III
La luz tenue de una inmunda lámpara de aceite de haba que descansaba sobre una piedra de molino, en el establo, parpadeaba nerviosamente, dejando escapar desde la punta de su llama ráfagas de un humo negro que ascendían dibujando tirabuzones. El olor de la lámpara de aceite se combinaba con el hedor de las deposiciones y los orines de la burra. El aire estaba totalmente viciado. El negro animal yacía en el suelo, entre la piedra de molino y una artesa de piedra de color verde. Lo único que vio Shangguan Lü al entrar fue la temblorosa luz de la lámpara, pero escuchó la voz ansiosa de Shangguan Fulu preguntando:
—¿Qué ha sido?
Se giró hacia ese sonido y frunció los labios, y después atravesó la habitación pasando junto a la burra y a Shangguan Shouxi, que estaba dándole un masaje en el vientre al animal; caminó hasta la ventana y arrancó la cortina de papel. Una docena de dorados rayos de sol iluminaron la pared opuesta. Entonces fue hasta la piedra de molino y apagó la lámpara de un soplido, liberando al olor del aceite quemado de tener que competir con los demás olores rancios. La cara oscura y aceitosa de Shangguan Shouxi adquirió un brillo dorado; sus minúsculos ojillos negros brillaron como dos pedazos de carbón ardiendo.
—Madre —dijo con temor—, vámonos. Todo el mundo de la Casa Solariega de la Felicidad ya se ha ido, y los japoneses llegarán en cualquier momento…
Shangguan Lü miró fijamente a su hijo con una expresión que significaba: ¿Por qué no puedes ser un hombre? Evitando los ojos de ella, él agachó la cabeza, empapada de sudor.
—¿Quién te ha dicho que se dirigen hacia aquí? —preguntó enfadada Shangguan Lü.
—El administrador de la Casa Solariega de la Felicidad ha disparado su pistola y ha dado la voz de alarma —murmuró Shangguan Shouxi, secándose el sudor del rostro con el brazo, que estaba cubierto de pelos de burro. Era diminuto, comparado con el musculoso brazo de su madre. Sus labios, que habían estado temblando como los de un bebé sobre una teta, se quedaron quietos cuando enderezó la cabeza. Levantando sus pequeñas orejas para identificar mejor los sonidos, dijo—: Madre, Padre, ¿escucháis eso?
La voz áspera de Sima Ting entró perezosamente en el establo.
«Ancianos, madres, tíos, tías… hermanos, cuñadas… hermanos y hermanas… corred, poneos a salvo, escapad mientras podáis, escondeos en los campos hasta que haya pasado el peligro. Los japoneses se acercan. Esto no es una falsa alarma, es de verdad. Conciudadanos, no perdáis ni un minuto más, corred, no arriesguéis vuestras vidas por unas pocas cabañas destartaladas. Mientras estáis vivos, las montañas siguen siendo verdes, mientras estáis vivos, el mundo sigue girando… Conciudadanos, corred mientras podáis, no esperéis hasta que sea demasiado tarde…».
Shangguan Shouxi pegó un respingo.
—¿Has oído eso, Madre? ¡Vámonos!
—¿Irnos? ¿Irnos dónde? —dijo Shangguan Lü tristemente—. Claro que la gente de la Casa Solariega de la Felicidad ha salido huyendo. Pero ¿por qué íbamos a unirnos a ellos? Nosotros somos herreros y granjeros. No le debemos ningún arancel al emperador, no tenemos impuestos pendientes con la nación. Somos ciudadanos leales, esté quien esté en el poder. Los japoneses también son humanos, ¿no es cierto? Han ocupado el noreste, pero ¿dónde estarían si no tuvieran un pueblo para labrar los campos y pagar por sus casas? Tú eres su padre, el cabeza de familia. Dime, ¿no tengo razón?
Los labios de Shangguan Fulu se abrieron para mostrar dos filas de dientes fuertes y amarillentos. Era difícil saber si se trataba de un gesto risueño o de enojo.
—¡Te he hecho una pregunta! —gritó ella, enfadada—. ¿Qué ganas con enseñarme esos dientes amarillos? ¡No sirves ni para tirarte un pedo!
Con cara de mal humor, Shangguan Fulu dijo:
—¿Por qué me lo preguntas a mí? Si tú dices que nos vayamos, nos vamos, y si dices que nos quedemos, nos quedamos.
Shangguan Lü suspiró.
—Si vemos buenas señales es que estaremos bien. Si no, no podremos hacer nada para evitarlo. Así que ponte a trabajar y apriétale la panza.
Abriendo y cerrando la boca para darse valor, Shangguan Shouxi preguntó en voz alta, pero sin mucha confianza:
—¿Ya ha llegado el bebé?
—Cualquier hombre que merezca ese nombre sabe concentrarse en lo que está haciendo —dijo Shangguan Lü—. Tú ocúpate de la burra y déjame a mí los asuntos de mujeres.
—Es mi esposa —murmuró Shangguan Shouxi.
—Nadie ha dicho que no lo sea.
—Apuesto a que esta vez será un niño —dijo Shangguan Shouxi mientras presionaba con fuerza sobre el vientre de la burra—. Nunca antes la había visto tan gorda.
—Eres un inútil… —Shangguan Lü estaba empezando a perder la confianza—. Protégenos, Bodhisattva.
Shangguan Shouxi quería decir algo más, pero la cara de tristeza de su madre selló sus labios.
—Vosotros dos seguid con lo vuestro aquí —dijo Shangguan Fulu—, y yo mientras iré a ver qué está pasando ahí fuera.
—¿Dónde te crees que vas? —preguntó Shangguan Lü, cogiendo a su marido por los hombros y arrastrándolo de vuelta a donde yacía la burra—. ¡Lo que pasa ahí fuera no es asunto tuyo! Tú sigue masajeando la panza de la burra. Cuanto antes dé a luz, mejor. Querido Bodhisattva, Señor del Cielo. Los antepasados de la familia Shangguan eran hombres de hierro y acero; ¿cómo pueden haberme tocado dos ejemplares tan inútiles?
Shangguan Fulu se agachó, y con sus manos, que eran tan delicadas como las de su hijo, apretó el vientre de la burra, que sufría contracciones. El animal yacía entre él y su hijo; apretando por turnos, uno tras otro, parecían estar a ambos lados de un columpio. Subían y bajaban, masajeando la piel de la burra. El padre era débil, el hijo era débil, y apenas conseguían nada con sus suaves manos, torpes y mullidas como el algodón. De pie, detrás de ellos, Shangguan Lü no podía hacer nada más que mover la cabeza de un lado al otro, desesperada, hasta que se acercó a su marido, lo cogió por el cuello y lo sacó de en medio.
—Venga —ordenó—, fuera de aquí.
Mandó a su marido, un herrero que no era digno de ese oficio, rodando hasta la esquina, donde se quedó, trepado sobre un saco de heno.
—Y tú, levántate —le exigió a su hijo—. Siempre estás por el suelo. Nunca dejas tu ración de comida sin terminar, pero no hay forma de encontrarte cuando hace falta que eches una mano. Señor del Cielo, ¿qué he hecho yo para merecer esto?
Shangguan Shouxi dio un respingo como si le acabaran de perdonar la vida y salió corriendo junto a su padre, en un rincón. Los pequeños ojillos oscuros de ambos giraban en sus órbitas, y los dos tenían una expresión en la que se combinaban la astucia y la estupidez. El silencio que reinaba en el establo volvió a romperse con los gritos de Sima Ting, provocando un estremecimiento en el padre y en el hijo; parecía como si sus intestinos o sus vejigas estuvieran a punto de traicionarlos.
Shangguan Lü se arrodilló en el suelo frente a la panza de la burra, sin preocuparse por la suciedad, con cara de solemne concentración. Después de arremangarse, se frotó las manos, haciendo un ruido penetrante como si estuviera restregando las suelas de dos zapatos. Apoyando la mejilla en la panza del animal, escuchó atentamente, con los ojos entrecerrados. Entonces acarició la cara de la burra. «Burra —le dijo—, venga, termina de una vez con esto. Es la maldición de todas las hembras». Después apartó un poco el cuello del animal, se inclinó sobre él y apoyó las manos en su vientre. Como si estuviera aplanando una superficie, empujó hacia abajo y hacia afuera. Un gemido lastimero surgió de la boca de la burra y sus piernas se separaron con una cierta rigidez y los cuatro cascos golpearon con violencia, como si se estuviera tocando a retreta en cuatro tambores simultáneamente. Su irregular ritmo hacía que se tambalearan las paredes. La burra levantó la cabeza, la dejó un momento suspendida en el aire y después la dejó caer de nuevo al suelo. El golpe produjo un sonido húmedo y pegajoso. «Burra, aguanta un poco más —murmuró—. ¿Quién nos puso a las hembras en primer lugar? Aprieta los dientes, empuja… empuja más fuerte…». Colocó las manos junto a su pecho para transferirles un poco más de fuerza, inspiró profundamente, contuvo la respiración y apretó hacia abajo lenta y firmemente.
La burra se estaba esforzando; un líquido amarillo brotó de los orificios de su nariz mientras movía la cabeza en todas las direcciones y la golpeaba contra el suelo. Al otro extremo de su cuerpo, el líquido amniótico y las heces húmedas y pegajosas se diseminaban a su alrededor. Horrorizados, padre e hijo se cubrieron los ojos.
«Compañeros, convecinos, la caballería japonesa ya ha partido del cuartel del condado. He oído a testigos presenciales decir que no se trata de una falsa alarma. Corred, poneos a salvo antes de que sea demasiado tarde…». Los gritos de Sima Ting llegaban a sus oídos con total claridad.
Shangguan Fulu y su hijo abrieron los ojos y vieron a Shangguan Lü sentada junto a la cabeza de la burra, con su propia cabeza inclinada, intentando recobrar el aliento. Su camisa blanca estaba empapada de sudor, con lo que las duras y sólidas paletillas de sus hombros adquirían un relieve prominente. La sangre fresca se acumulaba entre las patas de la burra mientras la espigada pata de su cría asomaba desde el canal del parto; parecía algo irreal, como si alguien la hubiera introducido ahí para hacer una broma.
Una vez más, Shangguan Lü apoyó, entre espasmos, la mejilla sobre la panza de la burra, y escuchó. A Shangguan Shouxi el rostro de su madre le pareció un albaricoque demasiado maduro, de un color dorado y sereno. Los persistentes alaridos de Sima Ting flotaban en el aire, como una mosca que busca un pedazo de carne podrida, pegándose primero a las paredes y después zumbando hasta la piel de la burra. Shangguan Shouxi sentía punzadas de miedo en el corazón, y su piel temblaba; sentía que iba a suceder una catástrofe inminentemente. No tenía suficiente valor como para salir corriendo del establo, ya que tenía una vaga sensación, un pálpito, que le decía que en cuanto atravesara la puerta caería en manos de los soldados japoneses, esos hombrecillos rechonchos, cuyas extremidades también eran cortas y regordetas, de narices semejantes a dientes de ajo y ojos saltones, que comían corazones e hígados humanos y se bebían la sangre de sus víctimas. Lo matarían y se lo comerían, y no dejarían nada de él, ni siquiera los huesos. Y en ese mismo momento, lo sabía, avanzaban en grupo por las calles de los alrededores intentando atrapar a las mujeres y a los niños mientras galopaban y arrasaban y resoplaban como caballos salvajes. Se giró para mirar a su padre, con la esperanza de sentirse un poco más seguro. Lo que vio fue a un Shangguan Fulu con la cara pálida como la ceniza, a un herrero que era la vergüenza de su oficio, sentado sobre un saco de heno, con los brazos alrededor de las rodillas, balanceándose hacia adelante y hacia atrás y golpeando la pared con la espalda y la cabeza. A Shangguan Shouxi le empezó a doler la nariz, sin que él supiera por qué, y las lágrimas empezaron a nublarle la vista.
Tosiendo, Shangguan Lü levantó lentamente la cabeza. Acariciando la cara de la burra, suspiró. «Burra, oh, burra —dijo—, ¿qué has hecho? ¿Cómo has podido expulsar su pata de esa manera? ¿Es que no sabes que lo primero que tiene que salir es la cabeza?». De los ojos sin brillo del animal salían chorros de agua. Se los secó con la mano, se sonó ruidosamente la nariz y se dirigió a su hijo.
—Ve a buscar al Tercer Maestro Fan. Tenía la esperanza de que no necesitaríamos comprarle dos botellas de licor y una cabeza de cerdo, pero tendremos que gastarnos ese dinero. ¡Ve a buscarlo!
Shangguan Shouxi retrocedió hasta la pared, aterrorizado, sin poder apartar la mirada de la puerta por la que se salía a la calles, al exterior.
—Las ca-calles están lie-llenas deja-japoneses —tartamudeó—, todos esos ja-japoneses…
Rabiosa, Shangguan Lü se levantó, se acercó violentamente a la puerta y la abrió de un golpe, dejando entrar al viento preestival del Sudeste, que estaba cargado con un penetrante olor a trigo maduro. La calle estaba en calma, absolutamente silenciosa. Un grupo de mariposas que parecía ligeramente irreal pasó volando, trazando un dibujo de alas multicolores en el corazón de Shangguan Shouxi; él tuvo lo certeza de que se trataba de un mal presagio.