I
Después de que le pusieran una inyección para detener la hemorragia, Madre empezó a volver en sí lentamente. Yo fui lo primero que vio —más específicamente, lo que vio fue un pequeño pene levantado como la crisálida de un gusano de seda entre mis piernas—, y la luz reemplazó a la falta de interés de su mirada. Me cogió entre sus brazos y me besó, como una gallina que picotea unos granos de arroz. Llorando ásperamente, busqué su pezón y ella me lo puso en la boca. Empecé a mamar, pero en lugar de encontrar leche, lo que saqué tenía el sabor de la sangre. Yo lloraba con fuerza, y Octava Hermana —que había nacido justo antes que yo— sollozaba de forma intermitente. Madre me acostó al lado de mi hermana y, haciendo un esfuerzo, logró bajar del kang. Caminó, a punto de perder el equilibrio, hasta la tina del agua, se agachó y se bebió un cucharón lleno. Miró con apatía los cadáveres que habían quedado en el patio. La burra adulta y su pequeña mula estaban en pie, temblando junto a un lecho de cacahuetes. Mis hermanas mayores entraron en el patio, con un aspecto lamentable, y corrieron hacia Madre llorando débilmente antes de desmoronarse en el suelo.
El humo blanco salía de nuestra chimenea por primera vez desde la catástrofe. Madre abrió la despensa de la abuela y sacó unos huevos conservados en escabeche, dátiles, cristal de azúcar y un viejo pedazo de ginseng que llevaba años ahí metido. Lo echó todo al wok y, cuando el agua comenzó a hervir, los huevos se movieron velozmente, de un lado para otro. Finalmente, Madre llamó a todas las chicas e hizo que se sentaran alrededor de una gran fuente.
—Vamos, niñas —les dijo—, a comer.
Mis hermanas cogieron la comida caliente de la fuente y se pusieron a comer con ansiedad. Madre se tomó solamente el caldo, tres cuencos llenos, hasta que se lo acabó todo. Se quedaron en silencio durante un rato, y después se abrazaron y se pusieron a llorar. Madre las dejó llorar hasta que quedaron agotadas antes de anunciarles:
—Niñas, tenéis un hermanito y una hermanita más.
Madre me amamantó. Su leche sabía a dátiles, a cristal de azúcar y huevos en escabeche; era un líquido magnífico. Abrí los ojos. Mis hermanas me estaban mirando, muy excitadas. Les devolví la mirada con los ojos nublados. Después de vaciar los pechos de Madre, rodeado por los gritos de mi hermanita, cerré los ojos. Entonces oí que Madre cogía a Hermana Octava y suspiraba: «Tú no me hacías ninguna falta».
Al día siguiente, temprano, el sonido de un gong rompió el silencio de la zona. Sima Ting, el administrador de la Casa Solariega de la Felicidad, gritó ásperamente:
—Conciudadanos, sacad a vuestros muertos, llevadlos a todos fuera.
Madre se quedó de pie en el patio, cogiéndonos a mí y a Hermana Octava en sus brazos y llorando en voz alta. En sus mejillas no había ni una lágrima. La rodeaban sus hijas; algunas estaban llorando y otras no, pero tampoco había lágrimas en ninguna de sus mejillas.
Sima Ting entró en el patio con su gong de bronce. Parecía una calabaza seca. Era un hombre de una edad incalculable con la cara llena de profundas arrugas. Tenía una nariz semejante a una fresa y unos ojos negros y profundos que no dejaban de girar en sus cuencas; eran los ojos de un niño pequeño. Los hombros, caídos por el paso de los años, le daban el aspecto de una vela agitándose en el viento, pero sus manos eran hermosas y bien redondeadas, con hoyuelos en las palmas. Se acercó andando hasta donde estaba Madre e hizo sonar el gong con toda su fuerza. Un sonido mineral emergió del instrumento: clong-ua-ua-ua-ua. Madre dejó de sollozar, estiró el cuello y contuvo el aliento durante al menos un minuto.
—¡Qué tragedia! —dijo Sima Ting con un suspiro exagerado.
Tenía una tristeza desesperada escrita en los labios, en las comisuras de la boca, en las mejillas e incluso en los lóbulos de las orejas. Y sin embargo, y a pesar de la evidente sensación de justificada indignación, había un deje de burla escondida en el espacio que hay entre la nariz y los ojos, una mirada de furtiva satisfacción. Anduvo hasta el cuerpo rígido de Shangguan Fulu y se quedó sin moverse, a su lado, durante un momento. Después se acercó al cuerpo decapitado de Shangguan Shouxi, y se agachó junto a su cabeza para mirarle los ojos muertos, como si quisiera establecer un contacto emocional. De las comisuras de los labios le caían unas gotas de saliva. En contraste con la expresión de paz de la cara de Shangguan Shouxi, Sima parecía un tanto estúpido y salvaje. «Vosotros, la gente, no me habéis hecho caso, ¿por qué no me habéis hecho caso?», les recriminaba a los muertos en voz baja, hablando para sí. Volvió donde estaba Madre.
—Esposa de Shouxi, voy a ir a buscar a alguien para que se los lleve. Con este tiempo… bueno, ya sabes.
Tenía un aspecto celestial, y Madre también. El cielo estaba de un color gris plomizo y opresivo, y hacia el Este, el amanecer, de un rojo sangre, estaba siendo derrotado por unas oscuras nubes. Nuestros leones de piedra estaban húmedos.
—La lluvia, viene la lluvia. Si no nos los llevamos, cuando se ponga a llover y después salga el sol, ya puedes imaginarte lo que les pasará.
Madre nos cogió a mi hermana y a mí entre sus brazos y se arrodilló enfrente de Sima Ting.
—Administrador —le dijo—, soy una viuda con un montón de niños huérfanos, así que a partir de ahora tendremos que depender de ti. Niñas, venid a hacerle una reverencia a vuestro tío.
Todas mis hermanas mayores se arrodillaron frente a Sima Ting, que hizo restallar el gong —bong bong— con todas sus fuerzas.
—¡Que les den a sus ancestros! —maldijo, mientras las lágrimas le surcaban la cara—. Todo esto es culpa de ese bastardo de Sha Yueliang. La emboscada que preparó hizo enfurecer a los japoneses, que se lanzaron como locos a asesinarnos a nosotros, la gente del pueblo. Levantaos, niñas, levantaos todas y dejad de llorar. La vuestra no es la única familia que está sufriendo. Por mi habitual mala suerte, el jefe del condado me ha dejado a cargo de este pueblo. Ha huido para salvar la vida, pero yo sigo aquí. ¡Qué le den a sus ancestros! A ver, vosotros, Gou San, Yao Si, dejad de perder el tiempo. ¿Estáis esperando a que os mande un palanquín para que vaya a buscaros?
Gou San y Yao Si entraron corriendo en el patio, doblados por la cintura y seguidos por algunos de los holgazanes del pueblo. Eran los chicos de los recados de Sima Ting, su guardia de honor, sus seguidores, su prestigio y su autoridad, los medios que él empleaba para cumplir con su deber. Yao Si tenía un cuaderno de notas, con una cubierta de papel de estraza, bajo el brazo, y un lápiz apoyado detrás de la oreja. Gou San se agachó a darle la vuelta a Shangguan Fulu, para que pudiera mirar hacia arriba, a las nubes rojas de la mañana. Entonces recitó: «Shangguan Fulu, con la cabeza aplastada, era el cabeza de familia». Yao Si se humedeció un dedo, abrió el cuaderno de registro de hogares y fue pasando páginas hasta que encontró la que correspondía a la familia Shangguan. Entonces cogió el lápiz que tenía detrás de la oreja, se arrodilló sobre una sola pierna y apoyó el cuaderno en la otra. Tras tocar la punta del lápiz con la lengua, escribió el nombre de Shangguan Fulu.
—Shangguan Shouxi —la voz de Gou San, de repente, ya no sonaba tan decidida— con la cabeza separada del cuerpo.
Un lamento se abrió paso desde la garganta de Madre. Sima Ting se volvió hacia Yao Si:
—Vamos, anótalo, ¿me has oído?
Yao Si dibujó un círculo alrededor del nombre de Shangguan Shouxi pero no escribió la causa de su muerte. Sima Ting levantó el mazo que tenía en la mano y golpeó a Yao Si en la cabeza.
—¡Por tu madre! ¿Cómo te atreves a meterte por atajos con los muertos? ¿Te crees que puedes aprovecharte de que no sé leer? ¿Es eso?
Con una mirada de cansancio y dolor, Yao Si le suplicó:
—No me pegue, anciano maestro. Lo tengo todo aquí. —Se señaló la cabeza—. No se me va a olvidar nada, ni en mil años.
Sima Ting lo miró fijamente.
—¿Y por qué se te ocurre que vas a vivir tanto? Mil años, ni que hubieras nacido de una tortuga.
—Anciano maestro, no era más que una figura retórica. No nos vamos a pelear por esto.
—¿Y quién se está peleando? —dijo Sima Ting, y volvió a darle con el mazo en la cabeza.
—Shangguan —dijo Gou San, que estaba enfrente de Shangguan Lü, girándose hacia Madre para preguntarle—: ¿Cuál era el nombre de soltera de tu suegra?
Madre sacudió la cabeza. Yao Si dio unos golpecitos en el cuaderno con la punta de su lápiz y dijo:
—Se llamaba Lü.
—Shangguan, nacida Lü —gritó Gou San, agachándose para mirar al cadáver—. Qué cosa tan rara, no tiene ninguna herida —murmuró, girando la cabeza de Shangguan Lü de un lado para el otro. Entonces, un suave quejido surgió de entre los labios de ella, haciendo que Gou San se enderezara de golpe y empezara a retroceder, sin poder salir de su asombro y tartamudeando—: Ha vuelto… ha vuelto a la vida.
Shangguan Lü abrió lentamente los ojos, como un bebé recién nacido, tratando de ver pero sin ser capaz de enfocar bien. Madre dio un grito: «¡Ma!». Nos dejó a mí y a mi hermana al cuidado de dos de las chicas mayores y salió corriendo hacia donde estaba su suegra, deteniéndose abruptamente cuando se dio cuenta de que los ojos de la anciana se habían posado sobre mí, que estaba en los brazos de Primera Hermana.
—Atención, todos —dijo Sima Ting—, la anciana ha regresado brevemente de la muerte para ver al bebé. ¿Es un niño?
La mirada de Shangguan Lü me hizo sentirme incómodo y me puse a llorar.
—Dejadla que vea a su nieto —dijo Sima Ting—, para que pueda irse en paz.
Madre me cogió de los brazos de Primera Hermana, se hincó de rodillas y me sostuvo muy cerca de la anciana.
—Ma —le dijo, con lágrimas en los ojos—, no tenía otra opción…
Una luz brilló en la mirada de Shangguan Lü cuando se fijó en lo que había entre mis piernas. Algo sonó en su abdomen, y después siguió un olor rancio.
—Ya está —dijo Sima Ting—, esta vez sí que se ha ido.
Madre se levantó, conmigo en brazos y, enfrente de un montón de hombres, se abrió la blusa y me metió uno de sus pezones en la boca. Con la cara protegida contra sus pesados pechos, dejé de llorar. Sima Ting anunció:
—Shangguan, nacida Lü, esposa de Shangguan Fulu, madre de Shangguan Shouxi, ha muerto; se le ha roto el corazón por las muertes de su marido y su hijo. Muy bien, ¡lleváosla!
Los encargados de retirar los cadáveres se acercaron a Shangguan Lü con unos ganchos de metal, pero antes de que pudieran colocárselos debajo, ella se incorporó lentamente, como una viejísima tortuga. El sol brillaba y su cara hinchada parecía un limón, o una tarta de Nochevieja. Con una mueca burlona en la cara, se sentó con la espalda apoyada contra el muro, como una montaña en miniatura.
—Cuñada mayor —le dijo Sima Ting—, estás fuertemente aferrada a la vida.
Cubriéndose la boca con toallas rociadas con licor de sorgo para protegerse del olor de los cuerpos en proceso de putrefacción, los seguidores del máximo responsable del pueblo llevaban a hombros una puerta de madera en la que todavía se podían detectar los restos de un pareado de año nuevo[2]. Después de dejar la puerta en el suelo, cuatro de los holgazanes del pueblo —que ahora habían sido designados oficialmente como encargados de retirar los cadáveres— cogieron con rapidez a Shangguan Fulu por los brazos y las piernas y lo depositaron sobre la puerta. Entonces, dos de ellos se llevaron la puerta fuera del patio. Uno de los rígidos brazos de Shangguan Fulu colgaba a uno de los lados de la puerta, y se balanceaba como un péndulo.
—Llevaros a esa anciana que está junto al portón —gritó uno de los holgazanes.
Dos hombres se acercaron a toda velocidad.
—Es la vieja Tía Sol. ¿Cómo puede ser que haya muerto ahí? —se preguntó en voz alta alguien que pasaba por el sendero—. Ponedla en el carro. —No dejaban de oírse comentarios.
Depositaron la puerta al lado de Shangguan Shouxi, que yacía en la misma posición en la que había muerto. Unas burbujas transparentes le salían de la boca y se alejaban flotando hacia el cielo hasta que explotaban, cuando Shouxi trataba de entrar dando gritos en el Paraíso, como si hubiera un cangrejo escondido en su interior. Los encargados de la recogida de cadáveres no estaban seguros de lo que debían hacer.
—Oh, diablos —dijo uno de ellos—, vamos allá.
Empezó a preparar su gancho de metal pero Madre lo detuvo de un grito:
—¡A él no le pongáis ganchos!
Me volvió a entregar a Shangguan Laidi y después, con un fuerte lamento, se lanzó sobre el cuerpo descabezado de su marido. Estiró el brazo para alcanzar la cabeza pero retiró la mano al contacto con la carne.
—¡Déjalo, cuñada! —le dijo uno de los holgazanes, con una voz amortiguada por la toalla que le cubría la boca—. Esa cabeza no se puede volver a unir al cuerpo. Vete a mirar lo que hay en el carro que está ahí afuera. Lo único que queda de algunos de esos cuerpos es una pierna, después de que los perros se encarguen de ellos. Podría estar mucho peor. Apartaos, niñas. Daos la vuelta y no miréis.
Abrazó a Madre y la llevó, medio empujándola, a un lado, junto a mis hermanas.
—¡Cerrad los ojos, todos! —nos advirtió una vez más.
Cuando Madre y mis hermanas abrieron los ojos de nuevo, ya se habían llevado todos los cuerpos del patio.
Salimos tras el carro, que iba lleno de cadáveres apilados y levantaba un montón de polvo a su paso. Tiraban de él tres caballos como los que mi hermana Laidi había visto esa otra mañana: uno era amarillo melocotón, otro rojo dátil y otro verde puerro. Pero ahora avanzaban con lentitud, sin energía, con las cabezas gachas y el color de sus pelajes apagado, opaco. El caballo que iba delante, el amarillo melocotón, cojeaba de una de las patas y tenía que hacer un esfuerzo terrible para dar cada paso. El conductor había dejado el látigo arrastrando por el suelo y la mano que tenía libre descansaba sobre la vara. Tenía el pelo negro por los lados pero completamente blanco por el centro, como un pájaro carbonero. Al menos una docena de perros, a ambos lados del camino, miraba con hambre los cadáveres que llevaba el carro. Una procesión de supervivientes iba detrás, siguiéndolo, casi ocultos entre el polvo. A su vez, nos seguía el nuevo responsable del pueblo, Sima Ting, y sus subordinados, con Gou San y Yao Si al frente. Algunos llevaban azadas sobre los hombros, otros los ganchos de metal. Un hombre cargaba con una pértiga de bambú con tiras de tela roja atadas al extremo. Sima Ting todavía llevaba su gong, y lo golpeaba cada cierto número de pasos. A cada tañido, los familiares de los fallecidos se lamentaban, pero no parecían dispuestos a llorar, y en cuanto se extinguía el sonido del gong abandonaban sus lamentos. En lugar de sufrir por los miembros muertos de sus familias, daba la sensación de que estaban llevando a cabo una tarea que les había encargado el nuevo alcalde.
Así seguimos nosotros detrás del carro de caballos, llorando de vez en cuando. Pasamos junto a la iglesia, con su campanario derruido, y junto al molino de harina donde Sima Ting y su hermano menor, Sima Ku, le habían puesto un arnés al viento hacía cinco años. Como una docena de raquíticos molinos de viento seguían de pie por encima del molino, temblando en el viento, y siempre parecía que estaban a punto de caerse. A la derecha, pasamos junto al emplazamiento de una empresa que había creado, veinte años atrás, un hombre de negocios japonés que se dedicaba a la producción de algodón americano. Después pasamos junto al escenario que había en la era de la familia Sima, donde Niu Tengxiao, el magistrado del condado de Gaomi, había promulgado que las mujeres se quitaran los vendajes de los pies. Finalmente, el carro giró a la izquierda, siguiendo el Río del Agua Negra, y se dirigió hacia un campo que se extendía hasta la región de los pantanos. Ráfagas de aire húmedo procedentes del Sur traían el hedor de la podredumbre. Los sapos que había en los charcos a los lados del camino y en las partes menos profundas del río croaban débilmente. Una multitud de gordos renacuajos modificaba el color del agua.
El carro aceleró cuando entró en el campo. El conductor, Viejo Carbonero, hizo restallar su látigo sobre el caballo que iba delante, sin importarle nada que cojeara de una pierna. El carro rebotaba salvajemente sobre el camino, lleno de baches, y los cadáveres desprendían una terrible pestilencia. Algo húmedo se filtraba hacia el suelo a través de las grietas de la base del carro. Para entonces, el llanto había desaparecido por completo y los familiares de los muertos se tapaban la boca y la nariz con las mangas. Sima Ting y sus seguidores pasaron a nuestro lado, rozándonos, y alcanzaron el carro; corrían doblados por la cintura y dejaron atrás el carro y el hedor. Una docena de perros enloquecidos llegaron desde ambos lados del camino, procedentes de los campos de trigo, desatando el infierno con sus terribles ladridos. Aparecían y desaparecían entre los tallos de trigo, como las focas cuando nadan contra las olas. Era un día perfecto para los cuervos y los halcones. Todos los cuervos de Gaomi del Noreste descendieron al depósito de agua del pueblo, como una nube negra que se cerniera sobre el carro de caballos. Rodearon toda la zona, y sus graznidos de excitación llenaban el aire mientras ellos dibujaban multitud de formas en su vuelo antes de caer en picado. Los cuervos más ancianos se lanzaban directamente sobre los ojos de los cadáveres, picoteándolos con sus picos duros y afilados. Los más jóvenes, que tenían menos experiencia, atacaban las calaveras, creando un estruendoso tamborileo. Viejo Carbonero los azotaba con el látigo, y con cada golpe acababa al menos con una de las aves, que se convertía en papilla bajo las ruedas del carro. Siete u ocho halcones dibujaron unos círculos en el cielo, a gran altura, un tanto obligados por las corrientes de aire que se oponían más abajo, donde estaban los cuervos. Estaban igualmente interesados por los cadáveres, pero se negaban a unir sus fuerzas a las de los cuervos; se sentían claramente superiores a ellos.
El sol asomó desde detrás de una nube, arrojando sobre las florecientes plantas de trigo un brillo resplandeciente y obligando al viento a cambiar de dirección, lo cual generó una quietud momentánea que hizo que las olas de trigo se quedaran dormidas, o se murieran. Un enorme plato dorado, que parecía que se extendía hasta el horizonte, apareció debajo del sol. Las espigas de trigo maduro eran como minúsculas agujas doradas que hacían brillar al mundo. El carro de caballos se metió por un estrecho sendero que había en mitad del campo, obligando al conductor a emplear toda su pericia para pasar entre dos filas de tallos de trigo. Los caballos que iban delante, el de color amarillo melocotón y el verde puerro, no podían avanzar por el sendero uno al lado del otro, por lo que o el amarillo trotaba entre los tallos de trigo o sería el verde el que se viera forzado a atravesar la capa dorada. Como dos niños pequeños y caprichosos, se empujaban mutuamente y se hacían salir del sendero. El carro, por ese motivo, redujo su velocidad, cosa que hizo que los cuervos se pusieran frenéticos. Docenas de ellos se posaron sobre las cabezas de los cadáveres y empezaron a picotearlas, aleteando sin parar. Viejo Carbonero estaba demasiado ocupado como para preocuparse por los cuervos. Seguro que la cosecha de ese año iba a ser buena, ya que los tallos estaban bastante gruesos, los estambres muy llenos y los granos bien redondeados. Las espigas de trigo que cepillaban los vientres de los caballos y se frotaban contra el carro y contra sus ruedas producían un crujido que ponía la piel de gallina. Los perros asomaban la cabeza entre los tallos, con los ojos cerrados para protegerse de las espigas. Les resultaba muy fácil seguir al carro; sólo tenían que guiarse por el olfato.
La procesión en la que íbamos se hizo más delgada y más larga cuando entramos en el campo de trigo. Ya nadie lloraba, ni siquiera se oía un débil sollozo. Cada cierto tiempo, un niño se tropezaba y se caía, y alguien, casi siempre de su familia, le echaba una mano y lo ayudaba a ponerse de pie. En esta solemne unidad, los niños se negaban a llorar aunque fuera en voz baja. Reinaba el silencio, pero era un silencio tenso e incómodo. El carro, al pasar, y los perros enloquecidos asustaban a las perdices del campo, que salían aleteando por el aire antes de volver a instalarse en un mar de oro. Las serpientes del trigo, unas víboras rojas y venenosas que sólo viven en Gaomi del Noreste, reptaban entre el trigo como relámpagos, haciendo estremecerse a los caballos; los perros se arrastraban siguiendo los surcos a lo largo, sin atreverse a mirar hacia arriba. El sol se hallaba parcialmente escondido tras unas oscuras nubes, y la mitad que se veía lanzaba unos ardientes rayos de luz sobre la tierra. Las sombras de las nubes parecían sobrevolar el trigal, apagando momentáneamente las llamas doradas que consumían a los tallos cuando los iluminaba la luz. Cada vez que el viento cambiaba de dirección, millones de espigas obedecían a las corrientes; los granos de trigo, en voz muy baja, se iban contando las atemorizadoras noticias.
Al principio, unas cálidas ráfagas de viento del Noreste acariciaron las puntas de los tallos, y los estambres les dieron forma cuando pasaron a través de ellos, y abrieron unas diminutas y gorgoteantes corrientes que cruzaron el plácido mar de trigo. Después el viento ganó en intensidad, y se abrió paso con violencia entre los tallos. La bandera roja que portaba un hombre que iba al frente comenzó a agitarse, y rugieron las nubes que había en lo alto. Una serpiente dorada se retorcía en el cielo del Noreste, que estaba teñido de un rojo sangre. Un trueno llegó rodando hasta la tierra. Hubo otro instante de silencio, durante el cual los halcones que volaban en círculos en las alturas se dirigieron hacia el campo y desaparecieron entre los tallos de trigo. Los cuervos, por su parte, salieron en estampida en dirección al cielo, graznando con fuerza. La tormenta estalló y puso el trigo a moverse con fuerza; algunos de los tallos se balanceaban del Norte al Oeste y otros del Este al Sur. Las olas más largas y ondulantes empujaban y eran empujadas por otras, más cortas e irregulares, formando un remolino amarillo. Parecía como si el mar de trigo estuviera hirviendo en un inmenso caldero. Los cuervos se dispersaron. Cayeron unas gotas de lluvia pálidas y débiles, acompañadas por piedras de granizo del tamaño de huesos de albaricoque. El aire, de repente, estaba helado. Las piedras de granizo bombardeaban las espigas de trigo, la piel y las orejas de los caballos, los vientres descubiertos de los muertos y las cabezas desnudas de los vivos. De vez en cuando, un cuervo, con la cabeza rota por una piedra de granizo, caía muerto ante nosotros.
Madre me cogió con fuerza, protegiendo mi frágil cabeza escondiéndola en el cálido valle que se extendía entre sus grandes pechos. Había dejado a Octava Hermana, que era un ser humano superfluo desde el mismo momento de su nacimiento, en el kang, acompañando a Shangguan Lü, que había perdido la cabeza y se arrastraba por la habitación del lado occidental de la casa engullendo trozos de mierda de burro.
Mis hermanas se quitaron las camisas y se cubrieron la cabeza con ellas, todas menos Laidi, porque las pequeñas manzanas verdes que eran sus pechos de niña ya se le notaban bajo la camisa; ella se cubrió la cabeza con las manos, pero se empapó de todos modos. El viento le ceñía fuertemente la camisa al cuerpo.
Al fin, nuestra agotadora caminata nos condujo al cementerio público, que consistía en diez acres de terreno abierto rodeado de campos de trigo. Sobre muchos de los montones de tierra que cubrían las tumbas había unos carteles de madera en estado de descomposición.
El aguacero pasó y las nubes se alejaron, en diversas direcciones, hasta perderse de vista, cediendo su lugar a un impresionante cielo azul y a una luz cegadora. De las piedras de granizo, que se estaban derritiendo, subían pequeñas columnas de vapor. Algunos de los tallos de trigo que habían sido dañados se irguieron; otros nunca volverían a hacerlo. Las ráfagas de viento helado, abruptamente, se volvieron cálidas, y calentaron los maduros granos de trigo, que ya estaban adquiriendo un color amarillo brillante.
Mientras nos amontonábamos al borde del cementerio, vimos cómo nuestro alcalde, Sima Ting, recorría la zona, haciendo saltar con cada uno de sus pasos a varias langostas, cuyas alas externas, de un verde suave, al agitarse dejaban ver las de debajo, que eran de color rosa. Se detuvo frente a un arbusto de crisantemo salvaje, que estaba cubierto de pequeños capullos amarillos. Dando una patada en el suelo, gritó:
—Aquí, aquí es donde quiero que empecéis a cavar.
Siete hombres morenos que llevaban espadas sobre los hombros avanzaron lánguidamente, mirando hacia adelante y hacia atrás, como si quisieran memorizar todos los rostros que había alrededor. Finalmente, se giraron para mirar a Sima Ting.
—¿Qué estáis mirando? —gritó Sima—. ¡Cavad!
Entonces, tiró su gong y su mazo. El gong aterrizó en un matojo de hierbas con los estambres blancos, donde se escondía un lagarto que se dio un buen susto; el mazo, por su parte, aterrizó sobre unas dalias. Cogió una de las espadas, clavó la punta en el suelo y empujó con un pie, llevándola un poco hacia uno de los lados a medida que iba penetrando en la tierra. Haciendo un gran esfuerzo, levantó la espada cargada con tierra y hierba y dio un giro de noventa grados, sujetando la espada frente a sí. Entonces dio otro giro de ciento ochenta grados y, con un fuerte gruñido, lanzó volando el trozo de tierra, que se agitó en el aire como un gallo muerto y aterrizó sobre unos dientes de león. Devolviéndole la espada a su propietario, dijo, un tanto falto de aliento:
—Ahora cavad. Estoy seguro de que ya podéis oler esta peste.
Los hombres comenzaron a cavar, lanzando la tierra por el aire. Poco a poco, fue tomando forma una zanja, cada vez más profunda.
Para entonces ya era mediodía. El sol hacía que la tierra se volviera de un blanco resplandeciente. El hedor que emanaba del carro era cada vez más fuerte, e incluso aunque estábamos a favor del viento, un olor que revolvía las entrañas nos seguía. Entonces volvieron los cuervos. Sus alas brillaban con un color entre el azul y el negro. Sima Ting recuperó su gong y su mazo y, desafiando valientemente al hedor, subió al carro. «Bastardos alados, a ver si alguno de vosotros tiene agallas para venir aquí. ¡Os voy a descuartizar!». Golpeó el gong y empezó a dar saltos, gritando maldiciones al aire. Los cuervos volaban en círculos a unos quince metros por encima del carro, y sus graznidos caían hacia la tierra junto a sus deposiciones y a algunas plumas viejas. El Viejo Carbonero cogió el palo de la bandera roja y lo agitó hacia donde estaban los cuervos, que se dividieron en grupos y se lanzaron en picado emitiendo unos agudos chillidos y empezaron a girar alrededor de las cabezas de Sima Ting y del Viejo Carbonero; tenían unos ojos diminutos y ovalados, unas poderosas y rígidas alas y unas garras repulsivamente sucias. Los hombres les plantaron cara e intentaron ahuyentarlos, pero las aves no se rendían y sus picos siempre daban en el blanco. Entonces, los hombres emplearon el gong y el mazo y el palo de la bandera como armas, haciendo que se incrementaran los ruidos de la batalla. Los cuervos heridos cerraban las alas y caían pesadamente sobre el césped de terciopelo, entre las flores blancas, y después se desplazaban cojeantes hasta el campo, arrastrando las alas tras ellos. Los perros enloquecidos que se escondían entre los tallos les caían encima como un tiro, y los despedazaban en un abrir y cerrar de ojos. En un instante, sobre el suelo habían quedado los restos, unas plumas pegajosas, y los perros se retiraban hasta el comienzo del campo y se echaban al suelo indolentemente, jadeando con fuerza, con sus lenguas de color escarlata colgando a un lado de la boca. Algunos de los cuervos que no habían sufrido heridas continuaban su ataque a Sima Ting y el Viejo Carbonero, pero el grueso de su ejército atacaba al carro de una manera ruidosa, excitada, repulsiva; sus cuellos eran como resortes, sus picos como leznas, y celebraban un banquete de deliciosa carroña humana, un banquete diabólico. Sima Ting y el Viejo Carbonero cayeron al suelo, exhaustos, con ríos de sudor embarrando sus rostros polvorientos.
La zanja, para entonces, tenía una profundidad tal que cubría hasta los hombros, por lo que lo único que podíamos ver, de vez en cuando, era la parte superior de la cabeza de alguno de los que estaban cavando dentro y los pedazos de barro, blanco y húmedo, que lanzaban hacia afuera. El aire estaba cargado con el fresco olor de la tierra.
Uno de esos hombres salió de la zanja y se acercó a Sima Ting.
—Alcalde —le dijo—, hemos encontrado agua.
Sima lo miró con los ojos petrificados y levantó lentamente el brazo.
—Ven a mirar —le dijo el hombre.
—Ya es suficientemente profunda.
Sima le mostró un dedo doblado al hombre, que se quedó muy sorprendido por esa señal.
—¡Idiota! —gruñó Sima—. Ayúdame a levantarme.
El hombre se agachó y ayudó a Sima a ponerse en pie. Quejándose, Sima se golpeó la cintura con los puños y, con la ayuda del otro hombre, se acercó al borde de la zanja.
—Maldita sea —juró Sima Ting—. Salid de ahí, bastardos. Seguiríais cavando hasta llegar al infierno y no os daríais cuenta. —Los hombres salieron de la zanja y sintieron el golpe del hedor que procedía de los muertos. Sima le dio un golpe al carretero—. Ponte en pie —ordenó—, y trae ese carro aquí. —El carretero no se movió—. Gou San, Yao Si —tronó Sima—, meted a ese hijo de perra en la zanja el primero.
Gou San, que estaba de pie junto a los demás hombres, dio un gruñido como respuesta.
—¿Dónde está Yao Si? —preguntó Sima.
—Ese culo inquieto gilipollas ya se ha escabullido —dijo Gou San, enfadado.
—Aplástale el cuenco de arroz a ese bastardo cuando volvamos —le dijo Sima, dándole otro golpe al carretero—. Vamos a ver si este está muerto.
El carretero se puso de pie, con una expresión de resignación en el rostro, y le echó una mirada temerosa a su carro, que estaba donde empezaba el cementerio. Algunos cuervos se apiñaban en el fondo de la zanja, dando saltitos arriba y abajo y emitiendo unos fuertes y penetrantes graznidos. Los caballos se habían echado en el suelo y tenían los hocicos enterrados en la hierba; unos cuervos se les habían instalado en la grupa. El resto de los cuervos estaban sobre el césped, dándose un banquete. Dos de ellos se disputaban un enorme trozo, uno se echaba atrás, el otro tenía que avanzar un poco y obligaba al primero a seguir retrocediendo. En algunos momentos los dos se quedaban quietos, clavados sobre sus garras, y agitaban las alas frenéticamente, y estiraban la cabeza, con las plumas del cuello erizadas, mostrando la piel violácea de debajo, y entonces sus cuellos parecían a punto de separarse del resto del cuerpo. Un perro surgió de la nada y se apoderó del pedazo de entrañas, arrastrando a los dos pájaros por el césped.
—Libérame, alcalde —imploró el carretero cayendo de rodillas enfrente de Sima Ting, que cogió un trozo de tierra y se lo lanzó a los cuervos.
Estos apenas se dieron cuenta. Después, se dirigió a las familias de los fallecidos y murmuró:
—Eso es todo, ya está. Podéis iros a casa.
Madre fue la primera de la multitud alucinada que se hincó de rodillas, seguida por los demás, y un aullido lastimero brotó de su garganta.
—Sabio Sima, ponlos a descansar —le suplicó Madre.
El resto de la multitud también se lo suplicó. «Por favor, por favor, ponlos a descansar. Padre, Madre, nuestros hijos…».
De la cabeza agachada de Sima brotaba un sudor que le corría cuello abajo. Con un gesto de exasperación, volvió caminando al lugar en el que se encontraban sus hombres y les dijo suavemente:
—Hermanos, he tolerado vuestras estrategias de matones, vuestros robos, vuestras peleas, vuestra forma de aprovecharos de las viudas, vuestros saqueos de las tumbas, y muchos otros pecados contra el Cielo y la Tierra. Uno entrena soldados durante mil días para una única batalla. Y ahora, hoy, tenemos un trabajo por hacer, aunque los cuervos nos arranquen los ojos y nos picoteen el cerebro. Yo, el alcalde, voy a ser el primero, y me follaré a dieciocho generaciones de mujeres de la familia de cualquiera que intente escaquearse. Cuando hayamos terminado, os llevaré de vuelta y os emborracharé a todos. Ahora, ¡ponte en pie! —le dijo al carretero, tirándole de la oreja—. ¡Y trae aquí ese carro! Hombres, coged vuestras armas. ¡Comienza la batalla!
En ese momento, tres jovenzuelos de piel oscura surgieron entre las olas de trigo. Eran los nietos mudos de la Tía Sol. Todos llevaban los mismos pantalones cortos de colores, y nada más. El más alto de los tres blandía una espada que giraba por el aire, haciendo un sonido sibilante. El segundo llevaba una daga con un mango de madera, y el tercero cerraba la comitiva arrastrando por el suelo una espada de larga empuñadura. Con los ojos como platos, gruñeron e hicieron una serie de gestos que describían su angustia. A Sima Ting se le iluminaron los ojos cuando les dio unas palmaditas en la cabeza.
—Jovenzuelos —les dijo—, vuestra abuela y vuestros hermanos están ahí, en el carro. Vamos a enterrarlos. Esos malditos cuervos han ido demasiado lejos. Son los japoneses, así que luchemos contra ellos. ¿Entendéis lo que os digo?
Yao Si, que había reaparecido de algún lugar, les hizo unos signos a los chicos. Lágrimas y llamaradas de rabia brotaron de los ojos de los mudos, que cargaron contra los cuervos con sus cuchillos y espadas brillando en el aire.
—Y tú, diablo escurridizo, ¿dónde te habías metido? —le preguntó Sima a Yao Si, cogiéndolo por los hombros y sacudiéndolo con violencia.
—Fui a buscar a esos tres.
Los mudos subieron de un salto a la parte trasera del carro, y llenaron de sangre con mucha rapidez sus brillantes cuchillos y espadas, enviando a unos cuantos cuervos desmembrados contra el suelo. «¡Cargad!», gritó Sima Ting. Los hombres se amontonaron sobre el carro para luchar contra los cuervos. Las maldiciones, los sonidos del combate, los chillidos de los cuervos y el agitar de sus alas creaban un conjunto de ruidos que convergía con los fétidos olores, a muerte, a sudor, a sangre, a barro, a trigo y a flores silvestres.
Los cuerpos destrozados fueron echados de cualquier manera en la zanja. El Pastor Malory se quedó de pie sobre el montón de tierra removida, junto a la zanja, y se puso a recitar: «Señor, acoge las almas de estas víctimas desgraciadas…». Las lágrimas brotaron de sus ojos azules y bajaron atravesando las cicatrices moradas, resultado del látigo; desde ahí fueron goteando sobre su túnica negra, que estaba abierta, y sobre el crucifijo de bronce que descansaba en su pecho.
Sima Ting lo apartó del borde de la zanja.
—Malory —le dijo—, vete hacia allá y relájate un poco. No te olvides de que has escapado por muy poco de las garras de la muerte.
Mientras los hombres echaban tierra al interior de la zanja, el Pastor Malory producía una larga sombra bajo el sol poniente. Madre se quedó ahí, mirándolo y sintiendo cómo su corazón se aceleraba bajo su pesado pecho izquierdo. Para el momento en que los rayos del sol habían adquirido un color rojizo, en el centro del cementerio se había erigido una inmensa protuberancia de tierra que señalaba el lugar bajo el que estaba la tumba. Sima Ting se arrodilló y tocó el suelo con la frente en ese lugar, y lo mismo hicieron los demás supervivientes, soltando unos lamentos obligatorios pero débiles. Madre instó a los familiares de las víctimas a que también se prosternaran ante Sima Ting y sus ayudantes en señal de gratitud.
—Eso no hace ninguna falta —dijo Sima.
Los miembros del equipo funerario se encaminaron hacia el poniente para regresar a casa. Madre y mis hermanas estaban bastante al final de la multitud, que se estiraba durante cerca de quinientos metros. El Pastor Malory cerraba el grupo, avanzando con piernas temblorosas. Unas gruesas sombras humanas se proyectaban sobre los campos de trigo. Bajo los rayos de color rojo sangre del sol, la aparentemente infinita expansión del silencio se quebraba con el ruido de los pasos, el silbido que producía el viento al pasar entre los tallos de trigo, el áspero sonido de mi llanto y el primer ulular melancólico de un gordo búho que se despertaba de su sueño diurno en su refugio, sobre una morera, en el cementerio. Tuvo un efecto terrible: a todos los que lo oyeron se les paró el corazón. Madre se detuvo para mirar atrás, al cementerio, donde una niebla violeta se elevaba desde el suelo. El Pastor Malory se agachó para coger en brazos a mi séptima hermana, Qiudi.
—Pobrecilla —le dijo.
Sus palabras se quedaron resonando en el aire mientras un millón de insectos lo rodeaba, zumbando.