IV
El veterinario y maestro arquero de la población, Tercer Maestro Fan, vivía en el extremo este de la ciudad, junto a unos pastos que se extendían hasta el Río del Agua Negra. La ribera del Río de los Dragones llegaba directamente a la parte de atrás de su casa. Obligado por su madre, Shangguan Shouxi salió caminando de la casa, pero con las piernas temblando. Vio que el Sol, una bola blanca de fuego, estaba sobre la cima de los árboles, y que la docena —más o menos— de ventanas de cristales tintados de la aguja de la iglesia resplandecía brillantemente. El administrador de la Casa Solariega de la Felicidad, Sima Ting, estaba dando saltitos en lo alto de la torre de vigilancia, que era aproximadamente de la misma altura que la aguja. Todavía estaba dando, a voces, la alarma, advirtiendo de que los japoneses estaban en camino, pero ahora con la voz ronca, afónico. Unos cuantos holgazanes lo miraban con los brazos cruzados. Shangguan Shouxi se quedó quieto en medio de la calle, tratando de decidir cuál era el mejor camino para ir a la casa de Tercer Maestro Fan.
Podía elegir entre dos rutas distintas: una iba directamente, atravesando la ciudad, y la otra pasaba junto a la orilla del río. El inconveniente de la ruta de la ribera era la posibilidad de encontrarse con los grandes perros negros de la familia Sol. Los Sol vivían en unas casas destartaladas, todas dentro de un recinto situado al final del camino, en dirección norte. La pared que las rodeaba, baja y mal construida, era la percha favorita de todos los pollos. La cabeza de familia, la Tía Sol, se ocupaba de cinco nietos, todos ellos mudos, cuyos padres parecían no haber existido nunca. Los cinco llevaban toda la vida jugando en esa pared, en la que habían hecho unas grietas creando unas formas de monturas, de manera que podían cabalgar a lomos de caballos imaginarios. Empuñando garrotes, tirachinas o rifles tallados en palos, miraban desafiantes a quien pasara cerca, fueran personas o animales, con una expresión verdaderamente amenazadora en los ojos. La gente salía del paso con relativa facilidad, pero los animales no; sin importarles si se trataba de un ternero extraviado o de un mapache, de un ganso, un pato, un pollo o un perro, en cuanto se daban cuenta de su presencia se lanzaban detrás de él junto a sus grandes perros negros, convirtiendo la aldea en su coto privado de caza.
El año anterior habían capturado un burro que se había escapado de la Casa Solariega de la Felicidad; después de matarlo, lo habían desollado y descuartizado al aire libre. La gente se paraba a mirar, esperando ver la reacción de la gente de la Casa Solariega de la Felicidad, que era una familia rica y poderosa. El tío era comandante de regimiento, y tenía una compañía de guardaespaldas armados. Todo el mundo quería ver qué harían con alguien que mataba abiertamente a uno de sus burros. Cuando el administrador llegó al lugar de los hechos, la mitad del condado sufrió un estremecimiento. Ahí estaban esos chicos salvajes, descuartizando un burro de la Casa Solariega de la Felicidad a plena luz del día, cosa que casi equivalía a pedir que los descuartizaran a ellos. Imaginad la sorpresa de la gente cuando el ayudante del administrador, Sima Ku, un tirador que tenía una enorme mancha roja de nacimiento en el rostro, le dio un dólar de plata a cada uno de los mudos en lugar de desenfundar su pistola. Desde aquel día, fueron unos tiranos incorregibles, y todos los animales con los que se encontraban maldecían a sus propios padres por no haberlos dotado de alas.
Cuando los chicos estaban en sus monturas, sus cinco perros negros, que parecían recién salidos de un estanque de tinta, se estiraban perezosamente junto a la base de la pared, con los ojos cerrados casi por completo, aparentemente disfrutando de un sueño plácido. Los cinco mudos y sus perros sentían un rechazo particular por Shangguan Shouxi, que vivía en la misma calle que ellos, aunque él no era capaz de recordar dónde ni cómo había podido ofender a esos diez temibles demonios. Pero cada vez que se cruzaba con ellos, pasaba un mal rato. Les sonreía ligeramente, pero nunca pudo evitar que los perros salieran volando hacia él como cinco flechas negras, e incluso aunque en sus ataques nunca llegaban hasta el contacto físico, y nunca lo mordieron, se ponía tan nervioso, tan crispado, que le parecía que el corazón se le iba a parar. La mera idea de encontrárselos lo hacía estremecerse.
También podía dirigirse hacia el sur, por la calle principal de la ciudad, y llegar igualmente a la casa de Tercer Maestro Fan por ese camino. Pero eso significaba que tendría que pasar junto a la iglesia, y a esa hora, el hombre alto, robusto, rubicundo y de ojos azules que era el Pastor Malory estaría instalado bajo el espinoso fresno, con su penetrante aroma, ordeñando a su vieja cabra, la de las barbas ásperas e irregulares, exprimiendo las ubres infladas y rojas del animal con sus manos grandes, suaves y peludas, y echando una leche tan blanca que parecía casi azul en un oxidado cuenco de esmalte. Siempre había un enjambre de moscas pelirrojas zumbando alrededor del Pastor Malory y de su cabra. El penetrante aroma del fresno, el olor a viejo carnero de la cabra y el rancio olor corporal del hombre se mezclaban formando una pestilencia repulsiva que se expandía por el aire al contacto con el sol y contaminaba los alrededores. Nada le molestaba más a Shangguan Shouxi que la posibilidad de encontrarse con el Pastor Malory observándolo desde abajo, desde detrás de su cabra, ambos desprendiendo un hedor indescriptible, para lanzarle una de esas miradas ambiguas, tan típicas de él, a pesar de que el esbozo de una sonrisa compasiva mostraba que se trataba de una mirada amistosa. Al sonreír, el Pastor Malory enseñaba unos dientes tan blancos como los de un caballo. Siempre estaba pasándose un dedo mugriento por el pecho, hacia adelante y hacia atrás. ¡Amén!
Y cada vez que esto sucedía, el estómago de Shangguan Shouxi se retorcía con una corriente de sentimientos variados y ambivalentes, hasta que se daba la vuelta y salía corriendo como un perro azotado con un látigo. Evitaba a los malvados perros de la casa de los mudos por miedo; evitaba al Pastor Malory y a su cabra lechera por asco. Lo que más lo irritaba era que su esposa, Shangguan Lu, sentía algo especial por este diablo pelirrojo. Ella era su seguidora más devota; para ella, él era como un dios.
Después de debatir consigo mismo durante un buen rato, Shangguan Shouxi decidió tomar el camino del Noreste a pesar de que lo perturbaba la torre de vigilancia, con Sima Ting subido en su percha y todo lo que ocurría abajo. Todo parecía normal por allí, excepto, por supuesto, el administrador, que seguía comportándose como un mono. Ya no estaba petrificado ante la posibilidad de encontrarse con los diablos japoneses, y tuvo que admirar la capacidad de su madre para evaluar correctamente una situación. Pero para sentirse más seguro se agachó y cogió un par de ladrillos. Oyó el rebuzno de un pequeño burro, en algún lugar, y a una madre que llamaba a sus hijos.
Cuando pasó junto al recinto de los Sol, se sintió aliviado al ver que no había nadie en la pared: no estaban los mudos subidos en sus monturas, ni tampoco ningún pollo trepado en lo alto ni, lo más importante, los perros echados perezosamente junto a la base. En realidad se trataba de un muro bastante bajo, y sus grietas lo acercaban aún más al suelo, por lo que pudo contemplar el terreno sin que nada le obstruyera la mirada. Una matanza estaba en marcha. Las víctimas eran los orgullosos pero solitarios pollos de la familia; la asesina era la Tía Sol, una mujer que tenía múltiples talentos marciales. La gente solía decir que, cuando era joven, había sido una célebre bandida que saltaba hasta el suelo desde los aleros de los tejados y que era capaz de trepar por las paredes. Pero cuando tuvo problemas con la justicia no le quedó más remedio que casarse con un hombre que se dedicaba a reparar estufas llamado Sol.
Shangguan Shouxi contó los cadáveres de siete pollos, de un color blanco brillante y salpicados con unas manchas de sangre que eran la única señal de su lucha con la muerte. Un octavo pollo, con la garganta cortada, escapó volando de las manos de la Tía Sol y cayó al suelo, donde se apoyó sobre el cuello, aleteó un poco y comenzó a correr en círculos por los alrededores. Los cinco mudos, desnudos hasta la cintura, se habían refugiado bajo el alero del tejado de la casa, y desde ahí observaban alternativamente a los pollos y el afilado cuchillo que se movía en la mano de su abuela. Sus expresiones y movimientos eran alarmantemente idénticos; incluso el recorrido que seguían sus ojos parecía que había sido cuidadosamente orquestado. Con toda la fama que tenía en la aldea, la Tía Sol había quedado reducida a una esquelética anciana llena de arrugas, a pesar de que su rostro y su expresión, su porte y sus gestos todavía evocaban un resto de lo que había sido. Los cinco perros estaban sentados en grupo, muy juntos, con la cabeza levantada y una mirada fija y misteriosa que desafiaba cualquier intento de saber qué podía significar.
Shangguan Shouxi estaba tan hipnotizado por la escena en el terreno de los Sol que se detuvo a mirar con la mente limpia de ansiedad y, lo cual era aún más significativo, sin acordarse de las órdenes de su madre. Era un pequeño hombrecillo de cuarenta y dos años de edad asomándose por encima de un muro, un público cautivado consistente en una sola persona. Sintió la mirada gélida de la Tía Sol que lo atravesó como un cuchillo, rápida como un torrente, afilada como el viento, y se sintió desnudo. Los mudos y sus perros también se giraron para mirarlo. Unas miradas malvadas y desapacibles surgieron de los ojos de los mudos; los perros echaron la cabeza hacia atrás, preparándose para el ataque, enseñaron los colmillos y gruñeron mientras se les erizaba el pelo de la parte posterior del cuello. Cinco perros como cinco flechas en una cuerda tensa, preparados para volar. Es el momento de irse, pensó, cuando oyó que la Tía Sol tosía de manera amenazante. Los mudos agacharon la cabeza abruptamente, henchidos de excitación, y los cinco perros se echaron al suelo obedientemente, con las patas extendidas hacia adelante.
—¡El sobrino Shangguan, tan digno de respeto! ¿A qué se dedica tu madre? —preguntó con calma la Tía Sol.
Intentó darle una buena respuesta; había tanto que quería decir, pero no le salía ni una palabra. Poniéndose rojo, empezó a tartamudear, como un ladrón al que pillan con las manos en la masa.
La Tía Sol sonrió. Agachándose, cogió a un gallo negro y rojo por el cuello y le acarició las sedosas plumas. El gallo cacareó nerviosamente mientras ella le iba arrancando las plumas de la cola y las metía en un saco hecho de juncos entretejidos. El gallo se defendía como un demonio, clavando locamente sus espolones en el fangoso suelo.
—¿Tus hijas saben jugar al bádminton? Los mejores volantes se hacen con las plumas de la cola de un gallo vivo. Ay, cuando me pongo a recordar…
Se detuvo en la mitad de la frase y lo miró fijamente mientras su mente se extraviaba en ensoñaciones. Esa mirada parecía que golpeaba contra el muro hasta atravesarlo. Shangguan Shouxi no parpadeó y mantuvo el aliento, lleno de miedo. Al fin, la Tía Sol pareció desinflarse delante de sus ojos, como una pelota pinchada; su mirada pasó de tener efectos abrasadores a ser suavemente lastimera. Cogió al gallo por las patas, deslizó la mano izquierda hasta la base de sus alas y lo atenazó fuertemente por el cuello. Incapaz de moverse, el animal abandonó la lucha. Entonces, con la mano derecha, comenzó a arrancar las finas plumas de la garganta hasta que se pudo ver la piel de color violeta y rojizo del gallo. Por último, tras darle unos leves golpecitos en la garganta con el dedo índice, cogió el resplandeciente cuchillo, que tenía la forma de una hoja de sauce, y de uno solo tajo le abrió la garganta, dejando salir un torrente de sangre roja como la tinta. Las gotas más grandes empujaban a las más pequeñas, que salieron primero. La Tía Sol recuperó la posición inicial lentamente, con el gallo sangrante todavía entre las manos, y lanzó a su alrededor una mirada llena de melancolía, con los ojos entrecerrados por la brillante luz del sol. Shangguan Shouxi se sintió alegre. El aire estaba cargado con el aroma de los álamos. ¡Mierda! Oyó la voz de la Tía Sol y vio cómo el gallo negro volaba por el aire hasta caer pesadamente en el suelo, en medio del patio. Exhalando un suspiro, dejó caer sus manos del muro.
De pronto se acordó de que se suponía que había ido a buscar a Tercer Maestro Fan para que ayudara con el parto de la burra. Pero cuando se estaba girando para marcharse, el gallo, que estaba cubierto de sangre pero todavía luchaba por su vida, logró milagrosamente llegar a sus pies impulsándose con las alas. Como le faltaban bastantes plumas, la cola destacaba, elevándose en una extraña y repulsiva desnudez, asustando a Shangguan Shouxi. La sangre todavía le brotaba de la garganta abierta, pero la cabeza y la cresta, por todo lo que había sangrado, se le estaban poniendo de un color blanco mortecino.
Y pese a todo, seguía intentando mantener la cabeza erguida. ¡Lucha! Logró mantenerla alta hasta que se le dobló y quedó colgando flácidamente. Volvió a levantarla en el aire, y volvió a caer, y la levantó una vez más; parecía que ya iba a quedarse así. El gallo se sentó, moviendo la cabeza de un lado a otro; la sangre y unas burbujas de espuma goteaban de su boca y un poco después, del corte que tenía en el cuello. Los ojos le brillaban como pepitas de oro. Molesta por esta visión, la Tía Sol se limpió las manos con unas pajas; parecía como si estuviera masticando algo, aunque tenía la boca vacía. Escupió en el suelo y le gritó a los cinco perros: «¡Vamos!».
Shangguan Shouxi se cayó de espaldas.
Cuando se puso de nuevo de pie, vio que las plumas negras volaban por todo el patio. Los perros estaban despiezando al arrogante gallo, llenando el suelo de carne cruda y sangre fresca. Como una manada de lobos, los perros se disputaban sus entrañas. Los mudos aplaudían y reían, haciendo gu-gu. La Tía Sol se sentó en el umbral de su casa con una larga pipa entre los dedos, fumando como una mujer que está sumida en profundos pensamientos.