VIII
Un tumulto en el patio despertó a Shangguan Lu. Tuvo un bajón cuando se dio cuenta de que tenía la tripa más hinchada que nunca, incluso ahora que la mitad del kang estaba manchado con su sangre. La tierra fresca que su suegra había diseminado por el kang se había convertido en un barro pegajoso y empapado de sangre, y lo que hasta entonces sólo había sido un vago presentimiento se volvió claro como el agua. Miró cómo un murciélago con unas membranas de color rosa entre las alas bajaba volando de una de las vigas del techo, y una cara morada se le apareció sobre la pared negra que tenía enfrente; era la cara de un bebé varón muerto. Sintió como si le estuvieran retorciendo las entrañas, y un pinchazo en el corazón que se convirtió en puro dolor. Después, la visión de un pequeño pie con unas brillantes uñas asomando por entre sus piernas logró toda su atención. Todo ha terminado, pensó, mi vida ha terminado. La idea de la muerte le produjo un sentimiento de profunda tristeza, y se vio a sí misma metida en un ataúd barato, con su suegra mirándola con un gesto de enfado y su marido de pie a su lado, compungido pero en silencio. Las únicas que lloraban eran sus siete hijas, que formaban un círculo alrededor del ataúd…
La voz estentórea de su suegra sonó imponiéndose a los lamentos de las niñas. Abrió los ojos y la alucinación desapareció. La luz del sol entraba vigorosamente por la ventana, así como el fuerte aroma de las acacias en flor. Una abeja repiqueteaba contra la cortina de papel.
—Fan Tres, no te preocupes por lavarte las manos —oyó decir a su suegra—. Mi preciosa nuera todavía no ha tenido a su hijo. Lo único que ha podido conseguir es parir una pierna. ¿Puedes venir a ayudarla?
—Cuñada mayor, no seas tonta. Piensa un poco en lo que estás diciendo. Soy un médico de caballos, no puedo atender un parto humano.
—La gente y los animales no son tan diferentes.
—Eso es una tontería, cuñada mayor. Ahora tráeme un poco de agua para que me lave. Y olvídate de mis honorarios y vete a buscar a la Tía Sol.
La voz de su suegra explotó como un trueno:
—¡Deja de fingir que no sabes que no puedo soportar a esa vieja bruja! El año pasado me robó una de mis gallinitas.
—Bueno, eso es cosa tuya —dijo Fan Tres—. A fin de cuentas, es tu nuera la que está de parto, no mi esposa. De acuerdo, lo haré, pero que no se te olviden el licor y la cabeza de cerdo, porque voy a salvar dos vidas de tu familia.
Su suegra cambió el tono de su voz, de enfado a melancolía:
—Fan Tres, muéstrate un poco más amable. Además, con lo que están luchando ahí afuera, si salieras y te encontraras con los japoneses…
—¡Ya basta! —dijo Fan—. En todos los años que hemos sido amigos y vecinos, esta es la primera vez que hago algo así. Pero primero aclaremos una cosa: la gente y los animales tal vez no sean tan diferentes, pero una vida humana importa más…
El ruido de unos pasos, mezclado con el sonido de alguien que se sonaba la nariz, venía hacia ella. No me digas que mi suegro y mi marido y ese personaje astuto que es Fan Tres van a entrar cuando yo estoy aquí tirada, desnuda. Pensar eso hizo que se enfadara y se avergonzara. Unas nubes blancas flotaban delante de sus ojos.
Cuando hizo un esfuerzo por incorporarse y encontrar algo con lo que cubrir su desnudez, el charco de sangre sobre el que estaba acostada se lo impidió. El ruido intermitente de las explosiones que llegaba desde el extremo de la aldea se acercó por el aire, matizado por un clamor misterioso pero en cierto modo familiar, como el ruido amplificado de una horda de minúsculas criaturas reptantes o el crujir de innumerables dientes… He oído esto antes, pero ¿qué es? Pensó y pensó. Entonces, el esbozo de un recuerdo se transformó rápidamente en una luz brillante que iluminó la plaga de langostas que había presenciado hacía una década o más. Los enjambres rojizos habían tapado el sol; era un flujo rabioso de insectos que habían dejado todos los árboles pelados, incluso los sauces. El irritante sonido penetraba hasta el tuétano de sus huesos. ¡Han vuelto las langostas! Lo pensó con horror, hundiéndose en una ciénaga de desesperación. «Señor del Cielo, déjame morir, no lo soporto más… ¡Dios del Cielo, Virgen Santa! Concededme vuestra gracia, apiadaos de mí y salvad mi alma…». Rezó esperanzada, pese a hallarse presa de la desesperación, dedicando sus plegarias tanto a la deidad suprema china como a la de Occidente. Cuando terminó de hacerlo, su angustia mental y sus sufrimientos físicos se habían reducido un poco, y recordó aquel día, hacia el final de la primavera, en que se había acostado en el césped con el Pastor Malory, el pelirrojo de ojos azules, y él le había dicho que el Señor del Cielo chino y el Dios occidental eran uno y el mismo, como los dos lados de su mano, de la misma manera que la lianhua y la hehua son, las dos, flores de loto. O, pensó ella tímidamente, como una polla y un pito son la misma cosa. Él se había puesto en pie entre las acacias, cuando la primavera daba paso al verano, con esa cosa orgullosamente empinada… Los árboles de los alrededores estaban en flor, y había flores blancas y flores amarillas, un arco iris de colores que bailaba en el aire, con sus poderosos aromas intoxicándola por completo. Se sintió elevarse por el aire, como una nube, como una pluma. Con el pecho henchido de gratitud, observó la sonrisa en el rostro del Pastor Malory, una sonrisa sombría y sagrada, amistosa y amable, y los ojos se le llenaron de lágrimas.
Cuando cerró los ojos, las lágrimas rodaron por sus arrugas hasta llegarle a las orejas. Alguien empujó la puerta y la abrió; su suegra dijo suavemente:
—Madre de Laidi, ¿qué te pasa? Debes aguantar, niña. Nuestra burra ha tenido una pequeña mulita. Ahora, si tú tienes este hijo, la familia Shangguan podrá al fin estar satisfecha. Puedes ocultarles la verdad a tus padres, pero no a un médico. Como no tiene ninguna importancia si una matrona es hombre o mujer, le he pedido a Tercer Maestro Fan que venga…
Ese extraño toque de ternura la conmovió. Abriendo los ojos, miró el aura dorada del rostro de la anciana y asintió débilmente. Su suegra se dio la vuelta y le ordenó a Fan Tres:
—Ahora ya puedes entrar.
Entró muy serio, haciendo un esfuerzo por parecer digno. Pero en cuanto entró, desvió la mirada, como si hubiera visto algo terrible, y se puso pálido.
—Cuñada mayor —digo suavemente mientras retrocedía hacia la puerta, con los ojos llenos de miedo y clavados en el cuerpo de Shangguan Lu—, levanta tu mano piadosa y déjame que me vaya. Amenázame con matarme, si quieres, pero no puedo hacer lo que me pides.
Se volvió y salió corriendo por la puerta. Entonces chocó contra Shangguan Shouxi, que estaba estirando el cuello para ver qué sucedía dentro. Disgustada, Shangguan Lu percibió el rostro calavérico y puntiagudo de su marido, que se parecía a una rata más que nunca, mientras su suegra salía corriendo tras los pasos de Fan Tres.
—¡Fan Tres, perro de mierda!
Cuando su marido asomó la cabeza por la puerta por segunda vez, reunió las fuerzas suficientes para levantar un brazo y, señalándolo, decirle fríamente —no podía estar segura de si las palabras realmente salieron por su boca—: «¡Ven aquí, hijo de perra!». En ese momento a ella se le había olvidado el odio que sentía hacia su marido, la enemistad que tenía con él. ¿Por qué tomármela con él? Quizá fuera un hijo de perra, pero es mi suegra la que es una perra, una vieja perra…
—¿Me estás hablando a mí? —preguntó Shangguan Shouxi desde donde estaba, detrás del kang, mirando por la ventana avergonzado—. ¿Qué quieres?
Ella contempló con simpatía a este hombre con quien había vivido durante veintiún años y sintió unas punzadas de remordimiento. Un mar de capullos de acacia ondeaba en el aire. Con una voz tan fina como un pelo, le dijo:
—Este hijo… no es tuyo…
Rompiendo a llorar, Shangguan Shouxi le dijo:
—Madre de mis hijos… no te me mueras ahora… iré a buscar a la Tía Sol…
—No… —Miró a su marido a los ojos y le imploró—: Vete a suplicarle al Pastor Malory que venga…
Fuera, en el patio, Shangguan Lü, sintiendo un dolor peor que si le estuvieran arrancando la piel a tiras, se sacó una pequeña bolsita de papel de parafina del bolsillo, la abrió y apareció un brillante dólar de plata. Lo apretó fuertemente mientras las comisuras de los labios se le tensaban en una mueca y los ojos le brillaban como ascuas. El sol caía sobre su cabeza canosa. Un humo negro se elevaba en el aire caliente. Oyó unos ruidos por el norte, cerca del Río de los Dragones. Las balas silbaban por el aire.
—Fan Tres —sollozó—, ¿puedes quedarte ahí de pie mirando como se muere una persona? «No hay nada más venenoso que el aguijón de un avispón, y nada más despiadado que el corazón de un médico». Dicen que «el dinero puede convertir al diablo en una piedra de molino». Bueno, este dólar de plata ha estado apoyado contra mi piel durante veinte años, pero será tuyo a cambio de la vida de mi nuera.
Puso la moneda en la mano de Fan Tres, pero este lo dejó caer al suelo como si fuera un trozo de metal incandescente. Una película de sudor cubría su cara grasienta, y las mejillas le temblaban con tanta violencia que le distorsionaban los rasgos. Echándose su bolsa por detrás del hombro, le gritó:
—Cuñada mayor, por favor, déjame que me vaya… Me pondré de rodillas y me golpearé la cabeza contra el suelo…
Casi había llegado a la puerta cuando Shangguan Fulu, desnudo de cintura para arriba, llegó trastabillando. Sólo tenía un zapato puesto, y llevaba el pecho desnudo y esquelético untado con algo verde, parecido al aceite de motor, como una herida abierta y supurante.
—¿Dónde has estado, cadáver viviente? —lo insultó Shangguan Lü, enfadada.
—Hermano mayor, ¿qué está pasando ahí fuera? —le preguntó Fan Tres, lleno de ansiedad.
Ignorando tanto el insulto como la pregunta, Shangguan Fulu se quedó ahí de pie, con una sonrisa idiota en la cara, tartamudeando unas sílabas que parecían el ruido que hacen los pollos cuando pican en el fondo de un plato de barro.
Shangguan Lü cogió a su marido por la barbilla y lo sacudió con fuerza, moviéndole la boca hacia arriba y hacia abajo, estirándosela en dirección horizontal y después vertical. Unas gotas de saliva brotaron de una de las comisuras de sus labios. Él tosió, después escupió y al final se tranquilizó un poco.
—¿Qué está pasando ahí fuera?
Miró a su esposa con una profunda tristeza. Todavía se le agitaba la boca cuando sollozó:
—Los jinetes japoneses han llegado hasta el río…
Los secos golpes de los cascos de los caballos al acercarse los dejaron a todos helados. Una bandada de urracas con plumas blancas en la cola pasó volando por encima de sus cabezas, y sus graznidos llegaron a todos los rincones. Después, los cristales coloreados de la aguja de la iglesia se rompieron en silencio, miles de trocitos de cristal se desperdigaron brillando bajo la luz del sol. Pero inmediatamente después de que el cristal saliera volando, el sonido crujiente de una explosión engulló la aguja, enviando unas secas ondas sonoras, como el traqueteo de unas ruedas de hierro, que se expandieron en todas direcciones. Una poderosa ola de calor tumbó a Fan Tres y a Shangguan Fulu como si fueran espigas de trigo. A Shangguan Lü, la envió, tambaleándose, contra la pared. La chimenea, de arcilla negra con adornos tallados, rodó por el tejado y aterrizó en el camino de ladrillos que había frente a ella, haciendo un fuerte ruido y rompiéndose en pedazos.
Shangguan Shouxi salió de la casa corriendo.
—Madre —sollozó—, se está muriendo, se va a morir. Ve a buscar a la Tía Sol…
Ella miró a su hijo.
—Si te llega el momento de morir, te mueres. Si no, no te mueres. Nada puede cambiar eso.
Escuchándola pero sin acabar de entender el significado de lo que decía, los tres hombres la miraban con lágrimas en los ojos.
—Fan Tres —dijo—, ¿tienes un poco más de esa poción secreta que acelera el proceso del parto? Si tienes, dale una botella a mi nuera. Si no, al infierno con todo, y contigo también.
Sin esperar respuesta, enfiló la puerta, con la cabeza bien alta y sacando pecho, sin mirar a nadie.