VIII
Era el séptimo día del séptimo mes lunar, el día en que el Niño Pastor y la Doncella Hilandera se encuentran en la Vía Láctea. Hacía calor, el ambiente estaba pegajoso, el aire tan poblado de mosquitos que se iban estrellando unos contra otros. Madre extendió una esterilla de paja y todos nos acostamos a escuchar sus débiles murmullos. En el crepúsculo, empezó a lloviznar. Madre dijo que se trataba de las lágrimas de la Doncella Hilandera. Había mucha humedad, y sólo de vez en cuando soplaba un poco de viento. Por encima de nuestras cabezas se agitaban las hojas del granado. Los soldados que estaban alojados en las alas este y oeste encendieron sus velas hechas en casa. Los mosquitos se estaban cebando en nosotros, pese a los intentos de Madre de mantenerlos alejados con la ayuda de su abanico. Todas las urracas del mundo habían elegido aquel día para volar hacia lo alto del cielo azul y despejado; había montones de ellas, el pico de cada una limitaba con la cola de otra, sin dejar ningún espacio vacío, y formaban un puente que atravesaba la Vía Láctea para que el Niño Pastor y la Doncella Hilandera se encontraran otro año. Las gotas de la lluvia y las del rocío eran las lágrimas que dejaban caer de tantas ganas que tenían de estar juntos. Entre los murmullos de Madre, Niandi y yo, además del pequeño heredero de la familia Sima, mirábamos hacia arriba, al cielo repleto de estrellas, intentando encontrar esas estrellas en concreto. A pesar de que Octava Hermana, Yunü, era ciega, ella también levantaba la cara en dirección al cielo, mostrando unos ojos más brillantes que las estrellas que no era capaz de ver. Los pesados pasos de los centinelas que regresaban de hacer guardia resonaron en el sendero. Afuera, en los campos, los sapos croaban formando un potente coro. En el enrejado de alubias, un grillo cantaba su canción: Yiya yiya dululu, yiya yiya dululu. Cuando la noche se fue haciendo más profunda, unos grandes pájaros se echaron a volar salvajemente por el aire. Nosotros observábamos sus siluetas blancas y suaves y escuchábamos el sonido que hacía el viento al acariciar sus plumosas alas. Los murciélagos revoloteaban muy excitados. De los árboles caían gotas de agua y percutían en el suelo, como si estuvieran tocando a retreta. Sha Zaohua estaba acurrucada en los brazos de Madre, respirando con un ritmo regular. En el ala este, Lingdi chillaba como una gata, y la torpe silueta del mudo parpadeaba bajo la luz de una bombilla. Se habían casado. El Comisario Jiang había oficiado la boda, y ahora la habitación de meditación del hada-pájaro se había convertido en una suite nupcial donde podían dar rienda suelta a sus pasiones. El hada-pájaro salía a menudo medio desnuda al patio, y una vez el mudo casi le rompe el cuello a un soldado que se distraía contemplando sus pechos desnudos.
—Es tarde, es hora de irse a la cama —dijo Madre.
—Dentro hace calor, y la habitación está tomada por un enjambre de mosquitos —dijo Sexta Hermana—. ¿No podemos quedarnos a dormir aquí fuera?
—No —le contestó Madre—, la humedad os puede sentar mal. Además, están esos en el cielo, los que recogen flores… Creo que he oído cómo uno de ellos decía: «Ahí hay una hermosa florecilla, vamos a cogerla. Dentro de poco volveremos y entonces la podremos coger». ¿Sabéis quiénes eran? Los espíritus de las arañas, cuyo único objetivo es echar a perder a las jóvenes vírgenes.
Nos acostamos sobre el kang pero no pudimos dormir. La única excepción, curiosamente, fue Octava Hermana, que se quedó profundamente dormida con una hilera de babas colgando de la comisura de sus labios. Tosíamos a cada rato, porque nos tragábamos el humo del incienso que se usaba como repelente de mosquitos. La luz de las lámparas de las habitaciones de los soldados salía a través de sus ventanas y se colaba por la nuestra, posibilitando que viéramos algo de lo que había en el patio. Un pescado de agua salada que nos había hecho llegar Laidi superaba en hedor a la letrina de afuera con su rancio olor a podrido. Nos había mandado un montón de objetos valiosos, como telas de satén, muebles y objetos curiosos, todo confiscado por el batallón de demoliciones. El cerrojo de la puerta chirrió. «¿Quién anda ahí?», preguntó Madre, cogiendo el cuchillo de carnicero que guardaba junto a la cabecera del kang. No hubo respuesta. Quizá tuviéramos alucinaciones auditivas. Madre volvió a dejar el cuchillo de carnicero en su lugar. Desde el suelo, en la cabecera del kang, unos estallidos luminosos instantáneos parpadearon en el extremo del cabo de artemisa humeante que se suponía que mantenía alejados a los mosquitos.
De repente, una figura delgada se levantó en la cabecera del kang. Madre dejó escapar un chillido de terror. Lo mismo hizo Sexta Hermana. La oscura figura cayó sobre el kang y le puso una mano en la boca a Madre, que luchó para hacerse con el cuchillo. Pero justo cuando estaba a punto de usarlo, escuchó a la figura decir:
—Madre, soy yo, Laidi…
Madre soltó el cuchillo, que cayó sobre la esterilla de paja que había encima del kang. ¡Su hija mayor estaba en casa! Hermana Mayor estaba de rodillas en el kang, sollozando. Nos fijamos en su rostro sombrío y yo me di cuenta de que lo tenía cubierto de pequeños puntitos brillantes.
—Laidi… mi primera hijita… ¿eres realmente tú? No eres un fantasma, ¿verdad? Ni siquiera te tendría miedo si lo fueras. Deja que te mire… —Madre buscó una cerilla junto a la cabecera del kang.
Primera Hermana hizo un gesto con la mano y le dijo en voz muy baja:
—No enciendas la lámpara, Madre.
—Laidi, no tienes corazón. ¿Dónde os habéis metido el Sha ese y tú durante todos estos años? Has hecho que las cosas fueran muy difíciles para tu madre.
—Tengo mucho que contarte, Madre —dijo ella—. Pero antes que nada, ¿dónde está mi hija?
Madre levantó a la pequeña Sha Zaohua, que estaba profundamente dormida, y se la pasó a Hermana Mayor.
—¿Te consideras su madre? A lo mejor sabes cómo tener un bebé, pero no tienes ni idea de cómo criarlo. Los animales más tontos lo hacen mejor que tú… por culpa de ella, tu cuarta hermana y tu séptima hermana…
—Un día de estos, Madre, podré pagarte todo lo que has hecho por mí —dijo Primera Hermana—. Y también a Cuarta Hermana y a Séptima Hermana.
En ese preciso momento, Sexta Hermana se acercó a nosotros.
—¡Primera Hermana! —gritó.
Laidi levantó la mirada de Sha Zaohua y tocó la cara de Sexta Hermana.
—Sexta Hermana. ¿Dónde está Jintong? ¿Y Yunü? Ah, Jintong, Yunü, ¿todavía recordáis a vuestra hermana mayor?
—Si no hubiera sido por el batallón de demoliciones —dijo Madre—, toda la familia se habría muerto de hambre.
—Madre —dijo Primera Hermana—, esos hombres que se llaman Jiang y Lu no son buena gente.
—A nosotros nos tratan bien, así que no deberíamos decir nada malo de ellos.
—Eso es parte de su plan. Le han enviado a Sha Yueliang una carta exigiéndole que se rinda. Si no lo hace, dicen que tomarán a nuestra hija como rehén.
—¿Cómo pueden hacer eso? —preguntó Madre—. ¿Qué tiene que ver una bebita con la guerra?
—Madre, el motivo por el que he venido a casa es que tengo que rescatar a mi hija. He venido con una docena de soldados, más o menos, y tenemos que volver inmediatamente. Dejaremos que Jiang y Lu disfruten de su aparente victoria por el momento. Madre, la deuda que tenemos contigo es más grande que una montaña, y espero que algún día me dejes saldarla. La noche es larga, los sueños son muchos. Ahora me tengo que ir…
Pero antes de que pudiera irse, Madre le quitó a Sha Zaohua de los brazos.
—¡Laidi! —le dijo, muy enfadada—. No te creas que puedes convencerme tan fácilmente. Acuérdate de cómo la abandonaste entonces para que yo la cuidara. Bueno, pues no he escatimado esfuerzos para criarla hasta ahora, así que ni se te ocurra que puedes venir y llevártela sin más. Todo eso que dices del Comandante Lu y del Comisario Jiang son un montón de mentiras. Lo que pasa es que ahora quieres ser madre, ahora que tú y ese Monje Sha habéis consumido toda vuestra pasión, ¿no es eso?
—Madre, él es jefe de brigada de las Fuerzas Imperiales Japonesas, y tiene a su cargo más de mil hombres.
—No me importa cuántos hombres tiene a su cargo ni qué clase de jefe es —dijo Madre—. Que venga a buscar a esta niña en persona, y dile que le he guardado todos esos conejos que colgó de los árboles.
—Madre —dijo Primera Hermana—, esto afecta a miles de soldados con sus monturas, así que no te entrometas.
—Llevo entrometiéndome en cosas la mitad de mi vida. Miles de soldados con sus monturas o miles de caballos con sus jinetes, me da totalmente igual. Lo único que sé es que yo he criado a Zaohua y no estoy dispuesta a entregársela a otro.
Primera Hermana le quitó a la niña con un movimiento rápido y después bajó del kang de un salto.
—¡Maldita larva de tortuga! —la insultó Madre—. ¿Cómo te atreves?
Zaohua empezó a llorar.
Madre bajó del kang de un salto y salió corriendo tras ellas.
En el patio comenzó el crepitar de los disparos. Después oímos un montón de ruidos caóticos en el techo, encima de donde estábamos nosotros, y a alguien que gritaba y rodaba hasta caer al suelo. Un pie atravesó el techo, rompiéndolo y haciendo que entraran en la casa trozos de barro y el brillo de las estrellas. Del exterior llegaban ruidos fuertes y confusos y el sonido de los disparos y del choque metálico de las bayonetas. También se oyó a un soldado gritar:
—¡No dejéis que se escapen!
Una docena de soldados, más o menos, pertenecientes al batallón de demoliciones llegó corriendo con antorchas de keroseno; en el patio, la noche se convirtió en día. Alguien, desde detrás de la casa, gritó:
—¡Atadlo! Ahora a ver cómo te escapas, mi pequeño tío.
El Comandante Lu, del batallón de demoliciones, irrumpió en el patio y le dijo a Laidi, que estaba aterrorizada, agachada junto a la pared, sujetando con fuerza a Sha Zaohua:
—Esta no es forma de comportarse, ¿no le parece, Señora Sha?
Zaohua estaba llorando.
Madre salió al patio.
Nosotros nos arremolinamos junto a la ventana para poder ver lo que pasaba.
Un hombre yacía sobre el sendero, con el cuerpo lleno de agujeros y rodeado de sangre, que formaba pequeños arroyos que serpenteaban en todas las direcciones. El desagradable olor de la sangre caliente. El nauseabundo olor del keroseno. La sangre que rezumaba de los agujeros de bala borboteaba en algunas zonas. Todavía no estaba muerto: una de sus piernas se agitaba espasmódicamente, mordía el suelo con la boca y giraba el cuello de un lado a otro. No podíamos distinguir su cara. Las hojas de los árboles se parecían al papel de plata, o al de oro. El mudo estaba frente al Comandante Lu, agitando su espada y gritando. El hada-pájaro salió al exterior, esta vez vestida, llevando algo que sólo podía ser una de las camisetas del uniforme del mudo, que le llegaba hasta las rodillas pero sólo le cubría los pechos y el vientre parcialmente. Sus tobillos, que quedaban al descubierto, eran largos y blancos como la nieve; sus pantorrillas, suaves y musculosas. Tenía los labios entreabiertos, y sus ojos estaban fijos en las antorchas. Un escuadrón de soldados entró en el patio con tres hombres atados; iban vestidos con uniformes de un color verde oliva apagado. Uno de ellos, que se había puesto muy pálido, había sido herido en el hombro, y todavía sangraba. Otro venía andando a la pata coja. El tercero hacía un esfuerzo por elevar la cabeza, pero no lo lograba, ya que los hombres que lo traían se la mantenían lo más abajo posible tirando de una cuerda que pasaba alrededor de su cuello. El Comisario Jiang entró en el patio, con una linterna en la mano; estaba tapada con un trozo de satén rojo, que hacía que la luz tuviera un tono rojizo apagado. Los pies desnudos de Madre resonaron en el suelo —pa-da, pa-da—, aplastando los pequeños montículos de tierra que habían hecho los gusanos. Sin mostrar ningún miedo, le preguntó al Comandante Lu:
—¿Qué está pasando aquí?
—Esto no tiene nada que ver contigo, tía —le dijo él.
El Comisario Jiang apuntó la luz rojo satén de su linterna al rostro de Laidi. Ella se quedó donde estaba, quieta como un álamo.
Madre se acercó a Primera Hermana y le arrancó a Zaohua de las manos. Acunando a la bebita entre sus brazos, le dijo, con un tono de voz tranquilizador:
—Buena chica. No tengas miedo, que la abuela está aquí.
Los gritos de Zaohua se fueron apagando hasta que sólo sollozaba suavemente.
Primera Hermana todavía tenía los brazos en una posición como si la bebita siguiera en ellos, como si se hubiera quedado petrificada. Era una visión desagradable. Tenía la cara de una palidez fantasmal, y la mirada se le había congelado. Llevaba un uniforme de hombre de color verde, bajo el cual sus grandes pechos apuntaban, turgentes, hacia afuera.
—Señora Sha, no es posible darles un trato más humano que el que les hemos dado nosotros. En ningún momento hemos intentado obligarlos a aceptar nuestra reorganización —dijo el Comandante Lu—. Pero nunca debieron pasarse al lado japonés.
—Eso es algo que decide la gente. Yo sólo soy su esposa.
El Comisario Jiang dijo:
—Hemos oído que la Señora Sha es la jefa de personal del Comandante Sha.
—Lo único que yo sé —dijo Primera Hermana—, es que he venido a buscar a mi hija. Si tenéis pelotas, id a luchar contra él. Coger a un bebé de rehén no es la manera de luchar de un hombre digno de ese nombre.
—Señora Sha, usted está muy equivocada —dijo el Comisario Jiang—. Sentimos mucho afecto por la Señorita Sha. Pregúntele a su madre. Pregúntele a sus hermanas. El Cielo y la Tierra son nuestros testigos. Le diré qué es lo que pensamos. Queremos a esa niña, y todo lo que hacemos es por su bien. No queremos que esa niñita encantadora tenga por padres a unos traidores.
—No tengo ni idea de qué está hablando —dijo Primera Hermana—. Usted está gastando saliva inútilmente. Pero haga lo que quiera conmigo, puesto que soy su prisionera.
El mudo entró en acción. Tenía un aspecto particularmente amenazador a la luz de todas esas antorchas. Su piel estaba casi negra, y brillaba como si se hubiera untado con grasa de tejón. Ah-ao, ah-ao, ah-ao. Ojos de lobo, nariz de jabalí, orejas de simio, cara de tigre. Rugió, alzó sus gruesos y poderosos brazos, apretó los puños y adoptó una postura marcial. Le dio una patada al cuerpo ya muerto del soldado que yacía sobre el sendero y después se volvió hacia los tres prisioneros y les dio un puñetazo en el rostro a todos, uno tras otro, acompañando cada golpe con un ah-ao. Después regresó al punto de partida y lo hizo todo otra vez. Ah-ao, ah-ao, ah-ao. Cada puñetazo era más terrible que el anterior. El último hizo que el hombre que recibió el golpe se cayera trastabillando al suelo. El Comisario le ordenó que se detuviera.
—¡Sol Callado, no debes pegar a los prisioneros!
El mudo se limitó a sonreír y señaló a Shangguan Laidi y después a sí mismo. Se acercó a Laidi y la cogió por el huesudo hombro con la mano izquierda, haciendo gestos a la gente que los observaba con la derecha. El hada-pájaro miraba las antorchas, absorta en la luz. Laidi levantó la mano izquierda y le dio al mudo una sonora bofetada en la mejilla derecha. El mudo soltó su hombro y se acarició la mejilla, con aspecto de sorpresa, como si no supiera de dónde le había venido el golpe. Entonces Primera Hermana levantó la mano derecha y le dio otra sonora bofetada en la mejilla izquierda, mucho más fuerte que la primera. El mudo se estremeció de la cabeza a los pies, y Primera Hermana dio un traspié hacia atrás por la fuerza del golpe. Sus hermosas cejas se arquearon, sus ojos de fénix se abrieron mucho y dijo, con los dientes apretados:
—¡Pedazo de bastardo, has destrozado a mi hermana pequeña!
—¡Lleváosla! —ordenó el Comandante Lu—. ¡No es sólo una chaquetera, también es una salvaje!
Los soldados cogieron rápidamente a Primera Hermana por los brazos.
—¿Cómo puedes ser tan estúpida, Madre? —gritó ella—. ¡Tercera Hermana es un ave fénix y tú la has casado con ese mudo!
Justo en ese momento, un soldado llegó a toda prisa y dijo, sin aliento:
—Comandante, Comisario, las tropas del Comandante Sha han llegado al concejo de Shalingzi.
—Tranquilizaos todos. Quiero que el comandante de cada compañía siga nuestro plan original y comience a colocar las minas en la tierra.
—Tía, es mejor que vengáis con nosotros al cuartel general del batallón, para que tú y tus niños estéis más protegidos —dijo el Comisario Jiang.
—No —dijo Madre, sacudiendo la cabeza—. Si vamos a morir, que sea en nuestro propio kang.
El Comisario Jiang envió un escuadrón de soldados junto a Madre y otro al interior de la casa.
—Señor Amado —gritó Madre—, abre los ojos y mira lo que está pasando.
Nuestra familia quedó encerrada en un ala de la casa de la familia Sima. Había unos centinelas que guardaban la puerta. En la habitación adyacente había encendidas unas lámparas de gas, y alguien que gritaba desde ahí. Más allá de la aldea, el crepitar de los disparos era interminable.
El Comisario Jiang vino, caminando tranquilamente, hasta nuestros aposentos; traía una lámpara con una pantalla de cristal.
El humo negro lo hacía toser, y a nosotros nos humedecía los ojos. Después de colocar la lámpara en la mesa, dijo:
—¿Por qué estáis todos de pie? Por favor, sentaos, tomad asiento. —Señaló unas sillas que había alineadas contra la pared—. Tía —dijo—, este lugar, propiedad de tu segundo yerno, es bastante extravagante.
Se sentó, apoyando las manos sobre las rodillas, y sonrió sardonicamente. Primera Hermana se sentó al otro lado de la mesa, enfrente del Comisario Jiang, y dijo, con una mueca de desagrado:
—Comisario Jiang, una cosa es invitar a una deidad, y otra cosa es deshacerse de ella.
Jiang se rio.
—Con todo el esfuerzo que nos ha costado conseguir que viniera la deidad, ¿por qué iba a querer deshacerme de ella?
—Madre —dijo Primera Hermana—, vamos, siéntate. A ti no te van a hacer nada.
—No tenemos pensado hacerle nada a ninguno de vosotros —dijo el Comisario Jiang, sonriendo—. Por favor, tía, toma asiento.
Todavía con Zaohua en brazos, Madre se sentó en una silla que había en la esquina de la mesa. Octava Hermana y yo, que estábamos aferrados a la ropa de Madre, nos quedamos de pie a su lado. El joven heredero de la familia Sima apoyó la cabeza sobre el hombro de Sexta Hermana, mientras un arroyuelo de baba corría por su barbilla. Sexta Hermana tenía tanto sueño que no dejaba de dar cabezadas hacia adelante y hacia atrás. Madre la cogió del brazo y le dijo que se sentara bien. Ella abrió los ojos, miró a su alrededor e inmediatamente comenzó a roncar. El Comisario Jiang sacó un cigarrillo y golpeó uno de sus extremos contra la uña de su dedo pulgar. Después se registró los bolsillos, en busca de una cerilla. No la encontró, y a Primera Hermana le pareció algo para celebrar. Él se levantó y se acercó a la lámpara, se colocó el cigarrillo en la boca, se inclinó sobre la llama, cerró los ojos y comenzó a aspirar. La llama comenzó a bailar, la punta del cigarrillo se puso roja y brilló. Él se irguió de nuevo, se sacó el cigarrillo encendido de la boca y apretó los labios; dos columnas de denso humo salieron serpenteando por los agujeros de su nariz. El sonido seco de las explosiones, proveniente de algún lugar de las afueras de la aldea, hizo que temblaran las ventanas. El destello de los diversos fuegos iluminaba el cielo de la noche. Cada pocos segundos oíamos los llantos o los gritos de hombres que estaban ahí afuera, a veces con la claridad del tañido de una campana. El Comisario Jiang sonreía a pesar de todo, y miraba fijamente a Laidi como si la estuviera desafiando.
Laidi se movía en su asiento como si estuviera sentada sobre alfileres, haciendo que las patas de su silla crujieran una y otra vez. La sangre se le había ido del rostro y le temblaban las manos, que aferraban las patas de la silla.
—Las tropas de caballería del Comandante Sha han entrado en nuestro campo de minas —dijo simpáticamente el Comisario Jiang—. Es una pena, todos esos caballos.
—Vosotros… todos vosotros estáis soñando… —Primera Hermana se levantó apoyando las manos en los brazos de la silla, pero cayó de nuevo sobre ella cuando una serie de explosiones todavía más densa que la anterior partió el aire.
El Comisario Jiang se levantó y dio unos golpecitos en la celosía de madera que separaba la habitación de las principales dependencias de la casa y dijo, como si hablara para sí mismo:
—Pino coreano, todo ello. Me pregunto cuántos árboles hizo falta cortar sólo para construir la casa solariega de la familia Sima. —Levantó la cabeza y miró a Primera Hermana—. ¿Cuántos cree usted? Las columnas, las vigas del techo, las puertas y las ventanas, el entarimado del suelo, las paredes, las mesas y las sillas y los bancos…
Ella se movió, incómoda, en la silla.
—¡Yo diría que un bosque entero, como mínimo! —dijo el Comisario Jiang, con un toque de angustia en la voz, como si el bosque estuviera ante su vista, reducido a tocones y ramas dispersas por todas partes—. Antes o después, alguien hará esta cuenta —dijo despectivamente, dejando atrás el bosque arrasado y acercándose a Primera Hermana. Se quedó frente a ella, con las piernas abiertas y la mano derecha apoyada en la cadera; su muñeca estaba doblada en un ángulo agudo—. Por supuesto —dijo—, tal como nosotros lo vemos, Sha Yueliang no es alguien que haya decidido definitivamente ser un chaquetero. En su momento fue un glorioso luchador de la resistencia antijaponesa, y si dejara de lado su pasado más reciente, nosotros estaríamos más que encantados de considerarlo un camarada. Señora Sha, su marido pronto será nuestro prisionero, y será cosa suya conseguir que vea la luz.
Primera Hermana golpeó el respaldo de la silla con la espalda.
—¡Nunca lo cogeréis! —dijo con voz muy aguda—. ¡No os equivoquéis con ese tema! ¡Su Jeep corre más que cualquier caballo!
—Bueno, ya veremos —dijo el Comisario Jiang, dejando caer el brazo que tenía doblado y juntando las piernas.
Sacó un cigarrillo y se lo ofreció a Laidi, que hizo un gesto de rechazo, apartándose. Él se lo acercó un poco más. Laidi se fijó en la misteriosa sonrisa que había en la cara del Comisario Jiang y, con mano temblorosa, cogió el cigarrillo con dos dedos manchados de nicotina. El Comisario Jiang se acercó su propio cigarrillo a la boca y sopló, haciendo que la ceniza que había en la punta saliera volando y que el cigarrillo adquiriera un color rojo brillante. Entonces le acercó el extremo que estaba encendido a Laidi. Ella volvió a fijarse en su rostro. Todavía estaba sonriendo. Laidi parecía nerviosa cuando se puso el cigarrillo entre los labios y acercó la punta hasta tocar el extremo encendido del cigarrillo de Jiang. Nos pareció oír el ruido de sus labios. Madre miraba fijamente la pared, Sexta Hermana y el joven maestro Sima estaban medio dormidos, Sha Zaohua no hacía ni un solo ruido. Una nube de humo surgió del rostro de Primera Hermana. Levantó la cabeza y se inclinó hacia atrás, con el pecho temblando. Los dedos con los que sostenía el cigarrillo estaban húmedos, como barbos recién pescados del agua. La punta de su cigarrillo se iba consumiendo, orgullosa, en dirección a su boca. Estaba completamente despeinada, unas profundas líneas avanzaban desde las comisuras de sus labios y tenía unos círculos oscuros debajo de los ojos. Poco a poco, la sonrisa fue desapareciendo del rostro del Comisario Jiang, como agua sobre una plancha de metal caliente, encogiéndose hasta que fue un puntito brillante del tamaño de la cabeza de un alfiler antes de desaparecer con un breve susurro. Su sonrisa se retiró en dirección a la nariz y se extinguió con un breve chasquido. Tiró el cigarrillo, que casi se había consumido del todo, lo enterró con la punta del zapato y salió de la habitación.
Lo oímos bramar en la habitación de al lado: «Tenemos que atrapar a Sha Yueliang. Si se refugia en una ratonera, debemos entrar en ella y sacarlo como sea». Después oímos el ruido que hizo el teléfono cuando lo colgó violentamente.
Con tristeza en los ojos, Madre miró a Primera Hermana, que se despatarró en la silla como si le hubieran extirpado todos los huesos del cuerpo. Se acercó a ella, cogió la mano manchada de nicotina de su hija y la examinó. Sacudió la cabeza. Primera Hermana se dejó resbalar hasta el suelo, quedó arrodillada y se abrazó a las piernas de Madre. Cuando levantó la vista, los labios le temblaban como a un bebé mientras mama. Un extraño sonido brotó de entre sus labios. Al principio me pareció que se estaba riendo, pero rápidamente me di cuenta de que estaba llorando. Se secó las lágrimas y el moco en las piernas de Madre.
—Madre —le dijo—, si quieres saber la verdad, no ha pasado un solo día sin que pensara en ti y en mis hermanas y en mi hermano…
—¿Te arrepientes de lo que hiciste? —le preguntó Madre.
Primera Hermana no reaccionó de inmediato. Al cabo de un rato, negó con la cabeza.
—Eso está bien —dijo Madre—. El Señor te indica el camino que debes seguir; el arrepentimiento hace infeliz al Señor.
Madre cogió a Zaohua y se la pasó a Primera Hermana.
—Échale un vistazo.
Primera Hermana acarició la carita morena de Sha Zaohua.
—Madre —dijo—, si me ejecuta, tendrás que criarla tú.
—Incluso en el caso de que no te ejecuten —dijo Madre—, yo soy quien debería criarla.
Primera Hermana le acercó la niña otra vez a Madre, que le dijo:
—Sujétala un momento, que yo tengo que darle de comer a Jintong.
Madre vino hasta la silla y se levantó la blusa. Se agachó por la cintura, y yo me arrodillé en la silla y empecé a mamar.
—Por decir la verdad, ese Sha Yueliang no es ningún cobarde, y me veo obligada a aceptarlo como yerno, aunque sólo sea porque colgó todos esos conejos del árbol. Pero nunca llegará muy lejos. ¿Cómo puedo saberlo? Por el hecho de que colgara todos esos conejos del árbol. Vosotros dos juntos no tenéis nada que hacer contra ese Jiang. Ese Jiang es una aguja escondida en un trozo de algodón suave. Además de ese vientre tiene un buen par de colmillos.
En la oscuridad de justo antes del alba, llegó una bandada de urracas exhaustas que habían hecho de puente a través de la Vía Láctea; descendieron y se instalaron en el tejado de nuestra casa, donde se pusieron a gorjear interminablemente y me despertaron. Vi a Madre sentada en una silla, con Sha Zaohua en brazos, mientras yo estaba sentado sobre las rodillas de Laidi, que estaban frías como el hielo. Ella me envolvía fuertemente la cintura con sus larguísimos brazos. Sexta Hermana y el heredero de la familia Sima estaban durmiendo con las cabezas muy juntas, exactamente igual que antes. Octava Hermana descansaba apoyada en la pierna de Madre. En los ojos de Madre no había nada de luz, y las comisuras de sus labios estaban curvadas hacia abajo como consecuencia del agotamiento.
El Comisario Jiang entró en la habitación, nos miró y dijo:
—Señora Sha, ¿le gustaría ir a ver al Comandante Sha?
Primera Hermana me empujó y se levantó de un salto.
—¡Estás mintiendo! —gritó con voz ronca.
El Comisario Jiang levantó las cejas.
—¿Mintiendo? —preguntó—. ¿Y por qué iba a mentir?
Se acercó a la mesa, se agachó y apagó la lámpara de un soplido. Los rayos rojos del sol entraron inmediatamente a través de la ventana abierta. Haciendo un gesto cortés con la mano —aunque tal vez no fuera su intención ser cortés—, dijo:
—Detrás de usted, Señora Sha. Como ya le dije antes, no pretendemos cerrar todas las puertas. Si él admite sus errores y hace propósito de enmienda, estamos dispuestos a darle la bienvenida como subcomandante del batallón de demoliciones.
Primera Hermana se dirigió a la puerta caminando rígidamente, pero se dio la vuelta para mirar a Madre antes de salir al exterior.
—Tú también puedes venir, tía —dijo el Comisario Jiang—, y el resto de tus hijos también.
Cruzamos las múltiples puertas de la casa solariega de la familia Sima, así como varios patios idénticos. En el quinto de estos patios vimos a una docena de soldados heridos, más o menos, tumbados en el suelo. La soldado mujer, la Señorita Tang, estaba vendándole la pierna a uno de los hombres heridos, ayudada por mi quinta hermana, Pandi. Estaba tan concentrada en su tarea que ni siquiera nos vio. Madre le susurró a Primera Hermana:
—Esa es tu quinta hermana.
Primera Hermana le echó una mirada.
—Hemos pagado un alto precio —dijo el Comisario Jiang. Una gran puerta de madera se había colocado sobre el suelo del sexto patio para que hiciera de improvisado féretro para diversos cadáveres, cuyos rostros estaban tapados con una tela blanca—. Nuestro Comandante Lu entregó su vida heroicamente. Esa es una pérdida de un valor incalculable. —Se agachó y le quitó la tela a un rostro barbudo y manchado de sangre—. Los hombres nos han suplicado que les dejáramos desollar vivo al Comandante Sha, pero eso va en contra de nuestra política. Señora Sha, nuestra buena fe bastaría para conmover incluso a los fantasmas y a los espíritus, ¿no cree usted?
En el séptimo patio nos hizo rodear una pared enrejada y nos encontramos junto a los altos escalones de la puerta principal de la Casa Solariega de la Felicidad.
Los soldados del batallón de demoliciones estaban corriendo de un lado para otro por la calle, con el rostro cubierto de polvo. Algunos de ellos conducían una docena de caballos, más o menos, del Este al Oeste, mientras algunos otros estaban supervisando a varias docenas de civiles que tiraban de un Jeep atado a una cuerda que iba del Oeste al Este. Los dos grupos se detuvieron al encontrarse frente a la puerta, y dos hombres que parecían oficiales de bajo rango llegaron corriendo. Se detuvieron, saludaron y se pusieron a informarle al Comisario Jiang, con un tono de voz tal que parecía que se estaban peleando. Uno le informó de que habían capturado trece caballos de combate. El otro le informó de que habían capturado un Jeep americano. Desgraciadamente, el radiador había estallado, por lo que hacía falta arrastrarlo. El Comisario Jiang los felicitó por haber hecho un buen trabajo. Mientras escuchaban las alabanzas de su comandante, ambos estaban de pie, sacando pecho, con los ojos rebosantes de luz.
Después, el Comisario Jiang nos condujo a la iglesia, cuya puerta estaba protegida por dieciséis centinelas armados. Jiang levantó la mano y los centinelas dieron un golpe en el suelo con las culatas de sus rifles, juntaron sonoramente los talones e hicieron un saludo con el rifle. Ahí estábamos nosotros, un puñado de mujeres y niños, convertidos de repente en generales que realizan una inspección militar.
Por lo menos eran sesenta, y tal vez fueran más, los prisioneros que, vestidos con uniformes verde oliva, se apiñaban en el rincón sudeste del hall principal. Unos champiñones blancos habían brotado en el techo, que se estaba cayendo, empapado de lluvia y lleno de goteras. Un escuadrón de cuatro soldados armados con rifles de asalto vigilaba a los prisioneros. Sostenían los cartuchos de municiones en la mano izquierda, y tenían cuatro de los dedos de la derecha agarrando las culatas de los rifles, que eran tan suaves y brillantes como el muslo de una virgen; y el quinto dedo lo tenían apoyado sobre el curvo gatillo. Estaban de pie, de espaldas a nosotros. En el suelo, detrás de ellos, había una pila de cinturones de cuero, que parecían un nido de serpientes. La única manera que los prisioneros tenían de caminar era sujetándose los pantalones con las manos.
Las comisuras de los labios del Comisario Jiang se curvaron hacia arriba en una sonrisa apenas visible. Tosió ligeramente, quizá para hacer notar su presencia, no lo sé. Perezosamente, los prisioneros levantaron la cabeza y nos miraron. Instantáneamente, sus ojos brillaron, una vez los de algunos, dos los de otros, cinco, seis o siete veces, nueve como mucho, los de otros. Esos fulgores de reconocimiento, que brillaban como fuegos fatuos, seguramente iban dirigidos a Shangguan Laidi, si es que, como afirmaba el Comisario Jiang, ella era el brazo derecho del Comandante Sha. Las complejas emociones que atravesaron el corazón de Laidi, fueran las que fueran, hicieron que sus ojos enrojecieran y que empalideciera su rostro. Bajó la cabeza, como si quisiera esconderla en el pecho.
Los prisioneros me recordaron a los burros negros que pertenecían a la banda de los mosqueteros. Cuando estaban encerrados en el patio de la iglesia, también ellos se apiñaban en un rincón, veintiocho burros individuales que formaban catorce pares: tú me mordisqueas el recto mientras yo te muerdo con suavidad en el flanco. Preocupaciones mutuas, protección mutua, ayuda mutua. ¿Dónde había llegado a su fin este grupo íntimo de burros? ¿Qué fue lo que los eliminó? ¿La guerrilla de Sima Ku en la Montaña Ma’er? ¿O la policía secreta japonesa en la Montaña Biceps? El día sagrado en que yo fui bautizado, habían tratado a Madre cruelmente. Fueron los miembros de la banda de mosqueteros, mis enemigos mortales. Ahora tendréis que ser castigados por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Amén.
El Comisario Jiang se aclaró la garganta.
—Hombres de la brigada de Sha —les dijo—. ¿Tenéis hambre?
Los prisioneros volvieron a levantar la cabeza. Algunos obviamente quisieron contestar, pero no se atrevieron a hacerlo. Otros no tenían ninguna gana de contestar.
El guardaespaldas del Comisario Jiang dijo:
—¿Qué os pasa, tiítos, os ha comido la lengua el gato? El comisario político os ha hecho una pregunta.
—¡Trátalos con educación! —El Comisario Jiang abroncó a su guardaespaldas, que se sonrojó y bajó la cabeza—. Hermanos*—continuó—, sé que tenéis hambre y sed, y si alguno de vosotros tiene problemas de estómago es probable que ahora esté sufriendo, que vea puntitos delante de sus ojos y tenga sudores fríos. Intentad aguantar, sólo un poquito más. La comida está en camino. Hay un montón de cosas necesarias que aquí no tenemos, por lo que la comida no es demasiado buena. Hemos preparado una cazuela de sopa de garbanzos verdes para calmaros la sed y refrescaros un poco. A mediodía habrá rollitos hervidos de harina blanca y carne de caballo frita con cebollino.
La felicidad se dibujó en el rostro de los prisioneros, algunos de los cuales lograron reunir el valor para hablar en voz baja entre ellos.
—Hay un montón de caballos muertos —dijo el Comisario Jiang—, todos ellos magníficos animales. Es una pena que os hayáis metido en nuestro campo de minas. Cuando comáis la carne de caballo, dentro de un ratito, quién sabe, tal vez os comáis vuestra propia montura, a pesar de que, como se suele decir, «las mulas y los caballos pueden comportarse como los señores, pero sólo son mulas y caballos». Adelante, pues, comed todo lo que podáis. Para eso el hombre está en la cima de la cadena alimentaria.
Todavía continuaba hablando de caballos cuando una pareja de soldados mayores entró cargando con un enorme caldero, jadeando por el esfuerzo. Dos soldados más jóvenes iban detrás. Cada uno de ellos llevaba una pila de cuencos que subía desde su ombligo hasta justo debajo de la barbilla. «¡Aquí está la sopa! ¡La sopa!», gritaban los soldados mayores, como si alguien les estuviera impidiendo el paso. Los soldados jóvenes hacían un esfuerzo para ver por encima de los cuencos apilados y encontrar un lugar apropiado para dejarlos. Los dos soldados mayores se pusieron de cuclillas y dejaron el caldero en el suelo, quedando casi sentados durante el proceso. Los soldados jóvenes mantuvieron el cuerpo estirado cuando doblaron las rodillas, colocaron las pilas de cuencos en el suelo y retiraron las manos de debajo de ellos. Las pilas se balancearon adelante y atrás. Liberados de su carga, los hombres se levantaron y se pasaron la manga por las frentes sudorosas.
El Comisario Jiang cogió un gran cucharón de madera y revolvió la sopa.
—¿Le habéis puesto azúcar morena? —les preguntó a los soldados mayores.
—Tenemos que informarle, señor, de que no pudimos encontrar azúcar morena, así que salimos a buscar un bote de azúcar granulada. Lo encontramos en la casa de Cao. La anciana señora Cao no quería compartirlo, y se aferraba al bote con todas sus fuerzas, como si le fuera la vida en ello…
—Ya es suficiente. ¡Repartidlo entre estos hombres! —dijo el Comisario Jiang, dejando el cucharón. Entonces, como si se hubiera acordado de repente de que nosotros también estábamos ahí, se dio la vuelta y nos preguntó—: ¿Y vosotros no querríais tomar un cuenco cada uno?
Con una mueca, Laidi dijo:
—El comisario no nos ha invitado a venir hasta aquí sólo para tomar una sopa de garbanzos verdes, ¿verdad?
—¿Y por qué no íbamos a tomarla? —dijo Madre—. Viejo Zhang, todas las chicas y yo tomaremos un cuenco.
—Madre —dijo Laidi—, ¿y si está envenenada?
Eso hizo soltar una gran carcajada al Comisario Jiang.
—Señora Sha, usted tiene mucha imaginación. —Recuperó el cucharón, cogió un poco de sopa, la mantuvo en alto y la dejó caer de nuevo en el caldero para mostrar su aspecto y su aroma. Después volvió a dejar el cucharón—. Hemos puesto un paquete de arsénico y dos paquetes de matarratas en esta sopa. Un trago y vuestro estómago explotará cuando contéis hasta cinco, caeréis al suelo a la de seis y de todos los orificios de vuestro cuerpo empezará a manar sangre. Bueno, ¿alguien se atreve a tomársela?
Madre dio un paso al frente, cogió un cuenco y le limpió el polvo con la manga. Después se hizo con el cucharón, con el cual llenó el cuenco de sopa antes de pasárselo a Primera Hermana, que lo rechazó. En ese momento, Madre dijo:
—Entonces este cuenco es para mí.
Sopló sobre el líquido y tomó un par de sorbos. Después de un par de sorbos más, llenó otros tres cuencos y se los pasó a Sexta Hermana, Octava Hermana y el pequeño Sima.
—Ahora nos toca a nosotros —gritaron algunos de los prisioneros—. Danos un poco. Nos beberemos tres cuencos de eso, esté envenenado o no.
Los dos soldados más mayores se hicieron cargo de los cucharones, y los dos más jóvenes se pusieron a distribuir los cuencos. Los guardias armados se desplazaron a los lados y se colocaron dándonos el perfil. Podíamos ver sus ojos, que estaban fijos en los prisioneros, que ahora se encontraban de pie, haciendo cola, sujetándose los pantalones con una mano y preparados para coger sus cuencos de sopa de garbanzos verdes con la otra. Cuando tenían los cuencos en la mano, miraban hacia abajo con precaución, temerosos de que el líquido caliente les quemara los dedos. Uno por uno iban volviendo lentamente hacia el fondo del hall, donde se sentaban de cuclillas, empleando ambas manos para sostener la sopa, y soplaban para enfriarla antes de comenzar a comer. Un soplo de aire seguido por unos cuantos sorbos ruidosos: la forma, tantas veces practicada, de comer sin quemarse el interior de la boca. El pequeño Sima, que no tenía tanta experiencia, se metió una cucharada llena en la boca y no podía ni escupirla ni tragarla, por lo que acabó con la boca quemada. Mientras cogía su cuenco de sopa, uno de los prisioneros dijo:
—Tío Segundo… —El viejo soldado a cargo del cucharón levantó la mirada y la fijó en el joven rostro que tenía delante—. ¿No me reconoces, Tío Segundo? Soy yo, Pequeño Chang…
El viejo soldado le dio a Pequeño Chang un sonoro golpe con el cucharón en el dorso de la mano.
—¿A quién estás llamando Tío Segundo? —dijo, burlonamente—. ¡Yo no tengo ningún sobrino que sea un chaquetero y lleve un uniforme verde!
Gritando aya, Pequeño Chang soltó el cuenco, dejándolo caer justo encima de su pie. Se quemó gravemente. Volviendo a gritar aya, dejó de sujetarse los pantalones para agacharse a acariciarse el pie. Los pantalones se le cayeron hasta las rodillas, dejando ver un par de calzoncillos sucios y harapientos. Un tercer aya se le escapó cuando intentaba subirse los pantalones y enderezarse de nuevo, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.
—¡Viejo Zhang, hay unas instrucciones! —dijo el Comisario Jiang, enfadado—. ¿Quién te ha dado permiso para pegarle a un prisionero? Preséntate ante el sargento de armas. ¡Tres días en el calabozo!
Viejo Zhang protestó:
—Pero es que me ha llamado Tío Segundo…
—Apuesto a que eres su segundo tío —dijo el Comisario Jiang—. ¿Por qué intentar ocultarlo? Si hace lo que se le dice, puede convertirse en miembro de nuestro batallón de demoliciones. ¿Cómo está esa quemadura, jovenzuelo? Haremos que el médico te ponga un bálsamo dentro de un rato. Entretanto, dadle otro cuenco, que se le ha caído la sopa, y ponedle unos cuantos brotes extra.
El desgraciado y joven sobrino arrastró los pies de vuelta al fondo del salón con su sopa, más cargada que las demás, mientras los prisioneros que había a su espalda, formando cola, avanzaban para conseguir sus cuencos.
Ahora todos los prisioneros estaban bebiendo la sopa, llenando la iglesia con los fuertes ruidos que hacían al sorber. De momento, ni los soldados viejos ni los jóvenes tenían nada que hacer. Uno de los jóvenes estaba ahí de pie, relamiéndose, y el otro tenía la mirada fija en mí. Uno de los mayores rascaba el fondo del caldero con su cucharón, y el otro había sacado una bolsita de tabaco y una pipa y se estaba preparando para tomarse un descanso y fumar un poco. Madre me puso su cuenco en los labios, pero yo lo rechacé; me desagradó lo basta que era la sopa. Mi boca estaba adaptada a una cosa y sólo a una cosa: sus pezones.
Primera Hermana gruñó desdeñosamente. El Comisario Jiang estaba mirándola, y ella se aseguró de dedicarle una expresión de desprecio.
—Supongo que yo también debería tomarme un cuenco de sopa de garbanzos verdes —dijo.
—Por supuesto que debería —dijo el Comisario Jiang—. Mírese la cara. Me recuerda a una berenjena seca. Viejo Zhang, un cuenco de sopa para la Señora Sha, y deprisa. Que esté bien cargada.
—Quiero que esté poco cargada —dijo Primera Hermana.
—Entonces prepárasela poco cargada —dijo el Comisario Jiang.
Acercándose el cuenco a la boca, Primera Hermana tomó un sorbo.
—Le habéis puesto azúcar —dijo—. Comisario Jiang, ¿por qué no se toma un cuenco? Debe tener la garganta seca después de tanto hablar.
El Comisario Jiang levantó la mano y se pellizcó la garganta.
—Desde luego. Prepárame un cuenco a mí también, Viejo Zhang. Poco cargado.
Con el cuenco entre las manos, el Comisario Jiang charló de la calidad de los garbanzos verdes con Primera Hermana. Le contó que en su ciudad natal había una variedad de garbanzos verdes más harinosos, que se ablandaban en cuanto el agua empezaba a hervir, mientras que los garbanzos verdes locales no comenzaban a ablandarse al menos hasta que pasaban un par de horas. Cuando agotaron el tema de los garbanzos verdes, pasaron a hablar de los brotes de soja. Parecía que fueran expertos en la materia. Cuando ya habían hablado casi de todas las variedades de garbanzos, frijoles y alubias, y el Comisario Jiang estaba empezando con los cacahuetes, Primera Hermana tiró su cuenco al suelo y escupió salvajemente.
—¿Qué clase de trampa me está tendiendo, Jiang?
—Señora Sha —dijo él—, no reaccione tan exageradamente. Vamos ya, ¿no le parece? Hemos hecho esperar al Comandante Sha demasiado tiempo.
—¿Dónde está? —preguntó burlonamente Primera Hermana.
—En un lugar que usted debe recordar muy bien, por supuesto —le contestó Jiang.
Había más centinelas ante nuestra puerta que en la iglesia.
Uno de los grupos estaba situado en la puerta del ala este, al mando del mudo, Sol Callado, que estaba sentado sobre un tronco que había junto a la pared, jugando con su espada. El hada-pájaro se había posado sobre el melocotonero, y picoteaba con sus dientes frontales un pepino que sujetaba con las manos.
—Entre —le dijo el Comisario Jiang a Primera Hermana—. Intente hacerlo entrar en razón. Tenemos la esperanza de que abandonará la oscuridad y empezará a caminar hacia la luz.
En cuanto Primera Hermana entró en el ala este, dejó escapar un chillido.
Entramos corriendo tras ella. Sha Yueliang estaba colgado de una de las vigas. Llevaba un uniforme verde y un par de botas de cuero brillantes que le llegaban hasta las rodillas. Yo lo recordaba de estatura media, pero al verlo colgado ahí me dio la impresión de ser excepcionalmente alto.