V

Mi segunda hermana, Zhaodi —Hermano Aclamado—, también fue fruto de la semilla de Gran Zarpa Yu.

Cuando Xuan’er alumbró una segunda niña, la disconformidad de la abuela se manifestó con una claridad absoluta. A Madre no le llevó mucho tiempo darse cuenta de la cruel realidad de que, para una mujer, no casarse no era una opción, no tener hijos no era aceptable y tener sólo hijas no era algo para sentirse orgullosa. El único camino hacia el estatus dentro de una familia pasaba por tener hijos varones.

El tercer hijo de Madre fue concebido en un cañaveral pantanoso. Ocurrió al mediodía, poco después de que naciera Zhaodi. La abuela había mandado a Madre al cañaveral que había al sudoeste de la aldea para que cogiera caracoles para dárselos a los patos. Esa primavera, un hombre que vendía patitos había llegado a la población. Era un extraño alto y robusto que llevaba un trozo de tela azul sobre los hombros y unas sandalias de cáñamo en los pies, y siempre iba cargado con dos cestas llenas de patitos amarillos cubiertos de pelusilla. Rápidamente se congregó una multitud para admirar a los pequeños animales y escucharlos hacer cuac con sus minúsculos picos de color rosa, mientras se arremolinaban unos junto a otros en el interior de las cestas. Shangguan Lü dio un paso al frente y compró una docena; otros la siguieron, y muy pronto los patitos se agotaron. El buhonero dio una vuelta por el pueblo y se marchó. Esa tarde, unos bandidos raptaron a Sima Ting y se lo llevaron de la Casa Solariega de la Felicidad, y no lo soltaron hasta que la familia pagó un rescate de varios miles de dólares de plata. La gente comentaba que el buhonero de los patitos en realidad era un espía que trabajaba para los bandidos y les había informado detalladamente de la disposición de la Casa Solariega de la Felicidad.

En cualquier caso, los patos que había vendido eran excelentes. A los cinco meses, habían crecido hasta alcanzar el tamaño de diminutos botes. Shangguan Lü, que adoraba a esos patos, envió a su nuera a buscar caracoles, pensando con antelación en el día en el que los patos empezaran a poner huevos.

Madre cogió una jarra de arcilla y un colador de metal y los llevó, en una pértiga, donde le dijo su suegra. En los canales y estanques que había cerca de la aldea ya no quedaba ni un caracol, pues los habían cogido los aldeanos que criaban patos, pero el día anterior, de camino hacia el mercado de una localidad llamada Liaolan, Shangguan Lü había visto que las aguas de un estanque muy próximo estaban llenas de caracoles.

Sin embargo, cuando Madre llegó, la superficie del estanque estaba cubierta de unos patos de plumaje verdoso que se habían comido todos los caracoles. Sabiendo que su suegra le gritaría si regresaba con las manos vacías, decidió ponerse a caminar por un sendero que bordeaba el estanque, para ver si podía encontrar alguna franja de agua que no hubiera sido visitada por los patos en la que todavía quedaran algunos caracoles para llevarse a casa. Sintiendo una pesadez en los pechos, se acordó de sus dos hijas pequeñas, que la esperaban en su hogar. Laidi acababa de aprender a caminar, y Zhaodi apenas tenía un mes. Pero su suegra concedía más valor a los patos que a sus nietas, a las que se negaba a coger en brazos ni siquiera cuando lloraban. En cuanto a Shangguan Shouxi, en fin, decir que era un hombre era una exageración terrible. Fuera de la casa, era tan inútil como un moco, y cuando estaba ante su madre se comportaba de una manera totalmente servil, pero su forma de tratar a su esposa era de una crueldad abyecta. Tampoco tenía buena mano con las niñas, y cuando abusaba de Madre, ella le decía, enfadada:

—Vamos, burro, pégame. Ninguna de las niñas es tuya y si llego a tener mil hijos no habrá ni uno de ellos que lleve una gota de sangre de la familia Shangguan en sus venas.

Debido a su relación con Gran Zarpa Yu, no sabía cómo tratar a su tía, así que aquel año no regresó a su casa.

—Se han muerto todos —dijo cuando su suegra la presionó para que volviera de visita—, así que no tengo dónde ir.

Gran Zarpa, evidentemente, sólo podía engendrarle niñas, así que se puso a buscar un donante mejor. Vamos, suegra, marido, pegadme e insultadme todo lo que queráis. Pero ya veréis, cualquier día de estos voy a tener un niño y no será un Shangguan y os iréis todos al infierno.

Sumida en estos pensamientos, siguió andando, separando las cañas que casi sellaban el sendero. Los crujidos que se oían y el olor del añublo de las plantas acuáticas le despertaron un pálido temor. Los pájaros graznaban en el follaje de los alrededores y las ráfagas de brisa hacían que las plantas se bambolearan. Justo delante de ella, apenas a unos pasos, un jabalí se interpuso en su camino. Tenía unos colmillos con aspecto malvado que le salían a ambos lados del alargado hocico. La miró fijamente con sus pequeños ojillos, cuyas cejas estaban hechas de gruesas cerdas, y le dedicó unos gruñidos para intimidarla. Madre se estremeció y se dio cuenta de que estaba en un lugar desconocido. ¿Cómo he llegado hasta aquí?, se preguntó. Todo el mundo, en Gaomi del Noreste, sabe que los escondrijos de los bandidos están por aquí, en las profundidades de los cañaverales. Nadie, ni siquiera las tropas del ejército, se atreve a internarse por aquí.

Madre miró atrás con ansiedad, pero se dio cuenta al instante de que el paso de personas y animales en distintas direcciones había formado un cúmulo inextricable de huellas, por lo que no podía distinguir las que había dejado ella. Con un ataque de pánico, avanzó un poco por varios de los senderos, pero no llegó a ninguna parte, así que empezó a llorar y a lamentarse por sus problemas. Algunos rayos de sol, aislados, lograban filtrarse entre la vegetación hasta el suelo, donde se pudrían las hojas que habían estado cayendo durante años. Madre piso un enorme excremento, cosa que, aunque olía horriblemente, le subió la moral; sólo podía significar que había, o había habido, gente por los alrededores. «¡Hola! —gritó—. ¿Hay alguien ahí?». Se quedó a la escucha mientras sus gritos se perdían entre las cañas. Cuando miró al suelo vio que, en medio del excremento había grandes trozos de vegetales, lo cual significaba que no era una deposición humana sino de un jabalí o de algún otro animal salvaje. Intentó una vez más seguir una de las sendas, pero rápidamente se desanimó, se sentó en el suelo y empezó a llorar con desesperación.

De pronto, sintió algo frío en la espalda, como si unos ojos siniestros la estuvieran observando desde un escondite situado detrás de ella. Se giró para mirar, pero no vio nada más que las hojas entrelazadas de unos tallos de caña; los más altos apuntaban hacia el cielo. Una ligera brisa corría entre las cañas, produciendo un suave susurro. Los sonidos de los pájaros, procedentes de lo más profundo del bosque, tenían algo de voces humanas. El peligro acechaba por todas partes. Había un montón de ojos verdes escondidos entre las cañas, sobre las que parecían moverse fuegos fatuos. Se puso muy nerviosa, se le erizó el vello de los brazos y se le endurecieron los pechos. En el momento en el que la abandonó el pensamiento racional, cerró los ojos y salió corriendo hasta que pisó las aguas poco profundas de una ciénaga, haciendo que una nube de mosquitos se elevara por el aire y se dirigiera hacia ella. La aguijonearon sin piedad. Un sudor pegajoso supuraba por todos los poros de su piel, atrayendo aún más mosquitos. En algún momento había perdido la jarra de arcilla y el colador metálico; ahora corría para huir del ataque de los mosquitos, chillando lastimeramente. Cuando estaba a punto de abandonar toda esperanza, su Dios le envió, para salvarla, al buhonero que vendía patos.

Llevaba un chubasquero de palma sobre los hombros y un sombrero impermeable de forma cónica en la cabeza. Cogió a Madre y la condujo a un lugar elevado del terreno, donde las cañas no crecían con tanta densidad. Allí esperaba una pequeña tienda. Entraron.

Afuera, sobre una hoguera, colgaba una cazuela de metal; en su interior se estaba cociendo mijo.

—Por favor, amable hermano —dijo Madre, cayendo de rodillas en la tienda—, ayúdame a salir de aquí. Soy la esposa del herrero Shangguan.

—¿Qué prisa tienes? —le dijo el hombre, con una sonrisa—. No suelo recibir muchas visitas por aquí, así que al menos déjame hacer un poco de anfitrión.

Una piel de perro impermeable cubría la cama, que estaba situada en una plataforma un tanto elevada.

—Tienes picaduras de mosquitos por todas partes —dijo el hombre, soplando una mecha humeante de una sustancia repelente hecha de artemisia—. Los mosquitos que hay por aquí pueden tumbar un buey, así que no es de extrañar que hayan hecho tan buen trabajo en tu delicada piel.

Un humo serpenteante con aromas de artemisia llenó la tienda mientras él buscaba en una cesta que colgaba de uno de los soportes y sacaba una pequeña caja metálica de color rojo que contenía un bálsamo naranja. Se lo extendió a Madre en las picaduras hinchadas que tenía en los brazos y en la cara; su frescor le penetró profundamente en la piel. Después cogió un pedazo de cristal de azúcar y se lo metió en la boca. Lo que estaba a punto de suceder, dado el remoto emplazamiento en el que un hombre y una mujer se encontraban solos, era inevitable. Madre estaba segura de ello. Con lágrimas en los ojos, le dijo:

—Amable hermano, haz conmigo lo que desees, pero por favor, sácame de este lugar lo antes que puedas. Tengo hijos lactantes que me están esperando en casa.

Madre se entregó a ese hombre sin oponer ninguna resistencia, y no sintió ni dolor ni placer. Su única esperanza era que le proporcionara un hijo varón.