III

Se acercaba el invierno, y Madre empezó a usar la chaqueta de satén azul que había sido de su suegra. Cuatro ancianas de la aldea, que habían sido bendecidas con muchos hijos y nietos varones, habían ido a la casa el día del sexagésimo cumpleaños de la abuela para hacerle esta chaqueta, que supuestamente le pondrían para meterla en el ataúd. Pero ahora era la chaqueta invernal de Madre. Madre le cortó dos agujeros en la parte más alta, de modo que pudiera sacar los pechos cuando yo tuviera hambre. Habían sido atacados durante ese otoño terrible, cuando el Pastor Malory saltó al encuentro con la muerte, pero esas desgracias pasaron y sus magníficos pechos demostraron que eran indestructibles. Eran como esa gente que se conserva siempre joven, o como los pinos perennes. Para mantenerlos a salvo de las miradas indiscretas y, lo que era más importante, para protegerlos de los vientos helados e impedir que su leche perdiera el calor, Madre cosió unas solapitas rojas sobre los agujeros. Su capacidad inventiva fundó una tradición, y todavía hoy en día se usan en Dalan unas chaquetas de lino con solapitas, aunque ahora los agujeros son más redondos, las solapitas están hechas de un material más suave y van adornadas con brillantes flores que les bordan encima.

Mi abrigo de invierno era un grueso morral, que estaba hecho con una buena lona y tenía un cordón, en la parte de arriba, para ajustarlo, y dos correas de las que se lo colgaba Madre justo debajo de sus senos. Cuando llegaba la hora de darme de comer, bajaba las manos al vientre y manipulaba el morral hasta que yo estaba perfectamente colocado: quieto, en posición de rodillas y con la cabeza apoyada en sus pechos. Entonces, girando la cabeza a la derecha, podía poner la boca sobre su pezón izquierdo, y si la giraba a la izquierda, podía mamar del derecho. Era un sistema que, por servir igualmente para dar de comer de ambos pechos, resultaba muy cómodo. Pero el morral no era perfecto, ya que me inmovilizaba las manos y me impedía sujetar un pecho mientras mamaba del otro, como tenía la costumbre de hacer. Para entonces ya había despojado definitivamente a Octava Hermana de su derecho a mamar, y cada vez que se acercaba a uno de los pechos de Madre, yo le daba zarpazos y patadas hasta que la pobre ciega se quedaba seca de tanto llorar. Sobrevivía a base de gachas, cosa que entristecía mucho al resto de mis hermanas.

El proceso de alimentarme durante los largos meses de invierno estuvo marcado por la ansiedad, ya que cuando mis labios estaban envolviendo el pezón izquierdo, yo sólo podía pensar en el derecho. Me parecía que una mano peluda aparecería de pronto en la cavernosa apertura y se llevaría con ella al pecho que en ese momento estaba ocioso. Totalmente dominado por ese sentimiento, solía alternar los pezones con rapidez, abandonando el izquierdo, del que acababa de empezar a salir la leche, por el derecho; pero en cuanto había comenzado a mamar de este, volvía a cambiarme al izquierdo. Madre me miraba intrigada, dándose cuenta de que yo mamaba del izquierdo pero no apartaba los ojos del derecho, y se percataba con rapidez de lo que me pasaba. Dándome en la cara una ducha de besos con sus labios helados, me decía suavemente: Jintong, Niño Dorado, mi pequeño tesoro, toda la leche de mamá es para ti y nadie va a quitártela. Sus palabras hacían que disminuyera mi ansiedad, pero no la eliminaban por completo, puesto que yo podía sentir que esas manos peludas estaban siempre rodeándola, esperando su oportunidad.

Una mañana en que caía una ligera nevada, Madre se puso su blusa de dar el pecho y me colocó sobre su espalda, donde yo podía estar caliente envuelto en algodón. Les dijo a mis hermanas que se llevaran unos nabos rojos al sótano. Yo no sabía ni me importaba de dónde habían salido esos nabos, pero me atraían sus formas: puntiagudos en uno de los extremos, se iban ensanchando hasta la base y despertaban mi hambre, mi deseo de teta. Así que esos nabos rojos y grandes se sumaron a las aceitosas calabazas con sus pieles brillantes y sus lustrosas pequeñas palomas blancas. Cada cual tenía su propio y exclusivo color, su aura y su temperatura, y cada cual se parecía al pecho de una mujer de una manera o de otra. Ambos acabaron simbolizando los pechos, cada uno en una estación del año diferente y con un estado de ánimo distinto.

El cielo pasaba, en cuestión de minutos, de estar despejado a estar nublado; caían unos copos de nieve y unos segundos después habían desaparecido. Mis hermanas, todas vestidas con ropas finas, encogían el cuello para protegerlo entre los hombros cuando soplaban los helados vientos del Norte. Mi hermana mayor era la encargada de meter los nabos en unas canastas; Segunda y Tercera Hermanas eran las encargadas de llevar las canastas; Cuarta y Quinta Hermanas eran las encargadas de almacenarlas en el sótano; Sexta y Séptima Hermanas tenían libertad para ayudar aquí y allá; y Octava Hermana, que todavía no tenía la edad suficiente como para poder realizar ninguna tarea, estaba sentada en el kang, sola, enfrascada en profundos pensamientos. Sexta Hermana cargaba los nabos de a cuatro y los llevaba hasta la entrada del sótano; Séptima Hermana hacía lo mismo, pero de a dos. Entretanto, Madre, con su pequeño Niño Dorado, daba vueltas por la zona entre los montones de nabos, dando órdenes a las chicas, criticándolas cuando el trabajo que llevaban a cabo no era totalmente perfecto y soltando suspiros de emoción. Las órdenes de Madre tenían el objeto de elevar la calidad del trabajo, de conservar a los nabos en buen estado y lograr que pasaran saludablemente el invierno. Sus suspiros representaban el principal pensamiento que había en su cabeza: la vida es dura, y la única manera de sobrevivir es trabajando duramente. Mis hermanas reaccionaban con pasividad ante las órdenes de Madre, con tristeza ante sus críticas y con apatía ante sus suspiros. Todavía hoy no estoy seguro de por qué aparecieron tantos nabos en nuestra parcela como por arte de magia, pero lo que sí he podido entender es por qué Madre hizo un esfuerzo tan grande para tener la despensa llena ese invierno.

Cuando el trabajo de almacenamiento estuvo concluido, en el suelo quedó alrededor de una docena de nabos de varias formas, todos ellos semejantes a pechos humanos. Madre se arrodilló frente a la abertura de entrada al sótano y estiró los brazos hacia abajo para tirar de Xiangdi y Pandi y sacarlas por el agujero, una tras otra. Durante todo el proceso yo me quedé cabeza abajo dos veces; cada una de ellas, dirigí la mirada bajo la axila de Madre y vi fugazmente unos copos de nieve que flotaban bajo una luz neblinosa y gris. Lo último que hizo Madre fue mover una palangana rota —que estaba llena de algodón para rellenar almohadones y cáscaras de grano— para tapar el agujero por el que se entraba al sótano. Mis hermanas se pusieron en fila contra la pared, bajo una viga, como si estuvieran esperando la siguiente orden de Madre. Pero ella lo único que hizo fue suspirar:

—¿Cómo voy a poder haceros ropa para el invierno, chicas?

Mi tercera hermana, Lingdi, dijo:

—Puedes hacernos chalecos de algodón rellenos de algodón para almohadones.

—¿Qué te crees, que no se me ha ocurrido eso? Lo que me hace falta es dinero. ¿De dónde voy a sacar el dinero para comprar los materiales?

Mi segunda hermana, Zhaodi, dijo, con una cierta luminosidad en la voz:

—Vende la burra negra y la pequeña mula.

—Si hacemos eso —dijo Madre con un tono de reproche—, ¿cómo vamos a labrar la tierra el año que viene?

Mi hermana mayor, Laidi, estuvo mordiéndose la lengua todo el tiempo, y cuando al fin Madre le echó un vistazo, bajó la cabeza.

—Mañana —le dijo Madre con ansiedad—, tú y Zhaodi podéis llevar la pequeña mula a la ciudad y venderla.

Mi quinta hermana, Pandi, dijo, haciendo pucheros:

—Pero si todavía está mamando. ¿Por qué no vendemos mejor un poco de grano? Tenemos mucho.

Madre echó un vistazo por la puerta abierta de la habitación del lado este de la casa. En la cuerda de tender había un par de medias de algodón pertenecientes a Sha Yueliang, el jefe de la banda de soldados.

La pequeña mula estaba íntimamente ligada al patio de nuestra casa. Había nacido el mismo día que yo, y también era de sexo masculino. La diferencia era que yo sólo podía ponerme de pie en la pieza de tela en que mi madre me llevaba a la espalda, mientras que la mula ya era casi tan alta como su madre.

—Esto es lo que vamos a hacer —dijo Madre, antes de darse la vuelta y entrar de nuevo en casa—. La venderemos mañana.

Pero desde detrás de nosotros nos llegó un penetrante grito:

—¡Madre adoptiva!

Sha Yueliang, que había desaparecido durante tres días, entró al patio caminando, guiando a su burro negro. Sobre el lomo del burro había un par de alforjas moradas bien llenas, de las que asomaba algo muy colorido.

—¡Madre adoptiva! —gritó otra vez, con un tono de intimidad en la voz.

Madre se dio la vuelta y vio una extraña sonrisa en el oscuro y huesudo rostro de ese hombre encorvado.

—Comandante Sha —dijo Madre con insistencia—, ¿cuántas veces te he dicho que no soy tu madre adoptiva?

Manteniendo inexorablemente la sonrisa que le dibujaba arrugas en la cara, Sha le contestó:

—No, no lo eres, tú eres mucho más que eso. Quizá tú no me tengas en muy alta estima, pero las obligaciones filiales que tengo contigo no conocen límite.

Se dio la vuelta y les ordenó a dos de sus soldados que llevaran el burro al patio de la iglesia y que lo descargaran de sus alforjas y le dieran de comer. Madre le echó al burro negro una mirada llena de veneno, y yo hice lo mismo. Él abrió las ventanas de sus narices para olisquear a nuestra burra, cuyo aroma surgía de la habitación que daba al Oeste.

Sha abrió una de las alforjas y sacó una chaqueta de piel de zorro, que brilló cuando la sacudió bajo la nieve, que se derretía, debido al calor de la prenda, en cuanto se acercaba a un metro de distancia.

—Madre adoptiva —le dijo, acercándose a ella con el abrigo—. Por favor, acepta este regalo de tu hijo adoptivo.

Madre trató de dar un paso atrás, nerviosa, pero no consiguió evitar verse envuelta en la chaqueta de piel de zorro. A mi alrededor se hizo la oscuridad. El hedor de la piel del animal y el penetrante olor de las bolas de naftalina estuvieron a punto de asfixiarme.

Cuando al fin pude ver algo de nuevo, el patio se había convertido en una especie de zoológico. Un abrigo de color púrpura, hecho con piel de marta, colgaba desde los hombros de mi hermana mayor, Laidi, que también llevaba un zorro de ojos brillantes anudado en torno al cuello. Mi segunda hermana, Zhaodi, estaba envuelta en una chaqueta de piel de comadreja. Un abrigo de piel de oso pardo colgaba desde los hombros de mi tercera hermana, Lingdi; un abrigo de color amarillo oscuro, de piel de corzo, colgaba desde los hombros de mi cuarta hermana, Xiangdi; un abrigo de piel de perro colgaba desde los hombros de mi quinta hermana, Pandi; un abrigo de piel de oveja colgaba desde los hombros de mi sexta hermana, Niandi; y un abrigo de piel de conejo colgaba desde los hombros de mi séptima hermana, Qiudi. El abrigo de piel de zorro de Madre estaba tirado en el suelo.

—¡Quitaros esos abrigos de una vez, todas! —gritó—. ¡Quitároslos!

Mis hermanas hicieron como si no la hubieran oído. Movían de un lado a otro la cabeza, que disfrutaba del calor de los cuellos de sus abrigos, y se dedicaban a acariciar las pieles de los abrigos de las demás. La expresión de sus rostros mostraba que estaban deleitándose en estar inmersas en ese calor, y que también las calentaba esa sensación de deleite. Madre, que estaba ahí de pie, tiritando, dijo débilmente:

—¿Os habéis vuelto todas sordas?

Sha Yuenliang sacó los dos últimos abrigos de una de las alforjas y acarició suavemente la piel negra que cubría la satinada prenda marrón.

—Madre adoptiva —dijo, con un tono emocionado—, estas son pieles de lince. Sólo había un par de linces en un radio de cien li desde Gaomi del Noreste. Al viejo Geng y a su hijo les llevó tres años capturarlos. Este es el macho y esta es la hembra. ¿Habéis visto un lince alguna vez? —Sus ojos se clavaron en las chicas, que estaban todas tapadas con sus pieles. Como no le contestaron, se puso a explicarles cosas sobre los linces, como si fuera un maestro de escuela dando una clase—. Un lince es un gato, pero más grande, y se parece al leopardo pero en más pequeño. Puede subir a los árboles y nadar. Es capaz de dar saltos de varios metros y de capturar pájaros en las ramas de los árboles. Es un animal muy inteligente. Esta pareja de linces, en concreto, vivía entre los montes donde se entierran los muertos de Gaomi del Noreste, lo cual hizo que fuera más difícil capturarlos que subir al cielo trepando. Pero al final los cogieron. Madre adoptiva, estas dos chaquetas son mi regalo para el joven hermano Jintong y su hermana melliza.

Diciendo esto, desplegó las dos pequeñas chaquetas de piel de lince, animales que cuando estaban vivos podían trepar a los árboles, nadar y dar saltos de varios metros. Después se agachó, recogió el abrigo de color rojo fuego de piel de zorro, lo sacudió y lo depositó en los brazos de Madre.

—Madre adoptiva —le dijo con voz suplicante—, por favor, no hagas que me pierdan el respeto.

Cuando cayó la noche, Madre echó el cerrojo en la puerta y le dijo a Laidi que viniera a nuestra habitación. Me acostó a la cabecera del kang, junto a mi hermana melliza, y yo estiré un brazo y le arañé la cara. Ella chilló y se acurrucó en la esquina, todo lo lejos de mí que pudo. Madre estaba demasiado ocupada cerrando con pestillo la puerta del dormitorio como para preocuparse por nosotros. Mi hermana mayor estaba de pie junto a la cabecera del kang, envuelta en su abrigo púrpura de marta, con la estola de zorro alrededor del cuello, con pinta de avergonzada y orgullosa al mismo tiempo. Madre se subió al kang. Se quitó una horquilla del moño que tenía en la parte posterior de la cabeza y tiró un poco de la mecha de la lámpara de aceite para que alumbrara con un poco más de fuerza. Después se sentó con la espalda muy recta y dijo con tono de reproche y condescendencia: «Siéntate, jovencita. No tengas miedo de que se manche tu nuevo abrigo». Laidi se ruborizó y se sentó en un taburete junto al kang, haciendo pucheros para mostrarle que se sentía herida. Su estola de piel hacía que su astuta barbilla se elevara un poco; una luz verde y oleosa brillaba en sus ojos.

El patio se había convertido en el territorio de Sha Yueliang. Desde que montó su campamento en la habitación del lado este de nuestra casa, la puerta de entrada nunca estuvo del todo cerrada. En esta noche en concreto, en la habitación del lado este estaban pasando muchas más cosas que de costumbre. La brillante luz de una lámpara de gas se veía a través de la persiana de papel de la ventana, iluminando todo el patio y añadiéndoles un cierto resplandor a los copos de nieve que se movían en el aire. La gente corría de un lado para el otro, la puerta no dejaba de abrirse y de cerrarse, chirriando cada vez, y el crujiente sonido de los cascos de los burros subía y bajaba por la calle. Dentro de la habitación, una risa profunda y masculina tronaba en la noche entre las apuestas: ¡Tres jardines de melocotones! ¡Cinco burros de carga! ¡Siete ciruelos en flor y ocho caballos! El olor de la carne y el pescado atrajo a mis seis hermanas hasta la ventana de la habitación del lado este, donde se instalaron apoyadas en el alféizar, hambrientas, mientras se les hacía agua la boca. Madre observó a mi hermana mayor como un halcón, con los ojos en llamas. Laidi le devolvió la mirada desafiante, sin someterse. Unas chispas azules surgieron del encuentro de sus ojos.

—¿Qué estás pensando? —preguntó Madre.

—¿A qué te refieres? —preguntó Laidi, acariciando la exuberante cola del zorro.

—No te hagas la tonta conmigo —le dijo Madre.

—Madre —dijo Laidi—. No sé adonde quieres llegar.

Cambiando el tono de su voz para adoptar uno más triste, Madre dijo:

—Laidi, eres la mayor de nueve hijos, así que si te metes en líos, ¿en quién voy a confiar?

Mi hermana se puso de pie de un salto y, con un tono de indignación en la voz que yo nunca le había oído antes, le dijo:

—¿Y qué es lo que esperas de mí, Madre? Tú sólo te preocupas por Jintong. ¡Para ti, las chicas no valemos más que un montón de cagadas de perro!

—Laidi —dijo Madre—, no cambies de tema. Puede que Jintong sea oro, pero vosotras, las chicas, sois plata. Así que no me vuelvas a decir nada de cagadas de perro. Ya es hora de que madre e hija tengan una conversación sincera. Ese tipo, Sha, es como una comadreja que se acerca a los pollos para felicitarles el año nuevo. No tiene buenas intenciones, y estoy segura de que te ha echado el ojo.

Laidi bajó la cabeza y volvió a acariciar la cola de zorro mientras las lágrimas asomaban a sus ojos.

—Madre —le dijo—, me haría muy feliz casarme con un hombre como él.

Madre reaccionó como si le hubiera caído encima un rayo.

—Laidi —le dijo—, tendrás mi bendición para casarte con quien tú quieras con tal de que no sea ese Sha.

—¿Por qué?

—Tú no te preocupes por eso.

Con un matiz de odio en la voz, que pareció fuera de lugar en una chica de su edad, Laidi dijo:

—La familia Shangguan ya me ha tratado como a una bestia de carga durante suficiente tiempo.

La dureza de su comentario dejó a Madre asombrada. Escrutó el rostro de su hija, que estaba rojo de rabia, y después dirigió la mirada más abajo, a la mano que acariciaba la cola de zorro. Sentí cómo cogía algo que estaba por ahí cerca; era el cepillo para limpiar el kang. Levantándolo por encima de su cabeza, gritó histéricamente:

—¿Cómo te atreves a hablarme así? ¡A ver si te voy a dar una paliza de muerte!

Madre saltó del kang, blandiendo el cepillo en el aire. Pero Laidi, en lugar de prepararse para encajar el golpe que le iba a caer, levantó la cabeza, desafiante, y la mano se le congeló a Madre a media altura. Cuando al fin impactó, lo hizo sin ninguna fuerza. Dejando caer el cepillo al suelo, Madre le echó los brazos al cuello a mi hermana y sollozó:

—Laidi, nosotros y ese Sha vivimos en dos mundos distintos. No puedo resignarme a mirar cómo mi propia hija se lanza sobre una pira en llamas…

Para entonces, Laidi también estaba sollozando.

Cuando quedaron agotadas de llorar, Madre le secó a mi hermana la cara con el dorso de su mano y le imploró:

—Laidi, dame tu palabra de que no tendrás nada con ese Sha.

Pero Laidi se mantuvo en su sitio.

—Madre —le dijo—, esto es algo que de verdad quiero, y no sólo por mí, sino por el bien de toda la familia.

Por el rabillo del ojo, Laidi miró el abrigo de piel de zorro y las dos chaquetas de lince que había sobre el kang.

Madre también se mantuvo en su sitio.

—Quiero que todas devolváis estos abrigos mañana.

—¿Es que no te importa si nos morimos congeladas? —dijo mi hermana.

—Un maldito vendedor ambulante de abrigos de piel, eso es lo que es —protestó Madre.

Mi hermana quitó el pestillo de la puerta y se marchó a su habitación sin mirar atrás.

Madre se sentó, exhausta, en el borde del kang; yo oía los roncos suspiros que brotaban de su pecho.

Después oí, a través de la ventana, el sonido de los pasos dubitativos de Sha Yueliang. No sabía qué decir, tenía la lengua de trapo y la boca medio paralizada. Yo sabía que tenía ganas de golpear contra la ventana y, con un tono de ternura, sacar el tema del matrimonio. Pero el alcohol había aplanado sus percepciones sensoriales y había imposibilitado que sus actos se correspondieran con sus deseos. Dio un golpe tan fuerte en el cristal de la ventana que atravesó con la mano la persiana de papel, con lo que el aire frío del exterior entró en la casa junto al hedor a alcohol que desprendía su aliento. Con el tono de voz típico de los borrachos, desagradable y, sin embargo, inspirador de un cierto cariño, bramó:

—Madre…

Madre bajó del kang de un salto y se quedó un tanto aturdida durante un instante, y después volvió a subir al kang y me sacó de debajo de la ventana, donde estaba acostado.

—Madre —dijo Sha—, Laidi y yo, ¿cuándo podemos casarnos? No soy un hombre con mucha paciencia…

Madre apretó los dientes.

—Oye, tú, Sha —le dijo—. Es como si el sapo quisiera gozar del cisne. ¡Sigue soñando!

—¿Qué has dicho? —le preguntó Sha Yueliang.

—He dicho: ¡Sigue soñando!

Como si de repente hubiera dejado de estar borracho, Sha dijo, pronunciando perfectamente:

—Madre adoptiva, nunca en la vida le he suplicado nada a nadie.

—Y yo no te he pedido que me supliques nada.

Soltando una carcajada burlona, él le contestó:

—Madre adoptiva, te estoy diciendo que Sha Yueliang consigue y hace exactamente lo que le da la gana…

—Primero tendrás que matarme.

—Dado que quiero casarme con tu hija —dijo Sha riéndose—, ¿cómo iba a matarte, a ti, a mi futura suegra?

—Entonces ya puedes ir olvidándote de lo de casarte con mi hija.

Otra carcajada.

—Tu hija ha crecido, ahora es una mujer, y tú ya no puedes decidir su destino. Ya veremos lo que ocurre, mi querida suegra.

Sha fue caminando hasta la ventana de la habitación del lado este, abrió un hueco en la persiana de papel y metió un puñado de caramelos en el cuarto.

—Pequeñas cuñadas —gritó—, tomad unos caramelos. Mientras Sha Yueliang esté por aquí, comeréis dulces y tomaréis bebidas picantes conmigo…

Esa noche, Sha Yueliang no durmió. Estuvo dando vueltas por el patio y, salvo alguna tos de vez en cuando, o cuando se lanzaba a silbar, cosa que hacía realmente bien, puesto que era capaz de imitar las voces de una docena de pájaros diferentes, estuvo cantando a pleno pulmón arias de óperas antiguas o canciones antijaponesas contemporáneas. En un momento dado cantaba sobre Chen Shimei, el malvado marido que fue decapitado por orden del magistrado de Kaifeng cuando este se enfadó, y al momento siguiente cantaba sobre seccionar, con su espada, el cuello de un soldado japonés. Para evitar que este héroe de la resistencia, que estaba ebrio de alcohol y de amor, irrumpiera en la habitación, Madre añadió un segundo cerrojo en la parte más alta de la puerta y, por si eso no fuera suficiente, amontonó contra ella todas las cosas que fue capaz de mover, desde un fuelle hasta un armario, pasando por una pila de ladrillos rotos. Después, tras colocarme a salvo en su espalda, cogió un enorme cuchillo de carnicero y se puso a caminar por la habitación de un lado a otro. Ninguna de mis hermanas se quitó su nuevo abrigo de piel; se acurrucaron todas juntas, con una gota de sudor en la punta de la nariz, durmiendo a pesar de todo el ruido que hacía Sha. La baba que salía de la boca de Qiudi mojó el abrigo de piel de marta de Zhaodi; Niandi se durmió junto al abrigo de piel de oso, como un corderito. Ahora que lo recuerdo, Madre nunca tuvo ninguna oportunidad de vencer en su enfrentamiento con Sha Yueliang, que se había ganado a mis hermanas con sus abrigos de pieles, por lo que formaron un frente único con él; tras perder el apoyo de las masas, Madre se convirtió en una luchadora solitaria.

Al día siguiente, llevándome a la espalda, Madre fue corriendo a contarle a Tercer Maestro Fan que había decidido que la mejor forma de devolverle lo que le debía a la Tía Sol por sus servicios de matrona era casando a Laidi con uno de los chicos mudos de la familia Sol, el héroe de la batalla contra los cuervos. El mismo día que se anunciara la decisión quedaría establecido el compromiso, la dote se entregaría al día siguiente y la boda se celebraría un día más tarde. Tercer Maestro Fan clavó los ojos en Madre con una expresión de confusión en la mirada.

—Tío —dijo Madre—, no te preocupes por los detalles. Yo me encargaré de hablar con el Casamentero Xie.

—Pero esto es hacer las cosas al revés.

—Sí, así es —contestó Madre.

—¿Y por qué lo haces así?

—Por favor, tío, no me hagas preguntas. Simplemente ocúpate de que el mudo llegue a nuestra casa a mediodía con sus regalos de compromiso.

—¿Y qué puede ofreceros él como regalo? —preguntó Tercer Maestro Fan.

—Dile que traiga lo que pueda —le contestó Madre.

De camino a casa, noté el miedo y la profunda ansiedad de Madre. Tenía motivos para estar preocupada. En cuanto entramos en el patio, nos encontramos con un montón de animales, bailando y cantando: una comadreja, un oso pardo, un corzo, un perro, una oveja y un conejo. El único que faltaba era la marta. La marta de color púrpura, con un zorro envolviéndole el cuello, estaba sentada sobre unos sacos de grano en la habitación que daba al lado este, mirando fijamente al comandante, que estaba limpiando la bolsita en la que llevaba la pólvora y el mosquete.

Madre arrastró a Laidi de los sacos de grano y expuso, fría como el hielo:

—Comandante Sha, está prometida a otro. Supongo que los soldados de la resistencia que combaten bajo sus órdenes no son del tipo de hombres que se van con las mujeres de otros. ¿Estoy en lo cierto?

—Por supuesto —le contestó Sha, sin ninguna emoción.

Madre sacó a mi hermana mayor de la habitación del lado este.

A mediodía, el chico mudo de la familia Sol se presentó ante nuestra puerta con un conejo salvaje. Llevaba una pequeña chaqueta acolchada, y por debajo de ella se le veía la tripa, y por arriba el cuello. Las mangas apenas cubrían sus gruesos brazos hasta la mitad. Todos los botones se le habían perdido, por lo que usaba una cuerda de cáñamo para sujetarse los pantalones. Gesticuló y se inclinó ante Madre, con una sonrisa idiota surcándole el rostro. Le ofreció el conejo a Madre sujetándolo con las dos manos. Tercer Maestro Fan, que había venido con el mudo, dijo:

—Viuda de Shangguan Shouxi, he hecho lo que me pediste.

Madre le echó un vistazo al conejo salvaje, que tenía una burbuja de sangre en una de las esquinas de la boca, y se quedó petrificada donde estaba. Entonces, señaló al chico mudo de la familia Sol y dijo:

—Tío, me gustaría que los dos os quedarais un rato. No os vayáis a casa todavía. Cocinaremos el conejo con unas zanahorias como cena de compromiso.

Los sollozos de Laidi irrumpieron desde la habitación del lado este. Al principio, sonaba como el llanto de una niña pequeña, agudo e infantil. Eso se mantuvo así durante unos minutos, y después fue reemplazado por unos gemidos profundos y entrecortados, acompañados por una sucesión de insultos terriblemente sucios. Después de unos diez minutos, cuando las lágrimas se acabaron, dieron paso a unos gritos áridos y quebradizos.

Laidi estaba sentada en el suelo de tierra de la habitación que daba al lado este, enfrente del kang, ensuciándose el precioso abrigo sin preocuparse por ello en absoluto. Miraba fijamente, de frente, sin lágrimas en el rostro, con la boca abierta, semejante a un pozo seco. Unos gritos áridos y quebradizos brotaban de ese pozo seco interminablemente. Mis otras seis hermanas estaban sollozando con suavidad, y sus lágrimas caían rodando sobre una piel de oso, bailaban sobre una piel de corzo, brillaban sobre una piel de comadreja, humedecían una piel de oveja y manchaban una piel de conejo.

Tercer Maestro Fan asomó la cabeza por la puerta. Los ojos estuvieron a punto de salírsele de sus órbitas y los labios le temblaron, como si hubiera visto un fantasma. Retrocedió hasta salir de la habitación, se dio la vuelta y se largó de allí lo más rápido que pudo.

El chico mudo de la familia Sol estaba en el salón de nuestra casa, observando con curiosidad todo lo que estaba al alcance de su vista. Además de su sonrisa idiota, la expresión de su rostro revelaba una maraña de pensamientos inextricables, una desolación fosilizada, una tristeza indiferente. Incluso en un momento determinado distinguí en su cara una temerosa expresión de rabia.

Madre le metió un cable por la boca al conejo y lo colgó de una viga. Los alaridos de terror que soltaba mi hermana mayor no le hicieron ninguna mella. Madre tampoco hizo caso a la extraña expresión del mudo y siguió dedicándose al conejo con su viejo y oxidado cuchillo de carnicero. Sha Yueliang salió de la habitación del lado este con su mosquete colgado a la espalda. Sin ni siquiera levantar la mirada, Madre le dijo fríamente:

—Comandante Sha, hoy es el compromiso de boda de mi hija mayor y este conejo es el regalo de compromiso.

—Qué regalo tan extravagante —dijo Sha Yueliang con una carcajada.

Madre le rebanó la cabeza al conejo.

—Hoy se ha comprometido, mañana se entregará la dote y pasado mañana se celebrará la boda. —Madre se volvió y miró fijamente a Sha Yueliang—. ¡No te olvides de asistir al banquete de bodas!

—¿Cómo iba a olvidarme? —contestó Sha—. Seguro que no me olvidaré.

Entonces se dio la vuelta y salió por la puerta con su mosquete, silbando fuertemente una melodía.

Madre siguió desollando al conejo, aunque estaba claro que no podía concentrarse del todo en la tarea. Cuando terminó, lo colgó sobre la puerta de entrada y volvió a meterse en casa, llevándome a mí a la espalda y al cuchillo en la mano. «¡Laidi! —gritó—. Los lazos entre los padres y los hijos están hechos de hostilidad y amabilidad. ¡Vamos, ódiame!». En cuanto este exabrupto salió de su boca, se puso a llorar en silencio. Mientras las lágrimas le humedecían el rostro y le temblaban los hombros, ella cortaba los nabos en rodajas. ¡Chac! El primer nabo se separó en dos mitades de color blanco verdoso. ¡Chac! Cuatro mitades. ¡Chac! ¡Chac! ¡Chac! Madre hacía rodajas cada vez más rápido, y sus movimientos eran cada vez más exagerados. Los nabos, ahora troceados, yacían en la tabla de cortar. Madre levantó su cuchillo una vez más; casi cayó flotando por el aire al escapársele de la mano, y aterrizó sobre el montón de nabos troceados. La habitación estaba totalmente cargada con su olor acre.

El chico mudo de la familia Sol miró a Madre y le hizo un respetuoso gesto levantando el pulgar, y también soltó una serie de gruñidos. Madre se secó los ojos con la manga y le dijo: «Ya puedes irte». Él agitó los brazos y dio una patada al suelo. Levantando la voz, Madre señaló en dirección a su casa. «Ya puedes irte. ¡Quiero que te vayas!».

Cuando por fin comprendió lo que quería decir Madre, me hizo un gesto con la cara; el bigote que le crecía sobre el hinchado labio superior parecía como una pincelada de pintura verde. Primero hizo como si fuera a trepar a un árbol, después pareció que se iba a echar a volar como un pájaro, y al fin hizo como si tuviera en la mano un pequeño pájaro luchando por escaparse. Sonriendo, me señaló a mí y después se señaló su propio pecho, justo encima del corazón.

Una vez más, Madre señaló en dirección a su casa. Él se quedó petrificado durante un momento y después asintió, demostrando que había comprendido. Cayendo de rodillas ante Madre —quien retrocedió rápidamente, de modo que ahora él se encontraba frente a la tabla de cortar con las rodajas de nabo—, golpeó la frente contra el suelo al prosternarse. Después se puso de pie y se fue, caminando orgullosamente.

Agotada por todas las actividades del día, Madre durmió un montón aquella noche. Cuando se despertó, a la mañana siguiente, vio varios conejos salvajes colgando de un árbol de parasol, de un cedro y del albaricoque, que parecían cargados con frutas exóticas.

Apoyándose en el marco de la puerta, se sentó lentamente en el umbral.

Con su abrigo de piel de marta puesto, y con la piel de zorro rojo envuelta alrededor del cuello, la joven Shangguan Laidi, de dieciocho años, se había escapado con el jefe de la Banda de Mosqueteros del Burro Negro, Sha Yueliang. Se habían llevado la mula negra con ellos. Todos esos conejos salvajes eran el regalo de compromiso que Sha Yueliang le había hecho a mi madre, y eran también una exhibición de su arrogancia. Mis hermanas segunda, tercera y cuarta fueron cómplices del plan de huida de Primera Hermana, que se llevó a cabo en mitad de la noche, cuando Madre estaba sumida en un profundo sueño y roncaba fuertemente, y mis hermanas quinta, sexta y séptima también dormían a pierna suelta. Segunda Hermana salió de la cama y, caminando descalza para no hacer ruido, se acercó a la puerta y apartó todas las cosas que Madre había apilado tras ella. Después, mis hermanas tercera y cuarta abrieron la doble puerta. Antes, aquella noche, Sha Yueliang había engrasado los goznes para escopetas, por lo que las puertas se abrieron sin hacer ni un ruido. Bajo los fríos rayos de luna de la alta noche, las chicas se abrazaron y se despidieron. Sha Yueliang sonrió furtivamente ante los conejos que colgaban de los árboles.

Al día siguiente tendría que haber sido la boda del mudo y mi hermana mayor. Madre estuvo sentada al borde del kang, cosiendo en silencio telas con aguja e hilo. Justo antes del mediodía, el mudo, incapaz de contener la impaciencia, se presentó en la casa. Empleando gestos con las manos y expresiones faciales, le indicó a Madre que había venido en busca de su mujer. Madre bajó del kang y señaló a la habitación del lado que daba al Este, y después a los árboles del patio donde todavía colgaban los conejos, ahora tiesos por la congelación. No fue necesario que dijera ni una palabra; el mudo comprendió exactamente lo que había sucedido.

Esa noche, todos nos sentamos alrededor del kang a comer rebanadas de nabo y a sorber congee[3] de trigo. De repente oímos a alguien que golpeaba a la puerta de la calle. Segunda Hermana, que había ido un momento a la habitación que daba al Oeste a llevarle algo de comida a Shangguan Lü, entró corriendo y dijo, casi sin aliento: «Madre, hay problemas. El mudo y sus hermanos están en la puerta, y han traído un montón de perros». Mis hermanas entraron en pánico, pero Madre se quedó sentada donde estaba, dándole de comer tranquilamente a mi hermana melliza Yunü —Niña de Jade— y sin dejar de prestarles atención a las rebanadas de nabo, que masticaba ruidosamente. Parecía tan tranquila como una coneja embarazada. El escándalo que se había armado en la puerta se acabó tan repentinamente como había comenzado. En el tiempo que se tarda en fumarse una pipa pequeña, tres figuras oscuras y con el rostro enrojecido saltaron el muro de la parte sur del patio. Eran tres hermanos mudos de la familia Sol. Tres perros negros, con la piel reluciente como si se la hubieran embadurnado con manteca de cerdo, entraron al patio junto a ellos. Pasaron por encima del muro como arco iris negros y aterrizaron en el suelo sin hacer ni un ruido. Los mudos y sus perros se quedaron quietos, como congelados, durante un instante, bajo la profunda luz roja de la puesta de sol, como si fueran estatuas. El mayor aferraba una brillante espada de Burma, el segundo tenía un cuchillo de caza de acero inoxidable colgado a la cintura y el tercero llevaba una gran espada oxidada de mango corto. Los tres portaban sobre los hombros unas mochilas de algodón, de color azul y decoradas con flores blancas, como quien está a punto de emprender un largo viaje. Mis hermanas, aterrorizadas, contuvieron el aliento, pero Madre siguió sentada, sorbiendo su congee tranquilamente. Sin previo aviso, el mayor de los mudos soltó un rugido, y lo siguieron sus dos hermanos y después los perros. Las gotas de saliva procedente de bocas humanas y caninas bailaban bajo los últimos rayos del sol como brillantes insectos. Entonces, los mudos hicieron una demostración de su habilidad con sus espadas y cuchillos, como una repetición de la batalla que habían librado contra los cuervos durante el funeral en los campos de trigo. Aquella noche de invierno, los cuchillos y las espadas centellearon mientras tres hombres fornidos y de poca estatura, vagamente semejantes a perros de caza, saltaban por el aire, estirándose todo lo que podían, y cortaban en pedazos los conejos muertos que colgaban de los árboles de nuestro patio. Sus perros aullaban frenéticamente y sacudían la cabeza de un lado para el otro, sacudiendo a izquierda y derecha los destrozados cadáveres de los conejos. Cuando los hombres terminaron, todo nuestro patio estaba cubierto de pedazos de conejo. Unas pocas y solitarias cabezas de conejo quedaron colgando de las ramas, como frutas que nadie ha recogido y que el viento se ha encargado de secar. Guiando a sus perros, los mudos, satisfechos, dieron unas cuantas vueltas por el patio para mostrar su autoridad antes de volver a pasar por encima del muro, rozándolo, como golondrinas, y desaparecer en la penumbra de la noche al caer.

Sosteniendo su cuenco frente a ella, Madre sonrió ligeramente. Esa extraña sonrisa quedó grabada a fuego en nuestras mentes.