VII

Shangguan Laidi no había guiado a sus hermanas más que una docena de pasos cuando escuchó una serie de sonidos agudos que parecían los graznidos de algún pájaro extraño. Miró al cielo para ver de qué se trataba y justo en ese momento oyó el ruido de una explosión en medio del río. Le pitaron los oídos y se le nubló la mente. Un barbo destrozado voló por el aire y aterrizó a sus pies. Hilillos de sangre brotaban de su cabeza naranja, que se había partido en dos; las aletas se le movían frenéticamente y las tripas se le habían salido del vientre. Cuando tocó tierra, un poco de barro caliente procedente del río alcanzó a Laidi y a sus hermanas. Perpleja y un tanto somnolienta, se dio la vuelta para ver cómo estaban sus hermanas, que le devolvieron la mirada. Vio un trozo de algo pegajoso en el pelo de Niandi, como si fuera hierba masticada; y siete u ocho escamas plateadas de algún pez se le habían quedado pegadas a Xiangdi en la mejilla. Unas olas oscuras se agitaban en el río a unos pocos pasos de donde estaban ellas, formando un remolino. El agua, caliente, se elevaba por el aire y después volvía a caer al centro del remolino. Una fina lámina de niebla flotaba por encima de la superficie, y Laidi pudo distinguir el agradable olor de la pólvora. Intentó pensar qué había podido ocurrir, atenazada por el presentimiento de que era algo muy malo. Tenía ganas de gritar, pero lo único que hizo fue soltar un torrente de lágrimas que cayeron ruidosamente al suelo. ¿Por qué estoy llorando? No, en realidad no estoy llorando, pensó. ¿Por qué iba a llorar? A lo mejor son gotas de agua del río, no son lágrimas. El caos se apoderó de su cabeza. La escena que había ante ella —el sol que pasaba entre los travesaños del puente, el río agitándose, con el agua totalmente embarrada, los densos matorrales que había a sus pies, un montón de golondrinas atolondradas y sus hermanas anonadadas— la envolvía con una caótica combinación de imágenes, como si fuera un ovillo enmarañado. Sus ojos se fijaron en su hermana menor, Qiudi, que tenía la boca abierta y los ojos cerrados; le caían lágrimas por las mejillas. A su alrededor se extendió un sonido crepitante, como de alubias friéndose al sol. Los secretos que había ocultos entre los arbustos hacían unos extraños crujidos, como de pequeñas criaturas que se arrastran serpenteando, pero no se oía nada a los hombres que había visto hacía unos pocos minutos. Las espinosas ramas apuntaban silenciosamente hacia arriba y sus hojas, semejantes a monedas de oro, brillaban débilmente. ¿Todavía estarían ahí? Y si era así, ¿qué estaban haciendo? Entonces escuchó un grito seco y distante:

—Hermanitas, al suelo… hermanitas… al suelo, boca abajo…

Escudriñó el paisaje buscando el lugar del que venían los gritos. En lo más profundo de su mente, un cangrejo caminaba en círculos y le generaba un dolor terrible. Vio algo negro y brillante que caía del cielo. Una columna de agua gruesa como un buey se alzó lentamente desde el río, del lado este del puente de piedra, y se difuminó en todas direcciones cuando alcanzó la altura del dique, como las ramas de un sauce llorón. En unos segundos, los olores de la pólvora, de los lodazales del río y de los peces y gambas destrozados se juntaron en su nariz, tratando de apoderarse de ella. Los oídos le pitaban con tal fuerza que no podía oír nada, pero se le ocurrió que veía las ondas sonoras viajando por el aire.

Otro objeto negro cayó en el río, enviando una segunda columna de agua hacia el cielo. Algo azul golpeó contra la ribera del río, con los bordes curvados hacia afuera como el diente de un perro.

Cuando se agachó para recogerlo, una chispita de humo amarillo surgió de la punta de uno de sus dedos, y un dolor agudo recorrió todo su cuerpo. Instantáneamente, los ruidos estremecedores del mundo volvieron a apoderarse de ella, como si el penetrante dolor que sentía en el dedo procediera de sus oídos y acabara con el bloqueo en el que se encontraban. El agua formaba ruidosas olas y el humo se expandía hacia arriba. Unas explosiones retumbaron en el aire. Tres de sus hermanas estaban aullando y las otras tres estaban echadas en el suelo con las manos protegiéndose los oídos y con el culo en pompa, como esos pájaros estúpidos y extraños que, cuando los persiguen, esconden la cabeza debajo de la tierra pero se olvidan de sus cuartos traseros.

—¡Hermanitas! —Otra vez oyó una voz entre los arbustos—. Al suelo, boca abajo y venid arrastrándoos hasta aquí.

Se echó al suelo, boca abajo, y buscó al hombre que había entre los arbustos. Por fin lo encontró entre las flexibles ramas de un sauce rojo. El extraño de la cara oscura y los dientes blancos le hacía gestos con una mano.

—¡Date prisa! —le gritó—. Arrástrate hasta aquí.

En su mente confusa se abrió un hueco por el que entraron unos rayos de luz. Oyendo el relincho de un caballo, se giró para mirar a su espalda y vio un potro dorado, que al galope se subió en el puente de piedra por el extremo que daba al Sur, con las orgullosas crines al viento. Iba sin embridar y era hermoso, libre, vivaz, disfrutando de su juventud. Pertenecía a la Casa Solariega de la Felicidad y era hijo del semental japonés de Tercer Maestro Fan; en otras palabras, era uno de sus nietos. Ella conocía a ese maravilloso potro, y le gustaba mucho. A menudo lo había visto galopando arriba y abajo por los caminos, volviendo locos a los perros de la Tía Sol. Cuando llegó a la mitad del puente, se detuvo como si no pudiera atravesar la pared de paja, o como si se hubiera mareado por el licor con el que la habían empapado. Levantó la cabeza y escrutó la paja. ¿Qué estaría pensando?, se preguntó Laidi. Otro chillido desgarró el aire mientras un trozo de metal brillante y cegador, que parecía venir desde muy lejos, se estrellaba contra el puente con un rugido atronador. El potro desapareció ante sus ojos; una de sus patas, chamuscada, aterrizó junto a unos arbustos cercanos. Tuvo náuseas y un líquido ácido y amargo le llegó a la garganta desde el estómago, y en ese momento lo comprendió todo. La pata destrozada del potro le enseñó en qué consistía la muerte, y una sensación de horror la hizo temblar, con un castañeteo de dientes. Se puso de pie de un salto y arrastró a sus hermanas a los arbustos.

Sus seis hermanas pequeñas se acurrucaron a su alrededor, aferrándose unas a otras como dientes de ajo que envuelven el tallo. Laidi escuchó esa voz áspera, que ya le resultaba familiar, dirigiéndose a ella, pero las agitadas aguas del río impidieron que entendiera lo que decía.

Protegiendo a su hermanita pequeña entre sus brazos, sintió el calor ardiente de la carita de la niña. La calma había vuelto al río por el momento, dándole a la capa de humo la oportunidad de disiparse. Más objetos negros y sibilantes volaban por encima del Río de los Dragones, dejando atrás unas largas colas antes de impactar sobre la aldea produciendo un sonido sordo al explotar, al que seguían unos débiles gritos femeninos y el estruendo que los edificios hacían al derrumbarse. En el dique de enfrente no se veía ni un alma; lo único que había era una acacia solitaria. En la orilla del río, un poco más arriba, había una hilera de sauces llorones cuyas ramas acariciaban la superficie del agua. ¿De dónde venían esos extraños y aterradores objetos volantes?, se preguntaba Laidi una y otra vez. Un grito —Ai yaya— acabó con su concentración. La imagen del ayudante del mayordomo de la Casa Solariega de la Felicidad, Sima Ku, montando en su bicicleta por el puente, apareció a través de las ramas. ¿Qué estará haciendo?, se preguntó. Debe ser por lo del caballo. Pero llevaba una antorcha encendida, así que no se trataba del caballo, cuyo cuerpo estaba diseminado por todo el puente y cuya sangre teñía el agua del río que pasaba por debajo.

Sima Ku frenó, bajó de su vehículo y lanzó la antorcha sobre las pajas empapadas de licor. Unas llamas azules ascendieron hacia el cielo. Cogiendo su bicicleta, pero demasiado azorado como para montarse de nuevo, la llevó corriendo por el puente, con las llamas azules lamiéndole los talones. De su boca seguía brotando ese grito extraño y aterrador, Ai yaya. Cuando un crujido fuerte y repentino hizo volar su sombrero de paja de ala ancha, que cayó en el río, soltó la bicicleta, se dobló por la cintura, se tropezó y cayó de bruces contra el suelo del puente. Crac, crac, crac, una cadena de ruidos parecidos a una ristra de petardos. Sima Ku se aferró al suelo del puente y empezó a reptar como un lagarto. De pronto, ya no estaba, y los crujidos dejaron de oírse. El puente casi desapareció, engullido por unas llamas azules que no producían ningún humo; las del centro se elevaban más arriba que las otras, y tiñeron de azul el agua que había debajo. El pecho de Laidi se encogió en el aire asfixiante, que transportaba oleadas de calor. Tenía la nariz caliente y humedecida. Las olas de calor se transformaron en ráfagas de viento sibilante. Los arbustos estaban húmedos, como sudorosos; las hojas de los árboles se habían rizado y secado. Entonces, escuchó la voz aguda de Sima Ku que surgía desde atrás del dique:

—Que les den a vuestras hermanas, pequeños japos. Habréis cruzado el Puente de Marco Polo, pero nunca cruzaréis el Puente del Dragón Ardiente.

Y entonces rompió a reír:

Ah ja ja ja, ah ja ja ja, ah ja ja ja…

La risa de Sima Ku parecía interminable. En la orilla de enfrente, sobre el dique, apareció una fila de gorras amarillas, seguidas por una hilera de cabezas de caballos y los uniformes amarillos de los jinetes. Docenas de soldados a caballo habían llegado al dique, y a pesar de que todavía estaban a cientos de metros de distancia, Laidi vio que sus caballos eran exactamente iguales que el semental de Tercer Maestro Fan. ¡Los japoneses! ¡Los japoneses ya están aquí! Han llegado los japoneses…

Evitando el puente de piedra, que estaba envuelto en llamaradas azules, los soldados japoneses dejaron descansar a sus caballos a los lados del dique; había docenas de ellos, chocándose torpemente uno contra otro, amontonados, ocupando todo el terreno hasta el lecho del río. Podía oír los gritos y los gruñidos de los hombres y los relinchos que daban los caballos mientras entraban en el río. El agua pronto les cubrió las patas hasta que sus vientres parecían estar apoyándose sobre la superficie. Los jinetes se acomodaron en sus monturas, sentándose erguidos, manteniendo la cabeza alta, con los rostros blancos a la brillante luz del sol, que no permitía distinguir sus rasgos con claridad. Con la cabeza levantada, los caballos parecían estar galopando, cosa que, de hecho, era imposible. El agua, como un denso jarabe, tenía un olor dulce y pegajoso. Haciendo un esfuerzo por avanzar, los enormes caballos generaban unas ondas azules en la superficie del agua. A Laidi le parecían pequeñas lenguas de fuego que quemaban la piel de los animales, lo cual era el motivo por el que tenían las cabezas tan levantadas, y por el que se desplazaban sin parar hacia adelante, con la cola flotando detrás. Los jinetes japoneses, sujetando las riendas con ambas manos, subían y bajaban en sus monturas, con las piernas formando una rígida V invertida. Vio un caballo de color castaño detenerse en el medio del río, levantar la cola y soltar una serie de excrementos. El jinete que lo montaba, ansioso, clavó sus tacones en los flancos del caballo para que volviera a ponerse en marcha. Pero el caballo, negándose a seguir, sacudió la cabeza y mordisqueó ruidosamente la brida.

«¡Al ataque, camaradas!». El grito le llegó desde los arbustos que había a su izquierda, seguido por un sonido apagado, como de seda rasgada. Y después, el traqueteo de los disparos, decidido y monótono, grueso y delgado. Un objeto negro, del que salía un humo blanco, golpeó la superficie del río con un sonido sordo y formó una columna de agua que se elevó en el aire. El soldado japonés que montaba al caballo castaño fue impulsado hacia adelante de una forma extraña, y después hacia atrás, mientras sus brazos se agitaban salvajemente por el aire. La sangre fresca y negra que brotó de su pecho empapó la cabeza de su caballo y tiñó el agua. El caballo se encabritó, exponiendo sus patas delanteras, que estaban cubiertas de barro, y su brillante pecho. En el momento en que sus cascos delanteros atravesaron de nuevo la superficie del agua, el soldado japonés fue lanzado hacia atrás, boca arriba, por encima de los cuartos traseros del animal. Otro soldado japonés, este montado en un caballo negro, voló hasta caer de cabeza en el río. Un tercero, que iba en un caballo azulado, también fue impulsado fuera de su montura pero logró abrazarse al cuello del animal y ahí quedó colgando, sin su gorra, con un hilillo de sangre que salía de su oído e iba a parar al río.

En el río reinaba el caos; los caballos que habían perdido a su jinete relinchaban y saltaban por todas partes, tratando de volver a la orilla. Los soldados japoneses estaban echados hacia adelante sobre sus monturas, sujetándose con las piernas y apuntando con sus relucientes rifles a los arbustos. Abrieron fuego. Docenas de caballos, dando bufidos, llegaron como pudieron a un banco del río. Con el agua chorreándoles desde la panza y los violáceos cascos cubiertos de fango, arrastraban unos largos hilos brillantes en su camino hacia el centro del río.

Un alazán con la frente blanca, que llevaba a un japonés pálido en el lomo, fue dando brincos hacia el dique; sus cascos golpeaban torpe y nerviosamente sobre el banco del río. El soldado que lo montaba, con los ojos entrecerrados y los labios apretados, le dio unas palmadas con la mano izquierda y desenvainó una espada plateada con la derecha, cargando contra los arbustos. Laidi distinguió unas gotas de sudor rodando hasta la punta de su nariz y cayendo sobre las gruesas crines de su montura, y pudo oír el ruido que hacía el caballo al exhalar el aire por la nariz; también notó el hedor ácido del sudor del caballo. Súbitamente, un humo rojo empezó a salir de la frente del alazán y sus cuatro ágiles patas se quedaron rígidas. Su piel fue surcada por más arrugas de las que Laidi habría podido contar, las patas se le convirtieron en goma y, antes de que el jinete supiera qué estaba sucediendo, ambos cayeron sobre los arbustos.

La caballería japonesa se dirigió al sur a lo largo de la ribera del río, subiendo hasta el lugar donde Laidi y sus hermanas habían dejado los zapatos. Allí los soldados apaciguaron a los caballos y atravesaron los arbustos en dirección al dique. Laidi siguió mirando, pero habían desaparecido. Entonces se volvió para mirar al alazán muerto, que estaba tirado con la cabeza ensangrentada y con sus grandes ojos azules, sin vida, mirando fija y tristemente al profundo azul del cielo. El jinete japonés yacía boca abajo en el barro, atrapado bajo su caballo, con la cabeza doblada en un ángulo extraño, con una mano sin sangre estirada hacia la ribera, como si estuviera tratando de coger algo. Los cascos del caballo habían amasado el suave y soleado lodo del banco del río. El cuerpo de un caballo blanco yacía junto al banco, en el río, meciéndose lentamente en el agua hasta que se dio la vuelta y sus patas, que acababan en unos cascos del tamaño de jarros de arcilla, se levantaron por el aire de forma terrorífica. Un momento más tarde las aguas se agitaron y las patas del caballo se deslizaron de nuevo bajo su superficie, esperando una nueva oportunidad para apuntar al cielo. El caballo castaño que tanto había impresionado a Laidi ya estaba lejos, río abajo, arrastrando consigo a su jinete muerto, y Laidi se preguntó si no estaría buscando a su compañero, pues se le ocurrió que podría ser la esposa del semental de Tercer Maestro Fan, que había estado separada de su pareja durante mucho tiempo.

El fuego continuaba quemando el puente; las llamas, ahora amarillas, hacían que salieran espesas columnas de humo de las pilas de paja. El suelo verde del puente se arqueaba en el aire, hacia arriba, gruñendo y jadeando y gimoteando. En la cabeza de Laidi, el puente en llamas se había transformado en una gigantesca serpiente que sufría estertores en su agonía, intentando con desesperación volar hacia el cielo, y que tenía la cabeza y la cola clavadas a la tierra. Pobre puente, pensó con tristeza. Y esa pobre bicicleta alemana, la única máquina moderna de todo Gaomi, ya no era nada más que un trozo de metal chamuscado y deforme. Sentía en la nariz la invasión de los olores de la pólvora, la goma, la sangre y el barro, que cargaban al aire y lo volvían denso y pegajoso; y tenía el pecho sofocado por los hedores repulsivos, y le parecía que estaba a punto de explotar. Peor aún, una capa gelatinosa se había formado en los arbustos quemados que estaban frente a ellas, y una ola de calor centelleante se dirigió hacia ella, encendiendo unas pequeñas llamitas en la maleza. Protegiendo a Qiudi entre sus brazos, le gritó al resto de sus hermanas que se alejaran de los arbustos. Después, de pie sobre el dique, las contó hasta comprobar que estaban todas a su lado, descalzas y con extrañas muecas en las caritas, con la mirada perdida y los lóbulos de las orejas enrojecidos. Salieron corriendo dique abajo y llegaron hasta un pedazo de terreno abandonado, que todo el mundo decía que había sido el emplazamiento fundacional de la casa de una mujer musulmana, donde estaban sus irregulares paredes, y que desde hacía mucho tiempo estaba cubierto de plantas de marihuana y otras hierbas silvestres. Mientras corría sobre esta mezcla de plantas, le pareció que sus piernas estaban hechas de pasta. Las ortigas se le clavaban dolorosamente en los pies. Sus hermanas, llorando y quejándose, llegaron torpemente detrás de ella. Se sentaron todas entre la marihuana y se abrazaron. Las más pequeñas escondieron la cabeza entre las ropas de Laidi; sólo ella la mantuvo levantada, observando, llena de temor, el avance furioso del fuego por el dique.

Los hombres de uniforme verde que había visto antes de que empezara todo el lío surgieron corriendo de entre el mar de llamas, chillando como demonios, con la ropa ardiendo. Escuchó la voz que ya le resultaba familiar gritar: «¡Tiraos al suelo y poneos a rodar!». Fue el primero en lanzarse al suelo, y empezó a rodar dique abajo, como una bola de fuego. Una docena de bolas de fuego, o más, lo siguieron. Las llamas se apagaron, pero un humo verde salía de la ropa y el pelo de los hombres. Sus uniformes, que tan sólo unos momentos antes eran del mismo atractivo verde que el de la maleza entre la que se escondían, ahora eran poco más que harapos ennegrecidos que colgaban de sus cuerpos.

Uno de los hombres no siguió a los demás cuando llegó su turno de rodar por el suelo; aullaba en su agonía mientras corría como el viento, cubierto de llamas, cuesta arriba, hacia las plantas de marihuana silvestre donde las chicas estaban escondidas, dirigiéndose directamente a un pozo de agua sucia, lleno de diferentes hierbas y plantas acuáticas de anchos tallos rojos, hojas gruesas y tiernas del color de la pluma de ganso y flores con capullos rosas y suaves como el algodón. El hombre cubierto de llamas se lanzó al pozo, salpicando agua en todas las direcciones y haciendo salir de su escondrijo a una camada de crías de rana. Unas mariposas blancas, que estaban poniendo sus huevos, revolotearon por el aire y desaparecieron bajo la luz del sol, como si las hubiera consumido el calor. Ahora que las llamas se habían apagado, el hombre se quedó ahí tirado, negro como el carbón, con la cabeza y el rostro manchados de barro y un minúsculo gusano serpenteando por su mejilla. Laidi no podía verle ni los ojos ni la nariz, solamente la boca, que se abría para dejar salir unos gritos torturados: «Madre, madre querida, voy a morir…». Un pequeño barbo dorado, acompañando a los lamentos, también salió de su boca. Sus lastimeros movimientos removieron un fango que se había ido acumulando ahí durante años y soltaba un olor repugnante.

Sus camaradas yacían en el suelo, quejándose y maldiciendo, con sus rifles y sus machetes tirados alrededor, excepto el hombre delgado de la cara oscura, que todavía tenía su pistola en la mano.

—Camaradas —dijo—, vámonos de aquí. Los japoneses van a volver.

Como si no lo hubieran oído, los chamuscados soldados se quedaron en el suelo, donde estaban. Dos de ellos se pusieron de pie, temblando, y dieron unos cuantos pasos torpemente hasta que les cedieron las piernas.

—¡Camaradas, vámonos de aquí! —gritó de nuevo, dándole un golpe al hombre que tenía más cerca.

El hombre reptó un poco hacia adelante y, haciendo un esfuerzo, logró ponerse de rodillas.

—Comandante —gritó lastimosamente—, mis ojos, no veo nada…

Ahora ella sabía que el hombre de la cara oscura se llamaba Comandante.

—Camaradas —dijo ansiosamente—, los japoneses van a volver. Debemos estar preparados…

Por el Este, Laidi vio a veinte o más soldados japoneses a caballo, formando dos columnas, en lo alto del dique, y dirigiéndose hacia abajo como una marea, en estricta formación a pesar de las llamas que había en torno a ellos. Los caballos iban al trote por la colina, con las cabezas altas, cada uno pisándole los talones al que tenía delante. Cuando llegaron al Camino de la Familia Chen, el caballo que iba primero se giró para tomar oblicuamente la pendiente, y los demás hicieron lo mismo. Atravesaron una amplia zona de campo abierto (una tierra que servía para secar el grano de la familia Sima y que era plana y suave, y estaba cubierta por una arena dorada), y después fueron cogiendo velocidad, galopando en línea recta. Todos los jinetes japoneses blandían unas espadas largas y estrechas que brillaban al sol y caían sobre el enemigo como el viento, mientras sus gritos de guerra rompían el silencio.

El comandante levantó la pistola y disparó hacia las tropas de caballería que avanzaban cada vez más velozmente; una línea de humo blanco ascendió por el aire, procedente de la boca del cañón. Después tiró la pistola y avanzó cojeando, lo más rápido que pudo, hacia el lugar en el que se escondían Laidi y sus hermanas. Un caballo de color albaricoque lo rozó al pasar a su lado a toda velocidad; su jinete se inclinaba hacia adelante en la montura mientras peinaba el aire con su espada. El comandante se tiró al suelo justo a tiempo para evitar que la espada lo alcanzara en la cabeza, pero no lo suficiente como para impedir que le rebanara un trozo del hombro derecho, que voló por el aire y aterrizó en los alrededores. Laidi vio el trozo de carne, grande como la palma de una mano, que se encogía como una rana desollada. Con un aullido de dolor, el comandante rodó por el suelo y empezó a arrastrarse hasta una enorme bardana y se quedó ahí quieto. El soldado japonés hizo que su montura diera la vuelta y se lanzó directamente contra un hombre bastante grande que estaba en pie, con una espada en la mano. Con el miedo pintado en el rostro, el hombre alzó su espada débilmente, como si quisiera darle al caballo en la cabeza, pero cayó al suelo, golpeado por los cascos del animal, y antes de que pudiera darse cuenta el jinete se inclinó sobre él y le abrió la cabeza con su espada. Los sesos salpicaron los pantalones del soldado japonés. En apenas un instante, una docena de hombres, que habían escapado de los arbustos en llamas, yacían en el suelo para descansar eternamente. Los jinetes japoneses, todavía enloquecidos de excitación, aplastaban los cuerpos bajo los cascos de sus caballos.

Justo, en ese momento otra unidad de caballería, seguida por un enorme contingente de soldados de infantería con uniformes de color caqui, apareció desde el pinar que había al oeste de la aldea y se unió a la primera unidad. Al ver llegar a los refuerzos, la caballería se dirigió hacia la aldea por la entrada norte-sur. Los soldados de a pie, con sus cascos en la cabeza y sus rifles en la mano, siguieron a sus camaradas de a caballo y cayeron sobre la población como langostas.

En el dique, el fuego se había extinguido. Un humo negro y espeso se elevaba hacia el cielo. Donde había estado el dique, Laidi sólo podía ver negrura, y los arbustos consumidos emanaban un agradable olor a quemado. Enjambres de moscas que parecían haber caído del cielo se lanzaron sobre los cadáveres destrozados y sobre los charcos de sangre que se habían formado junto a ellos, y sobre las ramas y las hojas chamuscadas y sobre el cuerpo del comandante. Las moscas parecían cubrir todo lo que se veía.

Le pesaban los ojos y tenía los párpados pegajosos ante esa constelación de extrañas imágenes que nunca antes había visto: estaban las patas heridas de los caballos, caballos con cuchillos clavados en la cabeza, hombres desnudos con unos miembros enormes colgándoles entre las piernas, cabezas humanas rodando por el suelo cloqueando como gallinas y pequeños peces con patitas esqueléticas saltando sobre las plantas de marihuana que había a su alrededor. Pero lo que más la aterrorizó fue el comandante, que ella pensaba que había muerto hacía ya mucho rato; poniéndose lentamente de rodillas, se arrastró hasta el pedazo de carne que le habían cortado del hombro, lo alisó un poco y lo colocó en el sitio del que había sido arrancado. Pero el trozo de carne dio un saltito inmediatamente y se escondió entre unas hierbas, así que lo recogió y lo golpeó contra el suelo hasta que estuvo dentro. Entonces arrancó un trozo de tela de su ropa y envolvió la carne en ella.