II
Shangguan Lü vació el recogedor sobre la superficie del kang, cuyas esterilla de hierba, sábanas y manta habían sido enrolladas y apartadas a un lado, y después miró con preocupación a la mujer de su hijo, Shangguan Lu, que gemía mientras cogía el borde del kang. Cuando hubo terminado de apelmazar la tierra con las dos manos, le dijo suavemente a su nuera:
—Ya puedes volver a subir.
Shangguan Lu se estremeció bajo la dulce mirada de su suegra. Fijó la vista tristemente en el amable rostro de su suegra y entonces temblaron sus labios cenicientos, como si quisiera decir algo.
—El diablo se ha vuelto a apoderar del viejo bastardo de Sima, haciendo que disparara su pistola a primera hora de la mañana —exclamó Shangguan Lü.
—Madre… —dijo Shangguan Lu.
Frotándose las manos para quitarse la tierra, Shangguan Lü murmuró casi en silencio:
—Mi buena nuera, haz lo que puedas. Si este es también una niña, habré sido una tonta por seguir defendiéndote.
Unas lágrimas brotaron en los ojos de Shangguan Lu, que se mordió el labio para no decir nada; sosteniéndose el abultado vientre, volvió a subir al kang, que estaba cubierto de tierra.
—Tú ya has pasado por esto —dijo Shangguan Lü mientras tendía un rollo de algodón blanco y unas tijeras sobre el kang—. Sigue adelante y ten ese bebé. —Después, con un gesto de impaciencia, añadió—: Tu suegro y el padre de Laidi están en el establo atendiendo a la burra negra. Este va a ser su primer potrillo, así que yo también debería ir a echarles una mano.
Shangguan Lu asintió. Se oyó el sonido de otra explosión, traído por el viento; los perros, atemorizados, se pusieron a ladrar. Entonces pudieron escuchar la voz de Sima Ting, que decía: «Compañeros y conciudadanos, tenéis que escapar si queréis conservar la vida, no esperéis ni un minuto más…». Sintió que el bebé que llevaba en su interior dio una patada, como en respuesta a los gritos de Sima Ting; el penetrante dolor la hacía sudar por cada uno de los poros de su cuerpo. Apretó los dientes para evitar que se le escapara el alarido que surgía de su interior. A través de la niebla causada por las lágrimas, vio el exuberante pelo negro de su suegra, que se arrodilló frente al altar y colocó tres varillas de incienso en el quemador de Guanyin. Un humo fragante, con olor a sándalo, comenzó a ascender, dibujando volutas, hasta que llenó la habitación.
—Compasivo Bodhisattva Guanyin, el que socorre a los caídos en desgracia y a los desprotegidos, protégeme y ten piedad de mí, entrega un hijo varón a esta familia…
Apretando su panza curvada e hinchada con las dos manos, Shangguan Lu clavó la vista en el enigmático y brillante rostro de cerámica de Guanyin, que estaba en su altar, y dijo unas oraciones para su interior mientras unas nuevas lágrimas empezaban a rodar por su cara. Quitándose los pantalones humedecidos y subiéndose la camisa para que la tripa y los pechos quedaran al descubierto, cogió el kang por el borde. Entre contracciones, se pasó los dedos por el pelo intentando desenredárselo y se apoyó contra la esterilla de hierba y mijo, que estaba enrollada contra la pared.
Vio su perfil reflejado en la superficie de un espejo que colgaba en la celosía de la ventana: el pelo empapado de sudor, los ojos grandes, rasgados y sin brillo, la nariz pálida y con el puente alto y los labios gruesos pero agrietados sin dejar de temblar ni por un momento. Un rayo de sol cargado de humedad atravesó la ventana y cayó sobre su vientre. Sus venas azules e hinchadas y su piel blanca y marcada por la viruela le parecieron espantosas. Se sintió presa de sentimientos encontrados, oscuros y luminosos, como el azul claro del cielo de verano de Gaomi del Noreste que se cubría de nubes tenebrosas y llenas de lluvia. Apenas podía soportar mirar esa tripa enorme, increíblemente tirante.
Una vez había soñado que su feto, en realidad, era un trozo de acero frío. En otra ocasión, soñó que era un sapo enorme y lleno de verrugas. Era capaz de soportar la idea del pedazo de acero, pero la imagen del sapo la hizo estremecerse. «Señor del Cielo, protégeme… Ancestros Venerables, protegedme… Padre del Cielo, Madre de la Tierra, espíritus amarillos, hadas astutas, ayudadme, por favor…». Y así estuvo rezando y suplicando, presa de terribles contracciones. Se aferró al colchón, con los músculos tensos y doloridos y los ojos a punto de salírsele de sus órbitas. Sobre el fondo líquido de la luz roja, unos hilos de color blanco incandescente giraban y se enroscaban y brillaban enfrente de ella como la plata cuando se derrite en un horno. Finalmente, su fuerza de voluntad no pudo evitar que el alarido se abriera paso a través de sus labios; voló por la celosía y se desplazó calle arriba y calle abajo, y por los alrededores, donde se encontró con el grito de Sima Ting y ambos se entrelazaron, formando una trenza sonora que culebreó hasta llegar a las orejas peludas del corpulento pastor sueco Malory, un hombre de cabeza voluminosa y pelo rojizo y áspero. Malory iba subiendo por los peldaños de madera podrida del campanario, y detuvo el paso. Sus ojos bovinos, de un azul profundo, siempre húmedos, llorosos y capaces de conmoverlo a uno hasta lo más profundo de su alma, emitieron súbitamente unas chispas danzantes de sobrecogimiento y júbilo. Santiguándose con sus gruesos y enrojecidos dedos, exclamó, con un fuerte acento de Gaomi: «Dios Todopoderoso…». Comenzó a subir de nuevo por la escalera, y cuando llegó a lo alto, hizo tañer una oxidada campana de bronce. Su desolado sonido se expandió a través del amanecer neblinoso y rosáceo.
En el preciso momento en el que la campana empezó a sonar, cuando el grito que anunciaba el ataque de los japoneses se cernía en el aire, un flujo de líquido amniótico brotó de entre las piernas de Shangguan Lu. El olor característico de una cabra lechera ascendió por el aire, así como el aroma, a veces penetrante y a veces sutil, de los brotes de algarrobo. La escena en la que había hecho el amor con el Pastor Malory debajo del algarrobo, el año anterior, se le apareció ante los ojos con una claridad notable, pero antes de poder disfrutar del recuerdo su suegra entró corriendo en la habitación con las manos manchadas de sangre, llenándola de miedo, ya que vio unas centellas verdes surgiendo de esas manos.
—¿Ya ha llegado el bebé? —le preguntó su suegra, casi a gritos.
Ella asintió con la cabeza, avergonzada.
La cabeza de su suegra temblaba, brillando, a la luz del sol, y entonces se dio cuenta con asombro de que el pelo de la anciana se había vuelto canoso.
—Pensaba que ya lo habrías tenido.
Shangguan Lü se acercó a tocarle la tripa. El contacto con aquellas manos —con los nudillos grandes, las uñas duras, las piel áspera, todas cubiertas de sangre— le dio ganas de retroceder, pero carecía de la fuerza necesaria para alejarse de ellas, por lo que se instalaron sin ninguna ceremonia en su hinchada panza, haciendo que se le parase el corazón por un instante y enviando una corriente helada que recorrió sus entrañas. Tenía ganas de gritar, y eran gritos de terror, no de dolor. Las manos de Shangguan Lü indagaron la zona, presionaron un poco y finalmente apretaron con violencia, como si estuvieran comprobando si un melón está suficientemente maduro. Al final se apartaron y quedaron colgando al sol, pesadas, sin esperanzas, tras haber constatado que el melón aún tiene que madurar un poco más. Su suegra flotaba etéreamente ante sus ojos, salvo por aquellas manos, que eran sólidas, extrañas, independientes, libres para dirigirse adonde quisieran. La voz de su suegra parecía venir desde muy lejos, desde las profundidades de un estanque, transportando el hedor del fango y los borborigmos que producen los cangrejos:
—… un melón cae al suelo cuando llega su momento, y nada lo puede parar… tienes que ser más dura, xa-xa hu-hu… ¿o quieres que la gente se burle de ti? ¿No te molesta que tus siete preciosas hijas se burlen de ti? —Observó cómo una de esas manos descendía débilmente hasta que, con gran desagrado, la sintió apretándole la tripa otra vez, produciendo unos suaves sonidos huecos, como los que hace un tamborcito húmedo de piel de cabra—. Todas las jóvenes sois unas mimadas. Cuando tu marido vino al mundo, yo estuve cosiendo suelas de zapatos todo el tiempo…
Finalmente, el golpeteo se detuvo y la mano se retiró hacia la sombra, donde su perfil se parecía a la zarpa de una bestia salvaje. La voz de su suegra centelleó en la oscuridad; la fragancia de las flores de algarrobo se mecía a su alrededor.
—Mira esa panza. Es enorme y está cubierta por unas marcas muy raras. Debe ser un niño. Buena suerte para ti, y para mí, y para toda la familia Shangguan, desde luego. Bodhisattva, acompáñala, Señor del Cielo, ven a su lado. Si no tienes un hijo varón no estarás mejor que una esclava durante el resto de tu vida, pero si tienes uno, serás una señora. Créeme o no me creas, eso es cosa tuya. En realidad, no es…
—¡Te creo, Madre, te creo! —dijo Shangguan Lu reverentemente. Su mirada se posó en las oscuras manchas de la pared, y su corazón se llenó de tristeza cuando afloraron los recuerdos de lo que había pasado tres años antes. Acababa de parir a su séptima hija, Shangguan Qiudi, y su marido, Shangguan Shouxi, estaba tan cegado por la rabia que había cogido un martillo y la había golpeado en la cabeza, manchando la pared con su sangre.
Su suegra colocó un cesto dado la vuelta junto a ella. Su voz ardía a través de la oscuridad como las llamas de un incendio:
—Di esto: «El bebé que tengo en la panza es niño, es un pequeño príncipe». ¡Dilo!
El cesto estaba lleno de cacahuetes. El rostro de la mujer estaba cargado de una sombría amabilidad; era en parte una deidad, y en parte una madre cariñosa, y Shangguan Lu se conmovió hasta las lágrimas.
—El bebé que hay dentro de mí es niño, un pequeño príncipe. Tengo dentro de mí un príncipe… es mi hijo…
Su suegra le puso unos cacahuetes en la mano y le dijo que exclamara: «Cacahuetes, cacahuetes, cacahuetes, niños y niñas, el equilibrio entre el yin y el yang».
Cerrando el puño con los cacahuetes dentro, llena de gratitud, repitió el mantra: «Cacahuetes, cacahuetes, cacahuetes, niños y niñas, el equilibrio entre el yin y el yang».
Shangguan Lü se agachó; las lágrimas que caían de sus ojos pasaron desapercibidas.
—Bodhisattva, acompáñala, Señor del Cielo, ven a su lado. ¡Una gran alegría colmará pronto a la familia Shangguan! Madre de Laidi, acuéstate aquí y pela cacahuetes hasta que llegue el momento. Nuestra burra está a punto de parir, y es su primera cría, así que no puedo quedarme aquí contigo.
—Ve, Madre —dijo Shangguan Lu, emocionada—. Señor del Cielo, protege a la burra negra de la familia Shangguan, haz que alumbre sin problemas…
Dejando escapar un suspiro, Shangguan Lü cruzó la puerta.