¡Voy a mataros a los dos, voy a mataros!

Pandi rodó sobre sí misma hasta caer de la cama, y Jiang Liren agarró la manta y se abalanzó sobre Primera Hermana, tirándola al suelo. Al quitarle el velo del rostro, soltó una carcajada:

—¡Pensaba que serías tú!

Quinta Hermana estaba de pie junto a la puerta de la casa, gritando:

—¡Los japoneses se han rendido!

Me arrastró de nuevo hacia afuera, a la calle. Tenía la mano sudorosa, era un sudor ácido y salado. Detecté, además del olor del sudor ácido, el olor del tabaco. Ese olor provenía de su marido, Lu Liren. Para conmemorar la victoria sobre la Banda de Sha, en la que el Comandante Lu había sacrificado su vida heroicamente, Jiang Liren se había cambiado el nombre por el de Lu Liren. El olor de Lu Liren se diseminaba por toda la calle pasando por la mano de Quinta Hermana.

Fuera, en la calle, el batallón de demoliciones estaba entregado a una ruidosa celebración. Muchos de los soldados gritaban a pleno pulmón y chocaban unos contra otros alegremente. Uno de ellos se subió a la torre ruinosa del campanario, mientras la multitud que se había congregado abajo iba creciendo. La gente llegaba con gongs, o con cabras lecheras, e incluso haciendo girar por el aire pedazos de carne envueltos en grandes hojas de loto. Una mujer con unas campanas atadas a sus pechos realmente me llamó la atención. Estaba haciendo un extraño baile que hacía que sus pechos se menearan, con lo que las campanas tañían y tañían y tañían. El gentío levantó una nube de polvo; todos gritaban hasta quedarse afónicos. El hada-pájaro, que estaba en medio de la multitud, lanzaba miradas hacia adelante y hacia atrás. El mudo levantó el puño y golpeó a un hombre que estaba a su lado. En un momento determinado, un grupo de soldados entró en el recinto de la familia Sima; al cabo de unos momentos, volvieron a salir llevando a Lu Liren sobre sus cabezas. Lo lanzaban al aire; llegaba tan alto como las copas de los árboles cercanos, y cuando caía lo atrapaban y lo volvían a lanzar hacia arriba… ¡Hai-ya! ¡Hai-ya! ¡Hai-ya! Quinta Hermana, sujetándose la tripa y llorando, gritaba: «¡Liren! ¡Liren!». Intentó colarse entre los soldados, pero no lo consiguió.

El Sol cruzó rápidamente el cielo, aparentemente atemorizado por el alboroto que se había armado abajo, y se apoyó en el suelo y se puso a descansar sobre los árboles que crecían en una colina de arena. Ahora se le veía más relajado, y estaba de color rojo brillante, inflamado y sudoroso; echaba vapor y jadeaba como un anciano mientras observaba a la multitud en la calle.

Primero cayó un hombre sobre el polvo. Después cayeron otros. Lentamente, el polvo fue volviendo a posarse sobre la tierra, y cubrió los rostros y las manos de los hombres, y sus uniformes manchados de sudor. Había una serie de hombres, todos tirados, yaciendo rígidamente en el polvo bajo los rayos del sol. Cuando llegó el crepúsculo, soplaron unas brisas frescas procedentes de los pantanos y los cañaverales, que trajeron el penetrante silbido de un tren que atravesaba el puente. La gente levantó las orejas para escuchar. O tal vez yo fuera el único que lo hizo. Habíamos ganado la Guerra de Resistencia, pero a Shangguan Jintong lo habían desposeído de sus amados pechos. Pensé en la muerte. Tenía ganas de tirarme a un pozo, o al río.

Entre la multitud, una persona que tenía puesta una chaqueta de color caqui surgió lentamente del polvo. Estaba a cuatro patas y empezó a clavar las garras en la tierra, frente a ella, desenterrando algo del mismo color que su chaqueta, del mismo color que todas las demás cosas que había ahí, en la calle. Desenterró uno y luego otro. Hicieron unos ruidos como si fueran salamandras gigantes. En el medio de la celebración por haber obtenido la victoria en la Guerra de Resistencia, Tercera Hermana, el hada-pájaro, había traído una pareja de gemelos al mundo.

El hada-pájaro y sus bebés me hicieron olvidarme momentáneamente de mis problemas. Lentamente me fui acercando a ella para echarles un vistazo a mis nuevos sobrinos. No tuve más remedio que pisarles las piernas a algunos de los hombres que yacían en medio de la calle, y la cabeza a otros. Finalmente, me acerqué lo suficiente como para poder verles la piel, arrugada en la cara y en el cuerpo, a esos dos pequeños tipejos de color terroso. Eran calvos como un par de exuberantes calabazas verdes. Al llorar con la boca completamente abierta emitían unos suspiros terroríficos, y por alguna razón incomprensible me imaginé que sus cuerpos estaban cubiertos con una gruesa capa de escamas de pescado. Di un paso atrás y, al hacerlo, le pisé la mano a un soldado sin darme cuenta. Pero en lugar de darme un golpe, o de gritarme, se limitó a soltar un suave gruñido y a incorporarse con lentitud hasta quedar sentado. Después, se puso en pie muy despacio, y cuando se limpió el polvo de la cara vi que se trataba de Lu Liren, el marido de Quinta Hermana. Estaba buscando a su esposa, que se esforzaba por incorporarse y sentarse sobre el césped, junto al muro. Ella salió corriendo hacia él, le envolvió la cabeza entre sus brazos y se puso a frotársela frenéticamente.

—¡Hemos ganado, hemos ganado, la victoria es nuestra! Llamaremos a nuestro hijo Shengli: Victoria —dijo Quinta Hermana.

Para entonces, el Sol ya estaba agotado, como un hombre que está a punto de terminar su jornada de trabajo y de irse a dormir un poco. La luna escupía unos rayos de luz muy clara, que le daban el aspecto de una viuda anémica y sin embargo hermosa. Pasando un brazo alrededor de Quinta Hermana, Lu Liren comenzó a alejarse justo cuando Sima Ku entraba en la aldea a la cabeza de su batallón antijaponés.

Este batallón estaba formado por tres compañías. La primera compañía era la caballería, consistente en sesenta y seis caballos de raza cruzada, mitad de Xinjiang y mitad de Mongolia, y sus jinetes, todos ellos armados con ametralladoras de fabricación americana. A continuación venía la compañía de las bicicletas, consistente en sesenta y seis bicicletas marca Camel, cuyos conductores portaban armas alemanas. En tercer lugar estaba la compañía de las mulas, consistente en sesenta y seis mulas poderosas y veloces y sus jinetes, todos ellos armados con carabinas japonesas M-38. También había una pequeña unidad especial, consistente en trece camellos que llevaban el equipamiento necesario para reparar bicicletas, así como piezas sueltas, además de herramientas para reparar armas, piezas sueltas y municiones. También llevaban a Sima Ku y a Shangguan Zhaodi, así como a sus hijas, Sima Feng y Sima Huang. Montado sobre el lomo de otro camello más iba un americano llamado Babbitt. Sobre el último de los camellos iba Sima Ting, moreno de piel, vestido con unos pantalones militares y una camiseta de satén color lavanda y con cara de pocos amigos.

Babbitt, que tenía los ojos de un color azul suave, el pelo fino y rubio y los labios muy rojos, llevaba una chaqueta de cuero rojo sobre unos pantalones de algodón pesado, con múltiples bolsillos, y unas botas de piel de ciervo. Su aspecto era totalmente excepcional, e iba sentado en lo más alto del lomo de su camello, moviéndose hacia adelante y hacia atrás, cuando entró en la aldea con Sima Ku y Sima Ting.

El batallón de Sima Ku llegó a la aldea como un remolino. Los seis caballos de la primera línea eran negros, y los montaban guapos y jóvenes soldados vestidos con ropa de lana de color caqui. A sus botones de cobre les habían sacado tanto brillo que resplandecían, y lo mismo pasaba con sus botas de montar, las ametralladoras que llevaban en la mano y los cascos que tenían puestos en la cabeza. Incluso los negros flancos de sus caballos resplandecían. Los caballos fueron reduciendo la velocidad a medida que se aproximaban al lugar en el que los soldados yacían despatarrados sobre la tierra. Mantenían la cabeza alta y se encabritaron cuando sus jinetes empezaron a disparar sus armas contra el cielo cada vez más oscuro, una chispeante ristra de balas de fogueo que percutía en nuestros oídos y hacía que las hojas cayeran planeando lentamente hasta el suelo. Lu Liren y Shangguan Pandi se asustaron por el ruido de los disparos y se separaron un paso.

—¿A qué unidad pertenecéis? —preguntó Lu Liren, levantando la voz.

—A la unidad de tu abuelo —le respondió uno de los jinetes.

Sus palabras todavía resonaban en el aire cuando una lluvia de balas de fusil pasó casi rozando la cabeza de Lu Liren. Se lanzó al suelo y quedó despatarrado en una posición muy poco elegante, pero rápidamente se volvió a poner de pie y gritó:

—¡Soy el comandante y comisario político del batallón de demoliciones, y exijo ver al oficial que esté al mando!

Su grito fue sofocado por otra lluvia de balas que cayó sobre el espacio abierto que había alrededor de ellos. Los soldados del batallón de demoliciones se pusieron en pie tambaleándose. Los jinetes lanzaron a sus caballos hacia adelante, rompiendo filas para acabar con la confusión que reinaba entre la multitud que se encontraba en la calle. Los caballos eran pequeños y extremadamente ágiles. Cuando avanzaban, pisando a algunos de los hombres que todavía yacían en el suelo y embistiendo contra los que ya se habían levantado, parecían un grupo de gatos en busca de alguna presa, con sus flexibles cuerpos al acecho. En cuanto el primer contingente de caballería hubo pasado, los demás los siguieron, pisándoles los talones. A su paso, impactaban contra los soldados que estaban ahí de pie y los mandaban dando vueltas y chocándose entre ellos. Todo eso iba acompañado por un coro de gritos de pánico. Parecían árboles que, por estar enraizados en el suelo, no tuvieran más remedio que permanecer quietos y recibir los golpes. Incluso después de que hubieran pasado todos los caballos, la gente que seguía en la calle no estaba completamente segura de qué era lo que acababa de suceder. Entonces llegó la compañía de las mulas. Avanzaban al paso, en ordenadas filas, y también resplandecían; sus jinetes iban sentados orgullosamente, con las armas preparadas. Entretanto, la caballería había cerrado filas y volvía a la carga, aplastando a los maltrechos grupos de gente que había quedado en la calle entre las dos compañías. Algunos de los soldados más astutos intentaron escaparse por las pequeñas callejuelas perpendiculares a la calle, pero sus vías de escape fueron bloqueadas con rapidez por los miembros de la compañía de las bicicletas, todos vestidos con ropas de civil de color violeta y montados en sus bicicletas marca Camel. Dispararon sus armas alemanas a los pies de los que pretendían huir, levantando un montón de polvo que les llegó a la cara y los hizo volver a toda velocidad hasta el medio de la calle principal. Antes de que pasara mucho tiempo, todos los oficiales y soldados del batallón de demoliciones habían quedado encerrados, como un rebaño en su redil, enfrente de la puerta de la Casa Solariega de la Felicidad.

Los soldados de la compañía de las mulas recibieron la orden de desmontar y colocarse a un lado, abriendo así un espacio para que aparecieran sus jefes. Los soldados del batallón de demoliciones miraban fijamente al lugar por donde debían llegar; lo mismo hacían los desgraciados ciudadanos que habían quedado atrapados con ellos. Yo tuve la premonición de que estos recién llegados tendrían alguna clase de conexión con la familia Shangguan.

El Sol casi había desaparecido bajo la colina de arena, dejando sólo un reborde rosáceo alrededor de las melancólicas copas de los árboles. Unos cuervos de un color entre dorado y rojizo volaban rápidamente hacia adelante y hacia atrás por encima de las cabañas de barro de los forasteros, y los murciélagos llevaban a cabo una exhibición de vuelo aprovechando los brillantes fulgores del crepúsculo. El silencio reinante era señal de que los jefes llegarían en cualquier momento.

«¡Victoria! ¡Victoria!». El poderoso grito anunció la llegada de los jefes. Vinieron desde el Oeste, montados en camellos adornados con guirnaldas de satén rojo.

Sima Ku llevaba un uniforme de lana color verde aceituna y, sobre la cabeza, una gorra militar ladeada, que él llamaba la gorra del burro. De su pecho colgaba un par de medallas del tamaño de cascos de caballo, un cinturón plateado donde llevaba las municiones colgaba de su cintura, y también llevaba una cartuchera con una pistola sobre el lado derecho de la cadera. Su camello levantó la cabeza, sacó hacia afuera sus lascivos labios, levantó sus orejas de perro de peluche y entrecerró los ojos, que estaban rodeados por larguísimas pestañas. Sacudiendo sus cascos ungulados, haciendo girar su cola serpenteante y apretando las nalgas, se abrió paso entre las mulas como un barco lo haría entre las olas, con Sima Ku de orgulloso timonel. Estiró las piernas, con sus magníficas botas de montar de cuero, sacó pecho, se reclinó levemente hacia atrás y levantó una mano, envuelta en un guante blanco, para colocarse mejor su gorra de burro. Su aseado rostro tenía una expresión de dureza que estaba más allá de toda descripción; los lunares rojos de su mejilla parecían hojas de arce después de una helada. Era un rostro que parecía haber sido tallado de un bloque de madera de sándalo rojo y después barnizado con tres capas de aceite de árbol de tung, anticorrosivo e impermeable. Los soldados de a caballo y los que iban montados en mulas dieron una palmada en las culatas de sus armas y gritaron al unísono.

Inmediatamente detrás del camello de Sima Ku apareció otro, el que llevaba a su esposa, Shangguan Zhaodi. No había cambiado mucho durante los años que habían pasado desde que la habíamos visto por última vez. Estaba igual de fresca y de hermosa, con un aspecto tan dulce como siempre. Sobre los hombros llevaba una túnica de seda blanca, y debajo una chaqueta de satén amarillo y unos pantalones de seda rosa muy amplios. En los pies llevaba unos minúsculos zapatos de cuero marrón. Unos brazaletes de jade de un intenso color verde decoraban cada una de sus muñecas, y ocho anillos adornaban sus dedos. De los lóbulos de sus orejas colgaban unas exuberantes uvas verdes; más adelante, yo me enteraría de que estaban hechas de jadeita.

No debo olvidarme de mis dos honorables sobrinas. Iban montadas en un tercer camello, detrás de Zhaodi. Dos gruesas cuerdas que pasaban entre las jorobas conectaban dos sillas de montar tejidas con ramas enceradas. La chica que iba en la silla de la izquierda, con el pelo lleno de flores, era Sima Feng. La que iba en la de la derecha, también con el pelo lleno de flores, era Sima Huang.

El siguiente en entrar en mi campo de visión fue el americano, Babbitt. Yo no tenía ni idea de qué edad tendría, pero la luz de la vida brillaba en sus ojos verdes y gatunos, que sólo podían ser los de un hombre joven, los de un gallo apenas suficientemente mayor como para montar una gallina. Llevaba una llamativa pluma en la gorra, y aunque se balanceaba acompasadamente con los movimientos de su camello, su posición nunca dejaba de ser erecta, como un niño tallado en madera, atado a un flotador y lanzado al río. Yo estaba impresionado, incluso desconcertado. Más adelante, cuando nos enteramos de quién era, me di cuenta de que montaba en camello como si estuviera en la cabina de un avión. Era piloto de las fuerzas aéreas norteamericanas, y había aterrizado con su camello bombardero en la calle principal del Gaomi del Noreste, a la hora del crepúsculo.

Sima Ting venía en último lugar. A pesar de que era miembro de la gloriosa familia Sima, llevaba la cabeza gacha y tenía un aspecto muy desanimado. Su camello, un animal con pinta polvorienta, cojeaba de una pata.

Lu Liren se recompuso y se acercó al camello de Sima Ku para dedicarle un arrogante saludo.

—Comandante Sima —le dijo—, permítame que le dé la bienvenida, a usted y a sus hombres, en calidad de huéspedes de nuestro cuartel general, en este día de júbilo nacional.

Sima se rio tan fuerte que se balanceó de derecha a izquierda hasta que estuvo a punto de caerse al suelo. Dio un golpe en la peluda joroba que tenía delante y dijo a las tropas que tenía a su lado, montadas en sus mulas, y a la multitud en general, que estaba enfrente de él y a su espalda:

—¿Habéis oído la gilipollez que me acaba de decir? ¿Cuartel general? ¿Invitados? ¡Tú, miserable camello de campo! Esta es mi casa, la tierra de mi linaje. ¡Cuando yo nací, la sangre de mi madre empapó esta misma calle! Vosotros sois un puñado de garrapatas; habéis estado chupando la sangre de nuestro Concejo de Gaomi del Noreste hasta dejarlo seco. ¡Ya es hora de que os vayáis de aquí de una vez! Corred a esconderos en vuestras conejeras, que yo voy a recuperar mi casa.

Fue un discurso lleno de pasión. Los sonidos que empleó fueron ricos y variados. Enfatizaba cada una de las frases dándole un golpe a la joroba de su camello, y con cada uno de los golpes, el cuello del camello se retorcía y los soldados rugían. Además, con cada uno de los golpes, el rostro de Lu Liren empalidecía un poquito más. Finalmente, el camello, que ya no podía aguantar más provocaciones, se echó hacia atrás, enseñó los dientes y lanzó a través de la nariz algo repulsivo y pegajoso que fue a impactar sobre la cara pálida de Lu Liren.

—¡Protesto! —gritó Lu Liren, exasperado, mientras se limpiaba el moco de la cara—. ¡Protesto enérgicamente! ¡Voy a presentar una queja ante la máxima autoridad!

—En este lugar —dijo Sima Ku—, la máxima autoridad soy yo, y te comunico que tú y tus hombres tenéis media hora para iros de Dalan. Si después de ese tiempo seguís aquí, emplearé mis armas contra vosotros.

—Un día de estos —dijo fríamente Lu Liren—, recogerás con amargura lo que has sembrado.

Ignorando a Lu Liren, Sima Ku ordenó a sus tropas:

—Escoltad a nuestros amigos hasta que salgan de aquí.

Las compañías de caballos y mulas cerraron filas y se desplazaron de Este a Oeste. Los soldados del batallón de demoliciones fueron conducidos hacia el camino que llevaba a nuestra casa. Un centinela armado, vestido de civil, hacía guardia de pie, cada pocos metros, a ambos lados de la ruta. Otros habían tomado posiciones sobre los tejados de las casas.

Una media hora después, la mayor parte de los integrantes del batallón de demoliciones estaba trepando a la orilla del otro lado del Río de los Dragones. Estaban completamente empapados, y en sus rostros brillaba la fría luz de la luna. Las tropas que quedaban se aprovecharon de la confusión que reinaba en el río, bien para escaparse al bosque cercano, bien para dejarse arrastrar por la corriente río abajo hasta estar lo suficientemente lejos como para trepar a la orilla sin que nadie los viera, escurrir la ropa y partir hacia su hogar en la oscuridad de la noche.

Unos cien soldados, más o menos, del batallón de demoliciones, estaban de pie al otro lado del río como pollitos mojados. Se miraban unos a otros, algunos llorando, otros secretamente satisfechos. Después de observar a sus tropas desarmadas y abatidas, Lu Liren dio unas vueltas y salió corriendo hacia el río, con la intención de ahogarse. Pero sus tropas lo atraparon y no estaban dispuestas a permitirle que lo hiciera, por lo que se quedó de pie, en la ribera, sumido en profundos pensamientos durante unos cuantos minutos hasta que levantó la vista y gritó, a través del río, hacia la ruidosa multitud que había al otro lado:

—¡Sima Ku, Sima Ting, preparaos! ¡Algún día volveré para vengarme! ¡El Concejo de Gaomi del Noreste no es vuestro, nos pertenece a nosotros! ¡Hoy lo controláis vosotros, pero llegará el día, cuando ya todo haya sido dicho y hecho, en que sea nuestro de nuevo!

Bueno, dejemos que Lu Liren y sus hombres se retiren a lamerse las heridas. Yo tenía mis propios problemas y me tenía que ocupar de ellos. Pensé si prefería ahogarme en el río o en un pozo, y me decidí por el río, porque había oído que los ríos desembocan en el océano. Aquel año en el que el hada-pájaro había mostrado sus poderes por primera vez, una docena de barcos de doble mástil, más o menos, había llegado navegando por el río.

Contemplé a los soldados del batallón de demoliciones esforzándose por cruzar el río bajo la fría luz de la luna. Salpicando, hundiéndose, arrastrándose, agitaban las aguas del río, enviando olas en todas las direcciones. Las tropas de Sima no eran tacañas con sus municiones. Dispararon sus armas sobre el río, batiendo el agua como si quisieran ponerla a punto de nieve. Si hubieran querido acabar con el batallón de demoliciones, habría sido tan fácil como dispararle a un pez en un barril. Pero lo que en realidad querían era asustarlos, por lo que solamente mataron o hirieron a una docena de hombres, más o menos. Unos años más tarde, cuando el batallón de demoliciones regresó luchando como una unidad independiente, todos los soldados y oficiales que tuvieron que enfrentarse a un pelotón de fusilamiento tuvieron la sensación de que el castigo no era proporcional al delito.

Vadeé el río lentamente hacia las aguas más profundas. La superficie, que estaba de nuevo en calma, reflejaba fragmentos de luz, cientos de ellos. Las algas se enredaban en mis pies. Los peces me mordisqueaban las rodillas con sus bocas pequeñas y calientes. Seguí avanzando hasta que el agua me llegaba por encima del ombligo. Sentí unos espasmos en las tripas: un hambre insoportable. Entonces, los pechos de Madre, íntimos, reverenciados e incomparablemente dotados de gracia, se me aparecieron en la mente. Pero ella se había puesto pimienta picante en los pezones, y me había insistido, una y otra vez: «Ya tienes siete años, ya es hora de que dejes de tomar el pecho». ¿Cómo es que había llegado a vivir hasta los siete años? ¿Por qué no me habría muerto antes de alcanzar esa edad? Las lágrimas resbalaron por mis mejillas y se me metieron en la boca. Realmente tenía que morir, no debía permitir que ninguna comida impura contaminara mi boca y mi tracto digestivo. Envalentonado por esa idea, di unos cuantos pasos más hacia adelante, y de repente el agua me engulló los hombros. Noté las oscuras corrientes que avanzaban a toda velocidad sobre el lecho del río. Fijé los pies en el suelo para resistir la fuerza del agua. Un remolino me atrajo hacia sí; estaba aterrorizado. Cuando la rápida corriente del río se llevó el fango que había bajo mis pies, sentí que caía a más y más profundidad, mientras era empujado hacia adelante, directamente hacia ese terrible remolino. Luché, tratando de resistirme a esa fuerza, y comencé a gritar.

Justo en ese momento escuché los gritos de Madre: «Jintong, Jintong, hijo mío… ¿dónde estás?».

Después sonó una serie de gritos de mi sexta hermana, Niandi, de Primera Hermana, Laidi, y de una voz aguda y familiar y al mismo tiempo extraña; supuse que era la voz de mi segunda hermana, la que tenía anillos en todos los dedos, Zhaodi.

Con un estremecimiento, caí hacia adelante y me tragó el remolino.

Cuando desperté, lo primero que vi fue uno de los pechos de Madre, maravillosamente erecto. El pezón me observaba con delicadeza, como un ojo lleno de amor. El otro pecho ya estaba dentro de mi boca, y yo lo recorría con la lengua y lo frotaba contra mis encías; un verdadero torrente de leche dulcísima me llenaba la boca. Sentí la fuerte fragancia del pecho de Madre. Más adelante me enteré de que Madre se había quitado el aceite de pimienta de sus pezones con el jabón de extractos de rosa que Segunda Hermana, Zhaodi, le había entregado en un acto de respeto filial, y de que también se había puesto un poco de perfume francés entre los pechos.

La habitación estaba en penumbra, apenas iluminada por la luz de una lámpara. Una docena de velas rojas, más o menos, se habían encendido en unos candelabros de plata que se colocaron sobre unos elevados altares. Me di cuenta de que había varias personas sentadas y de pie rodeando a Madre, incluyendo a Sima Ku, mi segundo cuñado, que estaba alardeando de su nuevo tesoro: un mechero que se encendía cada vez que él presionaba uno de sus extremos. El Joven Maestro Sima observaba a su padre desde una cierta distancia, indiferente, sin que se pudiera apreciar ninguna clase de intimidad entre ellos.

Madre suspiró.

—Debería devolvértelo. El pobre ni siquiera tiene nombre.

—Ya que mi nombre, Ku, significa almacén, llenémoslo de grano: liang. Lo llamaremos Sima Liang —dijo Sima Ku.

Madre dijo:

—¿Has oído? Desde ahora te llamas Sima Liang.

Sima Liang le echó una mirada de indiferencia a Sima Ku.

—Buen chico —dijo Sima Ku—. Me recuerdas a mí mismo cuando era joven. Suegra, te agradezco que hayas protegido la vida del heredero de la familia Sima. A partir de hoy, puedes dedicarte a disfrutar de la vida. El Concejo de Gaomi del Noreste está bajo nuestro control.

Madre respondió con un movimiento de cabeza que no la comprometía a nada.

—Si quieres demostrar tu amor filial —le dijo a Zhaodi—, almacena un poco de grano para mí. No quiero volver a pasar hambre en la vida.

La noche siguiente, Sima Ku organizó una gran celebración para festejar la victoria nacional en la Guerra de Resistencia y su propio regreso a su tierra natal. Se llenaron ocho árboles con un carro lleno de guirnaldas, de petardos y de fuegos artificiales, después los hombres aplastaron dos docenas de woks de hierro, de los que se usan para cocinar el cerdo, y desenterraron unos explosivos que habían enterrado los soldados del batallón de demoliciones. Con todo eso, construyeron un ingenio que explotaría con inmensa fuerza. Los fuegos artificiales estuvieron estallando sin interrupción a lo largo de la mitad de la noche, haciendo caer todas las hojas y las ramas más pequeñas de los ocho árboles. Los sorprendentes añicos de metal del gran ingenio iluminaron la mitad del cielo. Mataron una docena de cerdos y otra docena de vacas, y después sacaron una docena de cubas de vino de la última vendimia. Tras haber cocinado la carne, llenaron unas enormes fuentes con ella y las pusieron sobre unas mesas que habían instalado en medio de la calle. Todo el mundo podía coger todo lo que quisiera empleando unas bayonetas que había clavadas en los grandes trozos de carne. Si uno cortaba una oreja de cerdo y se la echaba a uno de los perros que merodeaban por alrededor de las mesas, nadie decía nada. Las cubas de vino estaban junto a las mesas, y al lado de cada una de ellas colgaba un cucharón. Cualquiera que quisiera un trago podía acercarse y servírselo. Y si a uno le apetecía darse un baño dentro de la cuba, a nadie le importaba. Ese fue el día de los glotones de la aldea. El hijo mayor de la familia Zhang, Zhang Qian’er, comió y bebió hasta caer muerto ahí mismo, en medio de la calle. Cuando se llevaban su cadáver, el vino y la comida se le salían por la boca y por la nariz.