II
Fue la mañana del Festival del Medio Otoño, unos cien días después de que naciéramos mi hermana y yo, cuando Madre nos llevó a ver al Pastor Malory. La puerta de la iglesia que daba a la calle estaba cerrada a cal y canto y estropeada con unos blasfemos graffiti de contenido antirreligioso. Cogimos el camino que llevaba a la parte de atrás de la iglesia y allí oímos el eco de los golpes que dimos en la puerta, que reverberaron en el bosque. La cabra, desnutrida, estaba atada a una estaca que había junto a la puerta. Tenía una cara tan larga que se parecía más a un burro o a un camello o a una anciana que a una cabra. Levantó la cabeza para echarle una mirada llena de melancolía a Madre, que le dio un toquecito en la barbilla con la punta del zapato. Tras una larga queja, volvió a bajar la cabeza y siguió pastando. Un ruido estruendoso llegó acompañando al sonido de las toses del Pastor Malory. Madre llamó al timbre.
—¿Quién es? —preguntó el Pastor Malory.
—Yo —contestó Madre con suavidad.
La chirriante puerta se abrió lo suficiente para que Madre pudiera deslizarse hacia dentro llevándonos a nosotros en brazos. El Pastor Malory cerró la puerta tras ella, y después se volvió hacia nosotros y nos abrazó con sus largos brazos.
—Mis adorables pequeños, sangre de mi sangre…
Sha Yueliang y su recientemente formada banda de hombres, la Banda de Mosqueteros del Burro Negro, subieron, rebosantes de ánimo, el camino que nosotros acabábamos de recorrer en nuestra procesión funeraria, y se dirigieron hacia la aldea. En uno de los lados del sendero, el sorgo crecía muy alto entre el trigo. Al otro lado, las cañas se extendían hasta el borde del Río del Agua Negra. El verano, muy soleado y con abundantes lluvias dulces, había resultado ser muy fructífero para todo tipo de plantas. Las hojas eran gordas y los tallos gruesos, incluso desde antes de que hubiera sedas arriba de las altas cabezas de los sorgos. Las cañas que crecían en el río eran exuberantes y negras, y sus tallos y sus hojas estaban cubiertos por un fino vello blanco. A pesar de que ya estábamos a la mitad del otoño, no había ninguna sensación otoñal en el ambiente. Y sin embargo el cielo tenía el profundo color azul del otoño, y el sol era otoñalmente hermoso.
Sha Yueliang lideraba una banda de veintiocho hombres. Todos ellos montaban unos burros negros idénticos, procedentes de la zona sur del país, del montañoso Condado de Wulian. Sus cuerpos eran gruesos y musculosos y sus piernas cortas, por lo que los caballos siempre los superaban en velocidad, pero tenían una fuerza asombrosa y eran capaces de recorrer distancias muy largas. Sha había elegido estos veintiocho burros de entre más de ochocientos. Jóvenes, negros y llenos de energía, no estaban castrados y habían recibido la bendición de tener unas voces fuertes y estridentes. Así eran sus monturas. Los veintiocho animales formaron una línea negra que parecía un arroyo en movimiento. Una niebla blanca y lechosa flotaba por encima del sendero, y los rayos de sol se reflejaban en el lomo de los burros. Cuando divisó la castigada torre del reloj y de vigilancia, Sha tiró de las riendas de su burro, que avanzaba en primer lugar. Los que iban detrás siguieron avanzando testarudamente. Se dio la vuelta y, mirando a sus hombres a la cara, les ordenó que desmontaran y que se lavaran y limpiaran a sus burros. Una expresión sobria y seria adornó su rostro oscuro y huesudo y les echó una reprimenda a sus hombres, que estaban holgazaneando por los alrededores tras haberse bajado de sus monturas. Él consideraba que lavarse y limpiar a los animales eran actividades gloriosas y muy elevadas. Les dijo a sus hombres que habían surgido un montón de guerrillas antijaponeses, por todas partes, como hongos, pero que la Banda de Mosqueteros del Burro Negro iba a ser la más importante de todas debido a su estilo único, y que se convertiría en la única fuerza de ocupación del Concejo de Gaomi del Noreste. Para impresionar a los aldeanos, debían tener un cuidado especial con lo que hacían y con lo que decían. Bajo los efectos de su arenga, la moral de la banda subió; tras quitarse las camisas y tenderlas en el suelo, se metieron en el río, en la zona menos profunda, y se pusieron a lavarse, salpicando agua en todas las direcciones. Sus cabezas recientemente afeitadas resplandecían bajo la luz del sol. Sha Yueliang sacó una pastilla de jabón de su mochila y la cortó en tiras; después repartió estas tiras entre sus hombres, diciéndoles que no se dejaran ni una mota de polvo en el cuerpo. Se metió en el río para unirse a ellos y se agachó hasta que su hombro herido casi tocó el agua, de manera que llegaba a frotarse el cuello, que estaba bien sucio. Mientras los jinetes se lavaban, los burros pastaban entre las abundantes hojas de las cañas acuáticas o mascaban los tallos de sorgo o se mordisqueaban las nalgas unos a otros. Algunos, simplemente se quedaban de pie, enfrascados en profundos pensamientos, o extraían los tallos más carnosos de sus vainas y se los restregaban contra el vientre. Mientras los burros se dedicaban a hacer lo que les apeteciera más, Madre lograba liberarse del abrazo del Pastor Malory, diciéndole:
—¡Estás aplastando a los bebés, burro tontorrón!
El Pastor Malory sonrió disculpándose, dejando ver dos bonitas filas de dientes blancos; acercó a nosotros una de sus grandes manos rojizas, se detuvo un segundo, y entonces acercó la otra. Cogiéndole uno de los dedos, comencé a gorjear, pero Octava Hermana siguió durmiendo como un tronco, sin llorar ni chillar ni hacer ningún ruido. Había nacido ciega. Levantándome con un brazo, Madre dijo: «Míralo, se está riendo». Después me depositó sobre esas manos grandes y sudorosas que me estaban esperando. El Pastor Malory bajó la cabeza y la colocó junto a la mía, tan cerca que yo veía cada uno de los mechones pelirrojos de su cabeza, los pelos marrones de la barba que tenía en la barbilla, su nariz aguileña y el brillo de benevolencia de sus ojos. De repente, sentí unos dolores agudos que me recorrían la espalda de arriba a abajo. Sacándome el pulgar de la boca, solté un aullido y las lágrimas me empezaron a brotar a borbotones; el dolor parecía penetrarme hasta los huesos. Sentí que apoyaba sus labios barbudos sobre mi frente —parecía que le temblaban— y olí una poderosa vaharada de su aliento a leche de cabra y cebollas.
Me devolvió a los brazos de Madre.
—Lo he asustado —dijo avergonzado.
Madre le pasó a Octava Hermana después de cogerme a mí. Me dio unas palmaditas y me acunó entre sus brazos.
—No grites —me susurró—. ¿Sabes quién es ese? ¿Le tienes miedo? No le tengas miedo, es un hombre bueno, es tu… tu padrino.
Mis dolores de espalda continuaban y mi llanto se volvió más áspero, así que Madre se abrió la blusa y me metió uno de sus pezones en la boca. Lo atrapé como un hombre que se está ahogando atrapa un madero, y succioné con desesperación. Su leche tenía un cierto sabor a hierba, que sentía cuando me bajaba por la garganta. Pero los terribles dolores que tenía en la espalda me obligaron a soltar su pecho para llorar un poco más. Cerrando los puños ansiosamente, el Pastor Malory fue corriendo hasta la base del muro, de donde arrancó unas plantas y empezó a agitarlas de un lado a otro frente a mí para que dejara de llorar. No funcionó, por lo que volvió a toda prisa y arrancó un girasol grande como la luna y rodeado de unos pétalos dorados, y me lo trajo y lo sacudió en el aire para que yo lo viera. A mí me atraía el aroma de la flor. Mientras el Pastor Malory iba y volvía corriendo con frenesí, Octava Hermana dormía plácidamente entre sus brazos.
—Mira eso, cariño —me dijo Madre—. Tu padrino te ha traído la luna del cielo.
Yo estiré los brazos para coger la luna, pero los penetrantes dolores que sentía me detuvieron.
—¿Qué le pasa? —preguntó Madre, con los labios pálidos y la cara bañada en sudor.
El Pastor Malory le contestó:
—Quizá tenga alguna molestia.
Con la ayuda del Pastor Malory, Madre me quitó el traje rojo que me había hecho para celebrar el centésimo día de mi llegada a este mundo y descubrió un alfiler que se había quedado atrapado en uno de los dobladillos. Me había hecho docenas de heridas en la espalda, que estaba cubierta de puntitos sanguinolentos. Madre lanzó el alfiler por encima del muro.
—Mi pobre bebé —dijo entre lágrimas—, ¡es todo culpa mía! ¡Culpa mía!
Se golpeó su propia cara con dureza. Y después volvió a hacerlo una segunda vez. Fueron dos golpes secos. Entonces el Pastor Malory le cogió la mano, y después la rodeó y nos abrazó a los dos, dándole a Madre besos en las mejillas, las orejas y el pelo con sus labios húmedos.
—No es culpa tuya —le dijo—. La culpa es mía. Échame la culpa a mí.
Su ternura tuvo un efecto calmante en Madre, que se sentó en el camino, ante la puerta de la casa, y volvió a meterme uno de sus pezones en la boca. Su dulce leche me humedeció la garganta mientras el dolor que sentía en la espalda iba desapareciendo gradualmente. Tenía los labios rodeando el pezón y las manos sobre un pecho, y con un pie le protegía el otro, haciendo un movimiento como si le estuviera dando un masaje. Madre apartó ese pie, pero en cuanto lo soltó, volvió a su posición anterior.
—Yo revisé la ropa cuando se la puse —dijo con incertidumbre—. ¿De dónde habrá salido ese alfiler? ¡Seguro que ha sido la vieja bruja la que lo ha puesto ahí! ¡Odia a todas las mujeres de esta familia!
—¿Lo sabe? Lo nuestro, quiero decir —preguntó el Pastor Malory.
—Se lo he dicho —le contestó Madre—. No dejaba de presionarme y ya no podía soportar más sus abusos. Es una bruja vieja y terrible.
El Pastor Malory entregó a Octava Hermana de vuelta a Madre.
—Aliméntala —le dijo—. Los dos son regalos de Dios, y ninguno debería ser tu favorito.
La cara de Madre se sonrojó mientras cogió al bebé que él le daba. Pero cuando intentó darle el pezón, le di un golpe en el estómago a mi hermana, que empezó a chillar.
—¿Has visto eso? —preguntó Madre—. ¡Qué pequeño tirano! Vete a buscar un poco de leche de cabra para dársela a la niña.
El Pastor Malory le dio de comer a Octava Hermana y después la acostó en el kang. Ella no gritó ni lloró. Después, él se puso a estudiar la pelusilla rizada que yo tenía en la cabeza. Madre se dio cuenta de que me miraba extrañado.
—¿Qué estás mirando? ¿Es que te parecemos desconocidos?
—No —dijo él, sacudiendo la cabeza y con una sonrisa tonta en el rostro—. Ese pequeño desgraciado chupa como un lobo.
—Como alguien que yo sé —contestó Madre, juguetonamente.
Él sonrió de una manera aún más tonta.
—No te referirás a mí, ¿verdad? ¿Qué clase de niño era yo?
Se le nublaron los ojos al acordarse de su juventud, que había transcurrido en un lugar que estaba a miles de kilómetros de allí. Dos lágrimas cayeron de sus ojos.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Madre.
Él soltó una risa seca, intentando ocultar que estaba avergonzado, mientras se secaba los ojos con sus dedos gruesos y nudosos.
—No es nada —dijo—. Llevo en China… ¿cuánto tiempo hace ya?
En la voz de Madre sonó un matiz de disgusto:
—No puedo acordarme de una época en la que no estuvieras. Eres de aquí, exactamente igual que yo.
—No —dijo él—. Tengo mis raíces en otro país. Me envió el arzobispo en calidad de mensajero de Dios; hubo un tiempo en el que tenía un documento que lo acreditaba.
Madre rio.
—Pero viejo —le dijo—, mi tío dice que eres un diablo extranjero farsante, y que eso que tú llamas tu documento era una falsificación obra de un artesano del Condado de Pingdu.
—¡Qué tontería! —el Pastor Malory se irguió rápidamente, como si estuviera profundamente ofendido—. ¡Ese Gran Zarpa Yu es un idiota!
—No hables así de mi tío —dijo Madre con tristeza—. Siempre estaré en deuda con él.
—Si no fuera tu tío —le dijo el Pastor Malory—, lo liberaría de su virilidad.
Madre se rio.
—Puede obligar a una mula a sentarse con la fuerza de sus manos.
—Si tú no crees que yo sea sueco —dijo él, descorazonado—, entonces no lo creerá nadie.
Sacó su pipa, la rellenó de tabaco y se puso a fumar en silencio. Madre suspiró.
—¿No te basta con que yo admita que eres un verdadero extranjero? ¿Por qué te enfadas conmigo? ¿Has visto alguna vez a un chino que sea tan peludo como tú?
En la cara del Pastor Malory apareció una sonrisa infantil.
—Algún día volveré a mi hogar —dijo. Y después, tras una pensativa pausa, añadió—: Aunque si realmente tuviera la posibilidad de hacerlo, quizá no me iría. No, a no ser que tú vinieras conmigo.
—Tú nunca te irás de aquí —dijo ella—, y yo tampoco, así que deberíamos adaptarnos lo mejor que podamos. Además, ¿no dices tú siempre que no tiene importancia de qué color tiene el pelo una persona, que sea rubia, morena o pelirroja, porque todos somos corderos del rebaño de Dios? También dices que lo único que necesita un cordero es un pastizal verde. ¿Es que un pastizal del tamaño de Gaomi del Noreste no es suficiente para ti?
—Sí, es suficiente —contestó emocionado el Pastor Malory—. ¿Por qué me iba a ir a ninguna otra parte si tú, mi pasto de los milagros, estás aquí?
Viendo que Madre y el Pastor Malory estaban ocupados con sus cosas, la burra que estaba en la piedra del molino comenzó a mordisquear la harina. El Pastor Malory se acercó a ella y le dio un sonoro golpe, poniéndola a trabajar de nuevo a toda velocidad.
—Los bebés están durmiendo —dijo Madre—, así que te ayudaré a cribar la harina. Vete a coger una esterilla de paja y yo la tenderé a la sombra. —El Pastor Malory volvió con una esterilla y la tendió bajo un frondoso árbol; a pesar de que Madre me había acostado sobre esa fresca esterilla, mi boca estaba prendida desafiante-mente a su pezón—. Este niño es como un pozo sin fondo —dijo—. Me devorará hasta el tuétano antes de que me dé cuenta.
El Pastor Malory mantenía a la burra en movimiento; la burra hacía girar la piedra del molino y la piedra machacaba los granos de trigo que se convertían en un grueso polvo que salía al exterior por la parte superior de la piedra. Madre se sentó bajo el árbol, puso una canasta de sauce sobre la esterilla y colocó un estante sobre ella. Después echó el polvo en un tamiz, para cribarlo, y empezó a agitarlo hacia adelante y hacia atrás, rítmicamente, manteniendo siempre el mismo pulso. La harina, blanca como la nieve, caía a la canasta, y las cáscaras rotas quedaban en el fondo del tamiz. La brillante luz del sol se filtraba a través de las hojas y caía sobre su cara y sus hombros. Una sensación hogareña flotaba en el ambiente del patio. El Pastor Malory iba detrás de la burra, dando vueltas alrededor de la piedra del molino, para evitar que se detuviera. Era nuestra burra; el Pastor Malory la había pedido prestada esa mañana para que lo ayudara a moler el trigo. El sudor que tenía en la espalda oscurecía el pelaje del animal, que iba al trote para evitar el aguijón del látigo. El balido de una cabra, al otro lado del muro, anunció la llegada a la puerta de la mula que había venido al mundo el mismo día que yo. La burra soltó una coz con sus cascos traseros.
—Deja entrar a la mula —dijo Madre—, y date prisa.
Malory fue corriendo hasta la puerta y empujó la encantadora cabeza del animal hacia atrás, para destensar un poco la correa que lo ataba a un poste. Después la soltó del poste y saltó hacia atrás mientras la mula irrumpía a través de la puerta, llegaba corriendo junto a su madre y cogía uno de sus pezones con la boca. Eso calmó a la burra.
—Los humanos y los animales somos muy parecidos —dijo Madre, soltando un suspiro. Malory asintió mostrando que estaba de acuerdo.
Mientras nuestra burra amamantaba a su cría bastarda por los alrededores de la piedra del molino, al aire libre, en el terreno de Malory, Sha Yueliang y su banda de hombres estaban cepillando a sus monturas, y después de hacerlo en las crines y en el ralo pelo que tenían en las colas, les secaron el pelaje con unas delicadas telas de algodón y los enceraron. Después de la limpieza, los veintiocho burros parecían otros. Veintiocho jinetes estaban junto a ellos, orgullosos y llenos de energía, y sus veintiocho mosquetes brillaban de una manera deslumbrante. Cada uno de los hombres llevaba dos calabazas atadas al cinturón, una grande y una pequeña. La grande contenía pólvora y la pequeña perdigones. Las calabazas habían sido tratadas con tres capas de aceite de árbol de tung. Las cincuenta y seis calabazas, bien pulidas, relucían al sol. Los hombres llevaban pantalones de color caqui y chaquetas negras, y se cubrían la cabeza con unos sombreros cónicos tejidos con tallos de sorgo. Por ser el jefe del escuadrón, Sha Yueliang llevaba una borla roja en su sombrero. Miró satisfecho a sus hombres y a sus monturas y dijo: «Id bien erguidos, hermanos. Le vamos a enseñar a esa gente de qué es capaz una banda de hombres con unos mosquetes y unos burros negros relucientes». Se montó en su burro, le dio una palmada en el lomo y se puso en marcha. Sí, puede que los caballos sean ágiles, pero los burros son animales modélicos para desfilar. Los hombres que montan a caballo tienen un aire de majestad, pero los que montan en burro tienen una sensación de completud. Poco después, el escuadrón aparecía en las calles de Dalan. Después de haber quedado empapadas por un verano lluvioso, las calles estaban firmes y brillantes, no como durante la estación de las cosechas, cuando estaban tan secas y polvorientas que un caballo, al galope, podía levantar una gran nube de polvo. La banda de Sha dejaba un rastro de blancas huellas de cascos y, por supuesto, de los sonidos que hacían los animales cuando las formaban al pisar. Todos los burros de Sha tenían herraduras, como si fueran caballos. Un golpe de genio que había tenido Sha. Los crujientes ruidos primero atrajeron a los niños del vecindario, y después a Yao Si, el contable del ayuntamiento, que salió a la calle con una túnica de mandarín que pertenecía a otra época y con un lápiz colocado tras la oreja, y se plantó frente al burro de Sha Yueliang. Inclinándose profundamente y sonriendo con amplitud, le preguntó:
—¿Qué tropas comandas? ¿Vas a intentar resistir aquí o solamente estás de paso? Estoy a tu servicio.
Sha bajó de su burro de un salto y le contestó:
—Somos la Banda de Mosqueteros del Burro Negro, un comando antijaponés. Tenemos órdenes de organizar la resistencia en Dalan. Para eso, necesitaremos un lugar donde acuartelarnos, alimento para nuestras monturas y una cocina. Si nos proporcionáis comida sencilla, como huevos y pan de pita, será suficiente para nosotros. Pero nuestros burros son animales de resistencia, y tienen que alimentarse bien. El heno debe ser bueno y estar limpio de impurezas, el forraje debe estar hecho con pasteles de judías desmigajados y agua del pozo. Ni una gota de agua embarrada del Río de los Dragones.
—Señor —dijo Yao Si—, las tareas de tanta importancia no pueden confiarse a alguien de mi posición. Debo pedir instrucciones al venerable alcalde de la ciudad, que acaba de ser nombrado jefe de los Cuerpos para el Mantenimiento de la Paz por la Armada Imperial.
—¡Ese gilipollas! —juró oscuramente Sha Yueliang—. Cualquiera que sirva a los japoneses es un perro traicionero.
—Señor —le explicó Yao Si—, él no aceptó ese cargo gustosamente. Como propietario de vastos acres de terreno y de muchos animales de tiro, él no necesita nada. Esa tarea le fue impuesta. Por otra parte, alguien tiene que hacerlo, y quién mejor que nuestro administrador…
—¡Llévame ante él! —exigió Sha.
Sus hombres se bajaron de sus monturas para descansar un poco en el ayuntamiento mientras Yao Si llevaba a Sha a la puerta de la residencia del alcalde, que consistía en siete filas de quince habitaciones, conectadas por un jardín, y con una puerta que daba a la habitación contigua, como si fuera un laberinto. La primera imagen que Sha Yueliang tuvo de Sima Ting fue en medio de una discusión con Sima Ku, que yacía en la cama, recuperándose de las quemaduras que había sufrido el quinto día del quinto mes. Había incendiado un puente, pero en lugar de acabar con los japoneses, lo único que había conseguido era chamuscarse la piel de la espalda. Sus heridas estaban tardando muchísimo en cicatrizar, y ahora consistían en úlceras de decúbito que lo obligaban a estar acostado boca abajo para que la espalda no entrara en contacto con nada.
—Hermano mayor —dijo Sima Ku, apoyándose en los codos y levantando la cabeza—, eres un bastardo, un bastardo estúpido. —Sus ojos echaban ascuas—. El jefe de los Cuerpos para el Mantenimiento de la Paz es un perro al servicio de los japoneses, un burro que pertenece a las guerrillas, una rata que se esconde en su madriguera, una persona odiada por las dos partes. ¿Por qué has aceptado ese trabajo?
—¡Eso es una estupidez! ¡Eso que estás diciendo es una estupidez! —se defendió Sima Ting—. Sólo un maldito imbécil podría aceptar ese trabajo gustosamente. Los japoneses me pusieron una bayoneta en el vientre. Por medio de Ma Jintong, su jefe, me dijo: «Tu hermano menor, Sima Ku, se ha unido a Sha Yueliang, el bandido, para quemar un puente y tendernos una emboscada. Han causado bajas importantes en la Armada Imperial. Al principio, pensamos en quemar tu residencia, la Casa Solariega de la Felicidad, pero ya que pareces ser un hombre razonable hemos decidido perdonarte». Así que tú eres uno de los motivos por los que ahora yo soy el jefe de los Cuerpos para el Mantenimiento de la Paz.
Sima Ku, sin tener ningún otro argumento que oponer, juró enfadado:
—Y mi maldito culo, no sé si se curará alguna vez.
—A mí me haría feliz que no se te curara nunca —dijo Sima Ting vehementemente—. Así me darías muchos menos problemas.
Se volvió para marcharse, y entonces vio a Sha Yueliang, que estaba apoyado en la puerta, sonriendo. Yao Si dio un paso adelante, pero antes de que pudiera hacer las presentaciones, Sha anunció:
—Sima, Jefe de los Cuerpos, yo soy Sha Yueliang.
Sima Ku se dio la vuelta en la cama antes de que su hermano pudiera reaccionar.
—Que me lleven los demonios, así que tú eres Sha Yueliang, apodado Sha el Monje.
—Actualmente soy el comandante de la Banda de Mosqueteros del Burro Negro —le contestó Sha—. Todo mi agradecimiento a los hermanos Sima por incendiar el puente. Vosotros y yo, somos cómplices en cooperación.
—Así que todavía estás vivo, ¿eh? ¿Y qué clase de batallitas de mierda estás librando estos días?
—¡Emboscadas! —dijo Sha.
—Conque emboscadas… Si no hubiera sido por mí y por mi antorcha, te habrías quedado para siempre en ese fango —dijo Sima Ku.
—Tengo un bálsamo para curar las quemaduras —dijo Sha con una amplia sonrisa—. Le diré a uno de mis hombres que te lo traiga.
Sima Ting le dio instrucciones a Yao Si:
—Saca algo de comida para darle la bienvenida al comandante Sha.
Yao Si contestó tímidamente:
—Todo nuestro dinero fue destinado a organizar los Cuerpos para el Mantenimiento de la Paz.
—¿Cómo puedes ser tan estúpido? —dijo Sima Ting—. La Armada Imperial no sirve sólo a nuestra familia, sirve a ochocientos hogares. Y la banda de los mosqueteros no se organizó en beneficio de nuestra familia, sino para el de todos los ciudadanos del concejo. Haz que cada familia aporte algo de comida y de dinero, ya que estos hombres son los invitados de toda la población. Nosotros pondremos el vino y los licores.
—Sima, el Jefe de los Cuerpos, sirve bien a dos amos, y obtiene beneficios de ambos.
—¿Y qué puedo hacer? —se lamentó Sima Ting—. Como decía el viejo Pastor Malory: «¿Quién va a ir al Infierno, sino yo?».
El Pastor Malory destapó su olla y echó en el agua hirviendo unos fideos hechos con la nueva harina y los removió con unos palillos antes de volver a poner la tapa. «El fuego tiene que estar más fuerte», le gritó a Madre, que asintió y lo avivó echando unos tallos de trigo, dorados y fragantes, en el interior de la cocina de leña. Sin soltar el pezón, miré las llamas y escuché cómo los tallos crepitaban al arder mientras recordaba lo que acababa de suceder: me habían acostado en la canasta, al principio de espalda, pero yo me había dado la vuelta y me había colocado panza abajo para poder mirar a Madre mientras ella hacía los fideos. Su cuerpo se movía hacia arriba y hacia abajo, y esas dos calabazas llenas que tenía en el pecho se balanceaban, invocándome, transmitiéndome una señal secreta. A veces, sus puntas, que parecían dátiles, se encontraban, como si se estuvieran besando o susurrando algo al oído, pero la mayor parte del tiempo se movían rebotando hacia arriba y hacia abajo, rebotando y gritando como una pareja de palomas felices. Me estiré, tratando de tocarlas, mientras se me caía la baba. Entonces, de repente, se volvieron tímidos e irritables, y se sonrojaron sus rostros y delicadas perlas de sudor comenzaron a deslizarse hacia abajo por el valle que había entre ellos. Vi un par de luces azules bailando sobre ellos. Eran puntos de luz que provenían de los ojos del Pastor Malory. En ese momento, dos manos cubiertas por un vello rubio aparecieron desde donde se encontraban los ojos azules y me quitaron mi comida, haciendo que mi corazón estallara en una llamarada amarilla. Abrí la boca para llorar, pero eso no hizo más que empeorar las cosas. Las pequeñas manos se retiraron hacia los ojos de Malory, pero las manos grandes que había al final de sus brazos alcanzaron el pecho de Madre. Él estaba ahí, de pie, alto y grande, detrás de ella. Aquellas manos tan feas giraron alrededor de las dos palomas blancas y las cubrieron. Acarició sus plumas con sus toscos dedos, que después pellizcaron y se movieron como unas tijeras sobre sus cabezas. ¡Mis pobres calabazas! ¡Mis preciosas palomas! Lucharon para liberarse y abrir sus alas, y después las pegaron mucho a sus cuerpos, dejándolas muy cerca, muy apretadas, hasta que se volvieron todo lo pequeñas que podían volverse, antes de impulsarse hacia arriba y desplegar las alas, como si quisieran salir volando lejos de allí, hasta los confines de la selva, hasta el borde del cielo, flotando suavemente en lo alto, junto a las nubes, bañadas por los vientos y acariciadas por el sol, para después ponerse a lamentarse con el viento y a cantar con el sol, y finalmente hundirse silenciosamente en dirección a la tierra y desaparecer en las profundidades de un lago. De mi garganta surgieron unos fuertes sollozos, y un río de lágrimas me nubló la vista. Los cuerpos de Madre y Malory se agitaban al unísono. Madre se quejó suavemente:
—Déjame, pedazo de burro. El bebé está llorando.
—Pequeño bastardo —dijo Malory, lleno de resentimiento.
Madre me cogió y me meció nerviosamente.
—Precioso —me dijo, avergonzada—, hijo mío, ¿qué le he hecho a mi propia carne, a mi propia sangre?
Me colocó las palomas blancas bajo la nariz y yo agarré urgentemente, cruelmente, una de sus cabezas con los labios. Mi boca era bien grande, pero deseaba que aún lo fuera más. Era como la boca de una serpiente, y lo único que yo podía pensar era cómo cerrarla en torno a la paloma que me pertenecía para mantenerla fuera del alcance de los demás. «Más despacio, bebé mío». Madre me dio unas suaves palmadas en el trasero. Tenía una en la boca y había aferrado a la otra con las manos. Era un conejito blanco con los ojos rojos, y cuando le pellizqué la oreja, sentí el frenético pulso de su corazón.
—Pequeño bastardo —dijo Malory, soltando un suspiro.
—Deja de llamarlo bastardo —dijo Madre.
—Eso es lo que es —dijo Malory.
—Me gustaría que lo bautizaras y le pusieras un nombre. Hoy cumple cien días.
Mientras preparaba la masa con sus expertas manos, Malory dijo:
—¿Bautizarlo? Ya me he olvidado de cómo se hace eso. Estoy haciéndote unos fideos como aprendí de esa mujer musulmana.
—¿Estabais muy unidos? —le preguntó Madre.
—Sólo éramos amigos.
—No te creo —dijo Madre.
Malory soltó una estentórea risotada mientras estiraba y aplastaba la suave masa, y después la golpeó contra la tabla de cortar.
—¡Cuéntamelo! —insistió Madre.
Él volvió a golpear la masa y la estiró y aplastó un poco más. En algunos momentos la manipulaba como si fuera el arco de un instrumento de cuerda, y en otros parecía como si estuviera tirando de una serpiente para sacarla de su agujero. Incluso Madre se sorprendió de que un occidental con unas manos tan bastas pudiera llevar a cabo esta actividad típicamente china con tanta habilidad.
—A lo mejor —dijo—, no soy sueco en absoluto, y lo que llamamos mi pasado no ha sido más que un sueño. ¿Tú qué opinas?
Madre sonrió con frialdad.
—Te he preguntado por aquella mujer de los ojos negros. No cambies de tema.
El Pastor Malory aplanó la masa, como si se tratara de un juego de niños, y después empezó a hacer ondas con ella, tensándola y destensándola rápidamente. La masa, que tenía un aspecto pajizo, empezó a dar vueltas en espiral, adoptando diversas formas hasta que, con un rápido golpe de muñeca, el Pastor Malory hizo que se expandiera como la cola de un caballo. Madre alabó esa muestra de destreza.
—Hace falta una buena mujer para hacer fideos así.
—De acuerdo —dijo Malory—, joven madre, deja ya de darle vueltas a esas ideas locas. En cuanto enciendas el fuego, voy a cocinar esto para ti.
—¿Y después de comer?
—Después de comer, bautizaré al pequeño bastardo y le pondré un nombre.
Mostrando un enfado fingido, Madre dijo:
—En realidad, los bastardos son los hijos que tuviste con esa mujer musulmana.
Las palabras de Madre quedaron resonando en el aire en el momento en que, en otra parte, Sha Yueliang y Sima Ting estaban brindando. Durante el banquete, habían llegado al siguiente acuerdo: los burros de la banda de mosqueteros emplearían la iglesia como establo, los hombres se alojarían en las casas de las familias de la localidad, y Sha Yueliang escogería personalmente el emplazamiento para su cuartel general cuando terminaran de comer.
Sha y cuatro guardaespaldas entraron en nuestro recinto siguiendo a Yao Si. Mi hermana mayor, Laidi, llamó su atención inmediatamente cuando estaba junto al depósito de agua peinándose tranquilamente y contemplando su reflejo sobre la superficie del agua, con las blancas nubes en el cielo azul a su espalda. Acababa de terminar un plácido verano en el que había comido abundantemente y tenía algunas bonitas prendas de ropa que ponerse, así que se la veía radicalmente más madura. Sus pechos apuntaban hacia afuera con orgullo; su pelo, que solía estar seco y fosco, ahora tenía un brillo oscuro; su cadera se había estrechado y se había vuelto suave y redondeada, y sus nalgas se habían curvado hacia arriba. En una centena de días había mudado de piel, dejando de ser una adolescente esquelética para convertirse en una hermosa joven, como una mariposa que surge de un capullo. Tenía la nariz bonita y alta, igual que Madre, así como sus pechos grandes y sus nalgas llenas de vitalidad. Los ojos de la encantadora y tímida virgen lanzaban unos rayos de melancolía mientras se contemplaba en el depósito de agua y se acariciaba los rizos sedosos con un peine de madera. Su grácil reflejo emitía una intensa nostalgia. Sha Yueliang quedó conmovido hasta lo más profundo del alma.
—Aquí instalaremos el cuartel general de la Banda de Mosqueteros del Burro Negro —le dijo con decisión a Yao Si.
—Shangguan Laidi —gritó Yao Si—, ¿dónde está tu madre?
Sha apartó a Yao con un movimiento de su mano antes de que la chica pudiera contestar. Se acercó caminando al depósito de agua y miró larga y profundamente a Laidi, que le devolvió la mirada.
—¿Te acuerdas de mí, chica? —le preguntó.
Ella asintió, y sus mejillas se sonrojaron.
Entonces mi hermana se dio la vuelta y salió corriendo hacia la casa. Después del quinto día del quinto mes, mis siete hermanas se habían trasladado a la habitación que en otro tiempo ocuparon Shangguan Lü y Shangguan Fulu. Su antigua habitación ahora se usaba para almacenar unos mil quinientos kilos de mijo. Sha Yueliang siguió a Laidi al interior de la casa, donde vio a las otras seis chicas dormidas sobre el kang. Con una sonrisa amistosa, dijo:
—No tengas miedo, somos combatientes antijaponeses y no queremos hacer ningún daño a la población local. Tú ya has visto cómo luchamos. Esa fue una batalla heroica, heroica y trágica, peleada fieramente por la gloria de los siglos, y llegará el día en que la gente reviva nuestras hazañas y nos cante alabanzas.
Hermana Mayor bajó la cabeza y se retorció la punta de la trenza mientras se acordaba de los extraordinarios acontecimientos del quinto día del quinto mes. El hombre que ahora estaba frente a ella había despegado de su piel, tira a tira, los restos destrozados de su uniforme.
—Pequeña niña, o mejor dicho, joven dama, el destino nos ha unido —le dijo, antes de volver a salir al exterior.
Mi hermana lo siguió hasta la puerta y observó cómo entraba en la habitación lateral que daba al Este, después a la que daba al Oeste. En la habitación del Oeste, quedó maravillado por la luz verde que había en los ojos de Shangguan Lü. Tapándose la nariz, salió rápidamente de la habitación y ordenó a sus tropas:
—Apilad el grano para hacer un poco de sitio y buscadme un lugar para dormir.
Mi hermana se asomó a la puerta mirando a este hombre esquelético, encorvado y de piel oscura que se parecía a una acacia japonesa que hubiera sido partida por un rayo.
—¿Dónde está tu padre? —le preguntó.
Yao Si, que estaba sentado en el suelo con la espalda contra el muro, le contestó, solícito:
—Su padre fue asesinado el quinto día del quinto mes por los diablos japoneses, no, quiero decir… por la Armada Imperial. Su abuelo, Shangguan Fulu, también murió ese mismo día.
—¿La Armada Imperial, has dicho? ¡Los japos! ¡Los pequeños diablos japos! —rugió Sha Yueliang, dando una patada al suelo como expresión de su repulsa—. Joven dama —le dijo—, tu deuda de venganza, profunda como un mar de sangre, es nuestra deuda, y nos la cobraremos algún día, te lo prometo. ¿Y ahora quién es el jefe de tu familia?
—Shangguan Lu —dijo Yao Si, contestando por ella.
Mientras tanto, a Octava Hermana y a mí nos estaban bautizando.
La puerta de la residencia del Pastor Malory daba directamente a la iglesia, donde unas descoloridas pinturas al óleo colgaban de las paredes. La mayoría representaba a niños desnudos y alados, llenos de redondeces, como boniatos de los gordos. Hasta mucho más tarde no me enteré de que se llamaban ángeles. Al final de la iglesia había un púlpito de ladrillo y una talla en un trozo de madera de azufaifo de un hombre con el torso desnudo colgaba de frente. Debido tal vez a la escasa habilidad del tallador, o a la dureza de la madera, el hombre que colgaba apenas parecía un hombre. Mucho más tarde me enteré de que se trataba de Nuestro Señor Jesús, un héroe asombroso, un verdadero santo. Aproximadamente una docena de filas de bancos polvorientos, llenos de excrementos de pájaro, se diseminaban de aquí para allá frente al púlpito. Madre entró cogiéndome a mí con un brazo y a Octava Hermana con el otro, asustando a los gorriones que vivían ahí dentro, que salieron volando y comenzaron a golpear las ventanas. La puerta principal de la iglesia daba a la calle. A través de sus grietas, Madre pudo ver que fuera había una serie de burros negros moviéndose de un lado para otro.
El Pastor Malory había cogido una gran palangana de madera y la había medio llenado de agua caliente; en el agua, flotaba una esponja de lufa. Entre el vapor que salía de la palangana se veían sus ojos entrecerrados. El peso de la palangana hacía que se tuviera que inclinar, por lo que caminaba torpemente, con el cuello echado hacia afuera. Cada vez que tropezaba, el agua le salpicaba la cara, pero lograba recuperar el equilibrio y continuaba avanzando hasta que consiguió llegar junto al púlpito y colocó la palangana sobre él, a modo de pila bautismal.
Madre se le acercó y nos entregó a él, que me colocó en la palangana. Los pies se me curvaron hacia adentro en cuanto entraron en contacto con el agua caliente. Mis gritos lacrimosos reverberaban en el melancólico vacío de la iglesia. Unas crías de golondrina que estaban en un nido blanco, sobre una de las vigas, estiraron el cuello para observarme con sus ojos negros y somnolientos. Justo en ese momento, sus padres entraron volando a través de una de las ventanas rotas trayendo unos gusanos en los grandes picos. Después de devolverme a los brazos de Madre, Malory revolvió el agua con una de sus grandes manos. El Cristo de madera de azufaifo nos observaba cálidamente desde donde estaba colgado. Los ángeles de la pared perseguían a los gorriones desde las vigas hasta las contravigas, desde el muro que daba al Este hasta el que daba al Oeste, desde la escalera de madera en espiral hasta el delgado campanario, y desde el campanario de nuevo hasta los muros, donde por fin descansaban. Sus nalgas brillantes rezumaban unas perlas cristalinas de sudor. El agua giraba en la palangana, creando un pequeño remolino en el centro. Malory comprobó la temperatura del agua con la mano.
—Muy bien —dijo—, se ha enfriado un poco. Mételo.
Me habían quitado la ropa. La leche rica y nutritiva de Madre me había vuelto gordito y me había aclarado la piel. Si hubiera cambiado mi mirada de tristeza por una mirada de enfado, o si hubiera sonreído con solemnidad, y además hubiera tenido un par de alas en la espalda, habría sido un ángel, y esos pequeños niños rechonchos que había en la pared habrían sido mis hermanos. Dejé de llorar en cuanto Madre me acostó en la palangana porque el agua estaba caliente y transmitía una sensación muy confortable. Me senté y jugué con el agua, chillando de alegría mientras salpicaba por todas partes. Malory sacó su crucifijo de bronce del agua y lo apoyó sobre mi cabeza.
—Desde este mismo momento —dijo—, eres uno de los hijos amados de Dios. ¡Aleluya!
Entonces cogió la esponja de lufa, que estaba bien cargada de agua, y la exprimió sobre mi cabeza. «¡Aleluya!». Madre copió a Malory: «¡Aleluya!», dijo, y yo reí, lleno de felicidad, mientras el agua bendita me bañaba la cabeza.
Madre estaba radiante cuando metió a Octava Hermana en la palangana junto a mí; después cogió la esponja y nos lavó con suavidad mientras el Pastor Malory nos echaba agua en la cabeza con un cucharón. Yo chillaba de alegría a cada cucharada, pero Octava Hermana sollozaba ásperamente. Yo agarraba todo el tiempo a mi oscura y esquelética hermana melliza.
—Todavía no tienen nombre —dijo Madre—. Eso es cosa tuya.
El Pastor Malory dejó el cucharón.
—Eso no es algo que se pueda tomar a la ligera. Necesito un poco de tiempo para pensármelo.
—Mi suegra decía que si tenía un hijo varón, debía llamarlo Pequeño Perro Shangguan —dijo Madre—, porque crecería mejor con un nombre humilde.
El Pastor Malory negó vigorosamente con la cabeza.
—No, no me parece bien. Los nombres como perro o gato son una ofensa a Dios. También van contra las enseñanzas de Confucio, que dijo: «Sin nombres apropiados, el lenguaje no puede decir la verdad».
—Tengo uno —dijo Madre—. A ver qué te parece. Podemos llamarlo Shangguan Amen.
Malory se rio.
—Ese es todavía peor. No lo intentes más y déjame que lo piense.
El Pastor Malory se levantó, juntó las manos detrás de la espalda y se puso a caminar febrilmente en la atmósfera rancia de la deteriorada iglesia. Sus veloces pasos eran la manifestación exterior de la batidora que había en su cabeza, en la cual se mezclaban diversas clases de nombres y símbolos, antiguos y modernos, chinos y occidentales, celestiales y mundanos. Fijándose en su forma de caminar, Madre sonrió y me dijo:
—Mira a tu padrino. Esa no es forma de elegir un nombre. Parece como si estuviera a punto de anunciar un fallecimiento.
Tarareando en voz baja, Madre cogió el cucharón de Malory, lo llenó de agua y nos la echó por encima de la cabeza.
—¡Ya lo tengo! —dijo en voz alta, y se detuvo en medio de su vigésimo noveno viaje hacia la puerta principal de la iglesia, que estaba cerrada.
—¿Cómo se va a llamar? —preguntó Madre, muy excitada.
Pero antes de que él pudiera decírselo, se oyó un clamor en la puerta. Eran ruidos que indicaban que había una multitud ahí afuera, y hacían temblar la puerta. Alguien estaba gritando y armando bronca. Madre se levantó y miró aterrorizada, todavía con el cucharón en la mano. Malory pegó un ojo a la grieta que había en la puerta. En ese momento, no sabíamos lo que estaba pasando fuera, pero vimos cómo su rostro enrojecía, y no podíamos saber si era porque se había enfadado o porque se estaba poniendo nervioso. Se volvió hacia Madre, y le dijo:
—Salid de aquí, rápido. Al patio de delante.
Madre se agachó para cogerme. Antes, por supuesto, tiró el cucharón, que rebotó ruidosamente en el suelo, como un sapo en época de celo. Abandonada en la palangana, Octava Hermana se puso a llorar. El cerrojo se partió en dos y cayó al suelo mientras la doble puerta se abría súbitamente y un joven con la cabeza rapada y un mosquete irrumpía en la iglesia. Le dio un empujón a Malory en el pecho y lo mandó tambaleándose hasta el muro posterior. Un ángel con el trasero desnudo estaba suspendido por encima de su cabeza. Cuando el cerrojo de la puerta cayó al suelo, me solté de los brazos de Madre y caí de nuevo en la palangana, salpicando un montón de agua hacia arriba y casi aplastando a Octava Hermana.
Inmediatamente entraron a toda prisa cinco mosqueteros, pero su brutal arrogancia se esfumó en cuanto echaron un vistazo a la iglesia. El que había estado a punto de enviar al Pastor Malory al otro mundo de un empujón, se rascó la cabeza.
—Aquí dentro hay gente. ¿Por qué? —miró a sus cuatro camaradas.
—¿No nos habían dicho que la iglesia estaba abandonada desde hace años? ¿Cómo es que hay gente aquí dentro?
Protegiéndose el pecho con ambas manos, Malory se acercó a los soldados, que sintieron temor y vergüenza ante su digna apariencia.
Si hubiera soltado una parrafada en un idioma extranjero combinada con una serie de gestos con las manos, los soldados posiblemente se habrían dado la vuelta para salir corriendo. Incluso si hubiera hablado chino con un fuerte acento extranjero, eso habría bastado para evitar que se pusieran violentos. Pero el desgraciado Pastor Malory les habló en un perfecto chino de Gaomi del Noreste.
—¿Qué es lo que queréis, hermanos? —les dijo, y les hizo una profunda reverencia.
Yo seguía ahí tumbado, llorando —Octava Hermana había dejado de llorar para entonces— y los soldados estallaron en una sonora carcajada y empezaron a tratar al Pastor Malory como si fuera un mono de feria. Uno de los soldados, que tenía la boca torcida, se le acercó y le hizo cosquillas a Malory en los pelos de la oreja con un dedo.
—Un mono Ja, ja, ja, es un mono.
Sus camaradas se unieron a la burla.
—¡Mirad, este mono tiene una mujer escondida aquí!
—¡No estoy de acuerdo! —gritó Malory—. ¡No estoy de acuerdo! ¡Soy extranjero!
—Extranjero. ¿Habéis oído eso? —dijo el soldado de la boca torcida—. ¿Me estás diciendo que un extranjero puede hablar un perfecto chino de Gaomi del Noreste? Creo que eres un hijo bastardo de un mono y un ser humano. Traed aquí dentro uno de los burros, tíos.
Sujetándonos a Octava Hermana y a mí entre sus brazos, Madre se acercó y agarró a Malory por el codo.
—Vámonos, es mejor que no se enfaden.
Malory se liberó y salió corriendo para sacar al burro fuera de la iglesia a empujones. El animal enseñó los dientes, como un perro furioso, y rebuznó fuertemente.
—¡Apártate! —le ordenó uno de los soldados, empujando a Malory.
—La iglesia es un lugar sagrado, que pertenece a Dios. No podéis meter un burro aquí. Esto no es un establo —dijo el Pastor Malory, desafiante.
—¡Diablo extranjero y estúpido! —lo insultó uno de los soldados, un hombre con la cara pálida y los labios morados—. Mi anciana madre me contó que ese hombre —dijo, señalando al Cristo de madera de azufaifo que colgaba frente a ellos—, nació en un establo para caballos. Los burros son primos de los caballos, así que si tu dios tiene una deuda con los caballos, también la tiene con los burros. Si un establo para caballos puede servir como sala de partos, ¿por qué no puede servir una iglesia como redil para burros?
El soldado, evidentemente satisfecho con la fuerza de su razonamiento, se quedó mirando fijamente a Malory con una sonrisa de autosuficiencia.
Malory hizo el signo de la cruz y comenzó a llorar.
—Castiga a estos malos hombres, Señor. Golpéalos con tu rayo, haz que los muerda la serpiente venenosa, déjalos morir a manos de los japoneses…
—¡Perro traidor! —aulló el soldado de la boca torcida, dándole a Malory una sonora bofetada.
Su golpe iba dirigido a la boca, pero falló ligeramente y donde le alcanzó fue en la nariz ganchuda, de la que brotó un chorro de sangre fresca. Con un grito de dolor, Malory alzó las manos hacia el Cristo de azufaifo.
—Señor —empezó a decir— Dios Todopoderoso…
Los soldados primero miraron al Cristo de azufaifo, que estaba cubierto de polvo y de excrementos de pájaro, y después a la cara ensangrentada del Pastor Malory. Finalmente, posaron la mirada sobre el cuerpo de Madre, que estaba cubierto de manchas viscosas que se parecían al rastro que dejan los caracoles. El soldado que sabía dónde había nacido Jesús sacó la lengua, como una almeja con pies, y se lamió sus labios de color violeta. Para entonces, veintiocho burros negros habían abarrotado la iglesia. Algunos se desplazaban sin ningún rumbo, dando vueltas por ahí, y otros se rascaban la espalda contra la pared o se aliviaban o se portaban mal, y algunos otros mordisqueaban las paredes de adobe.
—¡Señor! —imploró Malory. Pero su señor no se conmovió.
En su ataque de furia, nos arrancaron a Octava Hermana y a mí de los brazos de Madre y nos tiraron entre los burros. Madre corrió hacia nosotros como una loba, pero los soldados la detuvieron antes de que pudiera rescatarnos. En ese momento fue cuando la tomaron con Madre, empezando por boca torcida, que se acercó a ella y le cogió uno de los pechos. Labios morados llegó a toda prisa y, empujando a boca torcida para quitarlo de en medio, cubrió con sus manos mis palomas, mis preciosas calabazas. Con un fuerte chillido, Madre le pegó un zarpazo en la cara, pero él no se desanimó y, con una mueca maligna, le arrancó la ropa.
Lo que pasó después quedará en secreto, angustiosamente, durante toda mi vida. Fuera, en el patio, Sha Yueliang estaba intentando seducir a mi hermana mayor, mientras en la habitación que daba al lado este, Gou San y su hatajo de perros callejeros colocaban un montón de paja en una esquina para preparar las camas. Los cinco mosqueteros —el grupo al que le habían asignado la tarea de cuidar a los burros— lanzó a Madre sobre la paja. En el suelo, entre los burros, Octava Hermana y yo ya nos habíamos quedado afónicos de tanto llorar. Malory dio un salto, cogió una de las mitades del cerrojo roto y golpeó la cabeza de uno de los soldados con él. Uno de sus camaradas apuntó a las piernas de Malory y disparó. El sonido del disparo retumbó en la habitación mientras un puñado de perdigones impactaba contra las piernas de Malory, haciendo que saltaran perlas de sangre por el aire. El cerrojo roto se le cayó de las manos y él impactó contra el suelo. Miró fijamente al Cristo de azufaifo manchado por los pájaros y comenzó a murmurar algo en su sueco natal, olvidado hacía ya tantos años; las palabras se le arremolinaban en la boca y salían volando como si fueran mariposas. Los soldados se iban turnando para atacar a Madre; los burros se turnaban para olisquearnos a Octava Hermana y a mí. Sus fuertes rebuznos atravesaban el techo de la iglesia y se perdían en un cielo frío y desolado. El sudor bañaba el rostro del Cristo de azufaifo. Cuando estuvieron satisfechos, los soldados nos echaron a Madre, a Octava Hermana y a mí a la calle. Los burros nos siguieron al exterior, pero salieron corriendo al percibir el olor de unas burras. Mientras los soldados intentaban controlar a sus monturas, el Pastor Malory se arrastró, con las piernas arqueadas y tambaleantes por los perdigones, hasta la escalera, desgastada por el uso a lo largo de los años, que ascendía al campanario. Se las apañó para impulsarse hacia arriba apoyándose en el alféizar de la ventana, y a través de las vidrieras rotas tuvo una visión panorámica de Dalan, el núcleo municipal de Gaomi del Noreste, donde había vivido y dejado sus huellas durante décadas: una ordenada serie de filas de casitas con el techo de paja; las calles amplias y de color gris; las copas de los árboles, verdes y envueltas en la neblina; los ríos y arroyuelos brillantes que rodeaban las minúsculas aldeas; la superficie del lago, semejante a un espejo; la espesura de las cañas, que se bamboleaban con el viento; los estanques, llenos de agua y rodeados de hierbas silvestres; el lodazal rojo, que era una zona de juegos para las aves migratorias; el campo abierto, que se expandía y desplegaba hasta donde empezaba el cielo; la cadena de montañas del Buey Acostado, de color amarillo dorado; las arenosas colinas, con sus acacias en flor… Cuando su mirada se dirigió hacia la calle, donde Madre yacía como un pescado muerto, con el vientre desnudo expuesto bajo el cielo, su corazón se llenó de una profunda tristeza y las lágrimas le nublaron la vista. Mojó el dedo en la sangre que rezumaban sus piernas y escribió unas palabras en la pared gris del campanario: Niño Dorado Niña de Jade.
Después gritó con todas sus fuerzas:
—¡Perdóname, Señor Amado!
El Pastor Malory se arrojó desde lo alto del campanario y cayó como un pájaro gigantesco con las alas rotas. Sus sesos salpicaron en todas direcciones, como tantas veces hace la mierda de los pájaros, al golpearse contra la calle.