IV

La cosecha ya se había terminado e iba a comenzar la estación de las lluvias. La tradición local exigía que las mujeres casadas recientemente volvieran a la casa de sus padres para pasar los días más calurosos del año. La mayoría de las que llevaban casadas tres años regresaban orgullosamente, dándole la mano a un niño, amamantando a otro y llevando a un tercero en su interior. También solían llevar un paquete lleno de patrones para hacer zapatos. Pobre Xuan’er. Lo único que llevó en su vuelta a casa, además de tristeza, fueron las cicatrices y los cardenales que le había hecho su marido, los recuerdos de los insultos y las maldiciones de su suegra, un paquete minúsculo y patético y los ojos rojos e hinchados de tanto llorar. Hay que decir que por muy cariñosa que sea una tía, no se puede comparar con una madre, por lo que, aunque regresó con un montón de amargas quejas, tuvo que guardárselas para sí y poner la mejor cara posible.

En cuanto entró por la puerta, su tía se dio cuenta de todo.

—Aún nada, ya lo veo.

Ese sencillo comentario hizo que de los ojos de Xuan’er brotaran lágrimas de dolor.

—Qué raro —murmuró su tía—. Se diría que tres años tienen que ser suficiente para engendrar algo.

Durante la cena, esa noche, Gran Zarpa Yu se fijó en los cardenales que Xuan’er tenía en los brazos.

—Esto de pegar a la esposa no es aceptable en una república moderna —dijo, enfadado—. ¡Me gustaría quemar ese nido de tortugas que tienen!

—Ya veo que ni siquiera con arroz se te puede cerrar esa bocaza que tienes —dijo la tía, echándole una mirada a su marido.

Por una vez, había un montón de comida frente a Xuan’er, pero se obligó a sí misma a no comer demasiado. Su tío le puso un gran trozo de pescado en su cuenco.

—Ya se sabe, no se le puede echar nada en cara a tu familia política —dijo la tía—. ¿Por qué la gente toma a una mujer por esposa? Para continuar el árbol genealógico.

—Tú no has continuado mi árbol genealógico —le dijo su marido—, y yo he sido bueno contigo, ¿no?

—¿Y a ti quién te ha preguntado? Prepara el burro, que voy a llevar a Xuan’er a la ciudad para que la vea un médico de mujeres.

Montada sobre el burro, Xuan’er atravesó los campos del concejo de Gaomi del Noreste, donde por todas partes había ríos y arroyos. El sol lanzaba rayos de un calor intenso, que hacían salir vapor del suelo y arrancaban crujidos del follaje que había a su alrededor. Un par de libélulas, conectadas por su parte posterior, pasaron zumbando a su lado; un par de golondrinas volaban juntas por el cielo. Unas pequeñas ranitas que acababan de perder la cola cruzaron el camino dando saltos; unas langostas que acababan de salir de sus huevos se columpiaban sobre el césped que había en la cuneta. Una camada de conejos recién nacidos seguía a su madre en busca de alimento. Unos patitos chapoteaban detrás de su madre, con sus pequeños pies rosados haciendo ondas en la superficie del agua, en un estanque… Los conejos y las langostas tienen crías; ¿por qué yo no puedo tenerlas? Sintió un vacío en su interior, y se acordó de la leyenda que hablaba de la existencia de una bolsa para criar niños que hay dentro de la tripa de las mujeres, de todas las mujeres menos ella, por lo que parecía. Por favor, Matrona de los Hijos, te lo ruego, dame un hijo…

A pesar de que su tío tenía casi cuarenta años, no había perdido las ganas de jugar. En lugar de coger las riendas del burro, dejó que el animal trotara por su cuenta mientras él salía del camino, una y otra vez, para coger flores silvestres, con las que hizo un ramo para Xuan’er, para que se protegiera del sol, según le dijo. Después de perseguir a los pájaros hasta quedarse sin aliento, se metió en lo profundo del bosque, donde encontró un melón silvestre del tamaño de un puño cerrado, y se lo dio a Xuan’er.

—Es dulce —le dijo, pero cuando ella lo mordió resultó ser tan amargo que le dejó la lengua casi paralizada.

Después se arremangó los pantalones y saltó dentro de un estanque, donde capturó rápidamente un par de insectos del tamaño de una pepita de melón y se puso a agitarlos en su mano.

—¡Cambio! —le gritó.

Acercando la mano cerrada a la nariz de Xuan’er, le preguntó:

—¿A qué huelen?

Ella sacudió la cabeza y dijo que no lo sabía.

—Huelen como las sandías —dijo él—. Son bichos de la sandía. Provienen de las semillas de sandía.

Xuan’er no pudo evitar pensar que su tío realmente era un niño grande y juguetón.

¿Cuál fue el resultado del examen médico? Xuan’er no tenía ningún problema.

—¡La familia Shangguan pagará por esto! —dijo la tía de Xuan’er, indignada—. Su hijo es estéril como una mula y no tienen ningún derecho a pagar sus frustraciones con Xuan’er.

Pero nada de esto salió de la casa.

Diez días más tarde, durante una tormenta, la tía preparó una cena suntuosa, regada con el licor más fuerte de su marido. Su sobrina estaba sentada frente a ella, y colocó una copa verde ante cada una. La luz de una vela proyectaba su sombra contra la pared de atrás mientras ella llenaba ambas copas con licor. Xuan’er vio que a su tía le temblaba la mano.

—¿Por qué estamos bebiendo licor, Tía? —preguntó Xuan’er. Tenía la inquietante sensación de que algo estaba a punto de ocurrir.

—Por ninguna razón en particular. Hoy llueve, el tiempo está bochornoso, y se me había ocurrido que nos podríamos quedar en casa charlando, tú y yo, a solas. —La tía levantó su copa—. Bebe.

Xuan’er cogió su copa y miró a su tía con miedo. La mujer brindó con ella antes de echar la cabeza hacia atrás y vaciar su copa.

Xuan’er también vació la suya.

—¿Qué tienes planeado hacer? —le preguntó la tía a Xuan’er.

Con cara de tristeza, Xuan’er se limitó a sacudir la cabeza.

Su tía volvió a llenar las dos copas.

—Me temo que vamos a tener que aceptar las cosas como son —dijo—. El hecho de que su hijo sea estéril es algo que debemos tener siempre presente. Ellos están en deuda con nosotros, no nosotros con ellos. Niña, quiero que comprendas que en este mundo algunas de las cosas más bellas se consiguen en la oscuridad, sin que nadie lo vea. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Xuan’er sacudió la cabeza, completamente confundida. La cabeza ya le daba vueltas por las dos copas del fuerte licor que se había tomado.

Esa noche, Gran Zarpa Yu se metió en la cama de Xuan’er.

Cuando se despertó, a la mañana siguiente, con un terrible dolor de cabeza, quedó sorprendida al oír a alguien que roncaba a su lado. Abrió los ojos con dificultad y ahí, desnudo, tumbado a su lado, estaba su tío, con una de sus grandes zarpas apoyada en su pecho. Con un chillido, tiró de la manta para taparse y rompió a llorar, despertando a Gran Zarpa. Como un niño que se ha metido en problemas, salió de la cama de un salto, recogió su ropa del suelo y le dijo, tartamudeando:

—Tu tía… me dijo que lo hiciera…

La primavera siguiente, poco después del Festival del Barrido de las Tumbas, Xuan’er dio a luz a una niña raquítica de ojos negros.

Su suegra se arrodilló ante el icono de cerámica del Bodhisattva y tocó el suelo con la frente tres veces.

—Gracias al Cielo y la Tierra —dijo respetuosamente—. La niebla por fin se ha disipado. Ahora le suplico al Bodhisattva que nos proteja y que nos envíe un nieto el año que viene.

Entró en la cocina a preparar unos huevos fritos y se los llevó a su nuera a su habitación.

—Toma —le dijo—. Cómetelos.

Xuan’er miró a la cara a su suegra y los ojos se le llenaron de lágrimas de agradecimiento.

Su madre miró a la niña que yacía envuelta en un harapiento pedazo de tela y dijo:

—La llamaremos Laidi: Hermano Venidero.