VII

Llegamos a casa pensando que nos encontraríamos a Lingdi y a Shangguan Lü muertas, pero nos habíamos equivocado completamente. En el patio estaba sucediendo toda clase de cosas. Dos hombres con la cabeza recién afeitada estaban sentados contra la pared de la casa, dedicados a la tarea de coser unas telas. Eran unos magos de la aguja y el hilo. Otros dos hombres, que estaban sentados muy cerca de ellos y que también se habían afeitado la cabeza hacía poco, estaban tan enfrascados en sus actividades como los dos primeros, limpiando los rifles negros que tenían en la mano. Había otros dos hombres bajo el árbol de parasol. Uno estaba de pie y sujetaba una brillante bayoneta, y el otro estaba sentado en un banco, con la cabeza gacha y una tela blanca alrededor de su cuello; se veían unas burbujas blancas de jabón sobre su cabeza empapada en agua. El hombre que estaba de pie flexionaba de vez en cuando las rodillas y le sacaba brillo a la bayoneta frotándola contra sus pantalones. Después cogió la cabeza húmeda y enjabonada del otro hombre con la mano que le quedaba libre y apuntó hacia ella con la bayoneta, como si estuviera buscando el punto más apropiado para clavársela. Apoyó la cuchilla contra el cráneo, cosa que hizo que unas burbujas de jabón saltaran a derecha y a izquierda, se colocó con la espalda en posición casi horizontal y movió la cuchilla de un lado para otro, afeitando el pelo enjabonado y dejando a su paso superficies de piel pálida. Había otro hombre más, de pie en el lugar en el que una vez habíamos almacenado cacahuetes. Tenía en la mano un hacha con un mango larguísimo y las piernas completamente abiertas, y estaba frente a las nudosas raíces de un viejo olmo. Había un montón de leña a su espalda. Levantó el hacha por encima de su cabeza, dejándola quieta en el aire durante un momento, en que la luz del sol refulgió en la hoja, y después la dejó caer con fuerza, soltando un gruñido mientras la hoja entraba en las nudosas raíces del árbol. Después, con un pie apoyado contra las raíces, agitó el mango hacia adelante y hacia atrás para liberar la hoja. Dio un par de pasos hacia atrás, recuperó su posición inicial, se escupió en las manos y volvió a levantar el hacha por encima de su cabeza. Las nudosas raíces del olmo crujieron y se abrieron en dos con un fuerte ruido; uno de los trozos salió volando por el aire, como si hubiera habido una explosión, y golpeó en el pecho a Quinta Hermana, Shangguan Pandi, que soltó un chillido. Todos los hombres, los que estaban cosiendo y los que estaban limpiando los rifles, levantaron la mirada. El hombre que estaba afeitando a otro y el que estaba cortando leña se dieron la vuelta para mirar. El que estaba siendo afeitado intentó levantar la cabeza, pero el que tenía la bayoneta lo empujó inmediatamente hacia abajo de nuevo.

—No te muevas —le dijo.

—Han venido unos mendigos —exclamó el hombre que estaba cortando leña—. Viejo Zhang, han venido unos mendigos.

Un hombre vestido con un delantal blanco y una gorra gris, que tenía la cara completamente surcada por profundas arrugas, salió por la puerta de nuestra casa, casi haciendo una reverencia. Se había arremangado, y se veían sus dos brazos totalmente cubiertos de harina.

—Hermana mayor —dijo el hombre con un tono de voz amistoso—, ve a probar en otra parte. Somos soldados y tenemos la comida racionada, por lo que no nos sobra nada para daros.

—¡Esta es mi casa! —le contestó Madre con frialdad.

Todos los que estaban en el patio dejaron inmediatamente de hacer lo que estaban haciendo. El hombre con la cabeza enjabonada se puso de pie de un salto, se limpió la suciedad de la cara con la manga y nos dio la bienvenida con unos fuertes gruñidos. Era el mudo de la familia Sol. Corrió hacia nosotros, gruñendo y agitando los brazos para explicarnos todas esas cosas que no podíamos entender. Lo miramos a la cara, que era más bien basta, y en las nuestras se dibujó una expresión de sorpresa mientras un montón de pensamientos confusos comenzaban a tomar forma en nuestras mentes. Los ojos apagados y amarillentos del mudo empezaron a girar en sus órbitas mientras le temblaban las mejillas regordetas. Dándose media vuelta, corrió a la habitación lateral de la casa y volvió a salir con el gran cuenco de cerámica desconchado y el rollo de pergamino con el dibujo de un pájaro, sujetándolos frente a nosotros mientras se le acercaba el hombre de la bayoneta. Le dio unas palmaditas en el hombro y le preguntó:

—¿Conoces a esta gente, Sol Callado?

El mudo dejó el cuenco en el suelo, cogió un trozo de leña, se puso de cuclillas y escribió en la arena una frase con unas letras enormes y deformadas: ES MI SUEGRA.

—Así que la señora de la casa ha regresado —dijo cálidamente el hombre que afeitaba al mudo.

—Somos el Quinto Escuadrón del Batallón para la Destrucción del Ferrocarril. Yo soy el jefe del escuadrón. Mi nombre es Wang. Por favor, acepte mis disculpas por ocupar su casa. Nuestro comisario político le ha puesto a su yerno un nuevo nombre: Sol Callado. Es un buen soldado, bravo, valiente, un modelo para todos nosotros. Nos iremos de su casa ahora mismo, señora. Viejo Lu, Pequeño Du, Gran Buey Zhao, Sol Callado, Pequeño Qin Séptimo, entrad y quitad vuestras cosas del kang para que la señora se pueda instalar en su casa.

Los soldados dejaron lo que estaban haciendo y se dirigieron al interior. Volvieron al cabo de unos minutos con sus colchones y sábanas. Tenían las piernas cubiertas por polainas, y llevaban zapatos de algodón con la suela almohadillada. Se habían colgado sus rifles de los hombros y las granadas se arracimaban alrededor de sus cuellos. Se alinearon en formación en el patio.

—Señora —le dijo a Madre el jefe del escuadrón—, ahora ya puede entrar. Mis hombres se quedarán aquí fuera mientras informo al comisario político.

El escuadrón de soldados, incluido el hombre que ahora se llamaba Sol Callado, se quedó quieto y de pie, prestando atención, como una hilera de pinos.

El jefe del escuadrón salió corriendo con el rifle en la mano y nosotros entramos en la casa, donde dos ollas de bambú y cañas estaban colocadas sobre la cocina, donde ardían unos troncos de madera que las calentaban lentamente. Sentimos el olor de los rollitos hervidos. El anciano cocinero le sonrió a Madre, como pidiéndole disculpas, mientras echaba más leña a la cocina.

—Le pido perdón por haber hecho cambios en su cocina sin haberle pedido permiso antes. —Entonces señaló a una profunda ranura que había bajo la cocina y le dijo—: Esa ranura es mejor que diez fuelles.

Las llamas estaban tan calientes que parecía que la base de la olla estaba casi a punto de derretirse. Lingdi, con las mejillas encendidas y sonrojadas, estaba sentada en el umbral de la puerta, con los ojos entrecerrados, mirando el vapor que salía de las fisuras de las ollas que formaba espirales, volando por encima de la cocina, hasta formar capas en el aire.

—¡Lingdi! —gritó Madre, por probar.

—¡Hermana, Tercera Hermana! —gritaron Quinta Hermana y Sexta Hermana.

Lingdi nos echó una mirada indiferente, como si fuéramos desconocidos o como si nunca nos hubiéramos marchado.

Madre nos llevó por todas las habitaciones, que estaban limpias y ordenadas, sintiéndose cada vez más rara. Iba como pisando huevos. Decidió volver a salir.

El mudo nos hizo un gesto desde donde estaba, en formación. El pequeño heredero de los Sima, demasiado pequeño para tener miedo, se acercó a tocar las prietas polainas de los soldados.

El jefe del escuadrón volvió con un hombre de mediana edad que llevaba gafas.

—Señora, este es el Comisario Jiang.

El Comisario Jiang era un hombre con la cara pálida y el bigote bien afeitado. Llevaba un ancho cinturón de cuero y guardaba una pluma estilográfica en el bolsillo de su camisa. Después de saludarnos educadamente, sacó un puñado de objetos de todos los colores de una pequeña bolsa de cuero que le colgaba de la cadera.

—Aquí tengo unas golosinas para sus pequeños —dijo, y se puso a repartir los caramelos equitativamente entre todos nosotros; incluso la bebita envuelta en el abrigo de piel de marta violeta recibió dos caramelos, que Madre aceptó en su nombre. Aquella fue la primera vez que saboreé un caramelo—. Señora —dijo el Comisario Jiang—, espero que usted acepte alojar a este escuadrón en las habitaciones laterales de su casa.

Madre asintió, medio paralizada.

Él tiró del puño de su camisa para mirar el reloj.

—Viejo Zhang —gritó—, ¿ya están listos esos rollitos hervidos?

—Casi a punto —contestó Viejo Zhang, asomándose al exterior rápidamente.

—Dales de comer a los niños primero —dijo el comisario—. Le diré al intendente que mande más raciones para los soldados.

Viejo Zhang prometió que lo haría.

Entonces el comisario le dijo a Madre:

—Señora, a nuestro comandante le gustaría conocerla. ¿Me acompaña?

Madre estaba a punto de darle la bebita a Quinta Hermana cuando el comisario le dijo:

—No, tráigala a ella también.

Seguimos al comisario —en realidad, Madre fue quien lo siguió; yo iba sobre su espalda y la bebita en sus brazos— hasta la calle, y fuimos tras él todo el camino hasta la puerta de la Casa Solariega de la Felicidad, donde dos centinelas armados nos saludaron juntando los talones, manteniendo el rifle en posición vertical en la mano izquierda y cruzando la mano derecha hasta tocar las brillantes bayonetas. Recorrimos pasillo tras pasillo hasta que llegamos a una gran sala, donde dos cuencos llenos de comida humeante esperaban sobre una mesa rectangular de color morado. En uno había faisán cocido y en el otro conejo cocido. También había una cesta con rollitos hervidos, tan blancos que eran casi azules. Un hombre con barba se acercó sonriendo.

—Bienvenidos —dijo—, bienvenidos.

—Señora —dijo el comisario—, este es el Comandante Lu.

—Por lo visto, tenemos el mismo apellido —dijo el comandante—. Fuimos miembros de una misma familia, hace mucho tiempo.

—¿De qué nos acusan, Comandante? —preguntó Madre.

El comandante se quedó momentáneamente sorprendido, pero después soltó una carcajada y dijo:

—¿De dónde ha sacado esa idea, señora? No le he pedido que venga porque haya hecho nada malo. Hace diez años, su yerno, Sha Yueliang, y yo éramos amigos íntimos, así que cuando me enteré de que usted había vuelto, ordené que trajeran comida y vino para darle la bienvenida.

—Ese no es mi yerno —dijo Madre.

—No hay ninguna necesidad de ocultarlo, señora —dijo el comisario—. ¿No es acaso la hija de Sha Yueliang esa que usted lleva en brazos?

—Esta es mi nieta.

—Primero comamos —dijo el Comandante Lu—. Usted debe estar muriéndose de hambre.

—Comandante —le dijo Madre—. Nos vamos a casa.

—No se apresure —dijo el Comandante Lu—. Sha Yueliang me envió una carta pidiéndome que cuidara a su hija. Él sabe lo dura que está siendo la vida para usted. ¡Pequeña Tang!

Una soldado espectacularmente guapa entró corriendo en la habitación.

—Coge al bebé de la señora para que ella pueda sentarse a comer.

La soldado se acercó a Madre, le sonrió y cogió a la bebita.

—Esta no es la hija de Sha Yueliang —insistió Madre—. Es mi nieta.

Volvimos a recorrer los mismos pasillos, cruzamos la misma calle y caminamos por los mismos callejones en el camino de vuelta a casa.

Durante los siguientes días, la joven y guapa soldado llamada Pequeña Tang se encargó de proporcionarnos comida y ropa. La comida incluía latas de galletas con forma de animales, leche en polvo en botellas de cristal y jarritas de miel. La ropa consistía en piezas de tela de seda y de satén, chaquetas almohadilladas y pantalones con bonitos adornos, e incluso una gorra con orejeras de piel de conejo.

—Todo esto —nos dijo—, son regalos para ella, de parte del Comandante Lu y del Comisario Jiang. —Señaló a la bebita, que estaba en brazos de Madre—. Por supuesto, el Pequeño Hermano también puede comerse la comida —añadió, señalándome a mí.

Madre le echó una mirada sin interés a la soldado, la Señorita Tang, que tenía unas mejillas rojas como manzanas y los ojos de color albaricoque.

—Llévese esas cosas, Señorita Tang. Son demasiado buenas para niños de familia pobre.

Entonces Madre me metió un pezón en la boca y metió el otro en la boca de la bebita Sha. Ella succionó llena de felicidad; yo succioné lleno de rabia. Me tocó la cabeza con la mano; yo le di una patada en el trasero, cosa que la hizo llorar. También escuché los suaves y ligeros sollozos de mi octava hermana, Shangguan Yunü, que tenía esa clase de llanto que hasta al Sol y a la Luna les gusta oír.

La Señorita Tang dijo que el Comisario Jiang le había puesto un nombre a la bebita.

—Es un intelectual, se ha graduado en la Universidad Chaoyang de Beiping, es escritor y pintor y habla inglés con fluidez. Zaohua, Flor del Dátil. ¿Qué le parece el nombre? Por favor, señora, mantenga en secreto sus sospechas. El Comandante Lu hace esto solamente porque es bueno de corazón. Si lo que quisiéramos fuera llevarnos a esta niña, sería tan fácil como chasquear los dedos.

La Señorita Tang se sacó del bolsillo un biberón de cristal y le colocó una tetina de goma. Después puso un poco de miel y la leche en polvo en un cazo —entonces detecté el olor de la mujer extranjera que se había llevado a Xiangdi, y supe que la leche en polvo provenía de una mujer extranjera—, añadió agua caliente, lo removió todo y lo vertió en la botella.

—No deje que su hijo y ella se peleen por su leche. La van a dejar seca, antes o después. Permítame que le dé un biberón —dijo, y cogió a Sha Zaohua.

Zaohua siguió con la boca aferrada al pezón de Madre, estirándolo como si fuera uno de los tirachinas de Hombre-Pájaro Han. Cuando al fin lo soltó, el pezón se retrajo lentamente, como una sanguijuela sobre la que se ha echado agua hirviendo, que tarda un cierto tiempo en volver a la normalidad. El dolor que yo sentí era por el pezón; el asco que sentí fue por Sha Zaohua. Pero para entonces esa pequeña y asquerosa diablesa estaba en brazos de la Señorita Tang, chupando frenética y alegremente esa imitación de leche que había en esa imitación de un pecho. Yo no la envidiaba en absoluto, ya que una vez más, los pechos de Madre eran solamente para mí. Había pasado mucho tiempo desde que yo había podido dormir tan bien. En mis sueños, yo succionaba hasta la embriaguez y el éxtasis. ¡El sueño estaba lleno del aroma de la leche!

Tenía una deuda de gratitud con la Señorita Tang. Cuando terminó de darle de comer a Zaohua, dejó el biberón en el suelo y abrió el abrigo de piel de marta violeta, haciendo que se expandiera el rancio olor a zorro que rodeaba a la bebita. Entonces me di cuenta de lo blanca que era la piel de Zaohua. Nunca se me habría ocurrido que alguien con la cara morena pudiera tener la piel del resto del cuerpo tan blanca. La Señorita Tang vistió a Zaohua con el abrigo almohadillado de satén y le puso la gorra de piel de conejo, transformándola en una bebita hermosa. Tiró a un lado el abrigo de piel de marta violeta, cogió a Zaohua en brazos y la levantó por el aire. Zaohua se reía, feliz, mientras la Señorita Tang la tenía agarrada.

Sentí que Madre se ponía tensa mientras se preparaba para quitarle a Zaohua. Pero la Señorita Tang se le acercó y se la devolvió.

—Esta bebita haría muy feliz al Comandante Sha, tía —le dijo.

—¿Al Comandante Sha?

—¿Es que no lo sabe? Su yerno es el comandante de la guarnición de la Ciudad de Bohai —le dijo la Señorita Tang—, donde tiene una dotación de más de trescientos hombres, y su propio Jeep americano.

La Señorita Tang sacó un peine de plástico rojo y peinó a Quinta Hermana y Sexta Hermana. Mientras le peinaba el pelo a Sexta Hermana, Quinta Hermana se quedó a su lado, mirándola, y su mirada era como un peine que iba desde la cabeza de la Señorita Tang hasta sus pies, y después volvía a subir a la cabeza. Más tarde, cuando la Señorita Tang la estaba peinando a ella, a Quinta Hermana se le puso la piel de gallina en la cara y en el cuello. Cuando terminó de peinar a las dos chicas, la Señorita Tang se marchó.

—Madre —dijo Quinta Hermana—. Yo quiero ser soldado.

Dos días después, Pandi llevaba un uniforme gris del ejército. Su principal ocupación era ayudar a la Señorita Tang a cambiar a Sha Zaohua y a darle de comer.

Nuestras vidas dieron entonces un giro a mejor. Como decía una canción de esa época:

Pequeña niña, pequeña niña, se acabaron tus preocupaciones,

si no puedes encontrar a un jovenzuelo, prueba con un viejo.

Mientras sigues a tus camaradas en el camino,

calabazas y cerdo estofado te esperan al sol,

y, todavía en el cazo, un rollito caliente y humeante…

Hubo bastantes calabacitas deliciosas y cerdo estofado y, desde luego, rollitos calientes y humeantes. Pero los nabos y el pescado en salazón mantuvieron su frecuente presencia en nuestra mesa, así como el pan de maíz.

—El ajo nunca se estropea, aunque haya sequía, y los soldados nunca mueren de hambre —dijo Madre soltando un suspiro—. El ejército se ha convertido en nuestro benefactor. Si hubiera sabido que iba a suceder esto, no habría vendido a mis hijas. Xiangdi, Qiudi, mis pobrecitas niñas…

Durante esa época, la calidad y la cantidad de la leche de Madre fueron tan altas como en su mejor momento. Yo al fin salí de la pequeña bolsa que había sido mi hogar y pude dar unos veinte pasos, y después cincuenta, y después cien. Y, finalmente, ya no tuve que gatear más. Mi lengua, también, empezó una nueva vida: aprendí a decir tacos como el que más. Cuando el mudo de la familia Sol me apretó el pito, lo insulté muy enfadado:

—¡Que te jodan!

Sexta Hermana se apuntó a unas clases de literatura que daban en la iglesia. Cuando barrieron las deposiciones de los burros que una vez habían estado alojados ahí, arreglaron los bancos y los volvieron a colocar en su lugar. Los ángeles alados habían desaparecido; tal vez se hubieran ido volando. El Cristo de madera de azufaifo también había desaparecido; tal vez se hubiera ido al Cielo, o tal vez alguien lo hubiera robado y llevado a casa para convertirlo en leña. En una pared había colgada una pizarra con una fila de grandes caracteres blancos. La angelical Señorita Tang dio unos golpecitos en la pizarra con su puntero.

Combatid a Japón. Combatid a Japón. Las mujeres daban el pecho a los niños o remendaban la ropa, y el hilo de cáñamo silbaba mientras ellas repetían lo que decía la Camarada Tang: Combatid a Japón. Combatid a Japón.

Yo deambulaba entre las mujeres, y me quedaba ensimismado en presencia de todos aquellos pechos. Quinta Hermana subió al escenario de un salto y se dirigió a las mujeres que estaban sentadas por debajo de ella:

—Las masas son el agua, nuestros soldados hermanos son los peces, ¿de acuerdo? ¡De acuerdo! ¿Qué es lo que más temen los peces? ¿Qué es lo que temen? ¿Temen a los anzuelos? ¿Temen a las águilas pescadoras? ¿A las serpientes de agua? ¡No, lo que más temen son las redes! ¡Sí, eso es lo que más temen, las redes! ¿Qué es lo que tenéis en la parte de atrás de la cabeza? Eso es, rodetes. ¿Y qué es lo que hay cubriendo esos rodetes? Redes. —De pronto, las mujeres comprendieron, y empezaron a cuchichear, a susurrar, sonrojándose un instante, empalideciendo al instante siguiente—. Cortad vuestros rodetes y quitaos esas redes. Proteged al Comandante Lu y al Comisario Jiang, y proteged a su batallón de demoliciones. ¿Quién será la primera en hacerlo?

Pandi levantó unas tijeras por encima de su cabeza y se puso a abrirlas y cerrarlas, como si cortara el aire, convirtiéndolas en un cocodrilo hambriento. La Señorita Tang dijo:

—Pensad, todas las mujeres que estáis sufriendo, tías, abuelas y hermanas, que nosotras, las mujeres, hemos estado oprimidas durante tres mil años. Pero ahora podemos ir con la cabeza bien alta. Hu Qinlian, cuéntanos: ¿el borracho de tu marido, Nie Media Botella, todavía se atreve a pegarte?

La joven interpelada, asustada, se levantó con un bebé entre los brazos, paseó su mirada por las heroicas figuras de las soldados Tang y Shangguan, y agachó la cabeza rápidamente.

—No —dijo.

La soldado Tang dio una palmada.

—¿Habéis oído? Mujeres, ni siquiera Nie Media Botella se atreve ya a pegar a su esposa. Nuestra Sociedad para Proteger a las Mujeres es un hogar para las mujeres, un lugar dedicado a arreglar los males cometidos contra las mujeres. Mujeres, ¿de dónde ha salido esta nueva vida de igualdad y felicidad? ¿Ha caído del cielo? ¿Ha surgido de la tierra? No. En realidad procede de una única fuente: la llegada del batallón de demoliciones. En la ciudad de Dalan, en el Concejo de Gaomi del Noreste, hemos construido una base, sólida como una roca, en una zona que está fuera del alcance de las tropas enemigas. Somos autosuficientes, estamos preparados para luchar, y vamos a mejorar la vida de la gente, especialmente la de las mujeres. No más feudalismo, no más supersticiones; tenemos que cortar las redes, y hacerlo no sólo por el batallón de demoliciones sino por nosotras mismas. ¡Mujeres, cortad vuestros rodetes, quitaos las redes y hagámonos todas peinados tipo paje!

—¡Madre, tú primero! —dijo Pandi, y se acercó a Madre abriendo y cerrando las tijeras.

—Sí, la cabeza de la familia Shangguan debería cortarse el pelo a lo paje —dijeron al unísono unas cuantas mujeres—. Nosotras la seguiremos.

—Madre, si lo haces tú primero, harás que tu hija se sienta muy orgullosa —dijo Quinta Hermana.

Madre se sonrojó de inmediato. Se inclinó y dijo:

—Adelante, Pandi, córtalo. Si pudiera ayudar al batallón de demoliciones, me cortaría dos dedos sin pensarlo ni un segundo.

La soldado Tang empezó a aplaudir y todas las mujeres la siguieron.

Quinta Hermana le soltó a Madre su negro cabello, que cayó cuello abajo como si fuera una catarata o una glicina. La expresión en la cara de Madre reflejó la que tenía en la suya la figura casi desnuda de la Madre Sagrada, María, en la pared. Sombría, preocupada, tranquila y sumisa, pero en cualquier caso anhelando sacrificarse. La iglesia donde me habían bautizado todavía olía a antiguas deposiciones de burro pisoteadas. Los recuerdos del Pastor Malory haciendo el ritual para mí y para Octava Hermana flotaban por encima de la gran pila de madera. La Madre Sagrada nunca se tapaba los pechos, pero los de mi madre estaban muy ocultos tras una cortina.

—Adelante, Pandi, córtalo. ¿Qué es lo que estás esperando? —dijo Madre.

Así que las tijeras de Pandi se abrieron ampliamente y empezaron a morder. Clic, clic. El pelo de Madre cayó al suelo. Ella levantó la cabeza. Ahora tenía un peinado tipo paje; el pelo apenas le llegaba a los lóbulos de las orejas y dejaba a la vista su gracioso cuello. Liberada de su pesada carga, su cabeza ahora parecía joven y vivaz. Ya no tenía ese aspecto como si estuviera sedada, sino una pinta un tanto traviesa. Sus movimientos eran ágiles, como los del hada-pájaro. Tenía la cara de color rojo brillante. La soldado Tang se sacó un pequeño espejo ovalado del bolsillo y lo sostuvo en el aire para que Madre pudiera mirarse. Avergonzada, trató de esconder la cabeza echándola a un lado. Lo mismo hizo la imagen del espejo. Observando tímidamente al paje que la contemplaba, con la cabeza varias tallas más pequeña que antes, miró rápidamente en otra dirección.

—¿No estás guapa? —le preguntó la Soldado Tang.

—Estoy espantosa… —dijo Madre, en voz muy baja.

—Ahora que la Tía Shangguan tiene un corte de pelo estilo paje, ¿a qué estáis esperando todas las demás? —preguntó la Soldado Tang en voz alta.

«Córtalo. Vamos, córtamelo. Cada vez que cambian las dinastías, los cortes de pelo cambian. Córtamelo a mí. Es mi turno». Clic, clic. Grititos de sorpresa, suspiros de arrepentimiento. Yo me agaché para recoger un rizo. El pelo estaba tirado por todo el suelo: negro, marrón oscuro, grueso, fino. El pelo más grueso era negro y áspero. El más fino era suave y marrón oscuro. El de mi madre era el mejor. De él se podía sacar aceite retorciéndolo por las puntas.

Esa fue una época feliz, mucho más llena de vida que aquella otra en la que Sima Ku hizo añicos el puente. Los miembros del batallón de demoliciones tenían un amplio abanico de talentos: algunos cantaban, otros bailaban, y otros incluso tocaban instrumentos de música, desde la flauta hasta el laúd, pasando por el arpa. Los frágiles muros de la ciudad estaban cubiertos de pintadas escritas con cal. Cada amanecer, cuando salía el sol, cuatro jóvenes soldados se subían a lo alto de la torre de vigilancia donde solía estar Sima y ensayaban con el bugle. Al principio, sonaba como si estuvieran llamando al ganado, pero antes de que pasara mucho tiempo ya se parecía más a los chillidos de los cachorritos de perro. Al final, en cualquier caso, las notas subían y bajaban, retorciéndose hacia aquí y hacia allá, altas y bajas, y el resultado era una música que agradaba al oído. Los jóvenes soldados sacaban pecho, estaban ahí de pie manteniendo la cabeza bien alta y el cuello un tanto rígido, con los mofletes inflados tras los bugles de color oro adornados con borlas rojas. De los cuatro instrumentistas, el más guapo se llamaba Ma Tong. Tenía una boca muy delicada, hoyuelos en las mejillas y unas orejas grandes y protuberantes. Era alegre, estaba lleno de energía y siempre andaba haciendo algo. Su boca era dulce como la miel. Tenía una gran influencia sobre más de veinte mujeres de la aldea, sus madres adoptivas. Cada vez que lo veían, sus pechos temblaban, y sentían un fuerte deseo de meterle un pezón en la boca. En una ocasión, Ma Tong vino a nuestra casa para transmitirle alguna orden al jefe del escuadrón. Cuando llegó, yo estaba sentado en cuclillas debajo del granado, dedicado a mirar cómo las hormigas subían por el tronco. Sintiendo curiosidad por lo que yo estaba haciendo, se puso de cuclillas él también y empezó a mirar conmigo. Lo que se veía lo atrapó aún más que a mí, y demostró ser mucho más habilidoso que yo a la hora de matar hormigas. Incluso me enseñó a mearlas encima. Unas orgullosas flores de granado formaban un toldito por encima de nuestras cabezas. Estábamos en el cuarto mes lunar. Hacía bastante calor, el cielo estaba azul y las nubes eran blancas. Bandadas de golondrinas se mecían en las perezosas corrientes del viento del Sur.

Madre hizo una predicción: un hombre que en su juventud es tan guapo y vital como Ma Tong no está destinado a llegar a la madurez. Dios ya le ha concedido demasiado, ya ha bebido todo lo que ha querido del pozo de la vida, y no puede esperar llegar a viejo y tener muchos hijos y nietos. Su predicción se cumplió: una noche estrellada, los gritos de un joven rompieron el silencio. Comandante Lu, Comisario Jiang, perdónenme, se lo ruego, sólo por esta vez… Soy el único heredero de mi familia, el único nieto de mis abuelos, el único hijo de mis padres. Si me matan, será el final de nuestro linaje. Madre Sol, Madre Li, Madre Cui, todas vosotras, madres adoptivas, venid a rescatarme… Madre Cui, tú que tienes una relación especial con el Comandante Lu, sálvame, por favor… Los lastimeros gritos de Ma Tong se fueron alejando de la aldea, hasta que un único y seco disparo trajo un silencio mortal. El joven buglista con aspecto angelical ya no existía. Ninguna de sus madres adoptivas pudo salvarlo. Su delito había sido robar balas para venderlas.

Al día siguiente, en la calle apareció un ataúd rojo. Un escuadrón de soldados lo colocó sobre un carro tirado por caballos. Estaba hecho de madera de ciprés de diez centímetros de grosor, sobre la que se habían dado nueve manos de barniz, y cubierto con nueve capas de tela. Podría estar diez años sumergido en agua sin que le entrara ni una gota. Las balas tampoco hubieran podido atravesar este ataúd, destinado a conservarse bajo tierra durante mil años. Era tan pesado que hicieron falta más de doce soldados para levantarlo cuando el jefe del escuadrón dio la orden.

Una vez el ataúd estuvo montado en el carro, la tensión que reinaba entre las tropas se hizo palpable. Los soldados se movían de un lado para otro, dando vueltas, con una expresión de nerviosismo en el rostro. Entonces apareció un anciano con una barba blanca montado en un burro, que se acercó y desmontó al lado del carro. Dio unos golpes en el ataúd y comenzó a lamentarse. Tenía la cara bañada en lágrimas, y algunas de ellas goteaban desde la punta de su barba. Era el abuelo de Ma Tong, un hombre muy culto que en otro tiempo había sido oficial de la dinastía Manchú. El Comandante Lu y el Comisario Jiang aparecieron y se quedaron junto al anciano sin saber muy bien qué hacer. Cuando hubo llorado todo lo que podía llorar, se dio la vuelta y observó a Lu y a Jiang.

—Anciano Señor Ma —dijo Jiang—, usted ha leído muchos libros y tiene un buen criterio sobre lo que es el bien y sobre lo que es el mal. Hemos castigado a Ma Tong con la más profunda pesadumbre.

—Con la más profunda pesadumbre —repitió Lu.

El anciano le escupió a Lu en la cara.

—Aquel que roba anzuelos es un ladrón. Pero el que roba una nación es un noble. Combatid contra Japón, decís, combatid contra Japón, ¡pero sólo os dedicáis al libertinaje y a la corrupción!

Con una voz sombría, el Comisario Jiang le dijo:

—Señor, nosotros somos una unidad antijaponesa que de verdad siente orgullo por su estricta disciplina militar. Puede que haya soldados que se dediquen al libertinaje y a la corrupción, pero nosotros no.

El anciano dio unos pasos alrededor del Comisario Jiang y del Comandante Lu, soltó una fuerte risotada y se alejó, seguido por su burro, que iba con la cabeza gacha. El carro que transportaba el ataúd se fue tras el burro. Los gritos que el carretero le daba a su caballo eran como el apagado canto de las cigarras.

El incidente de Ma Tong sacudió las bases del batallón de demoliciones, e hizo que desapareciera la falsa sensación de seguridad y alegría que había generado. El tiro que acabó con la vida de Ma Tong nos vino a decir que en tiempos de guerra, la vida humana no vale más que la vida de una hormiga. El incidente de Ma Tong, que, superficialmente, pareció ser una victoria de la disciplina y la justicia militares, tuvo un efecto particularmente negativo sobre algunos miembros del batallón de demoliciones. Durante los siguientes días hubo una racha de borracheras y peleas. Los del escuadrón que se habían instalado en nuestra casa empezaron a mostrar diversos signos de satisfacción. El jefe del escuadrón, Wang, dijo públicamente:

—¡Ma Tong fue un chivo expiatorio! ¿Qué cantidad de munición puede haber vendido un chico como él? Su abuelo era un alto oficial, y su familia posee miles de acres de ricas tierras de cultivo, y un montón de burros y caballos. Él no necesitaba ese dinerillo. Tal como yo lo veo, ese joven murió en manos de esas disolutas madres adoptivas que tenía. No es de extrañar que el anciano dijera: «Combatid contra Japón, decís, combatid a Japón, ¡pero sólo os dedicáis al libertinaje y a la corrupción!».

El jefe del escuadrón aireó sus protestas por la mañana. Esa misma tarde, el Comisario Jiang se presentó en nuestra casa con dos guardias militares.

—Wang Mugen —dijo Jiang, muy serio—, acompáñame al cuartel general del batallón.

Wang escrutó a sus tropas.

—¿Quién de vosotros, hijos de perra, ha sido el que me ha traicionado?

Los hombres intercambiaron miradas nerviosas, y sus rostros se volvieron de un color gris pálido. Todos salvo el mudo, Sol Callado, que dejó salir una risa gutural de las profundidades de su garganta, se acercó caminando hasta donde estaba el comisario y, haciendo un amplio abanico de gestos con ambas manos, contó cómo Sha Yueliang le había robado la esposa. El comisario dijo:

—Sol Callado, eres el nuevo jefe del escuadrón.

Sol Callado levantó la cabeza y miró fijamente al comisario, quien le cogió la mano, se sacó una pluma estilográfica del bolsillo y le escribió algo en la palma a Sol. Sol dio la vuelta a la mano y estudió lo que decía. Después, agitó los brazos muy excitado, mientras en sus ojos marrones relampagueaba la luz. Con una despectiva carcajada, Wang Mugen dijo:

—A este ritmo, el mudo no tardará mucho en empezar a hablar. —El comisario les hizo una señal a los guardias, que se situaron a ambos lados de Wang Mugen—. Cuando has acabado con la piedra del molino —gritó Wang—, matas al burro y te lo comes. Ya se te ha olvidado que yo hice volar el tren blindado.

Ignorando sus gritos, el comisario se acercó al mudo y le dio unas palmaditas en el hombro. Encantado al recibir este trato, Sol sacó pecho y saludó, mientras llegaba el sonido de los gritos de Wang Mugen, que se alejaba por el camino:

—¡Hacerme enfadar es lo mismo que poner una mina debajo de tu cama!

Lo primero que hizo el mudo tras ser ascendido a jefe del escuadrón fue exigir que mi madre le entregara a su mujer. En ese momento, ella se encontraba junto a la piedra del molino tras la cual se había escondido Sima Ku cuando lo hirieron, moliendo azufre para el batallón de demoliciones. A unos cien metros de allí, Pandi estaba enseñándoles a las mujeres cómo golpear la chatarra con los martillos. Y unos cien metros más allá de Pandi, un ingeniero del batallón de demoliciones estaba trabajando con unos aprendices en un gran fuelle que tenía que ser manejado entre cuatro hombres, enviando ráfagas de aire hacia el interior del horno. Enterrados en la arena, bajo sus pies, había moldes para hacer minas. Madre tenía la boca cubierta con un pañuelo y se dedicaba a hacer que el burro girara alrededor de la piedra del molino. El olor a azufre hacía que se le llenaran los ojos de lágrimas y que el burro no parara de estornudar. El hijo de Sima Ku y yo estábamos protegidos detrás de unos árboles, bajo la atenta vigilancia de Niandi, por órdenes de Madre, que no quería que estuviéramos cerca de la piedra del molino. El mudo, con un rifle Hanyang colgado cruzándole la espalda, andaba pavoneándose por los alrededores de la piedra del molino, haciendo molinetes con una espada de Burma que había pasado de mano en mano en su familia durante generaciones. Vimos cómo se interponía en el camino del burro, levantaba la espada hacia donde estaba Madre y la giraba por encima de su cabeza, haciéndola cantar en el aire. Madre estaba detrás del burro, con una escoba casi sin cerdas en la mano. Tenía los ojos totalmente clavados en él. Él le enseñó la palma de la mano y se rio. Ella asintió, como dándole la enhorabuena. Entonces se dibujaron un montón de expresiones diversas en la cara del mudo. Madre sacudió la cabeza, una y otra y otra vez, como para negarle lo que fuera que él quería. Al final, el mudo levantó el brazo en el aire y dejó caer el puño con fuerza sobre la cabeza del burro. Las piernas delanteras del animal se doblaron y cayó contra la piedra del molino.

—¡Serás bastardo! —gritó Madre—. ¡Eres un bastardo dejado de la mano de Dios!

Una sonrisa maligna cruzó el rostro del mudo, que se dio media vuelta y se fue pavoneándose, del mismo modo que había llegado.

Al otro lado, la puerta del horno de fundir se abrió con un largo gancho y un metal fundido de color blanco incandescente se vertió desde el crisol, produciendo unas hermosas chispas mientras una parte se derramaba al suelo. Madre logró que el burro volviera a ponerse en pie tirándole de las orejas, y después se acercó caminando lentamente hasta donde yo estaba jugando. Entonces se quitó el pañuelo amarillento que le cubría la boca, se levantó la blusa y me metió en la boca un pezón ahumado con sabor a azufre. Yo estaba considerando muy en serio la posibilidad de escupir esa cosa maloliente y picante cuando Madre me empujó súbitamente, casi arrancándome mis dos dientes de leche. Seguramente tenía los pezones irritados, pero supongo que no tuvo tiempo para preocuparse por eso. Salió corriendo hacia la casa, con el pañuelo ondeando al viento. Yo me imaginaba vividamente esos pezones que hedían a azufre frotándose contra la áspera tela de su blusa, y el líquido venenoso empapándole la ropa. Parecía irradiar electricidad cuando corría. Estaba experimentando una emoción muy peculiar; si se trataba de alegría, era, sin ninguna clase de duda, una alegría muy dolorosa. ¿Por qué había salido corriendo de esa manera? No tuvimos que esperar mucho tiempo antes de obtener respuesta.

—¡Lingdi! ¡Mi Lingdi! ¿Dónde estás? —gritó Madre, yendo desde las dependencias principales hasta la habitación lateral.

Shangguan Lü se arrastró desde la habitación del frente de la casa, apoyando el vientre en el sendero que comenzaba en la puerta, y levantó la cabeza como si fuera una gigantesca rana. Los soldados habían ocupado su habitación, la del ala Oeste, donde cinco de ellos yacían sobre la piedra del molino, con la cabeza orientada hacia el centro, mientras estudiaban un libro atado con hilos. Levantaron la vista y se alarmaron al darse cuenta de nuestra llegada. Sus rifles estaban alineados contra la pared y había minas colgando de las vigas, negras, redondas y aceitosas, como huevos de araña pero muchísimo más grandes.

—¿Dónde está el mudo? —preguntó Madre.

Los soldados sacudieron la cabeza. Madre se dio la vuelta y se dirigió a toda prisa al ala oeste. El rollo de pergamino del hada-pájaro estaba tirado de cualquier manera sobre una mesa a la que le faltaban las patas, sobre la que descansaban un trozo mordisqueado de pan de maíz y una cebolla verde. El cuenco de cerámica desconchado, que también estaba sobre la mesa, estaba lleno de unos huesos blancos, que quizá eran de un pájaro o quizá de algún otro pequeño animal. El rifle del mudo estaba apoyado contra la pared, y sus granadas colgaban de una viga.

Nos quedamos en el patio, de pie, llenando el aire de gritos desesperanzados. Los soldados salieron de la casa corriendo, con ganas de saber qué había pasado. Justo en ese momento el mudo salió arrastrándose del sótano de los nabos. Tenía la ropa cubierta de tierra amarilla y manchas blancas de moho. Su mirada denotaba cansancio y satisfacción.

—¡Qué tonta he sido! —rugió Madre, golpeando el suelo con un pie.

Al final del sendero, en el extremo del patio, bajo una pila de hierba seca, el mudo había violado a mi tercera hermana, Lingdi.

La llevamos arrastrándola desde donde yacía hasta el interior de la casa, y la acostamos sobre el kang. Madre lloró todo el tiempo mientras empapaba su pañuelo sulfuroso en agua y limpiaba a Lingdi meticulosamente, de la cabeza a los pies. Sus lágrimas caían sobre el cuerpo de Lingdi y sobre su propio pecho, donde todavía se podían apreciar marcas de dientes. Curiosamente, Lingdi sonreía. Una luz embrujadora refulgía en su mirada.

En cuanto se enteró de la noticia, Quinta Hermana volvió a casa corriendo y se puso a observar a Tercera Hermana. Sin decir ni una palabra, salió afuera corriendo, se sacó una granada del cinturón, tiró de la anilla y la lanzó al ala este. Pero no hubo ninguna explosión; era defectuosa.

El mudo debía ser ejecutado exactamente en el mismo sitio donde le habían disparado a Ma Tong: un terreno cenagoso y maloliente en el extremo sur de la localidad, lleno de maleza podrida por el centro y rodeado de montones de basura. El mudo, atado de pies y manos, fue llevado a rastras hasta el límite de la ciénaga. Le pusieron frente a un pelotón de fusilamiento de una docena de hombres, más o menos. Después de soltar un emocionante discurso destinado a la edificación de los civiles que se habían congregado para mirar, el Comisario Jiang ordenó a los soldados que montaran sus armas. Preparados, dijo el comisario, apunten… Shangguan Lingdi, toda de blanco, apareció flotando por encima de ellos antes de que las balas pudieran salir de los cargadores. Parecía que caminaba por el aire, como una verdadera hada. ¡Es el hada-pájaro!, gritó alguien. Los recuerdos de la legendaria historia y de los milagros del hada-pájaro acudieron a la mente de todos los presentes. Todo el mundo se olvidó de inmediato del mudo. El hada-pájaro nunca había estado tan bella. Bailaba enfrente de la multitud, como una cigüeña que desfilara a través de los pantanos. Su rostro era una paleta de brillantes colores: lotos rojos, lotos blancos. Su figura estaba en perfecta armonía, y sus labios entreabiertos eran absolutamente encantadores. Se acercó bailando hasta donde estaba el mudo, se detuvo frente a él y levantó la cabeza para mirarlo a la cara. Él respondió con una sonrisa tonta. Ella estiró un brazo y le acarició la pelusilla que tenía en la cabeza y le dio un pellizco en la nariz, que se parecía a un ajo. Al final, para sorpresa de todo el mundo, bajó la mano y agarró la cosa que tenía entre las piernas, que era lo que había originado todo aquel lío. Entonces se giró hasta quedar frente a los que la estaban mirando y soltó unas risitas. Las mujeres miraron hacia otro lado. Los hombres se quedaron mirando fija y estúpidamente, con una mueca de lascivia en el rostro.

El comisario tosió y dijo, de un modo tenso y antinatural:

—Quitadla de en medio y continuad con la ejecución.

El mudo levantó la cabeza y dejó escapar una serie de extraños gruñidos, tal vez para dejar claro que se oponía.

La mano del hada-pájaro seguía acariciando esa cosa ahí abajo, y sus labios carnosos habían adoptado una expresión codiciosa pero al mismo tiempo natural y saludable de puro deseo. Nadie había hecho caso a la orden del comisario.

—Jovencita —preguntó el comisario en voz alta—, ¿fue una violación o fue algo consentido?

El hada-pájaro no le contestó.

—¿Te gusta? —le preguntó el comisario.

Nuevamente el hada-pájaro no le contestó.

El comisario se metió entre la multitud y se puso a buscar a Madre.

—Tía —le dijo, y era evidente que se sentía avergonzado—, en tu opinión… tal como yo lo veo, quizá deberíamos permitir que se conviertan en marido y mujer… Sol Callado hizo algo malo… pero no tan malo como para tener que pagarlo con su vida…

Sin decir ni una palabra, Madre se dio la vuelta y emprendió el regreso atravesando la multitud. Caminaba como si llevara una tabla de piedra sobre sus espaldas. La gente la siguió con la mirada hasta que oyeron unos lamentos brotar de su garganta. Entonces no pudieron seguir mirándola.

—Desatadlo —ordenó el comisario sin convencimiento antes de dar media vuelta y abandonar el lugar.