IV
Las primeras señales de que una mujer está envejeciendo le aparecen en los pechos y van avanzando desde los pezones hacia atrás. Después de que nuestra hermana se diera a la fuga, los rosados pezones de Madre, que siempre se habían mantenido juguetonamente erguidos, se inclinaron hacia abajo, como las espigas de grano cuando están maduras. Al mismo tiempo, el rosa se volvió rojo dátil. Durante esos días su producción de leche decayó, y ya no era ni de cerca tan fresca ni tan bien oliente ni tan dulce como siempre había sido. De hecho, esa leche, que ahora era anémica, sabía un poco a madera podrida. Afortunadamente el paso del tiempo fue haciendo que su estado de ánimo mejorara poco a poco, especialmente una vez que se comió una gran anguila, tras lo cual sus pezones decaídos resurgieron y se elevaron y su color se aclaró. Pero las profundas arrugas que habían aparecido en la base de cada pezón, como pliegues en las páginas de un libro, seguían siendo perturbadoras; desde luego, ahora se habían suavizado, pero a pesar de todo quedaba un trazo indeleble de su declive. Para mí, esto fue como una advertencia; gracias al instinto, o tal vez a la intervención divina, se produjo un cambio en mi actitud temeraria e indulgente con respecto a los pechos. Supe que debía considerarlos como algo precioso, y conservarlos y protegerlos, tratándolos con el cuidado que se merecían esos exquisitos contenedores.
El invierno de aquel año fue especialmente amargo, pero fuimos avanzando hasta la primavera sanos y salvos y llenos de confianza gracias a que teníamos media habitación llena de trigo y el sótano con pilas de nabos hasta el techo. Durante los días más fríos, las fuertes nevadas nos obligaban a quedarnos encerrados en casa, mientras afuera a algunos árboles se les quebraban las ramas bajo el peso de la nieve que se les acumulaba encima. Cubiertos con los abrigos de piel que nos había dado Sha Yueliang, nos acurrucábamos en torno a Madre y caíamos en una especie de hibernación. Pero un día salió el sol y comenzó a derretir la nieve. En los aleros del tejado se formaron carámbanos de hielo y los gorriones fueron reapareciendo poco a poco, y gorjeaban para nosotros desde las ramas de los árboles que había en el patio. Por nuestra parte, nos desperezamos y fuimos saliendo de nuestro sopor invernal. Mis hermanas experimentaron una profunda repulsión por la nieve derretida que nos había servido durante tanto tiempo, y la misma comida de nabos hervía en agua de nieve, una tras otra hasta cientos de veces. Mi segunda hermana, Zhaodi, fue la primera que mencionó que la nieve de aquel año traía un olor a sangre, y añadió que si no nos dábamos prisa en bajar al río para traer agua fresca, seguramente sufriríamos una extraña enfermedad y ni siquiera Jintong, que todavía se alimentaba de leche materna, podría sobrevivir. Para entonces, Zhaodi había asumido con mucha naturalidad el rol de liderazgo de Laidi. Tenía unos labios gruesos y carnosos y hablaba con una voz potente que la hacía muy atractiva. Se convirtió en la voz de la autoridad, puesto que había asumido toda la responsabilidad en la preparación de las comidas en cuanto el invierno se había cernido sobre nosotros, mientras Madre se sentaba en el kang, timorata como una vaca lechera que ha sufrido heridas, envolviéndose de vez en cuando en la preciosa piel de zorro, como debía hacer, para mantener el calor y garantizar la continuidad del flujo de leche de buena calidad hasta sus pechos. Mirando a Madre, mi segunda hermana dijo imperiosamente:
—Desde hoy, iremos a buscar agua al río.
Madre no puso ninguna objeción. Mi tercera hermana, Lingdi, puso mala cara y se quejó del sabor de los nabos hervidos en agua de nieve y repitió su propuesta de que vendiéramos la burra y usáramos el dinero para comprar algo de carne.
—Estamos rodeados de hielo y nieve —dijo Madre sarcásticamente—, así que ¿dónde sugieres que vayamos a venderla?
—Entonces vamos a cazar conejos salvajes —dijo Tercera Hermana—. Con todo este hielo y toda esta nieve tienen tanto frío que casi no se pueden mover.
Madre palideció de rabia.
—Chicas, recordad una cosa: no quiero volver a ver un conejo salvaje en lo que me queda de vida.
De hecho, hubo mucha gente en la aldea que se hartó de comer conejo salvaje durante aquel amargo invierno. Los conejos, pequeños y regordetes, se arrastraban por los campos nevados como gusanos, en un estado de letargo tal que incluso las mujeres con los pies vendados podían atraparlos con facilidad. Fue una época dorada para los zorros. Debido a las batallas, que no se acababan nunca, todos los rifles de caza habían sido confiscados por las guerrillas de uno u otro signo, privando a los aldeanos de sus armas más eficaces. Y las batallas también tenían un efecto debilitador en el estado de ánimo de dichos aldeanos, por lo que en el momento álgido de la temporada de caza los zorros, a diferencia de años anteriores, no tenían nada que temer. Durante las noches, tan largas que parecían interminables, los zorros campaban libremente en los pantanos y todas sus hembras quedaron preñadas. Sus lastimeros aullidos casi volvían loca a la gente.
Empleando una pértiga, mis hermanas tercera y cuarta llevaron un gran cubo de madera hasta el Río de los Dragones. Las siguió mi segunda hermana, que llevaba un martillo pilón. Cuando pasaron junto a la casa de la Tía Sol, sus ojos se dirigieron hacia el patio, que estaba más desolado de lo que se pueda imaginar, sin un solo signo de vida. Una bandada de cuervos formaba una línea junto al muro, como recordatorio de todo lo que había sucedido allí. La excitación de aquella época había desaparecido hacía mucho tiempo, así como los mudos, que se habían marchado con destino desconocido. Las chicas atravesaron la nieve, que les llegaba por las rodillas, hasta la orilla del río, observadas por varios perros-mapache desde los ásperos arbustos. El Sol estaba atravesando el cielo del Sudeste y sus rayos diagonales brillaban sobre el lecho del río. El hielo que había junto a la orilla estaba blanco, y caminar sobre él era como pisar tortitas crocantes; crujía bajo los pies de las chicas haciendo un ruido como ge-ge-cha-cha. En el centro, el hielo era azul pálido, duro, suave y brillante. Mis hermanas pasaron sobre él caminando con precaución, y cuando mi cuarta hermana resbaló y cayó, arrastró tras ella a mi segunda hermana, que la tenía cogida de la mano. El cubo y el martillo pilón dieron un golpe fuerte y sonoro contra el hielo, y las chicas rieron.
Segunda Hermana escogió un trozo de hielo limpio y lo atacó con el martillo pilón, que había pertenecido a la familia Shangguan durante generaciones, levantándolo bien alto por encima de su cabeza con sus delgados brazos e impulsándolo hacia abajo con fuerza. Los ruidos agudos y huecos que hacía el acero en contacto con el hielo volaban por el aire y hacían que la persiana de papel de nuestra ventana temblara. Madre me mimó la parte de arriba de la cabeza, sobre la pelusa amarilla, y después acarició la piel de mi abrigo. «Pequeño Jintong —me dijo—, pequeño Jintong, tu hermana está haciendo un gran agujero en el hielo. Volverá con un cubo lleno de agua y con medio cubo lleno de pescado». Mi octava hermana, envuelta en su abrigo de piel de lince, estaba tumbada acurrucada en una esquina del kang, con una extraña sonrisa dibujada en el rostro, como una pequeña y peluda Diosa de la Misericordia. El primer golpe que dio Segunda Hermana produjo una marca blanca del tamaño de una nuez. Varias astillas de hielo quedaron pegadas al martillo. Lo levantó otra vez, haciendo un esfuerzo para poder elevarlo por encima de su cabeza, y volvió a dejarlo caer, esta vez de una forma más titubeante. Sobre el hielo apareció otra marca blanca, esta a varios centímetros de distancia de la primera. Para el momento en que unas veinte manchas cubrían el trozo de hielo, Zhaodi estaba casi sin aliento, y unas grandes y densas vaharadas de humo blanco salían de su boca. Levantó el martillo una vez más, pero al hacer un último esfuerzo para dar el golpe, perdió el equilibrio y cayó de cabeza sobre el hielo. Tenía la cara pálida como la ceniza y sus gruesos labios habían adquirido un color rojo brillante. Además, se le nubló la vista y sobre la punta de la nariz tenía unas gotas cristalinas de sudor.
Para entonces, mis hermanas tercera y cuarta ya estaban murmurando, dando voz a su disgusto con su hermana mayor, mientras ráfagas de viento procedente del Norte barrían la superficie del lecho del río y les cortaban la cara como si fueran cuchillos. Segunda Hermana se levantó, se escupió en las manos, volvió a coger el martillo pilón y golpeó el hielo con él. Pero este nuevo golpe la envió despatarrada al suelo por segunda vez.
Justo cuando estaban recogiendo el cubo y la pértiga para transportarlo y estaban a punto de encaminarse hacia casa, frustradas, resignadas al hecho de que iban a tener que seguir empleando nieve derretida, o hielo, para cocinar, una docena de caballos que tiraban de trineos y dejaban un rastro de polvo de nieve apareció galopando por encima del río helado. Debido a los brillantes rayos del sol que rebotaban en el hielo y al hecho de que los caballos venían del Sudeste, al principio Segunda Hermana pensó que habían arribado a la Tierra viajando en esos mismos rayos solares. Brillaban como haces de luz dorada y centelleaban a gran velocidad. Los cascos de los caballos refulgían como la plata al repiquetear sobre el hielo, herraduras de hierro que llenaban el aire con sus fuertes impactos y enviaban esquirlas de hielo que llegaban volando hasta los rostros de mis hermanas, que se quedaron ahí mirando boquiabiertas, demasiado estupefactas como para ni siquiera pensar en salir corriendo. Los caballos pasaron a su lado al galope antes de detenerse, de forma impresionante, sobre el suave y brillante hielo. Mis hermanas se dieron cuenta de que los trineos estaban recubiertos con una gruesa y amarilla capa de aceite de tung, que relucía como el vidrio de colores. En cada uno de los trineos había cuatro hombres sentados; todos ellos llevaban gorros hechos con lustrosa piel de zorro. La escarcha blanca les cubría la barba, las cejas, las pestañas y la parte delantera de los gorros. Unas densas vaharadas de humeante niebla surgían de sus narices y sus bocas. Sus caballos eran pequeños y delicados, y tenían las piernas cubiertas de pelo bastante largo. Por su tranquilo comportamiento, Segunda Hermana dedujo que se trataba de los legendarios ponis de Mongolia. Un tipo alto y fornido bajó del segundo de los trineos de un salto. Llevaba un grueso abrigo de piel de oveja, abierto por el frente, donde dejaba ver un chaleco de piel de leopardo. El chaleco iba ceñido con un cinturón de cuero, del cual colgaban un revólver metido en su cartuchera por un lado y un hacha por el otro. Él era el único que llevaba un sombrero de fieltro con alas en lugar de una gorra de cuero; las orejas quedaban así desprotegidas, por lo que se las tapaba con unas orejeras de piel de conejo.
—¿Vosotras sois las hijas de la familia Shangguan? —les preguntó.
El hombre que estaba ante ellas era Sima Ku, el ayudante del administrador de la Casa Solariega de la Felicidad.
—¿Qué estáis haciendo aquí fuera? —Él mismo dio la respuesta antes de que ellas pudieran contestarle—. Ah, intentando abrir un agujero en el hielo. ¡Ese no es un trabajo para chicas! —se dio la vuelta y les gritó a los hombres que iban en los trineos—: bajad aquí, vosotros, y ayudad a mis vecinas a hacer un agujero en el hielo. Mientras tanto, les daremos algo de agua a esos ponis de Mongolia.
Docenas de hombres bajaron de los trineos. Estaban hinchados y tosían y escupían sin parar. Varios de ellos se arrodillaron, empuñaron las hachas y comenzaron a golpear el hielo: pa, pa, pa. Las esquirlas de hielo volaban por el aire mientras el suelo se llenaba de las marcas de los golpes. Uno de los hombres, que lucía una barba en la cara, acarició el filo de su hacha y, después de sonarse la nariz, dijo:
—Hermano Sima, a este ritmo podemos seguir trabajando hasta que sea de noche y no lograremos atravesar el hielo.
Sima Ku se arrodilló, sacó su propia hacha y probó a dar unos cuantos golpes sobre el hielo.
—¡Maldita sea! —juró—. Es como una superficie de acero.
El hombre de la barba dijo:
—Hermano mayor, si todos vaciamos la vejiga en un mismo punto, quizá el hielo se derrita y se abra un agujero.
—¡Eres un gilipollas! —lo insultó Sima Ku, sufriendo un ataque de risa. Se dio una palmada en el trasero y entonces abrió la boca, ya que la herida que había sufrido en la espalda todavía no se le había cicatrizado del todo, y exclamó—: Ya lo tengo. El técnico Jiang, que venga aquí.
Un hombre pequeño y huesudo se le acercó y lo miró a la cara, sin decir ni una palabra. Pero la expresión de su rostro mostraba claramente que estaba a la espera de órdenes.
—¿Esa cosa que has traído puede atravesar el hielo?
Jiang sonrió con suficiencia y le contestó, con una voz frágil y femenina:
—Será como aplastar un huevo con un martillo de hierro.
—Entonces, date prisa —le dijo Sima Ku, muy excitado—, y hazme sesenta y cuatro, es decir, ocho veces ocho agujeros en este río de hielo. Hagamos que mis vecinos se beneficien de la presencia de Sima Ku. —Entonces se volvió hacia mis hermanas—: Y vosotras, chicas, quedaros ahí y no os mováis.
El técnico Jiang retiró el lienzo impermeable que cubría el tercer trineo; aparecieron dos objetos de hierro, pintados de verde, con forma de enormes piezas de artillería. Con una serie de movimientos bien ensayados, soltó un largo tubo de plástico y lo envolvió alrededor de la cabeza de uno de los objetos. Después miró el reloj; dos pequeñas manecillas rojas, finas como lápices, hacían tic-tac rítmicamente. Al final se puso un par de guantes de tela, apretó un objeto metálico que se parecía a una gran pipa de opio, que iba unido a dos tubos de goma, y lo hizo girar. La cosa se puso en marcha. El ayudante del técnico, un chico delgado que no podía tener más de quince años, encendió una cerilla y la acercó a los petardeantes extremos de los tubos. Unas llamas azules, gruesas como crisálidas de gusanos de seda, salieron de los tubos haciendo un fuerte fsssh. Le dio a gritos instrucciones al jovenzuelo, quien se subió al trineo y dio vuelta a las cabezas de los dos objetos, con lo que las llamas azules inmediatamente se volvieron de un blanco cegador, más brillante que la luz del sol. El técnico Jiang cogió uno de los intimidantes objetos y le echó una mirada a Sima Ku, quien le guiñó un ojo y levantó la mano bien alto para bajarla después, gritando: «¡Comienza a cortar!».
Jiang se agachó y acercó la llama blanca al suelo helado. Un vapor de color blanco lechoso se elevó como un chorro de unos treinta centímetros por el aire, acompañado por un fuerte chisporroteo. El brazo controlaba la acción de la muñeca, la muñeca controlaba la dirección de la enorme pipa de opio, y la pipa de opio escupía unas llamas blancas que hicieron un agujero en el hielo. Jiang levantó la vista.
—Ahí tienes tu agujero —dijo.
Con ciertas dudas, Sima Ku se agachó para mirar el hielo y vio que en la superficie se había arrancado un pedazo de hielo del tamaño de una piedra de molino, quemando su perímetro y dejando unas pequeñas astillas en los bordes. El agua del río se empezó a arremolinar alrededor de él. Entonces Jiang hizo una cruz sobre el trozo de hielo con la llama blanca, dividiéndolo en cuatro partes. Les puso el pie encima para hundirlas, una por una, y el río que fluía por debajo del hielo las arrastró. Un agua azul brotaba del agujero.
—Perfecto. —Sima Ku alabó el trabajo del hombre, que también recibió las miradas de admiración de los que lo rodeaban—. Ahora, haz unos pocos agujeros más, para nosotros —ordenó Sima.
Empleando todas sus habilidades, el técnico Jiang hizo docenas de agujeros más en el hielo de más de medio metro de grosor que cubría el Río de los Dragones. Resultaron tener contornos muy variados: círculos, cuadrados, rectángulos, triángulos, trapecios, octógonos, e incluso algunos con forma de pera, todos colocados como en una página de un libro de geometría.
—Técnico Jiang —dijo Sima Ku—, ¡has saboreado las mieles del éxito! Bueno, hombres, subamos otra vez a los trineos. Tenemos que llegar al puente antes de que se haga de noche. Pero primero les daremos de beber a los caballos un poco de agua del Río de los Dragones.
Los hombres llevaron a sus caballos hasta los agujeros para que bebieran del río, y Sima Ku se dirigió a Segunda Hermana.
—Tú eres la segunda hija, ¿verdad? Bueno, vete a casa y dile a tu madre que cualquier día de estos voy a machacar a ese bastardo de Sha Yueliang y a devolverle a tu hermana mayor al mudo.
—¿Sabes dónde está ella? —le preguntó mi hermana, sin andarse con rodeos.
—Sha Yueliang se la llevó con él a vender opio, con él y con esa mierda de banda de burros que tiene.
Sin atreverse a preguntar nada más, Segunda Hermana observó cómo Sima Ku se montaba en su trineo y partía en dirección oeste a toda velocidad, seguido por los otros once trineos. Giraron en el puente de piedra, por encima del Río de los Dragones, y desaparecieron de su vista.
Mis hermanas, todavía fascinadas por el espectáculo milagroso que acababan de presenciar, ya no sentían el frío. Se quedaron mirando fijamente todos los agujeros que había sobre el hielo, desde los triángulos a los óvalos, desde los óvalos a los cuadrados, desde los cuadrados a los rectángulos, y mientras tanto el agua del río les empapaba los zapatos antes de congelarse. El aire fresco que salía de los agujeros les llenaba los pulmones. Un sentimiento de reverencia por Sima Ku se apoderó de mis hermanas segunda, tercera y cuarta. Ahora que mi hermana mayor les había servido como un modelo glorioso, en la mente inmadura de Segunda Hermana un pensamiento empezó a tomar forma: ¡Se casaría con Sima Ku! Pero alguien, por lo visto, le había advertido fríamente que Sima Ku tenía tres esposas. De acuerdo, pensó ella. ¡Yo seré la cuarta! Justo en ese momento, Cuarta Hermana gritó: «¡Hermana, mira ese gran palo de carne!».
El llamado palo de carne era, en realidad, una anguila con la piel plateada que había emergido hasta la superficie y que estaba retorciéndose torpemente en el agua. Su cabeza, semejante a la de una serpiente, era del tamaño de un puño, y tenía unos ojos fríos y amenazadores, como los de una víbora agresiva. Cuando alcanzó la superficie con la cabeza, de su boca salieron unas burbujas que explotaron en el aire. «¡Es una anguila!», gritó Segunda Hermana, cogiendo la pértiga de bambú que usaba para llevar cosas y golpeando con ella sobre la cabeza del animal. El gancho que había en el extremo hizo que salpicara un montón de agua. La cabeza de la anguila se hundió y desapareció bajo la superficie, pero salió a flote inmediatamente después. Le había reventado los ojos. Segunda Hermana la golpeó de nuevo. Los movimientos de la anguila se volvieron cada vez más lentos hasta que se quedó rígida, toda estirada. Segunda Hermana soltó la pértiga y, cogiéndola por la cabeza, arrastró la anguila fuera del agua. Estaba rígida como si se hubiera congelado; de hecho, se había convertido en un palo de carne. Las chicas emprendieron el tortuoso regreso al hogar. Hermanas Tercera y Cuarta transportaban el agua, y Segunda Hermana llevaba el martillo en una mano y la anguila en la otra.
Madre le cortó la cola a la anguila y troceó el cuerpo en dieciocho partes. Cada pedazo que cortaba caía al suelo haciendo un ruido seco. Después hirvió la anguila del Río de los Dragones en el agua que le habían traído del Río de los Dragones e hizo una sopa deliciosa. A partir de aquel día, los pechos de Madre se volvieron nuevamente juveniles, a pesar de que las marcas de las arrugas que he mencionado antes permanecieron en las puntas, como páginas de un libro que se han plegado.
Esa noche, la exquisita sopa también sirvió para levantarle la moral a Madre y para devolverle la expresión de santidad a su rostro, parecida a la expresión piadosa del Guanyin Bodhisattva o a la de la Virgen María. Mis hermanas se sentaron alrededor de su asiento de loto. Sus queridas niñas la acompañaron durante esa noche de paz. Los vientos del Norte aullaban sobre el Río de los Dragones, convirtiendo nuestra chimenea en un silbato. Las ramas de los árboles del patio, cubiertas de hielo, se quebraban al agitarse con las ráfagas de viento. Un carámbano de hielo se separó del alero del tejado y se destrozó ruidosamente contra la piedra para hacer la colada que había justo debajo.
Durante aquella misma noche maravillosa, Sima Ku cruzó el puente metálico que había sobre el Río de los Dragones, a unos treinta li de la aldea, y estaba a punto de escribir un nuevo capítulo en la historia del Concejo de Gaomi del Noreste. La vía de tren que pasaba por ese puente formaba parte de la Línea Jiaoji, que había sido construida por los alemanes. Los guerreros de la Brigada del Lobo y los de la Brigada del Tigre habían combatido en una heroica y sangrienta batalla, empleando todas las tácticas imaginables para retrasar la construcción, pero finalmente habían sido incapaces de impedir que el camino de acero cortara el blando bajo vientre del Concejo de Gaomi del Noreste, dividiéndolo en dos. Tal como lo expresara su antepasado, Sima el Urna: «Maldita sea, es como abrirles el vientre a nuestras mujeres». El dragón metálico había vomitado un grueso humo negro al pasar rodando a través de Gaomi del Noreste, como si rodara por encima de nuestros pechos. Ahora la línea ferroviaria estaba en manos de los japoneses, quienes la empleaban para transportar carbón y algodón, que en última instancia servirían para limpiar las armas y para preparar la pólvora que usarían contra nosotros.
El Cinturón de Orion se dirigía al Oeste; una luna creciente se alzaba por encima de las copas de los árboles. El castigador viento del Oeste llegaba barriendo la superficie del río helado, arrancándole gemidos y gruñidos al puente de acero a su paso. Era una noche amargamente, casi diabólicamente fría, tan fría que el hielo se quebraba sobre la superficie del río, creando unos dibujos similares a los de una telaraña. Los crujidos que hacía al quebrarse eran más fuertes que el ruido de disparos. La brigada de trineos de Sima Ku alcanzó la base del puente y se detuvo al borde del río. Sima Ku bajó de su trineo de un salto, con un dolor en la espalda como si lo hubiera estado arañando un gato. La tenue luz de las estrellas hacía que el río brillara levemente, pero el cielo, entre las estrellas y el río, estaba tan oscuro que uno no podía verse los dedos de la mano. Dio una palmada, y a su alrededor otras palmadas le contestaron. La misteriosa oscuridad lo llenaba de energía y de excitación. Más tarde, cuando le preguntaron cómo se sentía antes de destruir el puente, había dicho: «Estupendo, como si fuera Nochevieja».
Sus tropas, a tientas, llegaron hasta el puente; Sima Ku se había subido a uno de sus postes, y se sacó un hacha del cinturón y la emprendió a golpes con un soporte. Saltaban chispas y se oía un estridente sonido metálico.
—¡Por las piernas de una puta! —maldijo—. Solamente acero.
Una estrella fugaz atravesó el cielo, dejando el rastro de su larga cola y parpadeando mientras llenaba el cielo de unas maravillosas chispas azules que iluminaron, momentáneamente, el espacio entre el cielo y la tierra. Gracias a la luz de esta estrella fugaz, pudo observar bien el poste de cemento y los soportes de acero.
—Técnico Jiang —gritó—, ven aquí arriba.
Apoyándose en sus camaradas, que lo levantaron, Jiang logró trepar al poste, seguido por su joven aprendiz. En el poste los trozos de hielo proliferaban como setas, y cuando Sima Ku se estiró para darle la mano al chico, resbaló en el hielo y se dio un golpe contra el suelo. El chico consiguió quedarse en lo alto del poste. Sima aterrizó con la espalda, de donde la sangre y el pus todavía no habían dejado de salir.
—Ay, madre —gritó—. ¡Madre querida, cómo duele esto!
Sus hombres, a toda prisa, lo ayudaron a levantarse del hielo, pero eso no hizo que se pararan los gritos de dolor, gritos tan fuertes que llegaban hasta los cielos.
—Hermano mayor —le dijo uno de sus hombres—, vas a tener que aguantarlo como puedas. No te arriesgues más.
Eso hizo que dejara de gritar. De pie, estremeciéndose de frío y de dolor, Sima ladró una orden:
—Vamos, ponte a ello, técnico Jiang. Corta unos cuantos y nos vamos. Los analgésicos que me dio ese maldito Sha Yueliang no hacen más que empeorar mi estado.
Uno de sus hombres le dijo:
—Hermano mayor, creo que eso es lo que él quería, y tú caíste en su trampa.
Sima le contestó, curioso:
—No me digas que nunca has oído ese refrán que dice: «Cuando uno está enfermo, cualquier remedio es bueno».
—Aguántalo como puedas, hermano mayor —repitió el hombre—. Yo me haré cargo de tu problema cuando lleguemos a casa. No hay nada mejor para las quemaduras que el aceite de tejón. Siempre funciona.
¡Brruuum! Una explosión de chispas azules, blancas por los bordes, surgió de entre los soportes del puente, con un brillo tan fuerte que las lágrimas brotaron en los ojos de los hombres. Los espacios huecos del puente, sus postes, sus soportes de acero, los abrigos de piel de perro, los gorros de piel de zorro, los trineos amarillos, los ponis de Mongolia y todo lo que había alrededor del puente se hizo visible con absoluta claridad; incluso se vio un pelo que había caído sobre el hielo. Las dos personas que había sobre el puente, el técnico Jiang y su joven aprendiz, se habían resguardado bajo uno de los soportes de hierro como un par de monos, mientras su «inmensa pipa de opio» escupía llamas blancas incandescentes que cortaban el metal. Un humo blanco se elevaba dibujando volutas en el aire mientras el lecho del río emitía el olor, misteriosamente agradable, que desprende el metal mientras se quema. Sima Ku observó las chispas de todos los colores completamente fascinado, olvidándose del dolor de su espalda. Las centelleantes llamas devoraban el metal como los gusanos de seda consumen las hojas de las moreras. Casi de forma instantánea, un trozo de un soporte se desprendió del puente y se quedó clavado formando un ángulo con el hielo que había debajo. «¡Corta, corta, corta este puente de mierda en pedazos!», aullaba Sima Ku.
—Ya es casi la hora, hermano mayor —le dijo a Sima Ku el hombre que le estaba aplicando el aceite de tejón en la espalda herida—. Está previsto que el tren pase justo antes del amanecer.
Al menos una docena de soportes de acero, escogidos al azar, habían sido cortados con la gran antorcha, que seguía escupiendo llamas azules y blancas debajo del puente.
—Esos cabrones se caen con facilidad —dijo Sima Ku—. ¿Estás seguro de que el puente se caerá bajo el peso del tren?
—Si corto más, me temo que el puente se caerá por su propio peso antes de que llegue el tren.
—De acuerdo, entonces ya puedes bajar. En cuanto a vosotros —les dijo a los otros—, echadle una mano a ese par de tipos duros y dadles una botella de nuestro licor a cada uno, como recompensa.
Las chispas azules se extinguieron. Los miembros de la brigada ayudaron al técnico Jiang y a su aprendiz a bajarse del poste y a subir a uno de los trineos. En la oscuridad de antes del amanecer, los vientos dejaron de soplar, pero el aire seguía estando tan frío que helaba hasta los huesos. Los ponis de Mongolia tiraron de los trineos, a tientas, a través de la oscuridad, por el suelo helado. Antes de que hubieran recorrido un kilómetro, Sima Ku les ordenó detenerse. «Después del duro trabajo de toda una noche —dijo—, ha llegado el momento de sentarse a contemplar el espectáculo».
El sol apenas había empezado a teñir el límite inferior del cielo de rojo cuando sonó la máquina de vapor del tren de carga. El río brillaba, los árboles de ambas riberas estaban cubiertos de oro y plata, el puente de acero se extendía silenciosamente a través del río. Sima Ku se frotó las manos nerviosamente, mientras las maldiciones y los juramentos se le acumulaban en la boca. El tren y sus sonidos metálicos eran cada vez más amenazadores a medida que se acercaban a ellos; cuando se aproximó al puente, un fuerte silbido resonó entre el cielo y la tierra. La locomotora vomitaba un humo negro, de las ruedas salía una niebla blanca, y el chirrido del acero en contacto con el acero hizo que los hombres se estremecieran de miedo mientras la superficie helada del río temblaba. Los miembros de la brigada observaban el tren intermitentemente, y les tapaban los oídos a sus caballos apretándoles las orejas contra las crines del cuello. El tren, ordinario y vulgar, enfiló a toda velocidad el puente, que parecía que se iba a mantener en pie, sólido, inamovible. En una cuestión de segundos, los rostros de Sima Ku y sus hombres se volvieron pálidos como la ceniza, pero instantes después todos estaban saltando sobre el hielo y lanzándolo por el aire. Los gritos de alegría de Sima Ku eran los más fuertes de todos, y sus saltos los más grandes, a pesar de la gravedad de las heridas que tenía en la espalda. El puente se derrumbó en unos pocos segundos, y la locomotora y un montón de juntas de madera, vías de acero, arena y barro cayeron al vacío. La locomotora impactó contra uno de los pilares, que también se vino abajo. El ruido era ensordecedor: grandes pedazos de hielo bañados en la luz del amanecer, junto a enormes rocas, trozos de metales retorcidos y vigas de madera destrozadas volaban por el cielo. Con un rugido, docenas de vagones de carga adoptaron la forma de un acordeón detrás de la locomotora; algunos cayeron hacia abajo, sobre el río, y otros se desintegraron misteriosamente a lo largo de las vías. Se empezaron a oír diversas explosiones, comenzando por el vagón que transportaba explosivos, al que seguía el de las municiones de detonación. La superficie helada del río se abrió en dos, y el agua que había debajo saltó por el aire formando grandes chorros. Junto al agua brotaron peces, gambas, e incluso algunas tortugas de caparazones verdes. Una pierna humana, con una bota puesta, aterrizó sobre la cabeza de uno de los ponis de Mongolia; hizo que se le doblaran las patas delanteras y casi lo deja sin sentido. Una de las ruedas del tren, que pesaba cientos de kilos, impactó contra el hielo, formando un géiser de agua que volvió a caer sobre la superficie, llenándola de barro. Las fuertes ondas sonoras dejaron a Sima Ku sordo mientras él contemplaba a los ponis de Mongolia que corrían salvajemente por el hielo, arrastrando los trineos tras de sí. Los hombres de la brigada estaban estupefactos, algunos sentados y otros de pie. A algunos de ellos les salían oscuras gotas de sangre de los oídos. Sima Ku gritaba con todas sus fuerzas, pero no podía oírse; sus hombres tenían la boca abierta, como si también estuvieran dando gritos, pero él tampoco los podía oír a ellos…
Sin embargo, Sima Ku se las apañó para dirigir a sus tropas otra vez hasta el lugar del río en el que habían estado la mañana anterior abriendo agujeros en el hielo con su aparato de llamas azules y blancas. Mis hermanas segunda, tercera y cuarta habían salido para coger más agua e intentar capturar algún pez, pero los agujeros habían quedado tapados durante la noche por una capa de hielo del grosor de una mano. Segunda Hermana los había vuelto a abrir con su martillo. Cuando Sima Ku y sus hombres llegaron al lugar en cuestión, sus caballos corrieron a beber el agua del río. Al cabo de unos minutos, cuando ya estaban saciados, comenzaron a tener escalofríos, las patas les empezaron a temblar, y se desplomaron sobre el hielo; todos y cada uno de ellos murieron repentinamente. El agua helada les había desgarrado los pulmones, dilatados por el esfuerzo.
A primera hora de aquella mañana, todas las criaturas vivas del Concejo de Gaomi del Noreste —seres humanos, caballos, burros, vacas, pollos, perros, gansos, patos— sintieron las poderosas explosiones que hubo en el sudoeste. Las serpientes que estaban hibernando creyeron que se trataba de los truenos que anuncian la estación en la que se despiertan los insectos, por lo que salieron reptando de sus cuevas y en unos instantes murieron congeladas.
Sima Ku guio a sus tropas hasta la aldea, para descansar y reorganizarse, y como bienvenida recibió una sarta de los peores insultos por parte de Sima Ting. Pero como a todo el mundo las explosiones le habían alterado la capacidad auditiva, todos creyeron que le estaba dedicando las más elevadas alabanzas; Sima Ting siempre tenía una expresión de autosuficiencia y felicidad cuando insultaba. Las tres mujeres de Sima Ku habían empleado todos los remedios populares y todas las clases de medicamentos que había a su alcance para paliar los dolores de la espalda quemada y congelada del hombre que compartían. La primera esposa le había puesto una escayola, que la segunda esposa le había quitado para lavar la zona con una loción que había preparado mezclando una docena de extrañas hierbas medicinales, después de lo cual la tercera esposa la había cubierto con un polvo compuesto de hojas aplastadas de pino y de ciprés, raíces de encina, clara de huevo y bigotes de ratón chamuscados. Con tanta actividad, que hacía que su espalda estuviera húmeda en un momento determinado y seca un instante después, a las viejas heridas se les unieron otras nuevas. Llegó un momento en el que Sima Ku se envolvió en una chaqueta impermeable que se cerraba con dos cinturones de cuero, y en cuanto veía que alguna de sus tres esposas se acercaba a él, levantaba el hacha por el aire o cargaba el rifle. Pero aunque no se le curaron las heridas de la espalda, recuperó el oído.
Lo primero que oyó fueron los amargos juramentos de su hermano: «¡Tú, imbécil de mierda, vas a acabar con todo el mundo en esta aldea, ya verás!». Con una mano que era tan suave y tan sonrosada como la de su hermano, con los dedos carnosos y la piel muy fina, cogió a su hermano por la barbilla. Al ver el bigote irregular, amarillento y semejante al de una rata, que le había crecido sobre el agrietado labio superior, que siempre llevaba perfectamente afeitado, sacudió la cabeza tristemente y dijo: «Tú y yo venimos de la semilla del mismo padre, así que insultarme a mí es como insultarte a ti mismo. ¡Vamos, insúltame, insúltame todo lo que quieras!». Entonces dejó caer la mano.
Sima Ting se quedó boquiabierto, mirando fijamente la ancha espalda de su hermano. Lo único que pudo hacer fue sacudir la cabeza. Recogió su gong y salió a la calle, subió torpemente las escaleras de su torre de vigilancia y se puso a escudriñar el Noroeste.
Un tiempo después, Sima Ku volvió con sus hombres al puente, donde rebuscaron entre los escombros hasta encontrar cosas útiles como algunos pedazos retorcidos de vía, una rueda de tren, pintada de color rojo brillante, y un montón de trozos, de forma indescriptible, de bronce y de hierro; colocaron todo eso en exhibición a la puerta de la iglesia, como prueba de su gloriosa victoria militar. Con la saliva burbujeando en las comisuras de los labios, Sima alardeaba ante la multitud, una y otra vez, contándoles cómo había destruido el puente y hecho descarrilar el tren de carga de los japoneses. A medida que iba repitiendo su relato lo iba adornando con nuevos elementos; la historia se volvía más interesante y rica en detalles cada vez que la contaba, y al final era tan excitante y tenía un carácter tan aventurero como un romance popular. Mi segunda hermana, Zhaodi, era quien lo escuchaba más ardientemente. Al principio sólo era una más entre la multitud, pero antes de que pasara mucho tiempo ya pudo contemplar de cerca la nueva arma que habían empleado; en su imaginación, se convenció de que había participado en la destrucción del puente, como si hubiera servido a las órdenes de Sima Ku desde el principio, como si se hubiera trepado con él a los postes del puente y se hubiera caído tras él sobre la superficie helada del río. Cada vez que a él le volvía el dolor en la espalda, ella hacía una mueca, como si los dos compartieran las mismas heridas.
Madre siempre había dicho que los hombres de la familia Sima eran unos lunáticos. Para entonces, ya se había dado cuenta de lo que Zhaodi tenía en mente, y tenía la premonición de que el drama en el que se había involucrado Laidi se iba a representar otra vez, y muy pronto. Con ansiedad creciente, miraba a los oscuros ojos de su hija y veía la aterradora pasión que ardía en su interior. ¿Cómo podía ser que esos ojos y esos labios, gruesos, desvergonzados, de un rojo brillante, pertenecieran a una chica de diecisiete años? Era como una criatura bovina en celo.
—Zhaodi, hija mía —le dijo Madre—. ¿Te das cuenta de la edad que tienes?
Hermana Segunda miró fijamente a Madre.
—¿Tú no te habías casado con mi padre cuando tenías mi edad? ¡Y nos contaste que tu tía tuvo mellizos a los dieciséis años, los dos regordetes como cerditos! —Lo único que podía hacer Madre, llegado este punto, era suspirar. Pero Hermana Segunda todavía no había terminado—. Sé que vas a decirme que él ya tiene tres esposas; bueno, yo seré la cuarta. Y sé que vas a decirme que él es de la generación anterior a la mía; es verdad, pero no tenemos el mismo apellido ni estamos emparentados, así que no estoy infringiendo ninguna norma.
Madre desistió de intentar imponer su autoridad sobre Hermana Segunda y dejó que hiciera lo que quisiera. Parecía bastante tranquila, pero yo me daba cuenta de que por dentro estaba desgarrada debido al cambio de sabor de su leche. Durante esos días, cuando Segunda Hermana se dedicaba a perseguir a Sima Ku, Madre llevó a mis otras seis hermanas al sótano para que la ayudaran a cavar una salida por el muro que daba al Sur, entre los nabos y las pilas de tallos de sorgo que había almacenados. Echamos en la letrina parte de la tierra que sacamos, y llevamos otra parte al establo de la burra, pero la mayoría se fue por el pozo que había en aquel almacén.
El Año Nuevo transcurrió plácidamente. Durante la noche del Festival de las Faroles[4], Madre me cargó a su espalda y sacó a mis seis hermanas a disfrutar de la fiesta. Todas las familias de la aldea habían colgado faroles junto a las puertas de sus casas. Se trataba de faroles pequeños, excepto los dos faroles rojos del tamaño de depósitos de agua que colgaban en la entrada de la Casa Solariega de la Felicidad; cada uno de ellos estaba iluminado por una vela de tocino de cabra más gruesa que mi brazo. La luz que emitían parpadeaba brillantemente. ¿Dónde estaba Zhaodi? Madre ni siquiera se molestó en preguntarlo. Se había convertido en la guerrillera de la familia, en alguien que podía pasar tres días fuera de casa y luego presentarse sin avisar. Estábamos a punto de encender los petardos de la última noche del año para darle la bienvenida al dios de la riqueza cuando Zhaodi apareció vestida con un impermeable negro. Enseñó orgullosamente el cinturón de cuero que llevaba ceñido, muy ajustado, alrededor de su estrecha cintura, y el revólver de plata que colgaba pesadamente de él. Con un tono un tanto burlón, Madre le dijo:
—¿A quién se le hubiera ocurrido que en la familia Shangguan habría, un día, otro salteador de caminos?
Parecía estar al borde de las lágrimas, pero Hermana Segunda simplemente se rio con la risa de una chica enamorada, cosa que despertó en Madre la esperanza de que todavía no era demasiado tarde para hacerla entrar en razón.
—Zhaodi —le dijo—, no puedo permitir que te conviertas en otra de las concubinas de Sima Ku.
Pero Zhaodi hizo un gesto desdeñoso, y esta vez ese desdén revelaba a una mujer malvada, por lo que el rayo de esperanza que había brillado brevemente en el corazón de Madre se extinguió.
El primer día del año, Madre fue a felicitar a su tía y le contó lo que había pasado con Laidi y Zhaodi. Esta anciana tía suya, una mujer con una vasta experiencia, le dijo:
—En lo que se refiere a sus asuntos románticos, hay que dejar que los hijos y las hijas sigan su propio camino. Por otra parte, con yernos como Sha Yueliang y Sima Ku, se acabaron tus preocupaciones. Esos dos tipos son halcones que vuelan alto.
—Lo que a mí me preocupa es que no van a morir en la cama —dijo Madre.
Su tía le contestó:
—En general, los que mueren en la cama son los inútiles.
Madre intentó seguir discutiendo del tema, pero su tía la apartó con un gesto de impaciencia, acabando con las quejas de Madre como quien espanta una mosca.
—Deja que le eche un vistazo a tu hijo —le dijo.
Madre me levantó de la bolsita de tela y me acostó sobre la cama. A mí me daba miedo la pequeña cara de su tía, profundamente arrugada, y especialmente sus radiantes ojos verdes, muy hundidos en sus cuencas. Su protuberante frente estaba completamente desprovista de pelo, no tenía cejas, pero alrededor de los ojos tenía la piel cubierta por unos finos pelos amarillos. Me acarició el cabello con su mano huesuda, y después me retorció la oreja, me pellizcó la nariz e incluso me palpó entre las piernas en busca de mi pequeño pito. Disgustado por su humillante manoseo, me esforcé por escapar reptando hacia una de las esquinas de la cama, pero ella me atrapó y gritó:
—¡Ponte de pie, pequeño bastardo!
Madre le dijo:
—Tía, ¿cómo puedes esperar que se ponga de pie? Sólo tiene siete meses.
—Cuando yo tenía siete meses, ya era capaz de salir hasta el corral de los pollos a buscar huevos para traérselos a tu abuela —dijo la anciana.
—Pero él no es como tú, tía. Tú eres una persona muy especial.
—¡Creo que este pequeño diablo también es especial! Qué pena lo de ese Malory —dijo la anciana.
Madre se puso roja, y después palideció. Yo fui reptando hasta la parte de atrás de la cama, me apoyé con las manos en el alféizar de la ventana y me impulsé hasta quedar de pie.
—¿Has visto? —dijo la anciana, aplaudiendo—. ¡Te dije que podía ponerse de pie, y lo ha hecho! ¡Mírame, pequeño bastardo!
—Se llama Jintong, tía. ¿Por qué no dejas de llamarlo pequeño bastardo?
—Si es o no es un bastardo, sólo su madre lo sabe. ¿Acaso lo es, mi querida sobrina? En cualquier caso, para mí sólo es un apodo: pequeño bastardo. Igual que pequeño huevo de tortuga, pequeño conejito, pequeña bestezuela. ¡Camina hacia mí, pequeño bastardo!
Yo me di la vuelta, con las piernas temblando, y miré a los ojos de Madre, que estaban llenos de lágrimas.
—¡Jintong, mi pequeño niño bueno! —dijo Madre, acercándose a mí. Yo me lancé entre sus brazos abiertos. Realmente estaba caminando—. Mi hijo ya camina —murmuró Madre, abrazándome con fuerza—. Mi hijo ya camina.
—Los hijos y las hijas son como los pájaros —le dijo su tía—. Cuando les llega el momento de echarse a volar, no puedes retenerlos. ¿Y qué hay de ti? Quiero decir: ¿Qué harías tú si todos ellos murieran?
—Me las apañaría bien —contestó Madre.
—Eso es lo que quería oír —dijo la anciana—. Debes dejar siempre que tus pensamientos se eleven hasta el cielo, o se sumerjan en el océano, y si todo lo demás falla, que escalen una montaña, pero evita echarte la culpa por las cosas que pasen. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?
—Sí, entiendo —dijo Madre.
Cuando se estaban despidiendo, la anciana le preguntó:
—¿Tu suegra todavía vive?
—Sí —dijo Madre—. Está revolcándose en mierda de burro.
—Esa vieja bruja fue una fortaleza durante toda su vida —dijo la anciana—. ¡Nunca pensé que alguna vez caería tan bajo!
Si no hubiera sido por ese encuentro en privado, el primer día del nuevo año, yo no habría sido capaz de caminar a los siete meses, y Madre no se habría interesado por sacarnos a mirar los faroles; habría sido un Festival de los Faroles muy aburrido para nosotros, y la historia de la familia, muy probablemente, habría sido distinta. Las calles estaban atestadas de gente, pero nadie nos resultaba familiar. Los habitantes de la aldea tenían un aire de estabilidad y unidad. Los niños agitaban las luces de bengala, que nosotros llamábamos cagadas doradas de ratón y que susurraban y restallaban mientras los pequeños se iban abriendo paso a través de la multitud. Nos detuvimos frente a la Casa Solariega de la Felicidad para echar un vistazo a los gigantescos faroles rojos que había a ambos lados de la entrada; su ambigua luz amarilla iluminaba las palabras «Casa Solariega de la Felicidad», que estaban talladas en un cartel y pintadas de color oro. Se escuchaban diversos ruidos provenientes del patio interior, que estaba brillantemente iluminado. Una multitud se había congregado a la puerta del recinto. Estaban ahí de pie, en silencio, con las manos metidas dentro de las mangas, como si esperaran algo. La bocona de mi tercera hermana, Lingdi, le preguntó a la persona que estaba a su lado:
—¿Van a darnos un poco de gachas, tío?
El hombre se limitó a negar con la cabeza, pero alguien que había tras ella le contestó:
—Eso no lo hacen hasta el octavo día del duodécimo mes, jovencita.
—Entonces, ¿por qué están todos aquí de pie, alrededor de la puerta? —preguntó ella, dándose la vuelta.
—Porque van a representar una obra moderna —le dijo él—. Nos han dicho que un actor famoso, de Jinan, ha venido a la aldea.
Madre le dio un pellizco en la cara antes de que ella pudiera continuar con la conversación.
Al fin, cuatro hombres salieron del recinto de los Sima; cada uno de ellos llevaba un objeto metálico de color negro sobre una alta pértiga de bambú. De dondequiera que estuvieran surgían llamas, con lo que la zona de alrededor de la puerta parecía pasar de la noche al día. Pero no, era más brillante que la luz del día. Las palomas que habían hecho su nido en la deteriorada torre del campanario de la iglesia, no demasiado lejos del recinto, se asustaron y salieron volando; zureaban ruidosamente mientras pasaban a nuestro lado en la oscuridad de la noche. Alguien, entre la multitud, gritó: «¡Lámparas de gas!». A partir de ese momento, supimos que en el mundo, además de los faroles de aceite de soja, las lámparas de keroseno y las lámparas de luciérnagas, existían las lámparas de gas, y que daban una luz cegadora. Los fornidos portadores de las lámparas formaron un cuadrado frente a la puerta del recinto de la Casa Solariega de la Felicidad, como cuatro columnas negras. Unos cuantos hombres más atravesaron ruidosamente la puerta llevando una estera de paja enrollada. Cuando llegaron al espacio que habían formado los cuatro hombres con sus lámparas de gas, echaron al suelo la estera, deshicieron los nudos de los cordeles que la ataban y dejaron que se extendiera sola. Después se agacharon, cogieron la manta desenrollada por las esquinas y empezaron a mover las oscuras y peludas piernas. Debido a la gran rapidez de sus movimientos, y a que estaban a la luz de las lámparas de gas, veíamos unos borrones oscuros que parecían tener al menos cuatro piernas, aparentemente conectadas por unos hilos finos y translúcidos. Y nos daba la impresión de ver, en esa imagen, a unos escarabajos atrapados en una tela de araña, luchando esforzadamente por escapar. Cuando la estera estuvo extendida como ellos querían, se levantaron, de cara a la multitud, y adoptaron una pose. Todos tenían la cara pintada, como brillantes máscaras hechas con la piel de un animal: una pantera, un ciervo moteado, un lince y uno de esos mapaches que se alimentan de las ofrendas en los templos. Después volvieron al interior del recinto ejecutando un baile que consistía en alternar dos pasos hacia adelante con uno hacia atrás.
Esperamos en silencio entre los susurros que emitían las cuatro lámparas de gas, igual que la nueva estera de paja. Los cuatro hombres que sujetaban las lámparas con pértigas se transformaron en piedras negras. Pero entonces el penetrante sonido de un gong nos llenó de energía y nos dimos la vuelta para mirar hacia la puerta de entrada, a pesar de que la vista que teníamos del interior estaba bloqueada por una pared toda pintada de blanco sobre la que se podía leer, tallada y en letras doradas, la palabra «fortuna». Continuamos esperando durante un tiempo que se nos hizo una eternidad hasta que el jefe de la Casa Solariega de la Felicidad, que había sido alcalde de Dalan y que actualmente era el jefe de los Cuerpos para el Mantenimiento de la Paz, Sima Ting, apareció, con aspecto decaído. Llevaba un gong en bastante mal estado, que él golpeaba sin ningún interés mientras rodeaba toda la zona dibujando un círculo con sus pasos. Después se situó en el centro de la estera y anunció: «Compañeros y conciudadanos, abuelos y abuelas, tíos y tías, hermanos y hermanas, niños y niñas: mi hermano ha conseguido una victoria gloriosa al destruir el puente de hierro. La noticia ha llegado muy lejos, y hemos recibido visitas de amigos y parientes que nos han traído de regalo más de veinte pinturas para felicitarnos. Para celebrar esta gloriosa victoria, mi hermano ha invitado a una compañía de actores para que actúen hoy. Él mismo se subirá al escenario totalmente disfrazado y actuará en una nueva obra concebida con fines educativos y dirigida a todos los habitantes de la aldea. Mientras celebramos el Festival de los Faroles, no debemos olvidar nuestra heroica Guerra de Resistencia ni permitir que los japoneses ocupen nuestra población. Yo, Sima Ting, soy un hijo de China, y ya no serviré más como jefe de las marionetas que son los Cuerpos para el Mantenimiento de la Paz. Compañeros y conciudadanos, como chinos que somos no podemos obedecer a esos japoneses hijos de perra». Cuando terminó de soltar su rítmica arenga, se inclinó ante la multitud ceremoniosamente y corrió a unirse a los músicos —un violinista, un flautista y un guitarrista— que en ese momento estaban saliendo a la calle, arrastrando sus taburetes.
Los músicos se sentaron cerca de la estera de paja y comenzaron a afinar sus instrumentos bajo la dirección del flautista. Las notas altas caían, las notas agudas se elevaban en espiral hacia el cielo. Los sonidos coordinados del violín, la flauta y la guitarra formaban un único tejido de tres partes; cuando estuvieron todos afinados, dejaron de tocar y se quedaron esperando. Entonces salieron los percusionistas: llevaban bajo un brazo sus instrumentos, tambores, gongs y platillos, y el taburete bajo el otro. Se sentaron enfrente de los otros músicos. El tambor empezó a marcar el pulso furiosamente, seguido por el penetrante sonido del gong y por los agudos golpes de un pequeño tamborcillo. Se unieron a ellos el violín, la guitarra y la flauta, con una serie de notas que nos encantó las piernas de tal manera que no éramos capaces de movernos, y el alma de tal otra que tampoco éramos capaces de pensar. La melodía era suave y pegadiza, triste y melancólica, y a veces se parecía a un lamento y otras a un murmullo. ¿Qué clase de obra de teatro era esta? Nuestra forma de cantar de Gaomi del Noreste, el «maullido de gato», era a veces llamada «atarle las piernas a la parienta». Cuando se cantaba un «maullido de gato», los tres valores principales de las relaciones sociales se invertían; cuando uno oía un «maullido de gato», se olvidaba hasta de su padre y de su madre. Entonces, a medida que el pulso se iba acelerando, el público empezó a dar golpes con los pies; nos empezaron a temblar los labios y se nos aceleró el corazón. La espera fue como la de una flecha colocada sobre el arco en tensión, a punto de disparar: cinco, cuatro, tres, dos, uno… La voz llegó a su punto más alto y después quedó en silencio, para volver a subir ásperamente, más y más alto, hasta que atravesó los cielos.
Yo era entonces una niña, dulce y graciosa, encantadora y tímida… ¡Na! Con el sonido de la voz flotando en el aire, mi segunda hermana, Zhaodi, salió del recinto de la familia Sima cuidadosamente, como si estuviera caminando sobre el agua, con una flor de algodón rojo prendida en el pelo y vestida con una chaqueta azul, de mangas muy anchas, sobre unos pantalones de barrer que casi le tapaban del todo las pantuflas, llenas de adornos. Llevaba una canasta sobre el brazo izquierdo y un palo de madera en la mano derecha. Entró flotando en la luz de las lámparas de gas y se detuvo en el centro de la estera de paja, donde adoptó una pose dramática. Sus cejas ya no eran cejas; eran lunas crecientes en el borde del cielo. Su mirada limpia caía sobre nuestras cabezas. Su nariz era delgada y angulosa, y sus gruesos labios estaban pintados de un rojo más exuberante que los brotes de los cerezos en mayo. La rodeaban un silencio absoluto, diez mil ojos que no pestañeaban, diez mil corazones latiendo con fuerza. Una energía constreñida se abrió paso en un sonoro rugido de aprobación. Entonces mi segunda hermana abrió las piernas, se agachó por la cintura y salió corriendo hasta completar un círculo. Sus extremidades eran flexibles como ramas de sauce, y sus pasos silenciosos como una serpiente que repta sobre una tela. Esa noche no había nada de viento, pero hacía un frío terrible, y mi hermana llevaba ropas muy finas. Madre observaba sorprendida; la figura de mi hermana había madurado rápidamente después de que se comieran la anguila: sus pechos eran del tamaño de peras y estaban hermosamente formados, y quedaba claro que ella estaba destinada a conservar la gloriosa tradición de las mujeres de la familia Shangguan, que tenían grandes pechos y amplias caderas. Ni siquiera respiraba con dificultad después de trazar un círculo con sus pasos; nada había cambiado en su porte ni en su actitud. Entonó la segunda frase de la canción: Me casaré con un hombre valiente, Sima Ku. Esta frase era suave y simétrica, no subía al final, como la primera, pero tuvo un fuerte efecto sobre el público. La gente empezó a murmurar. ¿Esta de quién es hija? Es una chica de la familia Shangguan. ¿Pero la hija de los Shangguan no había huido con el jefe de la banda de mosqueteros? Es su segunda hija. ¿Desde cuándo es la concubina de Sima Ku? ¿Qué dices, gilipollas? ¡Esto es una ópera! ¡Callaros de una puta vez los dos! Mi tercera hermana, Lingdi, y las demás, gritaron desde el público para proteger la reputación de Segunda Hermana. Volvió la calma. Mi marido, que es un experto destruyendo puentes, lanzó unos cócteles molotov al Puente del Río de los Dragones. En el quinto mes, durante el Festival del Barco del Dragón, unas llamas azules ascendieron por el aire, incinerando a los diablos japoneses, que aullaron llamando a sus madres y a sus padres. Mi marido sufrió heridas graves en la espalda. Anoche, cuando una tormenta cegó el cielo y la tierra llenándolos de nieve, mi marido, al frente de sus tropas, destruyó el puente de hierro… Entonces mi hermana cantó lo de sus intentos por abrir un agujero en el hielo con un hacha, y después hizo como si estuviera lavando ropa en el agua. Temblaba de la cabeza a los pies, como una hoja muerta en la punta de una rama en lo más crudo del invierno. La gente estaba cautivada por su representación. Algunos lanzaban gritos de aprobación, otros se secaban los ojos con las mangas. Mientras una explosión de tambores y platillos hizo que se desgarrara el aire, Segunda Hermana se puso de pie y miró hacia lo lejos. Oigo una explosión en el sudoeste y veo llamas alzándose hasta el cielo. Debe ser mi marido, que ha destruido el puente, y el tren de los diablos japoneses se ha ido para siempre al infierno con el que lo construyó. Debo volver a casa corriendo para calentarle un cuenco de vino y matar un par de gallinas para hacer un estofado… Entonces mi hermana reunió su ropa a su alrededor e hizo como si se estuviera subiendo a una embarcación, mientras continuaba cantando su canción: Levanto la vista y veo que estoy cara a cara con cuatro lobos feroces… Los cuatro hombres de las caras pintadas y de los pies ágiles que habían extendido las esteras aparecieron dando un salto mortal a través de la puerta del recinto. Rodearon a mi hermana y le tiraron unos cuantos zarpazos; parecían gatos acorralando un ratón. El hombre cuya cara estaba pintada como la de un mapache cantó, con una voz misteriosa: Soy Tatsuda, jefe de un pelotón japonés, y voy en busca de una chica joven y guapa. Me han dicho que hay algunas auténticas bellezas en Gaomi del Noreste. Levanto la vista y veo una hermosa cara justo delante de mí. Oye, tú, jovencita, ven conmigo, ven con un soldado imperial y disfrutarás de una buena vida. El hombre capturó a mi hermana, que se puso rígida como una tabla. Sujetándola en lo alto, por encima de sus cabezas, los cuatro «diablos japoneses» dieron una vuelta alrededor de las esteras. Los tambores y los platillos empezaron a tocar un ritmo frenético que sugería una tormenta que se aproxima. El público se amontonó ansiosamente sobre el escenario. «¡Dejad a mi hija en el suelo!», gritó Madre, subiéndose al escenario a toda prisa. Yo iba en posición de pie en la mochila en la que me llevaba; la sensación que me dieron sus actos en ese momento retornaría más tarde, montando a caballo. Madre, como un águila que se lanza sobre un conejo, le clavó sus garras en los ojos a «Tatsuda, jefe del pelotón». Con un grito de alarma, él soltó a mi hermana, y lo mismo hicieron los otros tres hombres, dejándola caer sobre la estera. Los tres actores salieron del escenario en estampida, abandonando a «Tatsuda, el jefe del pelotón» en las garras de Madre, que le rodeó la cintura con las piernas mientras le arañaba la cara y la cabeza con las uñas. Segunda Hermana se levantó y agarró a Madre entre sus brazos. «¡Madre, Madre! —le gritó—. ¡Estamos actuando, esto no es real!».
Algunas personas del público subieron corriendo al escenario y arrancaron a «Tatsuda, el jefe del pelotón» de las garras de Madre. Su rostro era un conglomerado de arañazos sangrientos. Se dio la vuelta y entró corriendo por la puerta del recinto como si le fuera la vida en ello. Jadeando, intentando recuperar el aliento, todavía furiosa, Madre dijo:
—¿Quién se atreve a aprovecharse de mi hija? ¿Quién de entre todos vosotros se atreve?
—Madre —le espetó Segunda Hermana muy enfadada—, has estropeado una obra estupenda.
—Escucha lo que te digo, Zhaodi —le dijo Madre—. Vámonos a casa. No podemos participar en esta clase de obras.
Trató de coger a Segunda Hermana del brazo, pero esta se soltó.
—Madre —le dijo en voz baja—, no me hagas quedar en ridículo delante de toda esta gente.
—Eres tú la que me hace quedar en ridículo a mí —le contestó Madre—. ¡Ven a casa conmigo ahora mismo!
—No pienso hacerlo —le dijo Segunda Hermana, en el mismo momento en que Sima Ku se subía al escenario cantando en voz alta: Me voy cabalgando a casa después de volar un puente…
Llevaba puestas unas botas de montar y una gorra del ejército, y en la mano un látigo de cuero. A lomos de un caballo imaginario, daba patadas en el suelo y avanzaba, subiendo y bajando en sincronía con el movimiento de las riendas imaginarias que tenía agarradas. Los golpes de los tambores y los chasquidos de los platillos hacían estremecerse a los cielos; los instrumentos de cuerda y de bambú sonaban en armonía. Por encima de todo ello, las melodías de una flauta desgarraban las nubes y el firmamento, sacándole el alma del cuerpo a cualquiera que pudiera oírlo, no de miedo sino inspirándolos. El rostro de Sima Ku parecía tan frío y duro como el hierro fundido; estaba sombrío como la muerte, y no mostraba ni rastro de la más mínima timidez: De pronto oigo un barullo en la orilla del río, y azoto a mi caballo con el látigo para que vaya más rápido. Un huqin[5] de dos cuerdas imita el sonido del relincho de un caballo: Hui-er, hui-er, hui-er… Tengo el corazón ardiendo, mi caballo corre como el viento, ahora avanza un paso, ahora avanza tres pasos… Los tambores y los platillos iban cada vez más rápido, bong-bong, siempre hacia adelante, un halcón girando, cortando en dos el aire; un viejo buey jadea, falto de oxígeno, y el león baila sobre una pelota llena de adornos. Sima Ku hizo sobre la estera de paja todos los trucos acrobáticos que conocía. No se podía creer que todavía tuviera una pesada escayola en la espalda. Segunda Hermana empujó ansiosamente a Madre, que seguía gruñendo, para meterla de nuevo entre el público, donde tenía que estar. Tres hombres que representaban a soldados japoneses se dirigieron con rapidez al centro del escenario y se agacharon, con la intención de levantar de nuevo a Segunda Hermana. A «Tatsuda, el jefe del pelotón» no se le veía por ninguna parte, por lo que tenían que hacerlo entre los otros tres; dos de ellos la levantaron por la cabeza y los hombros y el tercero la cogió de los pies, metiendo su cara pintada entre las piernas de ella. La imagen era tan cómica que el público no pudo evitar reírse un poco, y llegaron las carcajadas cuando él hizo un gesto gracioso con la cara. Entonces empezó a sobreactuar, y el público se partía de risa estruendosamente, cosa que hizo fruncir el ceño a Sima Ku. De todas maneras, él continuó cantando: De repente oigo gritos y alaridos. Son los soldados japoneses en otra de sus incursiones asesinas, y yo sigo avanzando sin pensar en mí mismo. Llego y cojo al perro japonés por los hombros. ¡Suéltala! Sima Ku llegó y cogió por la cabeza al «soldado japonés» que estaba metido entre las piernas de Segunda Hermana. Entonces fue cuando empezó la pelea. Ahora ya no eran cuatro contra uno sino tres contra uno. Los «japoneses» fueron derrotados con rapidez; Sima había rescatado a su «esposa». Cogiendo a mi hermana en brazos, junto a los «japoneses», que estaban a cuatro patas sobre la estera, Sima Ku atravesó la puerta del recinto entre los alegres sones de la música. Los cuatro hombres que sostenían las lámparas de keroseno volvieron a la vida súbitamente y cruzaron la puerta tras los pasos de Sima, llevándose la luz y dejándonos a los demás en la oscuridad.
A la mañana siguiente, los japoneses de verdad rodearon la aldea. El sonido de los disparos de rifle, los cañonazos de la artillería y los estridentes relinchos de los ponis guerreros hicieron que nos despertáramos sobresaltados. Cogiéndome en brazos, Madre se llevó a mis siete hermanas al sótano de los nabos, avanzando a tientas en la oscuridad del húmedo y lóbrego túnel hasta que salimos a un espacio un poco más amplio, donde Madre encendió una lámpara de aceite. Bajo su tenue luz, nos sentamos sobre una estera de paja, abrimos bien las orejas y tratamos de escuchar los diversos sonidos que venían del piso de arriba.
No sé cuánto tiempo estuvimos ahí sentados hasta que escuchamos una fuerte respiración en el túnel oscuro. Madre cogió un par de tenazas de herrero y apagó rápidamente la lámpara, con lo que la habitación volvió a quedar sumida en la oscuridad. Yo empecé a llorar. Madre me metió uno de los pezones en la boca. Estaba frío, duro y rígido, y tenía un sabor salado y amargo.
El sonido de la respiración se acercó; Madre levantó las tenazas sobre su cabeza con ambas manos en el preciso instante en el que oí a mi segunda hermana, Zhaodi, decir, con una voz un poco rara:
—Madre, soy yo, no me pegues…
Con un suspiro de alivio, Madre dejó caer las manos frente a ella.
—Zhaodi —le dijo—, casi me matas del susto.
—Enciende la lámpara —dijo Zhaodi—. Hay alguien conmigo.
Madre logró encender la lámpara. Su pálida luz brilló en la cueva una vez más. Segunda Hermana estaba cubierta de barro y tenía un arañazo en la mejilla. Llevaba un bulto entre los brazos.
—¿Qué es eso? —le preguntó Madre, muy sorprendida.
Segunda Hermana hizo una mueca con la boca mientras unas lágrimas translúcidas dibujaban surcos a través de la suciedad de su cara.
—Madre —le dijo, con voz temblorosa—, este es el hijo de su tercera esposa.
Madre se quedó de piedra.
—¡Llévatelo adonde lo hayas encontrado! —dijo enfadada.
Segunda Hermana se acercó a Madre, se hincó de rodillas, la miró desde abajo y le dijo:
—Madre, ¿no puedes tener algo de piedad? Acaban de eliminar a toda su familia. Este es el único que queda para continuar con el linaje de los Sima…
Madre levantó una esquina del bulto, mostrando la cara delgada, morena y alargada del único hijo superviviente de la familia Sima. El pequeñín estaba profundamente dormido y respiraba con regularidad. Fruncía ligeramente la boca, como si estuviera soñando que mamaba. Mi corazón se llenó de odio por él. Escupí el pezón y aullé. Madre volvió a introducirme el pezón en la boca, más frío e incluso más amargo que antes.
—Dime que te lo quedarás, Madre, por favor.
Madre se frotó los ojos y no dijo nada.
Segunda Hermana se levantó, depositó el bebé envuelto en los brazos de Tercera Hermana, Lingdi, cayó nuevamente de rodillas y golpeó el suelo con la cabeza, prosternándose.
—Madre —dijo, entre lágrimas—. Soy su mujer mientras viva, y seré su fantasma cuando me muera. Por favor, salva a este niño y no lo olvidaré en toda mi vida.
Segunda Hermana se levantó y se dio la vuelta para marcharse de nuevo por el túnel. Madre la cogió por un brazo y la detuvo.
—¿Dónde vas ahora? —dijo sollozando.
Segunda Hermana le contestó:
—Madre, le han herido en la pierna y está escondido bajo la piedra del molino. Debo ir con él.
La calma del exterior se vio interrumpida por el sonido de los cascos de los caballos y por el martilleo de las armas de fuego. Madre se situó bloqueando la salida del sótano de los nabos.
—Haré lo que me pides, pero no voy a dejar que arriesgues tu vida ahí afuera.
—La pierna no deja de sangrarle, Madre —dijo Segunda Hermana—. Si no me reúno con él, se desangrará hasta la muerte. Y sí él muere, ¿para qué quiero yo seguir viviendo? Deja que me vaya, Madre, por favor…
Madre dejó escapar un aullido pero inmediatamente hizo un esfuerzo por callarse.
—Madre —le dijo Segunda Hermana—, me arrodillaré y prosternaré ante ti de nuevo.
Cayó de rodillas y tocó el suelo con la frente, y después enterró la cara entre las piernas de Madre. Pero después apartó las piernas de Madre y salió a toda prisa de la habitación.