VII

Durante la cena, a Madre se le cayó un cuenco y se le rompió. Dentro de su cabeza se produjo una explosión, y supo que aún le quedaba mucho por sufrir.

Después del nacimiento de mi cuarta hermana, un manto negro cubrió el hogar de los Shangguan. En la cara de mi abuela había una permanente expresión de desagrado; su aspecto se había endurecido, y se parecía a una guadaña que estuviera dispuesta a rebanar la cabeza de Madre a la mínima provocación.

La antigua tradición que señala que la mujer, después de parir, se queda en la cama durante un mes fue abolida en la casa. Antes de que tuviera tiempo de limpiar lo que había quedado entre sus piernas tras el nacimiento del bebé, Madre oyó el ruido de unas tenazas golpeando contra el marco de su ventana y la voz de su suegra que le decía:

—Te creerás que has hecho otra aportación, ¿no? Una mierda de hija tras otra, y te creerás que te has ganado el derecho de que tu suegra te atienda como si fuera tu sirvienta. ¿Así te educaron en la casa de Gran Zarpa Yu? Se supone que eres la nuera, en esta familia, pero actúas como si fueras la suegra. A lo mejor he perturbado el orden celestial, en una reencarnación anterior, matando un viejo buey, y este es mi castigo. ¡Debía estar loca, ciega como un murciélago, para aceptar que una mujer como tú se casara con mi hijo! —Entonces volvió a golpear la ventana con las tenazas—. ¡Te estoy hablando a ti! ¿Te estás haciendo la sorda, o la tonta, o qué? ¡No has escuchado nada de lo que te he dicho!

—Te he oído —sollozó Madre.

—Entonces, ¿qué es lo que estás esperando? Tu suegro y tu marido están fuera, trillando el grano, y yo he confundido la escoba con un azadón, de tan ocupada que estoy intentando hacer cuatro cosas a la vez. Pero tú, como una princesa malcriada, estás ahí tirada, disfrutando del lujo. Si de una vez aportaras un hijo a esta familia, yo misma te lavaría los pies en una tina de oro.

Madre se levantó de la cama, se puso unos pantalones y se cubrió la cabeza con una bufanda mugrienta. Echándole a su hija recién nacida, que todavía estaba sucia y cubierta de sangre, una mirada cargada de ganas de ir a atenderla, se secó los ojos con una de sus mangas y salió al patio con las piernas temblando, aguantando los terribles dolores que sentía lo mejor que pudo. El sol de pleno verano casi la cegó mientras llenaba un cucharón con agua de la cuba y se lo bebía de un trago. ¿Por qué no me puedo morir?, pensó. Vivir así es una tortura insoportable. ¡Podría acabar con esto yo misma! Pero entonces vio que su suegra estaba pellizcando a Laidi en la pierna con sus tenazas mientras Zhaodi y Lingdi se abrazaban atemorizadas sobre una pila de paja, sin hacer ni un ruido y deseando poder esconder sus pequeños cuerpos para que no las vieran. Laidi aulló como un cerdo cuando lo están degollando y rodó por el suelo.

—¡Yo te voy a dar motivos para que llores! —gruñó Shangguan Lü pellizcando las piernas de la niña una y otra vez con la destreza y la fuerza que le habían proporcionado sus años de trabajo como herrera.

Madre salió corriendo y cogió a su suegra por el brazo.

—Madre —le suplicó—, déjela. Sólo es una niña, no sabe nada. —Se arrodilló temblando ante su suegra—. Si tiene que pellizcar a alguien, pellízqueme a mí…

Su suegra explotó; tiró las tenazas al suelo, muy enfadada, y se quedó quieta un momento antes de empezar a golpearse el pecho mientras gritaba:

—¡Dios mío, esta mujer me va a llevar a la tumba!

En cuanto Madre logró salir al campo, Shangguan Shouxi la golpeó con un rastrillo.

—¿Por qué has tardado tanto, inútil perezosa? Por tu culpa estoy a punto de morirme de cansancio de todo lo que he tenido que trabajar.

Ella cayó al suelo y se quedó sentada, escuchando a su marido, que se había quemado con el sol y parecía un pajarillo asado a la barbacoa, gritarle ásperamente: «Deja de hacer teatro. ¡Levántate y ponte a trillar el grano!». Le tiró el rastrillo al suelo, frente a donde estaba ella, y se retiró a refrescarse un poco bajo una acacia.

Apoyándose en las dos manos, Madre logró ponerse de nuevo en pie, pero cuando se agachó para coger el rastrillo estuvo a punto de desmayarse. Se incorporó ayudándose con el rastrillo; el cielo azul y la tierra amarilla giraban como gigantescas ruedas, tratando de marearla y de hacer que se volviera a caer al suelo. Sin embargo, logró quedarse erguida a pesar de los dolores desgarradores que sentía en el vientre y de las atroces contracciones que tenía en el útero. Unos fluidos frescos y nauseabundos seguían goteando de entre sus piernas, empapándole los muslos.

Los diabólicos rayos del sol quemaban la tierra como llamas blancas incandescentes. Los tallos de grano y los estambres felizmente situados sobre ellos ofrecían la última humedad que les quedaba, que tomaba la forma de vapor. Soportando lo mejor que podía el dolor que le atravesaba todo el cuerpo, Madre les dio vuelta a los estambres que estaban en la era, secándose al sol, para acelerar el proceso antes de llevarlos a la trilladora. Entonces se acordó de lo que su suegra le había dicho: en el azadón hay agua, pero en el rastrillo hay fuego.

Una langosta de color verde esmeralda que había viajado hasta la era montada en un estambre desplegó sus alas rosáceas y voló hasta la mano de Madre, que se fijó en los delicados ojos compuestos, como de jade, del pequeño insecto, y después se dio cuenta de que le faltaba la mitad del abdomen, que había sido segado por la hoz. Y a pesar de todo, continuaba viviendo, y todavía podía volar. A Madre le pareció que ese indomable deseo de vivir era extremadamente conmovedor. Sacudió la muñeca para que la langosta se fuera volando, pero se quedó donde estaba, y madre suspiró mientras notaba la sensación en la piel que le producían los pies del diminuto insecto. Entonces se acordó de cuando concibió a Zhaodi, su segunda hija, en la tienda de su tía en el campo de melones, donde las brisas que llegaban del Río del Agua Negra enfriaban los melones de color púrpura que crecían entre las plateadas hojas de las vides. Laidi todavía tomaba el pecho en esa época. Hordas de langostas, con las alas de color rosa, como la que ahora tenía en la mano, provocaban un zumbido que rodeaba todo el melonar. Su tío, Gran Zarpa Yu, se arrodilló frente a ella.

—Tu tía me ha liado para que hiciera esto —le dijo—, y desde la primera vez no he podido sentirme tranquilo ni una sola vez. He renunciado al derecho a considerarme un hombre. Xuan’er, coge ese cuchillo y líbrame de mi miseria.

Señaló a un puntiagudo cuchillo de cortar melones que había en un estante mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas. Madre sintió una confusa mezcla de emociones. Se acercó a él y le acarició la cabeza calva.

—Tío —le dijo—, no te culpo de nada. Son ellos, ellos son los que me han empujado a esto. —En ese momento, cuando señalaba los melones que había en el exterior de la tienda, su voz se volvió más aguda—. ¡Escúchame! ¡Vamos, ríete! Tío, la vida da muchas vueltas. Yo hice todo lo que pude para mantenerme casta, para cumplir con mi deber, y ¿cuál fue mi recompensa? Me gritaron, me pegaron y me enviaron de vuelta al hogar de mi infancia. ¿Qué tengo que hacer, entonces, para que me respeten? ¡Quedarme embarazada de otros hombres! Antes o después, tío, mi barco va a naufragar, y si no es aquí será en cualquier otra parte. —Una sonrisa sardónica se dibujó en su boca—. ¿Qué es eso que dicen, tío? ¿No abones los campos de los demás?

Su tío se levantó, lleno de ansiedad. Ella se abalanzó sobre él, de un modo muy poco adecuado para una dama, y le bajó los pantalones.

Padre e hijo descansaban en una fresca sombra, cerca de la era de la familia Shangguan. El perro estaba espatarrado junto a la base de un ruinoso muro, con la lengua rosa colgándole indolentemente hacia un lado; el animal jadeaba debido al opresivo calor. El cuerpo de Madre estaba cubierto de un sudor pegajoso que desprendía un olor rancio. La garganta le ardía, le dolía la cabeza, tenía náuseas y las venas de la frente tan hinchadas que parecía que estaban a punto de estallarle. Sentía la mitad inferior de su cuerpo como si fuera algodón embutido en un tubo. Estaba totalmente lista para morir, ahí en la era, pero logró reunir fuerzas para seguir trabajando. Unas ráfagas de luz dorada en el suelo hacían que los estambres que había en el suelo parecieran cobrar vida, como cardúmenes de pequeños pececillos de colores o millones de serpientes haciendo eses. A medida que daba vueltas al grano, Madre tuvo una sensación de tristeza trágica. ¡Cielo, abre los ojos y mira! Vecinos, abrid los ojos y mirad. Que vuestros ojos disfruten con este miembro de la familia Shangguan, que está trabajando en una era mientras el sol golpea sobre su cabeza, justo después de dar a luz, con la sangre todavía húmeda en las piernas. ¿Y qué me decís de mi marido y de mi suegro? Esos dos hombrecillos que están descansando a la sombra. Analizad tres mil años de historia imperial y no encontraréis un sufrimiento más amargo. Al final, mientras las lágrimas le caían por las mejillas, se desmayó, superada por el calor y por sus propias emociones.

Cuando volvió en sí, estaba acostada sobre la delgada sombra del muro en ruinas, cubierta con un lodo que atraía a enjambres enteros de moscas, tirada ahí como un perro muerto. La mula de la familia se hallaba junto al borde de la era, cerca de Shangguan Lü, que en ese momento les estaba dando latigazos a los vagos de su marido y su hijo. Cubriéndose la cabeza con los brazos, los dos hombrecillos llenaban el aire de chillidos mientras intentaban, sin ningún éxito, evitar los golpes.

—Deja de pegarme, deja… —suplicaba el suegro de Madre—. Venerable esposa, estamos trabajando. ¿Qué más quieres?

—¡Y tú, tú, pequeño bastardo! —gritó, dirigiendo el látigo hacia Shangguan Shouxi—. ¡Cada vez que hacéis alguna de las vuestras, sé que es idea tuya!

—No me pegues, Madre —dijo Shangguan Shouxi, escondiendo la cabeza entre los hombros—. ¿Quién te cuidaría en tu vejez, quién se ocuparía de todos los trámites de tu funeral si, por error, me mataras?

—¿De verdad crees que dependo de ti para eso? —dijo ella con tristeza—. Espero que usen mis huesos como leña antes de que nadie venga a enterrarme.

El padre y el hijo, con un gran esfuerzo, lograron ponerle el arnés a la mula; una vez lo lograron, recogieron sus herramientas y salieron al campo.

Con el látigo en la mano, Shangguan Lü se acercó caminando hasta el muro.

—Levántate y vete dentro, mi guapa y pequeña nuera —dijo acusadoramente—. ¿Por qué te quedas ahí tirada, sólo para hacer que yo parezca mala? ¿Para que los vecinos me maldigan cuando no esté delante, diciendo que no sé cómo tratar a mi nuera? ¡He dicho que te levantes! ¿O es que estás esperando a que alquile un palanquín con ocho hombres que te lleven dentro? No sé qué tiempos son estos que me han tocado vivir, en que una nuera se cree que es superior a su suegra. Espero que tengas un hijo un día de estos, así tendrás la oportunidad de ver cómo es ser la suegra de alguien.

Cuando Madre se puso de pie, manteniendo el equilibrio a duras penas, su suegra se quitó el sombrero con forma de cono que llevaba y se lo puso en la cabeza a ella.

—Vamos, vamos. Coge unos pepinos del huerto, y esta noche los puedes hacer con huevos para los dos hombres. Y si te parece que tienes fuerzas, vete a buscar un poco de agua para lavar las verduras. No sé cómo hago para aguantar hasta el final del día. Supongo que es verdad lo que dicen, os llevo a todos los demás montados en la espalda.

Se dio la vuelta y se dirigió a la era, mascullando algo para sí.

Esa noche hubo rayos y truenos. Era un peligro para el grano que estaba en la era, que era el resultado de un año de sangre y sudor. Por eso, con el cuerpo todavía aguijoneado por el dolor, Madre se arrastró afuera con el resto de la familia, para poner el grano a cubierto. Cuando terminaron, parecía un pollito empapado, y cuando por fin pudo ir reptando hasta su cama, estaba convencida de que se había presentado ante las puertas de Yama, el rey del infierno, y de que sus pequeños demonios le habían puesto una cadena alrededor del cuello para arrastrarla al interior.

Instintivamente, Madre se agachó para recoger los pedazos del cuenco que había roto. En ese momento, escuchó un bramido terrible; sonó como si un buey estuviera sacando la cabeza del agua. Después recibió un golpe en la cabeza que la tiró al suelo.

—¡Vamos, rómpelo! —gritó su suegra. Las palabras explotaron en su boca mientras tiraba por ahí la mano del mortero para triturar el ajo, que ahora estaba manchada de sangre—. ¡Rómpelo todo, no importa, esta familia se está destruyendo de todos modos!

Madre hizo un esfuerzo para ponerse en pie; el golpe había sido en la nuca. La sangre caliente le caía por el cuello.

—Madre —sollozó—, fue un accidente.

—¿Cómo te atreves a contestarme?

—No te estoy contestando.

Mirando de reojo a su hijo, la anciana dijo:

—No puedo manejarla, pedazo de mierda inútil. ¿Por qué no la pones en un pedestal y le rindes adoración?

Shouxi comprendió perfectamente lo que le estaba pidiendo. Cogió un palo que había tirado en una esquina y golpeó a Madre por la cintura. Madre cayó redonda al suelo. Entonces empezó a pegarle, una y otra vez, mientras su madre miraba con aprobación.

—Shouxi —intervino su padre—, déjalo ya. Si la matas, tendremos problemas con la ley.

—Las mujeres son unas criaturas inútiles —dijo Shangguan Lü—, y es necesario pegarles. A una mujer se le pega hasta que se vuelve sumisa del mismo modo que se convierte la pasta en tallarines.

—¿Y entonces por qué siempre me estás pegando? —preguntó Shangguan Fulu.

Agotado de usar el palo, Shouxi lo dejó caer al suelo y se quedó ahí de pie, jadeando.

La cintura y las caderas de Madre estaban húmedas y pegajosas.

—¡Maldita sea, eso apesta! —dijo su suegra, olfateando el aire—. ¡Un par de bofetadas y se caga en los pantalones!

Apoyándose sobre los codos, Madre levantó la cabeza y dijo, con un tono de malicia en la voz que no tenía precedentes:

—Vamos, Shangguan Shouxi, mátame ahora que ya te has puesto. Eres un hijo de perra si no…

En cuanto las palabras salieron de su boca, perdió la conciencia.

Se despertó en mitad de la noche y vio que el cielo estaba lleno de estrellas. Y ahí, en la brillante Vía Láctea, aquella noche del año 1924, un cometa atravesó los cielos volando, inaugurando una era de trastornos y agitación.

Tres criaturas indefensas yacían a su lado: Laidi, Zhaodi y Lingdi. Xiangdi estaba echada en la cabecera del kang llorando ásperamente. Unos gusanos reptaban por encima y hacia el interior de los ojos y las orejas de la bebita recién nacida; eran larvas de moscas que habían desovado ahí ese mismo día.