IX
La mañana del quinto día del quinto mes lunar de 1939, en la aldea más grande del concejo de Gaomi del Noreste, Shangguan Lü condujo a su enemiga mortal, la Tía Sol, al interior de su casa, ignorando las balas que silbaban por encima de sus cabezas, para que ayudara a su nuera a parir a su bebé. En el mismo momento en que cruzaron la puerta, en el campo abierto que había cerca del puente, los jinetes japoneses estaban pisoteando los cadáveres de los guerrilleros.
Shangguan Fulu y su hijo estaban en el patio, confusos y sin hacer nada, junto a Fan Tres, el médico de los caballos, que tenía entre las manos, orgullosamente, una botella llena de un líquido verde y viscoso. Los tres hombres estaban en el mismo lugar cuando Shangguan Lü se había ido a buscar a la Tía Sol, pero ahora se les había sumado el pelirrojo Pastor Malory. Vestido con una amplia túnica china, con un pesado crucifijo de bronce colgado del cuello, estaba de pie entre la ventana de Shangguan Lu, con la cabeza alta, dándole la cara al sol de la mañana, entonando una plegaria en el dialecto local:
—Jesús Amado, Señor del Cielo, Dios piadoso, acércate a tocar la cabeza mía, la de tu devoto servidor, y las de los amigos aquí reunidos. Danos la fuerza y el valor que nos hace falta para enfrentarnos a este desafío. Haz que la mujer que hay dentro traiga a su hijo sano, dale a la cabra mucha leche y a las gallinas ponedoras muchos huevos, pon un velo oscuro ante los ojos de los invasores malvados, haz que sus balas se atasquen en sus armas y que sus caballos se extravíen y perezcan en ciénagas y pantanos. Señor Amado, envía todos tus castigos sobre mi cabeza, déjame que yo sufra el dolor de todas las criaturas.
Los otros hombres guardaban silencio mientras escuchaban su plegaria. El aspecto de sus rostros revelaba lo profundamente conmovidos que se hallaban.
Con una sonrisa burlona, la Tía Sol empujó al Pastor Malory a un lado y cruzó la puerta. El Pastor dijo «amén» mientras trastabillaba, con los ojos como platos, intentando no perder el equilibrio, persignándose apresuradamente para dejar terminada su plegaria.
El pelo plateado de la Tía Sol estaba recogido con un moño que un adorno de plata brillante mantenía en su sitio; las dos trenzas, a los lados, iban junto a unas espigas de ajenjo. Llevaba una chaqueta de algodón blanca y almidonada con una solapa diagonal que se abotonaba en uno de los costados, y tenía un pañuelo blanco metido entre dos botones. Sus pantalones negros de algodón iban anudados alrededor de los tobillos por encima de un par de zapatillas verdes, también de algodón, con unos adornos negros y suelas blancas. Un fresco aroma a jabón emanaba de su cuerpo. Tenía unos pómulos prominentes, la nariz alta y unos labios que formaban una línea recta sobre su barbilla. Sus ojos, penetrantes y llenos de brillo, estaban profundamente hundidos en sus hermosas cuencas. Su postura y su actitud, que denotaban su confianza en sí misma, contrastaban radicalmente con la próspera y bien alimentada Shangguan Lü. Quitándole a Fan Tres la botella con el líquido verde, Shangguan Lü se acercó a la Tía Sol y le dijo con suavidad:
—Tía, esta es la poción de Fan Tres para acelerar el parto. ¿La va a usar?
—Mi querida señora Shangguan —dijo la Tía Sol con un desagrado evidente, echándole a Shangguan Lü una mirada de una belleza gélida y que después dirigió hacia los hombres que estaban en el patio—, ¿a quién le ha pedido que atienda este parto, a mí o a Fan Tres?
—No se enfade, Tía. Como se suele decir: «Cuando un paciente se está muriendo, hay que encontrar médicos donde se pueda», y «cualquiera que tenga pechos es una madre». —Haciendo un esfuerzo para resultar amable, mantuvo la voz baja y controlada—. Se lo estoy pidiendo a usted, por supuesto. No habría molestado a alguien tan eminente si no estuviera al borde de la desesperación.
—¿No me acusó usted una vez de robarle unos pollos? —preguntó la Tía Sol—. Si quiere que haga de partera, dígale a todo el mundo que se mantenga alejado.
—Si eso es lo que desea, así se hará —dijo Shangguan Lü.
La Tía Sol se quitó un delgado trozo de tela roja que llevaba atado a la cintura y lo colocó tapando la celosía de la ventana. Después entró en la casa y, cuando llegó a la puerta del dormitorio interior, se detuvo, se volvió y le dijo a Shangguan Lü:
—Señora Shangguan, venga conmigo.
Fan Tres se acercó apresuradamente a la ventana para recuperar la botella con el líquido verde que Shangguan Lü había dejado allí. La metió en su bolso y se dirigió con rapidez hacia la puerta del patio, sin apenas mirar atrás a los Shangguan padre e hijo.
—¡Amén! —repitió el Pastor Malory, haciendo una vez más el signo de la cruz. Después saludó con la cabeza a los Shangguan padre e hijo en señal de amistad.
Un chillido de la Tía Sol llegó del interior de la habitación, seguido de los horribles lamentos de Shangguan Lu.
Shangguan Shouxi se puso de cuclillas y se tapó los oídos con las manos. Su padre empezó a dar vueltas por el patio, con las manos apretadas detrás de la espalda, cabizbajo, como si estuviera buscando algo que se le hubiera perdido.
El Pastor Malory repitió su plegaria en voz baja, con los ojos apuntando al cielo azul y neblinoso.
Justo en ese momento, la mula recién nacida salió del establo con las piernas temblorosas. Su piel, ligeramente húmeda, brillaba como el satén. Su madre, muy débil, salió tras ella, acompañada por los lamentos agonizantes de Shangguan Lu. Con las orejas levantadas y la cola metida entre las piernas, la burra se encaminó torpemente hacia el agua, pasando bajo un granado, mirando con temor a los hombres que había en el patio. Ellos la ignoraron. Shangguan Shouxi, con las orejas tapadas, estaba llorando con fuerza. Shangguan Fulu todavía estaba paseando por el patio. El Pastor Malory estaba rezando con los ojos cerrados. La burra metió el hocico en el agua y bebió ruidosamente. Cuando se hubo saciado, caminó con lentitud hasta las plantas de cacahuete sostenidas por tallos de sorgo, y empezó a mordisquear estos tallos.
Mientras tanto, en el interior de la casa, la Tía Sol introdujo la mano por el canal del parto para sacar la otra pierna del bebé. La madre embarazada lanzó un aullido antes de desmayarse. Después, tras insertar un talco amarillo en los agujeros de la nariz de Shangguan Lu, la Tía Sol agarró las piernas del bebé y esperó con calma. Shangguan Lu se quejó al recobrar la conciencia, y después estornudó, generando una serie de violentos espasmos. La espalda se le arqueó y después volvió pesadamente a su posición. Eso era lo que la Tía Sol había estado esperando: tiró del bebé, que descendió por el canal del parto, y en el momento en el que su cabeza larga y plana salió del cuerpo de su madre hizo un fuerte sonido, como si lo hubieran disparado con un cañón. La chaqueta blanca de la Tía Sol quedó toda salpicada de sangre.
Shangguan Lü empezó a aporrearse el pecho y a sollozar.
—¡Deja de llorar! Hay otro ahí dentro —le pidió la Tía Sol, enfadada.
La tripa de Shangguan Lu se agitaba y sacudía horriblemente; la sangre que fluía entre sus piernas arrastró a otro bebé cubierto de pelusilla.
Al ver el pequeño objeto con forma de gusano que tenía el bebé entre las piernas, Shangguan Lü cayó de rodillas junto al kang.
—Qué lástima —dijo, pensativa, la Tía Sol—. Otro que nace muerto.
Sintiéndose repentinamente mareada, Shangguan Lü cayó hacia delante y se golpeó la cabeza contra el kang. Se puso en pie con dificultad, apoyándose en el kang, y miró a su nieta, cuyo rostro se había vuelto gris como una piedra. Entonces, con un quejido de desesperación, salió a toda prisa de la habitación.
La sombra de la muerte se cernía sobre el patio. Su hijo estaba de rodillas, y el muñón sangriento que había sido su cuello descansaba en el suelo, junto a un arroyo de sangre fresca que serpenteaba por ahí. Su cabeza, que tenía una mirada de terror congelada, estaba apoyada perfectamente en el torso. Su marido estaba mordiendo un ladrillo de los del sendero. Tenía uno de los brazos metido bajo el abdomen y el otro estirado hacia el frente. Una mezcla de materia gris y sangre roja y brillante, procedente de una herida que tenía abierta en la parte de atrás de la cabeza, dejaba un reguero en el camino, a su alrededor. El Pastor Malory estaba de rodillas, haciendo la señal de la cruz y murmurando algo en una lengua extranjera. Dos enormes caballos, con las riendas apoyadas en la espalda, se estaban comiendo los tallos de sorgo que sujetaban las plantas de cacahuetes, mientras la burra y su mula recién nacida se hallaban en una esquina del muro; el animal joven había metido la cabeza bajo una de las patas de su madre, y su cola se agitaba como si fuera una serpiente. Dos japoneses vestidos de caqui estaban ahí de pie; uno de ellos limpiaba su espada con un pañuelo y el otro se dedicaba a cortar los tallos de sorgo con la suya, haciendo caer los cacahuetes al suelo, donde se los comían los dos caballos, cuyas colas se movían alegremente.
Shangguan Lü sintió de pronto que la tierra se salía de su eje, y tuvo un único pensamiento: recuperar a su hijo y a su marido. Pero lo que hizo fue caer pesadamente al suelo, como una pared que se desploma.
La Tía Sol pasó dando un rápido rodeo para evitar el cuerpo de Shangguan Lü y se dirigió a paso firme hacia la puerta del patio. Pero uno de los soldados japoneses, que tenía unos ojos notablemente abiertos y unas pestañas cortísimas, tiró al suelo su pañuelo y avanzó para cortarle el paso, poniéndose de pie rígidamente entre ella y la puerta. Apuntando al corazón de ella con la punta de su espada, dijo algo que ella no pudo comprender, con una expresión de estupidez en el rostro. Lo miró tranquilamente, con el esbozo de una mueca burlona en los labios. Dio un paso atrás. El soldado japonés dio un paso adelante. Ella retrocedió dos pasos más, y él avanzó otros dos, con la punta de su espada todavía apoyada en el pecho de ella. Él empezó a apretar un poco más, y en ese momento la Tía Sol dio un manotazo y le apartó la espada a un lado. Después, uno de sus pies voló como un relámpago por el aire y aterrizó precisamente en la muñeca de él, haciendo que la espada se le cayera de la mano. Rápidamente le dio un golpe en pleno rostro. Con un alarido de dolor, el soldado japonés se cubrió la cara. Su camarada se acercó corriendo, espada en mano, y trató de rebanarle la cabeza a la Tía Sol, pero ella la esquivó y lo cogió de la cintura, sacudiéndolo hasta que él también soltó su espada. Después le dio un puñetazo en el oído, y aunque no pareció ser un golpe muy fuerte, la cara se le empezó a hinchar inmediatamente.
Sin mirar atrás, la Tía Sol salió del patio; uno de los soldados levantó su rifle y disparó. Su cuerpo se quedó rígido durante un momento y después se desplomó hacia delante en el camino de entrada de la casa de los Shangguan.
En ese momento, los dos mudos más jóvenes, que habían ido a buscarla, fueron abatidos por la misma bala en la escalinata que conducía a la puerta de los Shangguan. Los tres mudos mayores estaban, en ese momento, ocupados haciendo filetes del lomo de un caballo muerto en la ribera del río, donde el olor de la pólvora espesaba el aire.
Alrededor del mediodía, un enjambre de soldados japoneses llenó el terreno de los Shangguan. Los jinetes encontraron una cesta en el establo, y en ella metieron los cacahuetes sueltos y los llevaron hasta el camino para darles de comer a sus agotados caballos. Dos de los soldados capturaron al Pastor Malory. Después, un médico militar, con unas lentes apoyadas sobre el pálido puente de la nariz, siguió a su comandante al interior de la habitación en la que yacía Shangguan Lu. Con un escalofrío, abrió su botiquín, se puso un par de guantes quirúrgicos y cortó el cordón umbilical de los bebés con un cuchillo de acero inoxidable. Cogiendo al bebé varón por los pies, le dio unas palmaditas en la espalda hasta que empezó a oír un llanto áspero. Después cogió a la bebé chica y repitió el procedimiento hasta que percibió señales de vida. Después de limpiarles con iodo los cortes del ombligo, los envolvió en unas gasas de algodón blancas y le puso unas inyecciones a Shangguan Lu para detener la hemorragia. Mientras el médico llevaba a cabo estas actividades para salvarles la vida a la madre y a los niños, un periodista estuvo tomando fotografías desde diversos ángulos. Un mes más tarde, esas fotografías aparecerían en una revista japonesa, como testimonio de las amistosas relaciones entre China y Japón.