V

Las diecinueve cabezas de los miembros de la familia Sima colgaban de una especie de perchero, del lado de afuera de la puerta de la Casa Solariega de la Felicidad; era el día de la adoración de los ancestros, nos acercábamos a Qingming[6], en medio de la cálida primavera, y las flores estaban en su apogeo. El perchero estaba construido con cinco gruesos tablones de madera de abeto chino, muy duros, y se parecía en cierto modo a un columpio. Las cabezas habían quedado sujetas con cable de acero. A pesar de que los cuervos y los gorriones las habían picoteado hasta arrancarles la mayor parte de la carne, todavía no hacía falta demasiada imaginación para distinguir las cabezas de la esposa de Sima Ting, de los dos tontorrones de sus hijos, de las esposas primera, segunda y tercera de Sima Ku, de los nueve hijos e hijas que había tenido con estas tres mujeres, y del padre, la madre y los dos hermanos menores de la tercera mujer de Sima Ku, que estaban de visita en aquel momento. El aire estaba pesado en la aldea después de la masacre. Los supervivientes parecían fantasmas en vida; durante el día se encerraban en la oscuridad de sus habitaciones y sólo se atrevían a salir cuando ya había caído la noche.

Después de que se fuera aquel día, no tuvimos absolutamente ninguna noticia de Segunda Hermana. El bebé varón que nos confió no dejó de causarnos problemas. Madre tuvo que amamantarlo para evitar que se muriera de hambre durante los días que pasamos metidos en nuestro escondrijo del sótano. Con la boca y los ojos completamente abiertos, mamaba ansiosamente una leche que tendría que haber sido mía. Tenía una capacidad sorprendente: mamaba hasta secar los pechos y después lloraba pidiendo más. Cuando gritaba, sonaba como un cuervo, o como un sapo, o tal vez como un búho. Y su mirada se parecía a la de un lobo, o a la de un perro, o tal vez a la de un conejo. Eramos enemigos a muerte. El mundo no era suficientemente grande para los dos. Aullé protestando cuando se hizo con los pechos de Madre como si fueran suyos; él gritó con la misma fuerza cuando yo intenté recuperar lo que era mío. Cuando lloraba, sus ojos seguían abiertos. Eran los ojos de un lagarto. ¡Maldita sea Zhaodi por traer a casa un demonio nacido de un lagarto!

El rostro de Madre se hinchó y empalideció por este régimen de doble lactancia, y yo noté tenuemente que unos bultitos amarillos empezaron a salirle por todo el cuerpo, parecidos a los nabos que habíamos tenido en el sótano durante ese largo invierno. El primero le salió en uno de los pechos, y tuvo como consecuencia una disminución en su producción de leche; esta, además, adoptó un sabor más dulce, que recordaba al de los nabos. ¿Y tú qué, pequeño bastardo Sima, es que ese sabor te ha dado miedo y vas a dejar de mamar? Se supone que la gente valora y protege lo que es suyo, pero eso era cada vez más difícil. Si yo no mamaba, él seguro que lo haría. Preciosas calabazas, pequeñas palomas, cuencos de esmalte, vuestra piel se ha arrugado, os habéis secado, vuestros canales sanguíneos se han puesto morados, vuestros pezones están casi negros; estáis cayendo sin remedio.

Para que el pequeño bastardo y yo pudiéramos sobrevivir, Madre sacó valientemente a mis hermanas del sótano a pleno día. El grano que habíamos almacenado en el granero familiar ya se había consumido, nos habíamos quedado sin la mula y sin la burra, los cuencos y las sartenes y todos los platos se nos habían roto, y el Bodhisattva Guanyin de la ermita era un cadáver decapitado. Madre se había olvidado de llevarse su abrigo de piel de zorro al sótano, y el abrigo de piel de lince que nos pertenecía a mí y a mi octava hermana había desaparecido. La piel de los otros abrigos, que mis hermanas no se quitaban nunca, se había ido deteriorando, y para entonces tenía el aspecto de un animal salvaje y sarnoso. Shangguan Lü estaba tumbada bajo la piedra del molino, en el almacén. Se había comido los alrededor de veinte nabos que Madre le había dejado antes de bajar a esconderse al sótano, y había cagado una pila de zurullos que parecían adoquines. Cuando Madre entró a verla, cogió un puñado de los zurullos petrificados y se los lanzó. La piel de su rostro parecía la piel de un nabo que se hubiera congelado y colgara. Su cabello blanco se parecía al nailon cuando se llena de nudos; algunos pelos se erguían rígidamente hacia arriba, y otros le colgaban por la espalda. Una luz verde brillaba en sus ojos. Sacudiendo la cabeza, Madre colocó varios nabos en el suelo, frente a ella. Lo único que nos habían dejado los japoneses —o quizá hubieran sido los chinos— era medio granero lleno de remolachas que ya habían comenzado a echar brotes. Sobrepasada por el disgusto, Madre encontró una jarra de arcilla que no estaba rota en la que Shangguan Lü había escondido su precioso arsénico, y echó el polvo rojo en la sopa de nabos. Cuando el polvo se hubo disuelto, un aceite coloreado se extendió por la superficie de la sopa y un olor asqueroso se expandió por la habitación. Madre revolvió la mezcla con un cucharón de madera hasta que quedó bien homogénea y después la echó lentamente en un wok. Las comisuras de los labios se le fruncieron en un gesto extraño. Después de verter un poco de la sopa de nabos en un viejo cuenco, Madre dijo:

—Lingdi, dale esta sopa a tu abuela.

—Madre —le dijo Lingdi—, le has echado veneno, ¿verdad?

Madre asintió.

—¿Vas a envenenar a la abuela?

—Moriremos todos juntos —dijo Madre, a lo cual mis hermanas respondieron poniéndose a llorar, incluida mi octava hermana, la ciega, cuyos débiles sollozos no sonaban mucho más fuertes que el zumbido de un avispón. Sus ojos, grandes y negros pero incapaces de ver, se llenaron de lágrimas. Octava Hermana era la más desgraciada de los desgraciados, la más triste de los tristes.

—Pero nosotras no queremos morir, Madre —suplicaron, llorosas, mis hermanas.

Incluso yo me sumé al coro:

—Madre… Madre…

—Mis pobres niñitos queridos… —dijo Madre.

Para entonces, ella también estaba llorando. Lloró durante muchísimo tiempo, siempre acompañada por sus hijos sollozantes. Finalmente, se sonó con fuerza la nariz, volvió a coger el viejo cuenco y lo lanzó, con todo su contenido, al patio.

—¡No vamos a morir! ¡Si la muerte no nos da miedo, nada nos lo dará!

Tras hacer ese comentario, se levantó y nos hizo salir a la calle en busca de comida. Eramos los primeros vecinos que nos atrevíamos a salir a la calle. Cuando vieron las cabezas de los miembros de la familia Sima, mis hermanas sintieron miedo. Pero al cabo de unos pocos días, la aldea presentaba un aspecto totalmente distinto. Madre cogió al pequeño bastardo Sima entre sus brazos de manera que estaba justo enfrente de mí. Señalando las cabezas, le dijo con suavidad:

—Quiero que no te olvides nunca de eso, desgraciado.

Madre y mis hermanas caminaron hasta salir de la aldea y llegaron a un campo donde empezaron a sacar unas raíces para cocerlas después de enjuagarlas y pasarlas por el mortero. Tercera Hermana, la más lista, encontró una madriguera de ratones de campo. Lo que hizo que esto fuera un excelente descubrimiento no fue sólo que suponía añadir carne a nuestra dieta, sino que también la comida que ellos habían almacenado pasaba a ser nuestra. Después, mis hermanas hicieron una red de pesca con un poco de hilo de cáñamo, y con ella capturaron algunos peces oscuros y delgados y algunas gambas que habían sobrevivido al invierno en el estanque de la localidad. Un día, Madre me metió en la boca una cucharada de sopa de pescado; la escupí inmediatamente y comencé a quejarme con todas mis fuerzas.

Después le metió otra cucharada en la boca al mocoso de Sima; el muy imbécil se la tragó toda al instante, así que Madre le ofreció otra cucharada. Él también se la tragó.

—¡Qué bien! —exclamó Madre, muy excitada—. Después de tanto mal karma, al menos este niño sabe comer. —Entonces se volvió hacia mí—. Bueno, ¿y tú qué? Ya es hora de destetarte a ti también.

Presa del pánico, me aferré fuertemente a su pecho.

La aldea, poco a poco, empezó a volver a la vida después de que nosotros tomáramos la iniciativa. Fue una época terrible para los ratones de campo de la zona. Después de ellos, le tocó el turno a las liebres, a los peces, a las tortugas, a las gambas, a los cangrejos, a las serpientes y a las ranas. En toda la zona, las únicas criaturas que sobrevivieron fueron los sapos, debido a su veneno, y los pájaros, gracias a sus alas. Y a pesar de todo, si no hubiera sido por el crecimiento, muy oportuno, de un montón de hierbas silvestres comestibles, la mayor parte de los habitantes de la aldea se hubieran muerto de hambre. Después de que pasara Qingming, los capullos de melocotón empezaron a caerse y comenzó a salir un vapor de los campos que estaban en barbecho y que pedían a gritos que los cultivaran de nuevo. Pero no teníamos ni animales de granja ni semillas. Para el momento en que unos renacuajos pequeños y regordetes aparecieron nadando en los pantanos, y en el agua del ovalado estanque de la localidad, y en las zonas menos profundas del río, los habitantes de la aldea ya se habían puesto en ruta. En el cuarto mes, la mayoría se había ido; en el quinto, la mayoría ya había vuelto a su hogar. Tercer Maestro Fan dijo: «Aquí al menos hay suficientes hierbas silvestres y plantas comestibles para no morir de hambre. Eso no pasa en todas partes». Para el sexto mes, mucha gente de otros lugares había empezado a aparecer en nuestra aldea. Dormían en la iglesia, y sobre el suelo del recinto de los Sima, y en los molinos abandonados. Como perros enloquecidos por el hambre, nos robaban la comida de las manos. Finalmente, Tercer Maestro Fan organizó a los hombres de la aldea para expulsar a los forasteros. Era nuestro líder. Los forasteros tenían su propio líder, un hombre joven con las cejas muy pobladas y los ojos grandes. Era un maestro capturando pájaros; siempre iba con un par de tirachinas colgando del cinturón y, sobre el hombro, llevaba una bolsa de arpillera llena de proyectiles hechos con barro seco. Un día, Tercera Hermana lo vio en acción. En el aire había una pareja de perdices, que estaba en medio de sus rituales de apareamiento. Sacó uno de sus tirachinas y disparó un proyectil de barro hacia el cielo, aparentemente sin ni siquiera apuntar. Una de las perdices cayó al suelo como una piedra, aterrizando justo a los pies de Tercera Hermana. El ave tenía la cabeza destrozada. Su pareja graznaba mientras daba vueltas en círculo por encima de sus cabezas. El hombre sacó otro proyectil, lo disparó al aire y la segunda ave también cayó al suelo. Él se agachó, la recogió y se acercó a mi hermana. La miró directamente a los ojos; ella no bajó la vista, devolviéndole una mirada llena de odio. Para entonces, Tercer Maestro Fan ya había pasado por nuestra casa para hablarnos del movimiento que encabezaba para expulsar a los forasteros, cosa que había hecho que aumentara el odio que sentíamos por ellos. Pero en lugar de recoger el pájaro que había a los pies de Tercera Hermana, tiró junto a ella el que tenía en la mano y se dio la vuelta y se marchó sin decirle ni una palabra.

Tercera Hermana volvió a casa con las perdices. La carne fue para Madre, la sopa que se hizo con ellas se la comieron mis hermanas y el pequeño bastardo Sima, y los huesos fueron para mi abuela, que los hizo crujir fuertemente. Tercera Hermana no le contó a nadie que el forastero le había dado las perdices, que se transformaron rápidamente en sabrosos jugos que terminaron en mi estómago. Unas cuantas veces Madre esperó a que yo me durmiera para meterle uno de sus pezones en la boca al pequeño bebé Sima, pero él lo rechazó. Prefería alimentarse de hierbas y cortezas. Dotado de un apetito sorprendente, se tragaba cualquier cosa que le metieran en la boca. «Es como un burro —comentó Madre un día—. Nació para comer hierba». Incluso las cagadas que hacía eran como las deposiciones equinas. Y aún más: Madre creía que tenía un par de estómagos para rumiar la comida. A menudo veíamos cómo trozos de hierba le subían desde el estómago hasta la boca, y después observábamos cómo él cerraba los ojos y los mascaba lleno de satisfacción, mientras en las comisuras de sus labios se le formaban unas blancas y espumeantes burbujas. Después de pasar un rato mascando la hierba, estiraba el cuello y se la tragaba, haciendo un sonido gorgoteante.

Los combates entre los aldeanos y los forasteros estallaron después de que Tercer Maestro Fan les pidiera amablemente que se fueran. El representante de los forasteros, el joven que le había dado las perdices a Tercera Hermana, se llamaba Hombre-pájaro Han; era el especialista en cazar pájaros. Con las manos apoyadas en los tirachinas que llevaba en la cintura, discutió con mucho vigor, sin ceder ni un centímetro. Dijo que Gaomi del Noreste, en un determinado momento, había sido una tierra baldía y despoblada, y que en aquel momento todo el mundo era forastero. Así que, si vosotros podéis vivir aquí, ¿por qué no vamos a poder nosotros? Pero esas palabras eran agresivas y anticipaban una pelea; muy pronto comenzaron los manotazos y los empujones. Un joven aldeano, un tipo impetuoso que todos conocían como Tísico Seis, apareció como un rayo desde detrás de Tercer Maestro Fan, cogió un palo de hierro y le golpeó con él en la cabeza a la anciana madre de Hombre-pájaro Han, abriéndole el cráneo. Empezó a brotar un líquido gris y la anciana murió al instante. Hombre-pájaro dejó escapar un lamento que más bien pareció el aullido de un lobo herido. Se sacó un tirachinas del cinturón y disparó dos proyectiles que dejaron ciego a Tísico Seis ahí mismo. Entonces se desató el infierno, y poco a poco los forasteros empezaron a llevarse la peor parte. Llevando al hombro el cuerpo de su madre, Hombre-pájaro Han se empezó a retirar, combatiendo a cada paso durante todo el camino hasta las colinas arenosas que había al oeste de la ciudad. Allí dejó a su madre en el suelo, cargó su tirachinas y apuntó a Tercer Maestro Fan.

—No deberías haber tratado de matarnos, jefe. ¡Hasta los conejos muerden cuando se los acorrala! —Antes de que terminara la frase, uno de sus proyectiles cortó el aire con un zumbido e impactó sobre la oreja izquierda de Tercer Maestro Fan—. Ya que somos todos chinos —dijo Hombre-pájaro Han—, por esta vez te perdono.

Con una mano tapándose la oreja partida, Tercer Maestro Fan se retiró sin decir ni una palabra.

Los forasteros levantaron docenas de tiendas en esa colina arenosa y la hicieron suya. Hombre-pájaro Han enterró a su madre entre la arena, y después cogió sus tirachinas y empezó a recorrer la calle arriba y abajo, jurando con su extraño acento. Lo que les decía a los aldeanos era lo siguiente: Yo soy un solo hombre, así que si mato a uno de vosotros, estaremos empatados, y si mato a dos, iré ganando por uno. Mi esperanza es que todo el mundo pueda vivir en paz. Después de ver los ejemplos de Tísico Seis, cuyos ojos habían quedado ciegos y de Tercer Maestro Fan, que tenía la oreja destrozada, ninguno de los aldeanos quería enfrentarse a él.

—Pensad solamente que acaba de perder a su madre —dijo Tercera Hermana—, así que ¿qué más puede temer?

A partir de aquel momento, los forasteros y los aldeanos convivieron pacíficamente a pesar del resentimiento que todo el mundo sentía. Mi tercera hermana y Hombre-pájaro Han se veían casi todos los días en el lugar en que él había dejado las perdices a los pies de ella. Al principio, estos encuentros se daban sin haberse planeado, pero antes de que pasara mucho tiempo se convirtió en el lugar convenido para su cita; allí se quedaban esperando a que llegara el otro, tardara lo que tardara. Los pies de Tercera Hermana pisaban tanto ese lugar que aplastaron el césped que allí había hasta que dejó de crecer. En cuanto a Hombre-pájaro Han, se limitaba a presentarse, lanzarle unos pájaros a los pies y marcharse sin decir ni una palabra. A veces se trataba de una pareja de tórtolas y otras de una gallina joven, y en una ocasión trajo un pájaro enorme que debía pesar cerca de quince kilos. Tercera Hermana casi no fue capaz de llevárselo a casa sobre la espalda. Ni siquiera Tercer Maestro Fan, el hombre más sabio que había por allí, tenía la menor idea de qué clase de pájaro se trataba. Lo único que puedo decir es que nunca he comido nada tan delicioso en mi vida. Naturalmente, el sabor me llegó de forma indirecta, a través de la leche de mi madre.

Aprovechándose de que tenía una relación muy cercana con nuestra familia, Tercer Maestro Fan alertó a Madre y le advirtió de que prestara una especial atención a lo que estaba pasando entre mi tercera hermana y Hombre-pájaro Han, y lo hizo en unos términos un tanto humillantes y ofensivos. «Joven sobrina, tu tercera hija y ese cazador de pájaros… ah, es un ataque a la moral pública, y es mucho más que lo que los aldeanos están dispuestos a soportar». Madre dijo: «Sólo es una niña», a lo que Tercer Maestro Fan contestó: «Tus hijas son distintas de las otras chicas de su edad». Madre despachó a Tercer Maestro Fan diciéndole: «¡Vuelve por donde has venido y dile a esos cotillas que se vayan al infierno!».

Pero una cosa era reprocharle a Tercer Maestro Fan lo que había dicho y otra muy distinta era controlar a Tercera Hermana. Cuando volvió a casa con una grulla de cresta roja que estaba medio muerta, Madre se la llevó aparte para tener una charla en serio.

—Lingdi —le dijo—, no podemos seguir alimentándonos con pájaros ajenos.

—¿Por qué no? —le preguntó Lingdi—. Para él, cazar un pájaro es más fácil que atrapar una pulga.

—De todas maneras, son sus pájaros, por muy fácil que le resulte cazarlos. ¿No sabes que la gente espera que le devuelvan los favores?

—Algún día se lo pagaré todo —dijo Tercera Hermana.

—¿Se lo pagarás con qué? —le preguntó Madre.

—Me casaré con él —dijo Tercera Hermana alegremente.

—Lingdi —le contestó Madre con un tono sombrío—. Tus dos hermanas mayores ya han avergonzado a esta familia mucho más de lo que nadie se habría podido imaginar. Esta vez no voy a ceder, y no me importará lo que digas.

—Madre —le dijo Lingdi, con indignación creciente—, para ti es muy fácil decir eso. Si no fuera por Hombre-pájaro Han, ¿te crees que él tendría el aspecto que tiene ahora? —me señaló, y después señaló al niño de la familia Sima—. ¿O él?

Madre miró mi rostro rubicundo y después al bebé Sima, de mejillas sonrosadas, y se quedó sin saber qué decir. Tras un momento, dijo:

—Lingdi, a partir de hoy ya no comeremos más pájaros de los que caza él, y no importa lo que tú digas.

Al día siguiente, Tercera Hermana volvió a casa con un montón de palomas silvestres y, con un gesto de enfado, las arrojó a los pies de Madre.

El octavo mes llegó sin previo aviso. Bandadas de gansos salvajes atravesaron el cielo de camino hacia el sur, y se instalaron en los pantanos al sudoeste de la aldea. Tanto los aldeanos como los forasteros se lanzaron a por ellos con garfios y redes y otros métodos que, con el paso de los años, habían demostrado ser eficaces para atrapar gansos salvajes. Al principio, las capturas eran exuberantes, y las plumas flotaban por encima de las calles y las callejuelas de la población. Pero los gansos salvajes no iban a aceptar eternamente el papel de víctimas con tanta facilidad, por lo que empezaron a anidar en los rincones más profundos e inalcanzables de los pantanos, en lugares que incluso los zorros consideraban inhabitables. Así se acabaron las partidas de caza de los aldeanos. Y a pesar de todo, Tercera Hermana seguía viniendo a casa día tras día con un ganso salvaje, a veces muerto, a veces vivo, y nadie podía imaginar cómo se las apañaba Hombre-pájaro Han para capturarlos.

Enfrentada a una realidad cruel, Madre tuvo que ceder y llegar a un acuerdo. Si nos negábamos a comernos las aves que Hombre-pájaro Han capturaba para entregarnos, a todos nos aparecerían síntomas de desnutrición, como tenía la mayoría de los aldeanos: edema, respiración asmática, luces parpadeantes en los ojos, como fuegos fatuos. Y lo único que significaría comerse los pájaros de Han era que a la lista de sus yernos, en la que figuraban el jefe de una banda de mosqueteros y un especialista en destruir puentes, se añadiría ahora un experto cazador de pájaros.

La mañana del decimosexto día del octavo mes, Tercera Hermana acudió al lugar habitual de sus citas. En casa nos quedamos esperando que volviera. Ya estábamos un poco hartos de comer ganso cocido, de su sabor grasiento, y teníamos la esperanza de que Hombre-pájaro Han nos ofreciera un cambio de dieta. No nos atrevíamos a esperar que Tercera Hermana trajera a casa otro de esos deliciosos pájaros inmensos, pero unas cuantas palomas o tórtolas o patos salvajes no nos parecía demasiado pedir.

Tercera Hermana volvió a casa con las manos vacías y los ojos rojos por haber llorado. Madre le preguntó qué le pasaba.

—Hombre-pájaro Han ha sido capturado por unos hombres armados, que llevaban uniformes negros e iban en bicicleta —dijo ella.

Alrededor de una docena de hombres jóvenes habían sido capturados con él; los habían atado a todos juntos, como a un puñado de langostas. Hombre-pájaro Han había opuesto una poderosa resistencia; los fuertes músculos de sus brazos se habían hinchado mientras él se esforzaba por romper las cuerdas que lo inmovilizaban. Los soldados le habían pegado en las nalgas y en la cintura con la culata de sus rifles y le habían golpeado las piernas para que siguiera andando. Los ojos se le habían llenado de furia, y estaban tan rojos que parecían a punto de empezar a derramar sangre o fuego. «¿Quién ha dicho que me podíais arrestar?», gritaba Hombre-pájaro Han. El jefe del escuadrón cogió un puñado de barro y se lo puso en la cara a Hombre-pájaro Han, cegándolo temporalmente. Él aulló como un animal atrapado. Tercera Hermana corrió tras ellos, y cuando estaba a punto de alcanzarlos se detuvo y gritó: «Hombre-pájaro Han…». Ellos continuaron su marcha, bajaron por el camino, y ella volvió a alcanzarlos corriendo, se detuvo y gritó: «Hombre-pájaro Han…». Los soldados se dieron la vuelta y miraron a Tercera Hermana, riéndose de ella con malicia. Finalmente, Tercera Hermana gritó:

—Hombre-pájaro Han, te esperaré.

—¿Quién coño te ha pedido que me esperes? —le contestó él a gritos.

Ese mediodía, mientras mirábamos un cuenco de sopa de hierbas silvestres tan ligera que nos veíamos reflejados en ella, todos, incluida Madre, nos dimos cuenta de lo importante que Hombre-pájaro Han se había vuelto en nuestras vidas.

Durante dos días y dos noches, Tercera Hermana estuvo tirada en el kang, despatarrada, llorando sin parar. Nada de lo que Madre intentó para calmarla funcionó.

El tercer día después de que se llevaran a Hombre-pájaro Han, Tercera Hermana se levantó descalza del kang, se abrió la blusa desvergonzadamente, salió al patio y trepó sobre el granado, haciendo que sus flexibles ramas se doblaran, describiendo una curva muy cerrada. Madre salió corriendo para hacerla bajar, pero ella saltó acrobaticamente del granado al árbol de parasol, y desde ahí a una altísima catalpa. Desde lo más alto de la catalpa saltó al suelo y cayó sobre la parte superior del tejado de la casa, que estaba hecho de paja y hojas de palma. Sus movimientos eran increíblemente ágiles, como si le hubiera brotado un par de alas. Se sentó a horcajadas sobre el tejado, mirando al frente, con una sonrisa radiante pintada en el rostro. Madre estaba en el suelo, mirando hacia arriba y suplicándole tristemente: «Lingdi, pequeña niña buena de mamá, baja, por favor. Nunca volveré a inmiscuirme en tu vida, podrás hacer siempre lo que te apetezca…». Tercera Hermana no reaccionaba. Era como si se hubiera convertido en un pájaro y ya no comprendiera el lenguaje humano. Madre llamó a Cuarta Hermana, Quinta Hermana, Sexta Hermana, Séptima Hermana, Octava Hermana y al pequeño mocoso Sima; les dijo que salieran al patio y que se pusieran a gritarle a Tercera Hermana. Mis hermanas la llamaron con los ojos llenos de lágrimas, pero Tercera Hermana las ignoró. Lo que hizo fue empezar a picotear su propio hombro, como si se estuviera limpiando las plumas. No dejaba de mover la cabeza de un lado para otro, como si estuviera en una silla giratoria. Y no sólo era capaz de picotearse el hombro; también alcanzaba a mordisquearse los pequeños pezones. Yo estaba convencido de que podría llegar hasta las nalgas e incluso a los talones, si quisiera. No había ni un sólo lugar al que su boca no pudiera llegar si ella quería. De hecho, por lo que a mí respectaba, cuando Tercera Hermana estaba ahí sentada a horcajadas en lo alto del tejado, ya había ingresado en el reino de las aves: pensaba como un pájaro, se comportaba como un pájaro y tenía la expresión de un pájaro. Y por lo que a mí respectaba, si Madre no les hubiera pedido a Tercer Maestro Fan y a un grupo de hombres jóvenes y fuertes que la bajaran con la ayuda de un poco de sangre de perro negro, a Tercera Hermana le habrían salido alas y se habría convertido en un hermoso pájaro, si no un fénix, un pavo real, y si no un pavo real, al menos un faisán dorado. Pero fuera cual fuera el pájaro en el que ella se convertiría, habría desplegado sus alas y volado en busca de Hombre-pájaro Han. En cualquier caso, lo que finalmente ocurrió, un desenlace de lo más vergonzoso, fue lo siguiente: Tercer Maestro Fan le ordenó a Zhang Maolin, un tipo bajito y ágil a quien todo el mundo apodaba El Mono, que se subiera al techo con un cubo lleno de sangre de perro negro. El Mono se le acercó por detrás y la empapó con la sangre. Ella se puso en pie de un salto y desplegó sus brazos para salir volando hacia el cielo, pero sólo logró trastabillar, caerse del tejado y aterrizar en el camino de ladrillo que había debajo con un ruido sordo. La sangre empezó a brotarle de una profunda brecha del tamaño de un albaricoque que se le hizo en la cabeza y se desmayó.

Llorando de una manera incontrolable, Madre cogió un puñado de césped y lo presionó contra la cabeza de Tercera Hermana para detener el flujo de sangre. Después, con la ayuda de Cuarta Hermana y Quinta Hermana, le limpió la sangre de perro y la llevó dentro de la casa para acostarla sobre el kang.

Cuando estaba anocheciendo, Tercera Hermana volvió en sí. Con los ojos llenos de lágrimas, Madre le preguntó:

—¿Estás bien, Lingdi? —Tercera Hermana levantó la vista para mirar a Madre y pareció que asentía con la cabeza, aunque tal vez no lo hubiera hecho. Las lágrimas caían de sus ojos—. Mi pobre niña maltratada —dijo Madre.

—Se lo van a llevar a Japón —dijo Lingdi fríamente—, y no volverá hasta dentro de dieciocho años. Madre, quiero que me hagas un altar. Ahora soy un hada-pájaro.

Esas palabras cayeron sobre Madre como un rayo. Un torbellino de sentimientos encontrados le sacudió el corazón. Miró a la cara de Tercera Hermana, una cara que parecía endemoniada, y sintió que tenía mucho que decir, pero no pudo articular ni una sola palabra.

En la breve historia del Concejo de Gaomi del Noreste, seis mujeres habían sido transformadas en zorro, puercoespín, comadreja, serpiente blanca, tejón y hada-murciélago, siempre como resultado de amores no correspondidos o de malos matrimonios. Todas ellas llevaron una vida llena de misterio y se ganaron el temeroso respeto de los demás. Ahora en mi casa había aparecido un hada-pájaro, que aterrorizaba a Madre y la ponía de mal humor. Ella, en cualquier caso, no se atrevió a decir nada que fuera contra los deseos de Tercera Hermana, puesto que en el pasado había habido un precedente sangriento: hacía alrededor de una docena de años, Fang Jinzhi, la mujer de un comerciante de burros, Yuan Jinbiao, fue descubierta en brazos de un joven en el cementerio. Algunos miembros de la familia Yuan le dieron una paliza al joven hasta matarlo, y después le pegaron a Fang Jinzhi hasta que la dejaron casi sin vida. Sobrepasada por la vergüenza y la rabia, tomó arsénico, pero se salvó gracias a que alguien le metió excrementos humanos por la garganta. Cuando se despertó, dijo que estaba poseída por un hada-zorro y pidió que le hicieran un altar. La familia Yuan se negó. A partir de aquel día, la leña que la familia tenía almacenada se incendiaba a menudo, y los cazos y las sartenes y los demás cacharros se les rompían sin motivo aparente. Cuando el abuelo de la familia cogió su jarra para el vino, un lagarto salió de su interior. Cuando la abuela estornudó, sus dos dientes frontales salieron volando a través de las narices. Y cuando estaban cociendo unos ravioles jiaozi rellenos de carne, lo que encontraron en la olla fueron sapos. Los Yuans al final se rindieron y le construyeron un altar al hada-zorro e instalaron a Fang Jinzhi en una habitación aislada para que pudiera meditar.

El lugar para que meditara el hada-pájaro se preparó en una de las habitaciones laterales. Con la ayuda de mis hermanas cuarta y quinta, Madre limpió los restos y las cosas que había dejado Sha Yueliang, quitó todas las telarañas de las paredes y el polvo del techo y después puso unas nuevas cortinas de papel en la ventana. Colocaron una mesa de incienso contra la pared que daba al Norte y encendieron tres palitos de incienso de sándalo que habían sobrado de cuando, a principios de año, Shangguan Lü había estado adorando al Guanyin Bodhisattva. Deberían haber puesto una imagen de un hada-pájaro sobre la mesa de incienso, pero no tenían ni idea de qué aspecto tenía. Por eso, Madre le pidió instrucciones a Tercera Hermana:

—Hada —le dijo piadosamente arrodillándose en el suelo—, ¿dónde puedo encontrar la imagen de un ídolo para la mesa de incienso?

Tercera Hermana se sentó formalmente en una silla, con los ojos cerrados, y las mejillas se le sonrojaron, como si estuviera disfrutando de un maravilloso sueño erótico. Sin atreverse a meterle prisa ni a hacerla enfadar, Madre se lo volvió a preguntar, todavía más piadosamente. Mi tercera hermana abrió la boca en un enorme bostezo, con los ojos aún cerrados, y contestó con una voz gorjeante, que estaba entre el lenguaje de los humanos y el de los pájaros, con lo que sus palabras eran prácticamente imposibles de entender: «Habrá una imagen mañana».

A la mañana siguiente, un pordiosero con nariz de halcón y ojos de águila llamó a nuestra puerta. En la mano izquierda llevaba un palo para atizar a los perros hecho con un tronco hueco de bambú, y en la derecha tenía un cuenco de cerámica con dos profundos desconchados en el borde. Estaba mugriento, como si se hubiera estado revolcando por el barro o hubiera hecho un viaje de mil kilómetros a pie. Tenía las orejas llenas de tierra, y barro seco alrededor de los ojos. Sin decir una palabra, entró en el salón de nuestra casa, libre y espontáneo, como si estuviera en la suya. Le quitó la tapa a la olla que había en la cocina, metió un cucharón en la sopa de hierbas y empezó a sorberlo. Cuando hubo terminado, se sentó en la encimera, todavía sin decir nada, y clavó su mirada afilada en el rostro de Madre. A pesar de que se sentía incómoda, ella hizo un esfuerzo para aparentar que estaba tranquila.

—Distinguido huésped —le dijo—, somos pobres y no tenemos nada para ti. Por favor, no te ofendas si te ofrezco esto.

Le alcanzó un puñado de hierbas silvestres y él rechazó su ofrecimiento. Lamiéndose los agrietados y sanguinolentos labios, él dijo:

—Tu yerno me ha pedido que te traiga un par de cosas —pero no sacó nada para nosotros y, mientras observábamos sus ropas escasas y hechas jirones y su piel mugrienta y ajada, que se veía a través de los múltiples rotos, no éramos capaces de imaginarnos dónde podría haber escondido lo que nos traía.

—¿De cuál de mis yernos estamos hablando? —le preguntó Madre, visiblemente intrigada.

El hombre con nariz de halcón y ojos de águila le contestó:

—No me preguntes. Lo único que sé es que es mudo, que sabe escribir, que es un extraordinario espadachín, que en una ocasión me salvó la vida y que yo le devolví el favor. Ninguno de nosotros dos está en deuda con el otro. Y es por eso que no hace más de dos minutos yo me estaba preguntando si debería darte estos dos tesoros o no. Si cuando me serví un poco de vuestra sopa tú, la señora de la casa, hubieras hecho un solo comentario grosero o impertinente, me los habría quedado yo. Pero no solamente no dijiste nada grosero ni impertinente sino que además me ofreciste un puñado de hierbas silvestres, así que he decidido entregártelos. —Dicho esto, se puso de pie, apoyó su cuenco desconchado en la encimera y añadió—: Esta es una pieza hecha con una magnífica cerámica, tan rara como los unicornios y las aves fénix. Quizá sea la única en el mundo de su clase. Ese mudo yerno tuyo no era consciente de su valor. Lo único que sabía es que era parte del botín que obtuvo en uno de sus saqueos, y quería que lo tuvieras tú, tal vez por lo grande que es. Bueno, aquí está. —Entonces golpeó el suelo con su bastón de bambú, que emitió un sonido hueco—. ¿Tienes un cuchillo?

Madre le pasó su cuchillo de carnicero. Él lo usó para cortar unos hilos invisibles que había a cada extremo y el bambú se dividió en trozos que, al separarse, dejaron caer un rollo de pergamino pintado. Él lo desenrolló; nos llegó un olor a moho y putrefacción. Ahí, en el medio de la seda amarillenta, había un dibujo de un enorme pájaro. Nos quedamos asombrados. La imagen era una réplica exacta del inmenso, incomparablemente delicioso pájaro que Tercera Hermana había traído a casa una vez. En la pintura estaba de pie, erguido, con la cabeza levantada, contemplándonos despectivamente con sus ojos inexpresivos. El hombre de la nariz de halcón y los ojos de águila no nos contó nada sobre el rollo de pergamino ni sobre el pájaro que estaba pintado en él. Lo que hizo fue volver a enrollarlo, dejarlo sobre el cuenco de cerámica, darse la vuelta y salir por la puerta sin mirar atrás. Los brazos, liberados ahora de su carga, le colgaban a los lados del cuerpo y se movían rígidamente al ritmo de sus largas zancadas.

Madre quedó quieta donde estaba, rígida como un pino, y yo era un nudo en el tronco de ese pino. Cinco de mis hermanas parecían sauces, y el niño Sima un roble joven. Todos estábamos ahí de pie, como un pequeño bosque frente al misterioso cuenco de cerámica y el rollo del pergamino con el dibujo del pájaro. Si Tercera Hermana no hubiera roto el silencio con una risa burlona, podríamos habernos convertido en árboles de verdad.

Su predicción se había cumplido. Con una reverencia extraordinaria, llevamos el rollo de pergamino a la habitación acondicionada para que Tercera Hermana meditara y lo colgamos frente a la mesa de incienso. Además, y ya que el cuenco de cerámica desconchado tenía una historia tan extraordinaria, ¿qué mortal era digno de usarlo? Por ello, Madre, sintiéndose muy afortunada, lo colocó sobre la mesa de incienso y lo llenó de agua fresca para el hada-pájaro.

La noticia de que en nuestra familia había aparecido un hada-pájaro se extendió rápidamente por todo Gaomi del Noreste y aún más allá. Un flujo constante de peregrinos empezó a llegar a la puerta de nuestro hogar en busca de filtros mágicos y predicciones de futuro, pero el hada-pájaro no recibía a más de diez por día. Se arrodillaban en el suelo, del lado de afuera de la ventana de su habitación de meditación; ahí había un minúsculo agujero que permitía que se escaparan, como pájaros, sus predicciones para los curiosos y sus prescripciones para los enfermos. Las prescripciones que Tercera Hermana —quiero decir, el hada-pájaro— dispensaba eran realmente únicas y estaban envueltas en un aura de travesura. Esto es lo que le prescribió a una persona que sufría problemas de estómago: un polvo confeccionado con siete abejas, un par de bolas hechas con excrementos por un escarabajo pelotero, una onza de hojas de melocotón y un cuarto de kilo de cáscara de huevo machacada; esta mezcla debía tomarse disuelta en agua. Y para otra persona, que llevaba una gorra hecha con piel de conejo y que tenía una enfermedad en los ojos: una pasta hecha con siete langostas, un par de grillos, cinco mantis religiosas y cuatro gusanos de tierra, que debía extenderse sobre la palma de las manos.

Cuando el paciente cogió el papel con la prescripción que le habían hecho a través del agujerito de la ventana y lo leyó, una mirada irreverente apareció en su rostro, y lo oímos mascullar: «Es un hada-pájaro, no te digo… Lo único que hay en esta prescripción es alimento para pájaros». Cuando se alejó de la ventana, todavía mascullando algo, no pudimos evitar sentirnos avergonzados de Tercera Hermana. Las langostas y los grillos son exquisiteces para los pájaros, pero ¿por qué iban a servir para curar las enfermedades en los ojos de los seres humanos? Sin embargo, mientras yo estaba todo confundido, el hombre con problemas en la vista volvió casi volando, pasó a nuestro lado, cayó de rodillas ante la ventana, golpeó el suelo con la cabeza como si estuviera machacando dientes de ajo y dijo repetidamente: «Gran Hada, perdóname, Gran Hada, perdóname…». Sus súplicas de perdón le provocaron una carcajada burlona a Tercera Hermana. Al final nos enteramos de que cuando ese hombre tan parlanchín había tomado el camino hacia su casa, un halcón cayó del cielo y le clavó las garras en la cabeza antes de remontar el vuelo llevándose su gorra. También un hombre malintencionado se arrodilló junto a la ventana fingiendo que estaba aquejado de uretritis. El hada-pájaro le preguntó a través de la ventana:

—¿Qué te duele?

El hombre le dijo:

—Cuando orino, es como si tuviera que expulsar cubitos de hielo.

La habitación quedó repentinamente en silencio, como si el hada-pájaro se hubiera marchado avergonzada. El hombre, obsceno y audaz, acercó un ojo al agujero de la ventana, pero antes de que pudiera ver nada se estremeció de dolor: un monstruoso escorpión había caído de la ventana sobre su cuello y lo había picado. El cuello se le hinchó inmediatamente, y después la cara, hasta que sus ojos no eran más que hendiduras, como los de una salamandra.

El hada-pájaro había usado sus poderes místicos para castigar a aquel hombre terrible, para el deleite bullicioso de la buena gente y el incremento de su propia reputación. En los días que siguieron, entre los peregrinos que venían para que les curaran sus dolores o para que les hablaran de su futuro se empezaron a oír acentos de lugares lejanos. Cuando Madre les preguntó, se enteró de que algunos habían venido desde zonas tan alejadas como el Mar del Este y otros desde el Mar del Norte. Cuando les preguntó cómo habían llegado a enterarse de los poderes místicos del hada-pájaro, se quedaron con los ojos como platos, sin saber qué decir. Tenían un olor salado que, nos informó Madre, era el olor del océano. Los peregrinos se quedaban esperando pacientemente y, durante unos días, dormían en el suelo de nuestro patio. El hada-pájaro seguía una agenda que ella misma había programado: cuando había visto a diez peregrinos, se retiraba para el resto del día, y un silencio mortal se apoderaba de la habitación del lado este. Madre enviaba a Cuarta Hermana a llevarle agua fresca. Cuando ella entraba, Tercera Hermana salía. Después entraba Quinta Hermana con algo de comer, y Cuarta Hermana salía. El flujo de chicas entrando y saliendo dejaba atónitos a los peregrinos, que no sabían cuál de las chicas era realmente el hada-pájaro.

Cuando Tercera Hermana se separaba del hada-pájaro, era sólo una chica más, aunque con una serie de expresiones y movimientos muy poco frecuentes. Hablaba pocas veces, miraba casi siempre con el rabillo del ojo, prefería estar de cuclillas a sentarse, bebía solamente agua y estiraba mucho el cuello a cada trago, exactamente igual que un pájaro. No comía ningún tipo de grano, pero claro, tampoco lo hacíamos nosotros, puesto que no había. Los peregrinos traían ofrendas adecuadas para las costumbres de un pájaro: langostas, crisálidas de gusano de seda, afidios, escarabajos y luciérnagas. Algunos también llegaban con alimentos para una dieta vegetariana, como semillas de sésamo, piñones y pipas de girasol. Por supuesto, todo se lo dábamos a Tercera Hermana, y lo que ella no se comía lo dividíamos entre Madre, mis otras hermanas y el pequeño heredero de los Sima. Mis hermanas, que eran todas unas hijas maravillosas, se ofrecían unas a otras sus respectivas crisálidas de gusano de seda. La cantidad de leche que producía Madre era cada vez menor, aunque la calidad seguía siendo alta. Fue durante esos extraños días cuando Madre intentó desacostumbrarme a la alimentación al pecho, pero tuvo que abandonar la idea cuando se hizo evidente que yo estaba dispuesto a llorar hasta la muerte antes de ceder.

Para demostrar su gratitud por el agua hervida y por el resto de servicios que les ofrecíamos y, mucho más importante, por los éxitos del hada-pájaro, que los libraba de sus molestias y preocupaciones, los peregrinos que habían venido atravesando los océanos nos dejaron, al partir, un saco de arpillera lleno de pescado seco. Estábamos más conmovidos de lo que se puede expresar con palabras, y acompañamos a nuestros visitantes hasta el río. Fue entonces cuando vimos docenas de barcos de pesca de anchos mástiles anclados en el Río de los Dragones, que fluía con lentitud. En la larga historia del Río de los Dragones nunca se había visto nada más que unas pocas balsas de madera; se empleaban para cruzarlo cuando se desbordaba. Pero, gracias al hada-pájaro, el Río de los Dragones se había convertido en una rama de los vastos océanos. Eran los primeros días del décimo mes, y los fuertes vientos del Noroeste peinaban la superficie del río. Los que se dirigían hacia el mar subían a bordo de sus embarcaciones, izaban sus velas grises y llenas de remiendos y navegaban hacia el centro del río. Sus timones agitaban tanto las aguas que las enturbiaban al pasar. Las bandadas de gaviotas de color gris plateado, que habían venido siguiendo los barcos de pesca, ahora los acompañaban en su camino de vuelta. Sus chillidos se cernían sobre el río mientras ellas pasaban volando a ras del agua y se elevaban inmediatamente muy por encima de ella. Algunas incluso se dedicaron a entretenernos volando cabeza abajo, o quedándose quietas, suspendidas, en el aire. Los aldeanos se habían reunido en la orilla del río, en principio sólo para mirar, pero empezaron a sumar sus voces a la espectacular despedida que se organizó para los peregrinos que habían venido desde tan lejos. Las velas de los barcos ondearon, agitadas por el viento, sus timones comenzaron a moverse hacia adelante y hacia atrás, y lentamente se alejaron río abajo. Tenían que viajar por el Río de los Dragones hasta el Gran Canal, y desde ahí hasta el Río del Caballo Blanco, que los llevaría al Mar de Bohai. El viaje les llevaría veintiún días. Esta información me la dio Hombre-Pájaro Han, en una clase de geografía, unos dieciocho años más tarde. La visita de estos peregrinos al Concejo de Gaomi del Noreste fue una puesta en acción virtual de los viajes marítimos que Zheng He y de Xu Fu habían hecho unos siglos antes, y constituyeron uno de los capítulos más gloriosos en la historia del Concejo de Gaomi del Noreste. Y todo gracias a un hada-pájaro de la familia Shangguan. Esta gloria disipó las nubes de tristeza que había en el pecho de Madre; quizá ella esperara que otra hada-animal haría su aparición en la casa, un hada-pez, por ejemplo. Pero en realidad, nunca se sabe, quizá no esperaba nada de eso.

Después de que los pescadores se marcharan en sus barcos, recibimos la visita de un personaje eminente. Llegó en un elegante Chevrolet de color negro, rodeado por unos fornidos guardaespaldas armados con Mausers que iban de pie, del lado de afuera, junto a cada una de las puertas. También le escoltaban las nubes de polvo que levantaba el coche al pasar por las carreteras llenas de tierra de la aldea. Los pobres guardaespaldas parecían burros que se hubieran estado revolcando por el suelo. El automóvil llegó hasta la puerta de entrada de nuestro patio y se detuvo allí. Uno de los guardaespaldas abrió la puerta de atrás. Lo primero que apareció fue una diadema de perlas y jade, seguida por un cuello, y al final un gran torso. Tanto por su figura como por su expresión, la mujer parecía un ganso exageradamente grande.

En términos más estrictos, un ganso también es un ave. Pero por muy alto que fuera su estatus, cuando llegó preguntando por el hada-pájaro se esperaba que tuviera una actitud cortés y reverente. Nada se le escapaba al hada-pájaro, que sabía todo lo que iba a suceder, por lo que no se toleraban ni la hipocresía ni la arrogancia. La mujer se arrodilló ante la ventana, cerró los ojos y se puso a rezar en voz baja. Tenía la cara del color de los pétalos de rosa, de donde se podía deducir que no había venido para que le curaran ninguna enfermedad. Las joyas la cubrían de la cabeza a los pies, así que no estaba buscando ricos. ¿Qué podía necesitar una mujer como esa del hada-pájaro? Un trozo de papel blanco apareció por el agujerito de la ventana. Cuando la mujer lo abrió y lo leyó, el rostro se le puso del color de la cresta de un gallo. Arrojó unos cuantos dólares de plata al suelo, se levantó y se alejó de allí. ¿Qué había escrito en ese trozo de papel? Sólo el hada-pájaro y la mujer lo sabían.

Los visitantes siguieron acercándose a nuestro hogar durante días, y después dejaron de venir. Para cuando llegaron los fríos del invierno, ya nos habíamos comido todo el pescado seco que había en el saco de arpillera, y nuevamente la leche de Madre sabía a césped y a corteza de árbol. El séptimo día del duodécimo mes, nos enteramos de que la secta cristiana más grande de la zona iba a abrir un comedor en la Catedral de la Puerta del Norte. Madre y todos los niños, con nuestros cuencos y palillos en la mano, caminamos toda la noche junto a diversos grupos de aldeanos hambrientos en dirección a la capital del condado. Dejamos a Tercera Hermana y a Shangguan Lü a cargo de la casa. Debido a que una de ellas era más hada que humana, y la otra menos humana que demonio, estaban más capacitadas para lidiar con el hambre. Madre le lanzó un puñado de césped a Shangguan Lü.

—Madre —le dijo—, si eres capaz de morir, hazlo cuanto antes. ¿Por qué sufres con nosotros de este modo?

Era la primera vez que uno de nosotros cogía la carretera que iba a la capital del condado. Cuando digo «carretera», me refiero al pequeño sendero gris, formado por las pisadas de los hombres y las bestias, por el que avanzábamos. No podría decir cómo el coche de aquella mujer rica había logrado llegar hasta nuestra aldea. Avanzábamos bajo la fría luz de las estrellas. Yo iba en la espalda de Madre, el pequeño heredero de los Sima en la de Cuarta Hermana, Octava Hermana en la de Quinta Hermana, y mis hermanas sexta y séptima andaban por su cuenta. La medianoche llegó y pasó, y mientras tanto escuchamos los gritos intermitentes de los niños en las selvas que nos rodeaban. Séptima Hermana, Octava Hermana y el pequeño heredero de los Sima también empezaron a llorar. Madre expresó su disconformidad, pero incluso ella estaba llorando, así como Cuarta Hermana y Quinta Hermana. Estas dos, de pronto, tropezaron y cayeron al suelo. Pero tan pronto como Madre levantaba a una y la dejaba para coger a la otra, la primera se volvía a caer. Esto ocurrió durante un rato, hasta que Madre, al fin, se sentó en el frío suelo, junto a todos los demás, acurrucándose para calentarse mutuamente. Me cambió de lado y me puso al frente y colocó su fría mano bajo mi nariz para comprobar si todavía respiraba. Seguramente pensó que el frío o el hambre me podían haber apartado de ella. Yo respiré débilmente para que supiera que seguía vivo. Entonces, ella corrió las cortinas que cubrían sus pechos y me metió un pezón helado en la boca. Parecía un cubito de hielo que se estuviera derritiendo lentamente en mi boca y me la estuviera dejando dormida por el frío. El pecho de Madre no tenía nada que ofrecer. Por muy fuerte que yo succionara, lo único que lograba sacar fueron unos pocas gotitas de sangre. ¡Hacía frío, hacía tantísimo frío! Y en medio de aquel frío, los espejismos flotaban ante los ojos de la gente muerta de hambre que nos rodeaba: una cocina encendida, una olla humeante y llena de pollo y pato, platos y platos de empanadillas de carne, todo eso y hierba verde y hermosas flores. Frente a mis ojos había dos pechos del tamaño de calabazas, rebosantes de rica leche, vivos como un par de palomas y perfectos como cuencos de porcelana. Olían maravillosamente y tenían un aspecto bellísimo. Un líquido ligeramente azulado, dulce como la miel, brotaba de ellos, llenando mi tripa y empapándome de la cabeza a los pies. Yo envolvía aquellos pechos con los brazos y nadaba en esas fuentes de líquido… y por encima de mi cabeza, millones y billones de estrellas giraban en el cielo, en círculos, formando gigantescos pechos: pechos en Sirio, la estrella Perro; pechos en la Osa Mayor; pechos en Orion, el Cazador; pechos en Vega, la chica que teje; pechos en Altair, el Vaquero; pechos en Chang’e, la bella en la Luna; los pechos de Madre… Escupí el pezón de Madre y miré hacia la carretera. Un hombre que llevaba por encima de la cabeza una lámpara medio rota hecha con piel de cabra se acercó a nosotros. Era Tercer Maestro Fan. Estaba desnudo de cintura para arriba, y entre el ácido hedor a piel de animal quemada y bajo el brillo de su lámpara, aullaba: «Compañeros, convecinos: no os sentéis, bajo ninguna circunstancia. Si os sentáis, os congelaréis hasta morir. Vamos, compañeros, convecinos, seguid avanzando. Seguir avanzando es seguir vivos, sentarse es morir».

La sentida exhortación de Tercer Maestro Fan hizo que mucha gente se levantara, abandonando el ilusorio calor que sentían quedándose acurrucados y que era, sin ninguna duda, el camino hacia la muerte. Se pusieron en pie y empezaron a desplazarse atravesando el frío, lo cual era su única posibilidad de sobrevivir. Madre se levantó, me volvió a cambiar a la posición de la espalda, cogió al pequeño y desgraciado heredero de los Sima y lo acomodó entre sus brazos, y después cogió el brazo de Octava Hermana y empezó a darles pataditas a Cuarta Hermana, Quinta Hermana, Sexta Hermana y Séptima Hermana para que se pusieran de pie. Fuimos tras los pasos de Tercer Maestro Fan, que había usado su chaqueta de piel de cabra como antorcha para iluminar el camino. Lo que nos hacía avanzar no eran nuestros pies sino nuestra fuerza de voluntad, nuestro deseo de llegar a la capital del condado, de llegar hasta la Catedral de la Puerta del Norte, de aceptar la misericordia de Dios, de aceptar un cuenco de gachas del duodécimo mes.

Docenas de cadáveres se acumulaban a los lados de la carretera en esta solemne y trágica procesión. Algunos yacían con la camisa abierta y una expresión beatífica en el rostro, como si quisieran calentarse el pecho con las llamas de las antorchas que iban pasando a su lado.

Tercer Maestro Fan murió con los primeros brillos del amanecer.

Todos comimos las gachas del duodécimo mes que Dios nos brindó; mi ración me llegó a través de los pechos de mi madre. Nunca olvidaré la escena que rodeó la comida. Unas urracas se instalaron en la cruz, bajo el alto techo de la catedral. Fuera, un tren jadeaba mientras avanzaba por sus raíles. Dos enormes calderos, llenos de carne de ternera estofada, humeaban sobre el fuego. Un sacerdote, vestido con una sotana negra, estaba de pie junto a los calderos y rezaba mientras cientos de campesinos hambrientos hacían cola delante de él. Los feligreses servían las gachas, con unos grandes cucharones, en cuencos; un cucharón a cada uno, fuera cual fuera el tamaño del cuenco. Los fuertes ruidos que hacía la gente al sorber dejaban constancia de que las gachas, diluidas en innumerables lágrimas, se consumían rápidamente. Cientos de lenguas rosadas lamían los cuencos hasta dejarlos limpios, y entonces la cola volvía a formarse. En los calderos se echaban montones de sacos de arpillera llenos de arroz y montones de cubos de agua; en esta ocasión, según deduje yo por el sabor de la leche, las gachas estaban hechas con arroz, sorgo mohoso, soja medio podrida y granos de cebada con sus cáscaras.