V
Las siete hijas de la familia Shangguan —Laidi (Hermano Venidero), Zhaodi (Hermano Aclamado), Lingdi (Hermano Acomodado), Xiangdi (Hermano Deseado), Pandi (Hermano Anticipado), Niandi (Hermano Querido) y Qiudi (Hermano Buscado)—, guiadas por una fragancia sutil, salieron desde la habitación lateral que daba al Este y se agruparon bajo la ventana de Shangguan Lu. Siete pequeñas cabezas, con trozos de paja colocados en el pelo, se reunieron para ver qué estaba pasando dentro. Vieron a su madre sentada en el kang, pelando cacahuetes ociosamente, como si no pasara nada fuera de lo normal. Pero la fragancia seguía saliendo por la ventana de su madre. Laidi, que tenía dieciocho años y que fue la primera en comprender lo que estaba haciendo Madre, pudo verle el pelo sudoroso y los labios ensangrentados y percibió los atemorizadores espasmos de su vientre hinchado y las moscas que volaban por toda la habitación. Los cacahuetes quedaban hechos migajas.
La voz de Laidi sonó cascada cuando gritó: «¡Madre!». Sus seis hermanas pequeñas la siguieron. Las lágrimas lavaban las mejillas de las siete chicas. La menor, Qiudi, lloraba lastimeramente; sus pequeñas piernas, llenas de picaduras de chinches y mosquitos, empezaron a temblar y salló disparada hacia la puerta. Pero Laidi llegó más rápido y la cogió en brazos. Sin dejar de sollozar, la pequeña daba puñetazos en la cara de su hermana.
—Quiero ir con mamá, quiero ir con mi mamá…
A Laidi le empezó a doler la nariz y se le nubló la garganta. Cálidas lágrimas rodaban por su rostro.
—No llores, Qiudi —le decía a su hermana pequeña intentando consolarla y dándole palmaditas en la espalda—. No llores. Mamá nos va a dar un hermanito, un hermanito monísimo, con la piel clarita.
Desde fuera de la habitación se escuchaban los lamentos de Shangguan Lu.
—Laidi —dijo débilmente—, llévate a tus hermanas de aquí. Son demasiado pequeñas para comprender lo que está pasando. Ya deberías saberlo.
En ese momento, un gemido de dolor brotó de su boca, y las otras cinco chicas volvieron a arremolinarse en torno a la ventana.
—Mami —gritó Lingdi, que tenía catorce años—. Mami…
Laidi dejó a su hermanita en el suelo y corrió hasta la puerta. Tropezó con la madera podrida del marco de la puerta y cayó sobre un fuelle, rompiendo un gran cuenco de cerámica verde oscura que estaba lleno de pienso para los pollos. Cuando logró volver a ponerse de pie, vio a su abuela, que estaba arrodillada ante el altar de Guanyin, donde el humo del incienso dibujaba círculos en el aire.
Temblando de la cabeza a los pies, colocó el fuelle en su sitio y se agachó para recoger los pedazos del cuenco roto, como si juntándolos pudiera reducir la gravedad de su metedura de pata. Su abuela se levantó rápidamente, como un caballo sobrealimentado, balanceándose de un lado al otro, y moviendo la cabeza como una loca, mientras una serie de extraños sonidos brotaba de su boca. Encogiéndose, con la cabeza entre las manos, Laidi se preparó para el golpe que pensaba recibir. Pero en lugar de pegarle, su abuela la cogió por el lóbulo de la oreja, pálido y delgado, y tiró hacia arriba y la impulsó hacia la puerta. Con un chirrido, salió tambaleándose al patio y cayó en el camino de ladrillos. Desde ahí vio cómo su abuela se agachaba para comprobar el estado del cuenco roto; su postura ahora se asemejaba a la de una vaca que está bebiendo en un río. Después de lo que pareció un rato muy largo, se enderezó, llevando en la mano algunos de los trozos y dándoles golpecitos con el dedo, haciendo sonar un agradable crujido. Su arrugado rostro tenía un aspecto cansado; las comisuras de los labios apuntaban hacia abajo y se confundían con dos profundas arrugas que corrían directamente hasta su barbilla, como si se las hubieran añadido a la cara después de pensárselo mejor.
Arrodillándose en el camino, Laidi sollozaba:
—Abuela, ven y pégame hasta matarme.
—¿Pegarte hasta matarte? —dijo, llena de pena, Shangguan Lü—. ¿Y con eso este cuenco volverá a estar entero? Procede del reinado de Yongle, de la dinastía Ming, y fue parte de la dote de tu bisabuela. ¡Valía tanto como un burro nuevo!
Totalmente pálida, Laidi le suplicaba a su abuela que la perdonara.
—¡Ya va siendo hora de que te cases! —suspiró Shangguan Lü—. En lugar de levantarte temprano para dedicarte a tus labores, estás aquí haciendo una escena. ¡Y tu madre ni siquiera tiene la suerte de morirse!
Laidi tenía la cabeza metida entre las manos y no dejaba de lamentarse.
—¿Qué esperabas, que te diera las gracias por destrozar uno de nuestros mejores utensilios? —se quejó Shangguan Lü—. Ahora deja de agobiarme y llévate a tus hermanas, que no sirven para nada más que para ponerse hasta arriba de comida, al Río de los Dragones a pescar gambas. ¡Y no volváis a casa hasta que no tengáis un cesto lleno!
Laidi se puso de pie, cogió en brazos a su hermanita Qiudi y se fue corriendo afuera.
Shangguan Lü hizo salir a Niandi y a las demás chicas haciendo sh, como quien quiere espantar a los pollos, y después cogió un cesto de hojas de sauce para depositar las gambas y se lo pasó a Lingdi.
Sosteniendo a Qiudi con un brazo, Laidi estiró su mano libre y cogió la de Niandi, quien cogió la de Xiangdi, quien cogió la de Pandi. Lingdi, con el cesto para gambas en una mano, cogió la mano libre de Pandi con la suya y las siete hermanas, tironeando y recibiendo tirones, lloriqueando y sorbiéndose los mocos, salieron a la calle mojada por el sol y barrida por el viento en dirección al Río de los Dragones.
Cuando pasaron junto al patio de la Tía Sol, notaron un fuerte olor flotando en el aire y vieron un humo blanco que salía de la chimenea. Los cinco mudos estaban llevando leña al interior de la casa, como una hilera de hormigas. Los perros negros, con las lenguas afuera, hacían guardia en la puerta, expectantes.
Cuando las chicas subieron a la ribera del Río de los Dragones, tuvieron una vista completa de toda la zona. Los cinco mudos se fijaron en ellas. El más mayor de ellos frunció el labio superior, cubierto por un bigote grasiento, y le sonrió a Laidi, a quien le empezaron a arder las mejillas instantáneamente. Se acordó de cuando había ido al río a buscar agua y el mudo había introducido un pepino en su cubo, sonriéndole, como un zorro astuto, pero sin intenciones malignas, y a ella le había dado un vuelco al corazón por primera vez en su vida. Se había puesto roja como un tomate y había agachado la cabeza, clavando la mirada en la brillante superficie del agua y contemplando el reflejo de su rostro sonrojado. Más tarde, se había comido el pepino, y su sabor se le había quedado grabado durante mucho tiempo. Miró hacia arriba, a la colorida aguja de la iglesia y a la torre de vigilancia. Un hombre, en lo alto, bailaba como un mono dorado mientras gritaba: «¡Compañeros, convecinos, la caballería japonesa ya ha partido de la ciudad!».
La gente se reunía a los pies de la torre y observaba la plataforma, donde el hombre se agarraba, de vez en cuando, a la balaustrada y se asomaba para mirar hacia abajo, como si fuera a contestar las preguntas que nadie había planteado. Después se enderezaba de nuevo, daba otra vuelta a la plataforma y juntaba las manos formando un megáfono para lanzar la advertencia de que los japoneses pronto llegarían a la aldea.
De repente, el ruido de un carromato llegó desde la calle principal. De dónde había venido era un misterio; parecía como si, sencillamente, hubiera caído del cielo o surgido de la tierra. Tres hermosos caballos tiraban de ese gran carro de ruedas de goma, y el sonido de sus doce cascos lo acompañaba, levantando nubes de polvo amarillo al avanzar. Uno de los caballos era de color amarillo melocotón, otro era rojo dátil y el tercero era verde como un puerro fresco. Robustos, suaves y fascinantes, parecían hechos de cera. Un pequeño hombrecillo de piel oscura estaba despatarrado en la vara que había detrás del caballo delantero y, desde una cierta distancia, parecía como si estuviera montado sobre el mismo caballo. Su látigo, adornado con borlas rojas, danzaba en el aire haciendo pa pa pa, y él cantaba algo como jau jau jau. Sin advertencia previa, tiró fuertemente de las riendas y los caballos relincharon, dejaron las patas rígidas y el carromato se detuvo. Las nubes de polvo que los habían ido siguiendo envolvieron rápidamente al carro, a los caballos y al conductor. Cuando el polvo volvió al suelo, Laidi vio a los sirvientes de la Casa Solariega de la Felicidad corriendo, transportando cestas llenas de licores y de atados de paja y cargándolas en el carromato. Un tipo fornido se colocó en los escalones que conducían a la puerta de entrada de la Casa Solariega de la Felicidad, gritando a todo volumen. Una de las cestas cayó al suelo con un sonido sordo, un hígado de cerdo se salió y el licor empezó a desparramarse por el suelo. Cuando dos sirvientes se apresuraron a recoger la cesta, el hombre que estaba en la puerta bajó la escalinata de un salto, hizo restallar su brillante látigo en el aire y los golpeó con la punta en la espalda. Los sirvientes se cubrieron la cabeza con las manos y se echaron al suelo para recibir los latigazos que se merecían. El látigo bailaba como una serpiente que repta por el suelo. El olor a licor se elevó por el aire. El yermo era inmenso y estaba en silencio, y el trigo de los campos se doblaba por la fuerza del viento como oleadas de oro. En la torre de vigilancia, el hombre gritaba: «Corred, corred, poneos a salvo…».
La gente salía de sus casas, como hormigas que correteaban por todas partes sin ninguna dirección. Algunos iban andando, otros corriendo y otros se quedaban quietos, congelados en algún sitio; algunos iban hacia el Este, otros hacia el Oeste y otros se desplazaban en círculos, mirando alternativamente en todas direcciones. El olor que permeaba el recinto de los Sol era más fuerte que nunca, mientras una nube de vapor opaco salía al exterior por la puerta principal. Los mudos estaban en alguna parte donde no se los veía y el silencio reinaba en el patio, roto sólo ocasionalmente por algún hueso de pollo que salía volando a través de la puerta para que se lo disputaran los cinco perros negros. El vencedor se llevaba su premio hasta la pared, para acurrucarse en un rincón a roerlo, mientras los perdedores miraban con los ojos enrojecidos hacia el interior de la casa y gruñían suavemente.
Lingdi tironeó de su hermana.
—Vamos a casa, ¿vale?
Laidi negó con la cabeza.
—No, vamos a bajar al río a coger gambas. A mamá le vendrá bien una sopa de gambas cuando nuestro hermanito haya nacido.
Así que se fueron caminando en fila de a una hasta la orilla del río, donde la plácida superficie del agua reflejaba los delicados rostros de las chicas Shangguan. Todas ellas habían heredado la nariz elevada de su madre y los bonitos y voluminosos lóbulos de sus orejas. Laidi sacó del bolsillo un peine de caoba y peinó, una por una, a todas sus hermanas; varios trozos de paja y bastante polvo cayeron al suelo. Hacían muecas y se quejaban cuando el peine les tiraba de las raíces. Cuando terminó con sus hermanas, Laidi se pasó el peine por su propio pelo y le dio la forma de una trenza, que se echó para atrás. La punta le llegaba a la redondeada cadera. Después de guardar el peine, se arremangó las perneras del pantalón, mostrando un par de pantorrillas bonitas y bien formadas. Después se quitó los zapatos de satén azul, adornados con flores rojas. Todas sus hermanas se quedaron mirándole los pies fijamente; los tenía heridos por las ataduras de los zapatos.
—¿Qué estáis mirando? —les preguntó enfadada—. Si no llevamos un montón de gambas a casa, la vieja bruja nunca nos perdonará.
Sus hermanas se pusieron rápidamente a quitarse los zapatos y a arremangarse los pantalones. Qiudi, la más pequeña, se quedó desnuda. Laidi estaba de pie sobre el lodo, cerca de la orilla del lento río, mirando cómo las algas se movían suavemente en el fondo de su cauce. Los peces nadaban alegremente por ahí y las golondrinas volaban a ras de la superficie del agua. Entró en el río y gritó:
—Qiudi, tú quédate ahí para recoger las gambas. Todas las demás, al agua.
Entre risas y grititos, las chicas se metieron en el río.
A medida que sus talones, acentuados por las ataduras que le habían puesto cuando era pequeña, se hundían en el fango, y las algas que había bajo el agua le acariciaban dulcemente las pantorrillas, Laidi experimentó una sensación indescriptible. Doblada por la cintura, metió los dedos en el lodo con mucho cuidado, alrededor de las raíces de las plantas, que era el mejor lugar para encontrar gambas. De repente, algo se movió entre sus dedos, produciéndole un escalofrío delicioso. Una gamba de agua dulce, casi transparente, del grosor de sus dedos, yacía en la palma de su mano; cada una de sus antenas era una obra de arte. La lanzó a la ribera. Con un arrebato de alegría, Qiudi corrió hacia ella y la capturó.
—¡Primera Hermana, yo también he cogido una!
—¡Yo he cogido una, Primera Hermana!
—¡Y yo también!
La tarea de recoger todas las gambas era demasiado para una niña de dos años como Qiudi, que se tropezó y se cayó, y después se sentó en el dique y se puso a llorar. Muchas de las gambas lograban saltar de vuelta al río y desaparecían en el agua. Así que Laidi se levantó y llevó a su hermana hasta el borde del río, donde le lavó la espalda, que estaba llena de barro. Cada contacto del agua con la piel desnuda le producía un espasmo y un grito combinados con un torrente de palabras sin sentido. Dándole una palmada en el trasero, Laidi dejó ir a la más pequeña, que casi volando se fue hasta lo alto del dique, donde cogió un palo de entre unos matojos y apuntó con él a su hermana mayor, maldiciéndola como una vieja gruñona. Laidi se rio.
Para entonces, sus hermanas ya habían avanzado bastante río arriba. Docenas de gambas saltaban y se agitaban en la soleada ribera del río.
—¡Atrápalas, Primera Hermana! —gritaba Qiudi.
Empezó a meterlas en la cesta.
—Ya te cogeré cuando lleguemos a casa, pequeña diablesa.
Después se agachó de nuevo, con una sonrisa en la cara, y siguió capturando las gambas, actividad que fue suficiente para que se olvidara de sus preocupaciones. Abrió la boca y brotó una cancioncilla, sin que ella supiera de dónde procedía: «Mamá, mamá, qué mala eres, me has casado con un vendedor de aceite al que nadie quiere…».
Alcanzó rápidamente a sus hermanas, que estaban, hombro con hombro, en la zona menos profunda del río, con los traseros levantados en el aire y las barbillas casi rozando la superficie del agua. Avanzaban con lentitud, con las manos hundidas en el agua, abriendo y cerrando, abriendo y cerrando. Unas hojas amarillentas que habían arrancado flotaban en las aguas, entre el barro que producían al remover el fondo. Cada vez que una de ellas se erguía significaba que habían cogido otra gamba. Lingdi, después Pandi, después Xiangdi, una tras otra se enderezaban y lanzaban gambas en dirección a su hermana mayor, que corría de un lado a otro capturándolas, mientras Qiudi trataba de colaborar.
Antes de que se dieran cuenta ya casi habían llegado al arqueado puente peatonal que cruzaba el río.
—Salid de ahí —gritó Laidi—. Todas fuera de ahí. La cesta ya está llena, podemos volver a casa.
De mala gana, las chicas salieron del agua y se quedaron de pie en el dique, con las manos descoloridas por el prolongado contacto con el agua y las pantorrillas cubiertas con una capa de barro violáceo.
—¿Cómo puede ser que hoy haya tantas gambas en el río, her-manita?
—¿Mamá ya nos ha dado un hermano varón, hermanita?
—¿Cómo son los japoneses, hermanita?
—¿Es verdad que se comen a los niños, hermanita?
—¿Por qué los mudos han matado a todos sus pollos, hermanita?
—¿Por qué la abuela siempre nos está chillando, hermanita?
—Una vez soñé que en la tripa de mamá había un barbo gigante, hermanita.
Una pregunta tras otra y ni una sola respuesta por parte de Laidi, cuyos ojos estaban fijos en el puente, cuyas piedras brillaban a la luz del sol. El carromato de ruedas de goma, con sus tres caballos, había llegado hasta allí y se había detenido al comienzo del puente.
Cuando el rechoncho conductor tiró de las riendas, los caballos se pararon, ansiosos, sobre el suelo del puente. De las piedras se alzaron algunas chispas y un fuerte traqueteo. Algunos hombres estaban de pie, por ahí cerca; iban desnudos de cintura para arriba, con unos cinturones de cuero que ceñían sus pantalones y unas hebillas de latón que fulguraban al sol. Laidi conocía a esos hombres: eran los sirvientes de la Casa Solariega de la Felicidad. Algunos de ellos se subieron al carromato y empezaron a bajar los contenedores de paja de arroz, después descargaron las cestas de los licores, veinte, en total. El conductor tiró con fuerza de las riendas para guiar a los caballos hacia una zona del terreno que estaba vacía, al lado de la entrada del puente, en el mismo momento en el que el ayudante del mayordomo, Sima Ku, salía de la aldea montando en una bicicleta negra construida en Alemania, la primera que se había visto en Gaomi del Noreste. El abuelo de Laidi, Shangguan Fulu, que nunca había podido tener las manos quietas, una vez había intentado, cuando pensaba que nadie lo veía, acariciar el manillar, pero eso había sucedido en primavera. Los ojos de enfadado de Sima Ku casi disparaban llamaradas azules. Llevaba una larga túnica de seda sobre unos pantalones de algodón blancos e importados, atados por los tobillos con unas cintas azules con borlas negras, y unos zapatos de suelas de goma blancas. Las perneras de sus pantalones se agitaban, como si las hubieran llenado de aire; el dobladillo de su túnica iba metido en un cinturón tejido con seda blanca y anudado por delante, dejando un extremo largo y otro corto. Una estrecha banda de cuero que venía desde su hombro izquierdo le cruzaba el pecho como a los militares, y se conectaba con un pequeño morral de cuero a través de un trozo de seda de color rojo fuego. Sonaba el timbre de la bicicleta alemana, anunciando su llegada como si cabalgara en el viento. Bajó de la bicicleta de un salto y se quitó el sombrero de paja de ala ancha para abanicarse; el lunar rojo que tenía en la cara parecía una brasa caliente.
—¡A trabajar! —les ordenó a los sirvientes—. Apilad la paja en el puente y humedecedla con el licor. Vamos a incinerar a estos perros de mierda.
Los sirvientes se pusieron a llevar la paja al puente hasta que la pila llegaba a la altura de la cintura. Unas polillas blancas que habían venido entre la paja revoloteaban por los alrededores; algunas se caían al agua y terminaban en el estómago de los peces, y a otras se las comían las golondrinas.
—¡Empapad la paja con el licor! —ordenó Sima Ku.
Los sirvientes cogieron las cestas y, haciendo un esfuerzo tremendo, las subieron hasta el puente. Después de quitarles los tapones, echaron el licor sobre la paja, un licor magnífico, de alta graduación, cuya fragancia intoxicaba toda esa zona del río. La paja empezó a crujir. Chorros de licor iban de un lado a otro, atravesando el puente y bajando por su fachada de piedra, deslizándose hasta llegar al río, convirtiéndose en una cascada cuando las doce cestas estuvieron vacías y dejando la pared de piedra totalmente limpia. La paja cambió de color y una sábana transparente de licor caía en el agua, más abajo; no pasó mucho tiempo hasta que unos pequeños pececillos blancos aparecieron en la superficie. Las hermanas de Laidi querían vadear el río y capturar los peces alcoholizados, pero ella los detuvo:
—¡No os acerquéis ahí! ¡Nos vamos a casa!
Pero estaban hipnotizadas por las actividades que tenían lugar en el puente. En realidad, Laidi sentía tanta curiosidad como ellas, y mientras intentaba llevarse a sus hermanas de allí, seguía mirando una y otra vez al puente, donde estaba Sima Ku, dando palmas con aire de superioridad. Tenía los ojos encendidos y una sonrisa se dibujaba en su rostro.
—¿A quién se le podría haber ocurrido una estrategia tan brillante? —les graznó a los sirvientes—. ¡A nadie más que a mí, maldita sea! ¡Venga, pequeños nipones, venid a comprobar cuánto es mi poder!
Los sirvientes rugieron a modo de respuesta. Uno de ellos le preguntó:
—Segundo Mayordomo, ¿lo encendemos ya?
—No, no hasta que hayan llegado.
Los sirvientes escoltaron a Sima Ku hasta el principio del puente y el carromato de la Casa Solariega de la Felicidad se dirigió de vuelta a la ciudad. Lo único que se oía era el ruido del licor goteando sobre el río.
Con la cesta de gambas en la mano, Laidi llevó a sus hermanas hasta lo más alto del dique, apartando los arbustos que crecían en el repecho que había que subir. De pronto, una cara delgada y negra apareció ante ella. Con un estremecimiento, dejó caer la cesta, que rebotó en un arbusto y rodó cuesta abajo hasta el borde del agua; se salieron todas las gambas, formando una masa brillante que se movía en todas las direcciones. Lingdi salió corriendo por la pendiente para recuperar la cesta, mientras sus hermanas recogían las gambas. Retrocediendo hacia el río, Laidi mantuvo la mirada fija en aquella cara negra en la que se esbozaba una sonrisa como pidiendo perdón, que dejaba al descubierto dos hileras de dientes que brillaban como perlas.
—No tengas miedo, hermanita —le oyó decir—. Somos guerrilleros. No grites. Vete de aquí lo más rápido que puedas.
Miró alrededor y vio docenas de hombres vestidos de verde, escondidos entre los matorrales, con una mirada de dureza en los ojos. Algunos iban armados con rifles, otros llevaban granadas y otros unas espadas oxidadas. El hombre del rostro sucio y sonriente tenía una pistola de color azul en la mano derecha y un objeto resplandeciente que hacía un ruidito en la izquierda. No fue hasta mucho más tarde cuando ella se dio cuenta de que ese objeto era un temporizador de bolsillo; para entonces, ya estaba compartiendo su cama con aquel hombre de rostro oscuro.