VI

Cuando volvíamos a casa, tras haber comido las gachas del duodécimo mes, nuestra sensación de hambre era más fuerte que nunca. Nadie había tenido suficiente energía como para enterrar a los cadáveres que se alineaban junto al sendero que atravesaba la selva; nadie podía reunir ni siquiera la energía necesaria para acercarse a echarles un vistazo. La única excepción era el cuerpo de Tercer Maestro Fan. En el momento álgido de la crisis, un hombre del que la gente normalmente se mantenía a distancia se había quitado la chaqueta de piel de cabra, la había convertido en una antorcha y, con su luz y sus gritos, nos había devuelto el sentido común. Esa clase de amabilidad, el don de la vida, nunca se puede olvidar. Por eso, siguiendo a Madre, la gente arrastró el cuerpo del anciano, que parecía un palo, a un lado de la carretera para cubrirlo de tierra.

Cuando llegamos a casa, lo primero que vimos fue al hada-pájaro dando vueltas por el jardín, de un lado para otro, sujetando algo envuelto en un abrigo de marta violeta entre los brazos. Madre tuvo que apoyarse en el quicio de la puerta para evitar caer al suelo. Tercera Hermana se le acercó y le entregó el bulto.

—¿Qué es esto? —preguntó Madre.

Con una voz casi totalmente humana, Tercera Hermana dijo:

—Un bebé.

—¿De quién es? —le preguntó Madre, aunque a mí me parece que ya lo sabía.

—¿De quién crees? —le dijo Tercera Hermana.

Evidentemente, el abrigo de piel de marta violeta de Laidi sólo podía emplearse para envolver al bebé de Laidi.

Era una niña, tan morena como un trozo de carbón, con los ojos negros como los de un gallo de pelea, labios finos y unas orejas grandes y pálidas que, en su rostro, parecían fuera de lugar. Estas características demostraban con suficiente contundencia cuáles eran sus orígenes: era la primera sobrina de la familia Shangguan, y nos la habían brindado Hermana Mayor y Sha Yueliang.

El disgusto de Madre estaba escrito claramente en su cara; ante eso, el bebé respondió con una sonrisa de gatita. A punto de desmayarse de rabia, Madre se olvidó por completo de todo el asunto de los poderes místicos del hada-pájaro y le dio a Tercera Hermana una patada en la pierna.

Dando un alarido de dolor, Tercera Hermana pegó unos saltitos, a punto de perder el equilibrio, y cuando volvió la cabeza fue evidente que en su rostro había una mirada de pájaro enfurecido. La boca se le había endurecido y apuntaba hacia arriba, lista para picar a alguien. Levantó los brazos, como si estuviera a punto de echarse a volar. Sin preocuparse por si era un pájaro o un ser humano, Madre juró:

—Maldita seas, ¿quién te dijo que aceptaras su bebé? —La cabeza de Tercera Hermana se movía con rapidez de un lado a otro, como si estuviera comiendo insectos subida en un árbol—. ¡Laidi, eres una guarrilla sin ninguna vergüenza! —juró Madre—. ¡Sha Yueliang, eres un rufián sin corazón y un bandido! Lo único que sabes es hacer un bebé, pero no eres capaz de cuidarlo. Te crees que me lo puedes mandar a mí y que todo saldrá bien, ¿verdad? ¡Bueno, pues despierta de una vez! Voy a sumergir a tu pequeña bastarda en el río para que sirva de alimento para las tortugas, o la tiraré en medio de la calle para que se la coman los perros, o al pantano para que se la coman los cuervos. ¡Espera y ya verás!

Madre cogió al bebé y se lanzó a recorrer todas las calles, arriba y abajo, repitiendo sus amenazas de usarlo de alimento para las tortugas, los perros y los cuervos. Cuando llegó a la orilla del río, se dio la vuelta y volvió corriendo a la calle, y después se dio la vuelta otra vez y volvió corriendo al río. Poco a poco, el ritmo de sus pasos se fue haciendo más lento y el tono de su voz más suave, como un tractor al que se le está acabando el combustible. Finalmente, se dejó caer en el mismo lugar donde había muerto el Pastor Malory, miró hacia arriba, a la ruinosa torre del campanario, y murmuró:

—Algunos han muerto y otros han huido, dejándome sola. ¿Cómo voy a sobrevivir y darles de comer a tantos pollitos hambrientos? Dios Amado, Señor del Cielo, ¿por qué no me dices algo? ¿Cómo voy a sobrevivir?

Yo empecé a llorar, derramando mis lágrimas sobre el cuello de Madre. Después, la bebita empezó a llorar, y sus lágrimas se le metieron hasta dentro de las orejas.

—Jintong —dijo Madre tiernamente—, mi orgullo y mi alegría, por favor, no llores. —Después dedicó su ternura a la bebita—: Y tú, pobre niña, tú no deberías haber venido. La abuela no tiene suficiente leche ni siquiera para tu pequeño tío. Si tratara de darte de comer a ti también, los dos os moriríais de hambre. No es que no tenga corazón, es que no puedo hacer nada…

Madre acostó a la bebita, que seguía envuelta en el abrigo de marta violeta, en las escaleras que había frente a la puerta de la iglesia, y después se dio media vuelta y empezó a correr hacia casa como si su vida estuviera en juego, pero no había dado más de diez pasos cuando sus piernas dejaron de moverse. La bebita estaba chillando como un cerdo en el matadero, y esos gritos eran una cuerda invisible que había hecho que Madre se detuviera.

Tres días más tarde, siendo ya una familia de nueve miembros, estábamos en el mercado de la capital del condado, en la sección de comercio con seres humanos. Madre me llevaba en la espalda, y el pequeño bastardo de Sha Yueliang iba en sus brazos. Cuarta Hermana llevaba al pequeño mocoso de Sima. De Octava Hermana se encargaba Quinta Hermana, y Sexta Hermana y Séptima Hermana iban caminando solas.

Tras rebuscar un rato en el basurero de la ciudad, encontramos unas verduras podridas para comer, y después, armados de valor, nos dirigimos a la sección de comercio con seres humanos, donde Madre les colgó unas etiquetas de paja a mis hermanas quinta, sexta y séptima del cuello, y después esperó a que llegara un comprador.

Una fila de sencillas cabañas de madera con paredes blancas y feas se desplegaba ante nosotros. Las chimeneas de hojalata que se levantaban por encima de las paredes vomitaban un humo negro en el aire, que las corrientes de viento traían hasta donde estábamos nosotros, cambiando de forma por el camino. De vez en cuando unas prostitutas, con el pelo revuelto y caído en línea recta hacia abajo, con unos amplios escotes, los labios pintados de un rojo brillante y los ojos somnolientos, salían de las cabañas, algunas llevando palanganas y otras cubos. Se dirigían a un pozo cercano en busca de agua. De la boca del pozo salía vapor. Cuando tiraban de la polea con sus manos blancas y poco habituadas a trabajar, la cuerda hacía un sonido vibrante y nasal. En el momento en el que el cubo, demasiado grande, aparecía en la boca del pozo, empujaban con un pie para poder fijar un anillo en su gancho, inmovilizar el cubo y arrastrarlo delicadamente hasta el borde, donde se había formado una fina capa de hielo, con unas burbujitas redondas que parecían rollitos hechos al vapor, o pezones. Las chicas volvían corriendo a sus cabañas con el agua, volvían corriendo a buscar más, y sus zuecos de madera golpeaban ruidosamente el suelo mientras sus pechos helados y parcialmente expuestos emanaban un olor semejante al del azufre. Intenté mirar por encima del hombro de Madre, pero lo único que conseguí ver fueron sus pechos en danza, como flores de opio o valles de mariposas.

Estábamos en una calle ancha, frente a una pared muy alta que lograba detener el viento del Noroeste y nos proporcionaba un poco de calor. A ambos lados había más gente como nosotros protegiéndose, gente raquítica y con aspecto de tener ictericia, temblando, pasando hambre y frío. Hombres y mujeres. Madres e hijos. Los hombres estaban bien entrados en años y tenían tantas arrugas como la madera cuando se pudre. Aquellos que no estaban ciegos —y muchos de ellos lo estaban— tenían los ojos rojos, hinchados y supurantes. En el suelo, a su lado, había un niño de pie o acurrucado. Chicos y chicas. En realidad, era imposible distinguir los chicos de las chicas, ya que todos tenían pinta de haber salido de una de las chimeneas que había al otro lado de la calle. Hollín humano. Todos tenían etiquetas pegadas al cuello, la mayoría de ellas hechas con cañas de arroz; aún se veían las hojas secas y amarillentas. No se podía evitar pensar en el otoño, en caballos y en la reconfortante fragancia y en los alegres sonidos que emitían al mascar caña de arroz en medio de la noche. Algunos, menos exigentes, empleaban unas pajas que habían arrancado en cualquier parte. La mayor parte de las mujeres estaban rodeadas de un montón de niños, como Madre, aunque ninguna tenía tantos como ella. En algunos casos, todos los niños tenían etiquetas pegadas en el cuello; en otros, sólo algunos. Lo diré otra vez: se trataba casi siempre de etiquetas hechas con caña de arroz, con hojas secas y amarillentas que emanaban la fragancia de la hierba recién cortada y el espíritu del otoño. Por encima de los niños con sus etiquetas se veían las pesadas y somnolientas cabezas de los caballos, los burros y las mulas, con los ojos tan grandes como platillos de bronce, los dientes rectos y blancos y los labios gruesos, sensuales y rodeados de duros pelos, moviéndose de un lado para otro.

Alrededor del mediodía, un carro tirado por un caballo llegó desde el Sudeste por la carretera oficial. El caballo, grande y blanco, avanzaba con la cabeza bien alta y la frente cubierta por sus crines de hilos de plata. Tenía los ojos bondadosos, una mancha rosa que le recorría la nariz y los labios morados. Un lazo de terciopelo rojo le colgaba del cuello, y ahí tenía atada una campana de bronce. La campana iba tañendo con un sonido penetrante mientras el caballo traía el carro hacia nosotros, balanceándose de un lado a otro. Vimos que sobre el caballo había una gran montura, y que las varas del carro tenían unos remaches de cobre. Las ruedas estaban decoradas con unos radios blancos. El dosel estaba hecho de un material blanco que había sido tratado con muchas manos de aceite de árbol de tung para protegerlo de los elementos. Nunca antes habíamos visto un carro tan lujoso, y estábamos seguros de que el pasajero que iba montado en él sería mucho más noble que la mujer que había ido a ver al hada-pájaro en su Chevrolet, así como no teníamos ninguna duda de que el hombre que iba sentado en la parte delantera, con un sombrero de copa y un bigote con las puntas hacia arriba, no era un conductor común y corriente. Su rostro estaba aseado y dos luces brillantes surgían de sus ojos. Era más reservado que Sha Yueliang, más sombrío que Sima Ku, y tal vez solamente Hombre-Pájaro Han podría haberlo igualado, en el caso de que dispusiera de su vestuario y de su sombrero.

El carro se detuvo lentamente y el hermoso caballo blanco empezó a golpear el suelo con sus cascos, acompañando rítmicamente a la campana de bronce. El conductor corrió una cortina y apareció la persona que iba dentro. Era una mujer con un abrigo de piel de marta violeta y una estola de zorro rojo alrededor del cuello. Deseé con todas mis fuerzas que fuera mi hermana mayor, Laidi, pero no era. Era una extranjera. Tenía la nariz alta, los ojos azules y una cabellera dorada. ¿Qué edad tendría? Me temo que sólo sus padres lo sabían. Después de que se bajara del carro, la siguió un niño pequeño de pelo negro, espectacularmente guapo, que llevaba un uniforme escolar azul y un abrigo de lana del mismo color. Todo en él decía que era el hijo de la extranjera, todo salvo su aspecto, que no se parecía en nada al de ella.

La gente que estaba en la zona se arremolinó a su alrededor, como una banda de ladrones, pero se detuvieron tímidamente antes de llegar a ella. «Señora, honorable dama, por favor, cómpreme a mi nieta». «Señora, elegante dama, mire a este hijo mío. Es más sufrido que un perro, no hay ningún trabajo que no sea capaz de hacer…». Hombres y mujeres intentaban, con humildad, venderle sus hijos e hijas a la extranjera. Solamente Madre se quedó donde estaba, hipnotizada por la visión del abrigo de marta violeta y la estola de zorro rojo. No había ninguna duda de que echaba de menos a Laidi. Tenía a la hija de Laidi en brazos, y su corazón se aceleró y los ojos se le llenaron de lágrimas.

La aristócrata extranjera se tapó la boca con un pañuelo y dio una vuelta por el mercado de seres humanos. Su fuerte perfume nos hizo estornudar al pequeño bastardo de Sima y a mí. Se arrodilló frente a un anciano ciego y le echó un vistazo a su nieta. Asustada por la estola de zorro rojo que envolvía el cuello de la extranjera, la niña abrazó las piernas de su abuelo y se escondió detrás de él, mirándome fijamente con los ojos llenos de terror. El anciano ciego olfateó el aire y, al darse cuenta de que se le había acercado una aristócrata, estiró la mano.

—Señora —le dijo—, por favor, salve a esta criatura. Si se queda conmigo, morirá de hambre. Señora, no tengo ni un céntimo…

La mujer se levantó y le dijo algo casi susurrando al chico del uniforme escolar, que se volvió hacia el anciano ciego y le preguntó en voz alta:

—¿Qué relación tiene con esta niña?

—Soy su abuelo, un abuelo inútil, un abuelo que merece la muerte…

—¿Y sus padres? —preguntó el chico.

—Han muerto de hambre, todos han muerto de hambre. Los que debían morir no lo hicieron, y murieron los que no tenían que morir. Señor, tenga piedad y llévesela con usted. No quiero que me den ni un céntimo, con tal de que le den a la niña la oportunidad de vivir…

El chico se volvió y le murmuró algo a la extranjera, que asintió con la cabeza. El chico se agachó e intentó apartar a la niña de su abuelo, pero cuando le tocó el hombro con la mano, ella lo mordió en la muñeca. El chico chilló y dio un salto hacia atrás. Encogiéndose de hombros exageradamente, la mujer se quitó el pañuelo de la boca y lo usó para envolverle la muñeca al chico.

Con una sensación que tal vez fuera de terror o tal vez de deleite, esperamos durante un tiempo que se nos hizo eterno. Al fin, la mujer de las ricas joyas y el fuerte perfume y el jovenzuelo con la muñeca herida vinieron y se detuvieron justo delante de nosotros. Mientras tanto, a nuestra derecha, el anciano ciego sacudía de un lado al otro su bastón de bambú, intentando pegarle a la niña que había mordido al chico, pero ella se apartaba siempre, como si estuvieran jugando al escondite, por lo que él sólo lograba golpear el suelo y la pared. «¡Pequeña malcriada del infierno!», suspiró el anciano. Yo aspiré ávidamente el perfume de la extranjera. Entre el aroma a acacia blanca, detecté un rastro de pétalos de rosa, y entre ese otro aroma, detecté el perfume sutil de capullos de crisantemo. Pero lo que me embriagó completamente fue el olor de sus pechos, incluso a pesar del ligero pero desagradable olor a cordero que emanaban. Desplegué al máximo las aletas de mi nariz y aspiré profundamente. Ahora que el pañuelo con el que se había cubierto la boca se estaba usando para otra cosa, en otro lugar, su boca había quedado expuesta a la vista. Era una boca grande, una boca como la de Shangguan Laidi, con unos labios gruesos como los de Shangguan Laidi. Esos gruesos labios estaban cubiertos con una pintura roja y brillante. Debido a lo elevado que estaba su puente, su nariz se parecía de alguna manera a las narices de las chicas Shangguan, pero también había diferencias entre ellas: las puntas de las narices de las chicas Shangguan eran como pequeños dientes de ajo, cosa que hacía que parecieran un poco alocadas y monas al mismo tiempo, pero la nariz de la extranjera era ligeramente ganchuda, lo cual le daba a su aspecto un toque de depredadora. Su corta frente se arrugaba profundamente cada vez que ella miraba algo con disgusto. Yo sabía que los ojos de todo el mundo estaban clavados en ella, pero puedo decir con orgullo que nadie la observó tan meticulosamente como la observé yo. Y nadie podía imaginarse lo grande que fue mi recompensa. Mi mirada atravesó su grueso corpiño de cuero y pude contemplar sus pechos, que eran más o menos del mismo tamaño que los de Madre. Eran tan encantadores que estuve a punto de olvidarme del frío y del hambre que tenía.

—¿Por qué quieres vender a tus hijos? —preguntó el jovenzuelo, levantando su mano vendada para señalar a mis hermanas.

Madre no le contestó. ¿Es que una pregunta tan estúpida como esa merecía una respuesta? El jovenzuelo se dio la vuelta y le murmuró algo a la mujer extranjera, que se había fijado en el abrigo de piel de marta violeta en el que estaba envuelta la hija de Laidi, que dormía en brazos de Madre. Estiró el brazo y acarició la tela. Entonces vio la mirada de la bebita, una mirada parecida a la de una pantera, perezosamente siniestra, y tuvo que darse la vuelta.

Yo tenía la esperanza de que Madre le daría la hija de Laidi a la extranjera. No hacía falta que nos pagara nada, e incluso le regalaríamos el abrigo de piel de marta violeta. Esa bebita me daba asco. Se tomaba una ración de leche que me correspondía a mí, a pesar de que no se la merecía. Ni siquiera mi hermana gemela, Shangguan Yunü, se la merecía. ¿Quién le había concedido ese derecho? ¿Qué pasaba con Laidi, qué problema había con sus pechos?

La mujer extranjera miró a todas mis hermanas, una tras otra, por turnos, comenzando por Quinta Hermana y Sexta Hermana, que tenían unas etiquetas pegadas en el cuello de sus camisas. Después se fijó en Cuarta Hermana, Séptima Hermana y Octava Hermana, que no tenían etiquetas. Casi ni vieron al pequeño bastardo de Sima, pero ciertamente se interesaron por mí. Yo me imaginé que mi principal atractivo era la mata de pelusa amarilla que me cubría la cabeza. La forma en que examinaron a mis hermanas fue muy llamativa. Aquí está la serie de órdenes que el jovenzuelo les dio a mis hermanas: Baja la cabeza. Agáchate. Da una patada hacia adelante. Levanta los brazos. Ahora muévelos hacia adelante y hacia atrás. Ábrelos mucho, y ahora di: «Ah, ah». A ver cómo suena tu risa. Da unos cuantos pasos. Ahora corre. Mis hermanas hicieron todo lo que él les dijo que hicieran, y mientras tanto la extranjera las miraba, asintiendo y negando alternativamente con la cabeza. Al final, señaló a Séptima Hermana y le dijo algo en voz baja al jovenzuelo.

El jovenzuelo le dijo a Madre, mientras señalaba a la mujer extranjera, que era la Condesa Rostov, una filántropa que deseaba adoptar y criar a una guapa niña china. Se ha decidido por esta hija suya. La suya es una familia muy afortunada.

Madre estuvo a punto de ponerse a llorar. Le pasó la hija de Laidi a Cuarta Hermana para poder, con los brazos libres, abrazar a Séptima Hermana.

—Qiudi, hija mía, la suerte te sonríe…

Sus lágrimas cayeron sobre la cabeza de Séptima Hermana, que dijo, entre sollozos:

—No quiero ir, Madre. Tiene un olor muy raro…

—Pero pequeña tontita —le dijo Madre—, ese es un olor maravilloso.

—Bueno, valiosa hermana —interrumpió el jovenzuelo con impaciencia—, ahora tenemos que fijar una cifra.

—Señor —le dijo Madre—, ya que se la vamos a dar a esta dama para que la críe, es como si mi hija hubiera sido bendecida por el destino. No quiero nada de dinero… solamente espero que se ocupen bien de ella.

El jovenzuelo le tradujo esto a la mujer extranjera. Entonces, en un chino torpe, ella dijo:

—No, tengo que pagarle.

—Señor, ¿puede preguntarle a la dama si podría llevarse a otra, así tendrá una hermana a su lado? —dijo Madre.

Nuevamente, él tradujo para la extranjera. Pero la Condesa Rostov negó firmemente con la cabeza.

El jovenzuelo le puso como una docena de billetes rosas a Madre en la mano y le hizo una señal al conductor, que esperaba de pie, junto al carro. El hombre llegó corriendo y le hizo una reverencia al jovenzuelo.

El conductor cogió a Séptima Hermana y la llevó al carro. Fue entonces cuando ella empezó a llorar, estirando hacia nosotros sus brazos delgados como lápices. Sus hermanas se unieron a ella en el llanto, e incluso el pequeño y desgraciado niño de Sima abrió la boca y chilló, haciendo uaaa, y después guardó silencio brevemente antes de hacer otra vez uaaa y volver a quedarse callado. El conductor depositó a Séptima Hermana en el interior del carro. La mujer extranjera los siguió. Cuando el jovenzuelo estaba a punto de montar, Madre corrió hacia él, lo agarró del brazo y le preguntó con ansiedad:

—Señor, ¿dónde vive la dama?

—En Harbin —contestó él fríamente.

El carro se incorporó a la calle y desapareció rápidamente detrás de los bosques. Pero los gritos de Séptima Hermana, el ding-dong de la campana del caballo y los fragantes pechos de la mujer se me quedaron muy vivos en la memoria.

Con aquellos pocos billetes rosas en la mano, Madre se quedó de pie, quieta como una estatua, una estatua de la que yo formaba parte.

Esa noche, en lugar de dormir a la intemperie, cogimos una habitación en una posada. Madre le dijo a Cuarta Hermana que saliera y comprara diez pasteles de sésamo, pero en su lugar volvió con cuarenta rollitos hervidos, todavía humeantes, y un gran paquete de cerdo estofado.

—Pequeña Cuatro —le dijo Madre muy enfadada—, habíamos ganado ese dinero vendiendo a tu hermana.

—Madre —le contestó Cuarta Hermana a través de las lágrimas—, mis hermanas se merecen al menos una comida decente, y tú también.

—Xiangdi —dijo Madre, también llorosa—, ¿cómo voy a comerme esos rollos y esa carne?

—Si no lo haces —le dijo Cuarta Hermana—, piensa en las consecuencias que eso tendrá para Jintong.

Madre cayó enferma.

Tenía el cuerpo tan caliente como un trozo de metal arrancado de un cubo para enfriar los metales candentes, y emanaba el mismo desagradable olor a vapor. Nos sentamos a su alrededor a mirarla, con los ojos como platos. Los de Madre estaban cerrados y tenía los labios llenos de ampollas; de su boca surgían todo tipo de palabras atemorizadoras. Iba de los gritos más fuertes a los susurros más suaves, y pasaba de un tono alegre a uno trágico. Dios, la Sagrada Madre, ángeles, demonios, Shangguan Shouxi, el Pastor Malory, Tercer Maestro Fan, Yu el Cuarto, la Tía Abuela, el Tío Segundo, el Abuelo, la Abuela… duendecillos chinos y deidades extranjeras, gente viva y gente muerta, relatos que conocíamos y relatos que no, todo brotaba sin cesar de la boca de Madre, todo se agitaba, se reunía, actuaba y se transformaba ante nuestros ojos. Para comprender los afligidos discursos de Madre hacía falta comprender todo el universo; para poder memorizar los afligidos discursos de Madre hacía falta conocer toda la historia del Concejo de Gaomi del Noreste.

El posadero, que tenía una grave enfermedad en la piel y el rostro lleno de lunares, se alarmó por los gritos de Madre y, presa del pánico, arrastró su cuerpo flácido hasta nuestra habitación. Le puso la mano en la frente a Madre y la apartó rápidamente, diciendo con ansiedad:

—¡Pedid que venga un médico ahora mismo o se os muere!

Le preguntó a Cuarta Hermana:

—¿Tú eres la mayor?

Ella asintió.

—¿Por qué no has llamado a un médico? ¿Por qué no dices nada, niña?

Cuarta Hermana rompió a llorar. Postrándose de rodillas frente al posadero, dijo:

—Te lo ruego, tío, salva a nuestra madre.

—Niña —dijo el posadero—, deja que te pregunte cuánto dinero os queda.

Cuarta Hermana sacó los billetes que le quedaban a Madre en el bolsillo y se los ofreció al posadero.

—Aquí tienes, tío, este es el dinero que conseguimos vendiendo a nuestra séptima hermana.

Cuando el dinero obtenido por Séptima Hermana hubo desaparecido, Madre abrió los ojos.

—¡Madre ha abierto los ojos, Madre ha abierto los ojos! —gritamos alegremente con los ojos llenos de lágrimas.

Madre levantó una mano y nos acarició las mejillas, uno por uno.

«Madre… Madre… Madre… Madre… Madre…» dijimos.

—Abuelita, abuelita —dijo tartamudeando el desgraciado heredero de los Sima.

—¿Y ella? —dijo Madre, señalándola.

Cuarta Hermana la cogió, envuelta en su abrigo de piel de marta violeta, y la sujetó en el aire para que Madre la acariciara. En cuanto la tocó, Madre cerró los ojos, mientras dos lágrimas rodaban por su cara.

Al oír los ruidos de la habitación, el posadero entró poniendo mala cara y le dijo a Cuarta Hermana:

—No quiero parecer cruel, niña, pero yo también tengo mis cargas familiares, y lo que me debéis por el alquiler de la habitación durante estas dos semanas, y por la comida, y por las velas y el aceite…

—Tío —le dijo Cuarta Hermana—, tú eres el gran benefactor de esta familia. Te pagaremos todo lo que te debemos, pero por favor, no nos eches ahora. Nuestra madre está enferma…

La mañana del 18 de febrero de 1941, Xiangdi le dio un paquete lleno de dinero a Madre, que se acababa de recuperar de su enfermedad.

—Madre —le dijo—, ya le he pagado al posadero. Esto es para ti.

—Xiangdi —le preguntó Madre nerviosamente—, ¿de dónde has sacado este dinero?

Cuarta Hermana se rio tristemente.

—Madre, llévate a mi hermano y a mis hermanas de aquí. Este no es nuestro hogar…

Madre palideció y agarró a Cuarta Hermana de la mano.

—Xiangdi, dímelo…

—Madre —dijo Xiangdi—, me he vendido… Conseguí un buen precio, gracias al posadero, que me ayudó a regatear…

La mujer que regentaba el prostíbulo le había hecho a Cuarta Hermana un examen como el que se le haría a una cabeza de ganado.

—Demasiado delgada —había dicho.

—Señora dueña —le había dicho el posadero—, con un saco de arroz solucionará eso.

La mujer entonces le había mostrado dos dedos.

—Doscientos, y que quede claro que estoy siendo muy generosa.

—Señora dueña, la madre de esta niña está enferma, y tiene muchas hermanas. Por favor, déle un poco más…

—Ah —había dicho la señora—, es difícil hacer el bien en estos tiempos. —Pero el posadero había insistido, y Cuarta Hermana se había puesto de rodillas—. De acuerdo —había dicho la señora—. Tengo el corazón demasiado blando. Les daré otros veinte. Esa es mi máxima oferta.

La noticia afectó de una forma terrible a Madre, que cayó lentamente al suelo.

Entonces oímos la áspera voz de una mujer fuera de la habitación.

—Vámonos, niña. No tengo todo el tiempo del mundo.

Cuarta Hermana se arrodilló y se prosternó ante Madre. Tras ponerse nuevamente de pie, le acarició la cabeza a Quinta Hermana, le dio unas palmaditas en la cara a Sexta Hermana, le hizo un mimo en la oreja a Octava Hermana y me dio a toda prisa un beso en la mejilla. Después me agarró por los hombros y me sacudió. Su rostro emocionado parecía un capullo de cerezo en medio de una tormenta de nieve.

—Jintong, mi Jintong —dijo—. Crece rápido y crece bien. ¡Ahora la familia Shangguan está en tus manos!

Entonces miró a su alrededor, por toda la habitación, y unos sollozos brotaron de su garganta. Se tapó la boca, como si tuviera la necesidad de salir corriendo a vomitar, y desapareció de nuestra vista.