III

A los tres años de haberse casado con Shangguan Shouxi, Xuan’er seguía sin tener hijos.

—Lo único que haces es comer, y todavía no has puesto ni un huevo —protestó su suegra, dirigiéndose a la gallina que tenía la familia. Su mensaje estaba claro.

El tiempo, esa primavera, no podría haber sido mejor, y el negocio de la herrería producía abundantes beneficios. Hacían guadañas nuevas y reparaban guadañas rotas; tenían una buena cantidad de clientes fijos entre los labradores. La fragua estaba emplazada en mitad del patio, bajo una sábana de hule que la mantenía protegida del sol. El agradable olor del carbón ardiendo se cernía sobre todo el patio, y unas lenguas de fuego de color rojo oscuro centelleaban a la luz del día. Shangguan Fulu manejaba las tenazas y su hijo, Shouxi, se ocupaba del fuelle. Shangguan Lü iba vestida con una harapienta túnica que se ceñía a la cintura con un delantal de hule lleno de manchas negras producidas por las chispas, y llevaba un viejo sombrero de paja en la cabeza; ella era la que se encargaba de manejar el martillo. Con la cara cubierta de sudor y de hollín, sólo se habría podido saber que era una mujer por las dos protuberancias que tenía en el pecho. Los golpes del martillo sobre el acero incandescente resonaban de la mañana a la noche. Por regla general, la familia sólo comía dos veces por día: Xuan’er era la responsable de cocinar y de hacerse cargo de los animales domésticos de la familia, incluidos los cerdos. Estas labores la tenían ocupada todo el día. Y a pesar de todo, su suegra no estaba satisfecha con ella, y la vigilaba incluso mientras martilleaba el acero al rojo vivo, sin dejar de murmurar. Cuando se le acababan las quejas con respecto al comportamiento de su nuera, dirigía su atención a su hijo, y de él pasaba a su marido. Todos estaban acostumbrados a las reprimendas de la cabeza de familia, que también era la mejor herrera del grupo. Xuan’er odiaba y temía a partes iguales a su suegra, pero también la admiraba. Al final del día, se quedaba de pie cerca de ella mirándola trabajar, y eso era como unas pequeñas vacaciones. El lugar solía estar lleno de gente que iba y venía.

Su hijo, Shouxi, era pequeño todo él —nariz, ojos, cabeza, brazos, manos— y resultaba casi imposible encontrar alguna semejanza con su fornida madre, que muy a menudo suspiraba y decía: «Si la semilla no es buena, es un desperdicio de tierra fértil». Él trabajaba con el fuelle mientras ella golpeaba el acero y le daba forma.

Un día, después de haber terminado de templar la última guadaña, se la acercó a la nariz, como si por el olor pudiera determinar su calidad. Después se encogió de hombros y, con una voz que mostraba todo su cansancio, le dijo:

—Sirve la cena.

Como un soldado de infantería que ha recibido una orden de un general, Shangguan Lu se puso a corretear de un lado a otro con sus pequeños pies vendados y puso la mesa bajo el peral, donde una única lámpara colgante daba una luz tristona y amarillenta y atraía a hordas de polillas que volaban ruidosamente a su alrededor. Shangguan Lu había preparado una fuente de panecillos rellenos de tuétano de cerdo salvaje y rábanos, un cuenco de sopa de judías de soja para cada uno y un montón de puerros con una salsa para mojarlos. Echó una mirada incómoda a su suegra para ver cómo reaccionaba. Si había mucha comida, pondría cara de enfado y se quejaría por el despilfarro; si era una comida sencilla, dejaría sobre la mesa su cuenco y sus palillos dando un golpe y protestando, de mal humor, porque estaba sosa. Ser su nuera no era nada fácil. El vapor de los panecillos y de las gachas de arroz envolvía el aire. A esta hora, la familia, agotada de oír el ruido del metal golpeando contra el metal, solía quedarse en silencio. La suegra de Xuan’er se sentó en el centro, su hijo a uno de los lados y su marido al otro, mientras que Xuan’er se quedó de pie, junto a la mesa, aguardando las instrucciones de su suegra.

—¿Has dado de comer a los animales?

—Sí, Madre.

—¿Has cerrado el corral de los pollos?

—Sí, Madre.

Shangguan Lü se reclinó para sorber un poco de sopa.

Shangguan Shouxi escupió un trozo de hueso y gruñó:

—Hay gente que come panecillos rellenos de cerdo, pero nosotros nos tenemos que comer los huesos, como los perros…

Su madre golpeó la mesa con los palillos.

—Tú —le dijo—, ¿de dónde has sacado el derecho a ser exigente con lo que comes?

—Pero si tenemos un montón de trigo en el granero y un montón de dinero en el armario —dijo Shouxi—. ¿Para qué lo estamos guardando?

—Tiene razón. —Su padre se sumó a la conversación—. Nos merecemos una recompensa. Nuestro trabajo es muy duro.

—El trigo del granero y el dinero en el armario, ¿de quién son? —preguntó la suegra de Xuan’er—. Cuando estire la pata y emprenda mi viaje final hacia el Cielo del Oeste, ¿creéis que me lo voy a llevar conmigo? No, lo voy a dejar para vosotros.

Xuan’er inclinó la cabeza y contuvo el aliento.

Shangguan Lü se puso en pie violentamente y se desató la tormenta.

—Escuchadme —gritó desde el interior de la casa—. ¡Mañana vamos a freír unos buñuelos, vamos a cocer a fuego lento unas tiras de cerdo, vamos a hacer unos huevos duros, vamos a matar un pollo y vamos a hacer varios postres y tartas! ¿Por qué no? Uno de nuestros ancestros debe haber hecho algo para hacernos sufrir. Traemos una mujer estéril a la familia y lo único que sabe hacer es comer. Bueno, ya que nuestro árbol genealógico se va a terminar aquí, ¿para qué estamos ahorrando? ¡Terminémonoslo todo y ya está!

Xuan’er se cubrió la cara con las manos y rompió a llorar.

—¡Debería darte vergüenza llorar así! —le gritó Shangguan Lü—. ¡Llevas tres años comiéndote nuestra comida y ni siquiera nos has aportado una niña, por no hablar de un niño! ¡Te estás comiendo nuestra casa y nuestro hogar! Mañana volverás al lugar del que viniste. No voy a dejar que esta familia se quede sin descendencia y se extinga sólo por tu culpa.

Esa noche, Xuan’er no pasó ni un solo minuto sin llorar. Cuando Shouxi intentó acercarse a ella, ella lo rechazó débilmente.

—A mí no me pasa nada —dijo entre lágrimas—. A lo mejor eres tú.

Sin apartarse de ella, Shouxi gruñó:

—Cuando una gallina no puede poner un huevo, le echa la culpa al gallo.