¡… ah, ah, ah! Cuando los pensamientos de Ding Gou’er se centraron en Diamante Jin y en todos los niños que se comían y que luego evacuaban en los baños, un sentido de la responsabilidad, del bien y del mal, como las estrellas brillantes de la Osa Mayor, iluminó su consciencia, que se había escapado y revoloteaba en la oscuridad. Experimentó unos dolores agudos en las orejas y en la punta de la nariz, como si le hubieran disparado unos dardos envenenados. De manera instintiva se recostó —el cielo daba vueltas, la tierra se tambaleaba, tenía la cabeza tan pesada como una cesta hecha de madera de sauce— y obligó a sus pesados párpados a abrirse; cuatro o cinco sombras grises saltaron de su cuerpo y aterrizaron en el suelo con un ruido seco. Al mismo tiempo oyó el piar de los pájaros muy agudo. ¿Sería algún pájaro extraño? ¿Una bestia salvaje? El investigador se imaginó un urogallo o un conejo de campo, incluso pensó en un dragón o en una ardilla voladora. Un par de ojos rojos destelleaba enfrente de él aunque lo veía todo borroso. Forzó la vista y se humedeció los ojos con las secreciones de sus glándulas lacrimales; las lágrimas que brillaban en sus globos oculares cargaban el olor del alcohol barato. Después de frotarse los ojos con el dorso de las manos la escena se volvió más nítida. Lo primero que pudo vislumbrar fue a unas siete u ocho ratas grises enormes que le miraban enfadadas e indignadas a través de sus ojos negro azabache. El estómago del investigador se revolvió al verles el hocico puntiagudo, los bigotes tiesos, las tripas gordas y las colas finas y largas. Abrió la boca y vomitó una mezcla de ingredientes exóticos y buen licor, a la vista parecían excrementos. Sintió como si un cuchillo afilado le hubiera rajado la garganta; le dolía la nariz y la tenía taponada por objetos viscosos que no podían salir. Entonces le llamó la atención el arma negra brillante que colgaba de la pared; fue justo esa imagen lo que le sacó de su decaimiento. Sus pensamientos de repente recordaron el peligro por el que había pasado no hacía tanto, al anciano metido en la venta ilegal de wantán, al viejo revolucionario del Cementerio de los mártires, y el espíritu libre del licor Maotai, con la etiqueta roja en la botella, y al perro amarillo intimidante y feroz… Le iba la mente a mil por hora, pero sus pensamientos eran una maraña caótica, como si todas las flores del mundo crecieran a la vez en su mente. Como un sueño, pero no del todo; verosímil y fantástico al mismo tiempo. Unos pensamientos sobre la voluptuosa camionera le retumbaron en la cabeza, justo en el momento en el que una rata gorda saltaba a su hombro y le arrancaba con gran agilidad un trozo del cuello, lo que le obligó a apartar de la mente todos estos pensamientos aleatorios para concentrarse en el aquí y ahora. Agitó el cuerpo y mandó a la rata por los aires, a la vez que un chillido subía por su garganta. Sin embargo se contuvo y lo volvió a mandar por donde había venido, dada la escena tan rara que tenía enfrente de sus ojos. Se le secó la boca; sus ojos estaban atónitos. Ahí, detrás de la cama de ladrillo, estaba tumbado el viejo revolucionario, tapado por una docena o más de ratas enormes y hambrientas. Ya le habían roído la nariz y las orejas —a lo mejor no fue el hambre lo que las llevó a hacerlo— y le habían arrancado los labios a mordiscos, lo que dejaba ver sus encías descoloridas. Esa boca, que en su día hizo tantos comentarios ingeniosos, ahora era más desagradable de lo que te puedas imaginar y el cerebro del viejo, despojado de sus protuberancias era una imagen horrorosa. Las ratas mientras tanto trabajaban frenéticas a la vez que atacaban los brazos del viejo revolucionario. Los huesos blancos de las manos, que en su día fueron tan hábiles para manejar un rifle o un garrote, parecían ramas desnudas de sauce, carentes de la piel que una vez los cubría. El investigador albergaba cierta simpatía hacia el viejo revolucionario, que le había ayudado cuando más lo había necesitado. Su cuerpo cansado se despertó y se apresuró a apartar a las ratas, pero estaba tan aterrorizado al ver que les cambiaba el color de los ojos cuando se acercó (de un negro azabache a un rosa claro, luego a un verde oscuro), que paró en seco y se echó para atrás, hasta la pared, donde vio que las ratas le enseñaban los dientes. Tenían espuma en la boca y le miraban con ira, listas para formar una unidad de ataque y cargar contra él. Sintió el arma en su espalda y al investigador de repente le vino la inspiración. Se dio la vuelta, agarró el arma, apuntó y envolvió el dedo alrededor del gatillo como si estuviera frente a una multitud amenazante.
—¡No os mováis! —gritó el investigador—. ¡Un paso más y os vuelo por los aires!
Las ratas se miraron y se movieron, riéndose del investigador, que explotó de la ira.
—¡Malditas ratas! —maldijo—. ¡Ahora vais a descubrir con quién estáis tratando!
Las palabras apenas habían salido de su boca cuando una explosión rasgó la habitación como un trueno. El destello de luz abrasadora y el humo que salió tras el disparo inundaron el aire. Cuando el humo se disipó, al investigador le alivió ver que ese único disparo había diezmado a las ratas. Aquellas que sobrevivieron a la explosión maldecían a sus padres por no haberles dado cuatro patas más, a la vez que correteaban por las vigas del tejado y trataban de pasar desapercibidas por los alerones o caminaban por las paredes hasta que en cuestión de segundos habían desaparecido sin dejar rastro. El investigador se alarmó al darse cuenta de que con la detonación de su arma no sólo había matado o ahuyentado a las ratas sino que también le había volado la cara al viejo revolucionario, que estaba llena de agujeros y que ahora parecía un colador. Con el arma en el pecho se echó hacia atrás contra la pared y se deslizó hasta el suelo con las piernas temblorosas y el corazón ahogado de la agonía. Obviamente el viejo revolucionario murió bajo el asalto de aquellas ratas, pensó, pero ¿quién le iba a creer después de ver la cara del hombre llena de boquetes? La gente llegaría a la conclusión de que había muerto por el disparo de un arma, y que más tarde le desfiguraron las ratas. Ding Gou’er, Ding Gou’er, esta vez aunque saltases al Yangtsé no saldrías limpio de esta. El Yangtsé está más turbio que el río Amarillo. «Cuando aparece un hombre sabio el río Amarillo se vuelve limpio. Las familias de todas partes se reúnen para depositar lámparas hechas de calabazas, melones y sandías en el río. ¿De qué tipo? Calabazas blancas, sandías y melones. ¿Qué tipo de lámparas?, ¿qué tipo?, lámparas de pepino, calabacín y calabaza». Esta canción infantil le aporreaba los tímpanos de manera misteriosa al angustiado investigador criminal; al principio eran voces lejanas, luego estaban más y más cerca, cada vez más, y el sonido era más nítido, cada vez más alto hasta que se convirtió en un verdadero coro de voces juveniles y radiantes, como brisas en primavera o como el agua que corre sin cesar por los manantiales. Y ahí, de pie, en el lugar del director de orquesta, enfrente del coro de niños de más de cien miembros, estaba su hijo, del que se había separado hacía tanto tiempo. El niño llevaba puesta una camisa blanca y unos pantalones azules cortos, como una nube almidonada que flota en el cielo, o una gaviota que eleva el vuelo en el cielo azul marino. Dos riachuelos de un líquido sucio, como el licor tibio, pendían de los ojos del investigador, empapándole las mejillas y las comisuras de la boca. Se puso de pie y trató de tocar a su hijo pero el niño de azul y blanco se alejaba poco a poco de él; a la imagen del niño la reemplazó la escena espantosa que él y las ratas estaban protagonizando, una escena indescriptible de asesinato que estremecería a la Tierra del vino y los licores.
Atraído por la expresión encantadora de su hijo, el investigador caminó hacia la puerta del Cementerio de los mártires y vio al perro enorme que se comportaba como un tigre, el que una vez hizo que se le pusiera el pelo de punta; estaba recostado bajo un álamo, con las patas rígidas y sangre corriendo por su boca. Completamente asustado el investigador se agachó y, como pudo, atravesó la puerta. No había un alma sobre la vieja carretera de asfalto irregular, en medio de la cual había un mástil que proyectaba una sombra larga en el suelo. Los rayos al rojo vivo de la puesta de sol caían sobre la cara abatida del investigador. Permaneció de pie durante un buen rato, absorto en sus pensamientos, aunque sin pensar en nada tangible.
El rugido de un tren que atravesaba en ese momento el centro de la Tierra del vino y los licores le dio una idea. Caminó por la carretera y sintió que poco a poco se acercaba a la estación del tren. Pero un río, que se había convertido en oro por los últimos rayos del sol de la tarde, le bloqueaba el paso. La imagen del río era una escena maravillosa, con barcas coloridas surcando la superficie hacia el sol. Los hombres y las mujeres de una de las barcas parecían enamorados, dado que sólo los enamorados tienen los brazos entrelazados mientras miran al frente, encandilados y en silencio. Una mujer robusta con un vestido pasado de moda estaba de pie en la popa, haciendo mucho esfuerzo, a medida que movía el remo hacia delante y hacia atrás, rompiendo la imagen del río dorado y removiendo el fuerte hedor de los cuerpos en descomposición del río y el olor de los cereales de las destilerías que habían permeado en el agua. A los ojos del investigador los movimientos de la mujer eran de algún modo artificiales, como si estuviera actuando sobre un escenario en lugar de remar. Esa barca pasó de largo y luego otra, y otra, y otra. Todos los pasajeros eran víctimas de un flechazo y todas las mujeres en la popa remaban con la misma artificiosidad. El investigador estaba seguro de que los pasajeros y las mujeres que remaban habían recibido una especie de entrenamiento muy riguroso en una escuela técnica. Ding Gou’er estaba frente a un río mientras caminaba por una carretera asfaltada con ladrillos octogonales de cemento. En ese día de finales de otoño la mayoría de las hojas de sauce en la margen del río se habían caído al suelo; las pocas que colgaban de las ramas parecían ser de un metal dorado; relucientes y preciosas. A medida que seguía el curso de las barcas Ding Gou’er se sintió más y más tranquilo, en paz, todas las preocupaciones mortales desaparecieron de su consciencia. Algunas personas caminan hacia el sol de la mañana; él caminaba hacia la puesta de sol.
Siguió el curso del río, que tomó una curva, y justo en ese momento una extensión mayor de agua apareció frente a él. Las lámparas ya habían iluminado las ventanas de los edificios. Una tras otra, las barcas pararon en la orilla. Los chicos y chicas, enamorados, se bajaron y enseguida les engulleron las calles bulliciosas de la ciudad. El investigador apenas había entrado en ella cuando sintió que estaba en un lugar histórico. Los transeúntes caminaban como fantasmas. Flotaban sin rumbo y eso le hizo sentirse ligero como una pluma; parecía como si sus propios pies no tocaran el suelo.
Finalmente siguió a la gente al Templo de la mujer inmortal, donde vio a un grupo de bellas mujeres de rodillas haciendo reverencias a la estatua dorada, de cabeza grande y carnosas orejas. Estaban sentadas sobre sus talones. Embelesado, admiró los altísimos tacones de sus zapatos durante un buen rato, se imaginaba los agujeros que debían de hacer en el suelo. Un monje bajito y calvo estaba escondido detrás de una columna, con un tirachinas en la mano, y les estaba disparando al trasero con trozos de barro. Nunca fallaba, y los gritos de las chicas bajo la mujer inmortal lo demostraban. Y después de cada grito fingía que rezaba, cerraba los ojos y recitaba una oración budista. Ding Gou’er se preguntó en qué debía de estar pensando el pequeño monje, se acercó a él y le dio un golpecito en la cabeza con el dedo corazón. Eso también provocó un grito, pero le sorprendió que era una voz femenina. De repente estaba rodeado de docenas de personas que le acusaban de gamberro y de tomarse demasiadas libertades con la pequeña monja, igual que Ah-Q el héroe de la historia de Lu Xun. Un policía le agarró por el cuello y le arrastró fuera del templo, donde le dio un empujón y una patada en el culo. Ding Gou’er se encontró a cuatro patas en las escaleras del templo, como un perro que se pelea en un montón de mierda; tenía el labio roto, se le había caído uno de los paletos y tenía la boca llena de sangre, con un fuerte sabor a salado.
Después, cuando cruzaba un puente, vio destellos en la superficie del agua; venían de las lámparas de calabaza que parpadeaban en el río. Unos barcos muy grandes se hacían a la mar; tocaban canciones y la gente cantaba a bordo; toda la escena parecía una procesión nocturna de genios y hadas.
Más tarde entró en una taberna y vio a una docena de hombres con unos sombreros de ala ancha sentados a una mesa redonda dándose un banquete de pescado y alcohol. El aroma penetró en su nariz y enseguida empezó a salivar. Su sentido de la vergüenza le contuvo las ganas de acercarse y mendigar algo de comer y beber. Sin embargo su hambre voraz enseguida reaccionó y vio un sitio vacío en la mesa. Se apresuró como un tigre hambriento que se abalanza sobre su presa. Entonces cogió una botella de vino con una mano y un trozo de pescado con la otra, se dio la vuelta y salió corriendo por la puerta. Un enorme alboroto se originó de repente a su espalda.
Poco después se escondió en la sombra de un muro para beberse el vino y comerse el pescado. Apenas quedaban las raspas, pero aun así lo royó y se lo tragó. Se bebió hasta la última gota del vino que había en la botella.
A continuación deambuló por el lugar, observando los reflejos de las estrellas en el río y la luna roja que parecía un bebé arropado en lana dorada. Unos sonidos se hacían cada vez más agudos y entonces se dio la vuelta para ver de dónde venían. Vio un pesado barco de recreo que navegaba por el río hacia él. La luz de la cabina iluminaba a unas chicas con vestidos pasados de moda, que estaban bailando y cantando en la cubierta, al sonido de los tambores y las flautas. En la cabina, una docena de hombres y mujeres muy arreglados estaban sentados en una mesa jugando a juegos de beber a la vez que disfrutaban del exquisito licor y devoraban la comida exótica que tenían delante. Engullían la comida, tanto los hombres como las mujeres. Con diferente estilo y cada uno a su tiempo. Una mujer con los labios rojos se estaba atiborrando a comida, como una puerca, ni siquiera cogía aire entre mordisco y mordisco. Sólo el verla comer hizo que a Ding Gou’er se le revolviera el estómago. Una vez que el barco de recreo se acercó pudo ver la cara de los pasajeros y oler su aliento putrefacto. Vio caras familiares. Ahí estaba Diamante Jin, la camionera, Yu Yichi, el jefe de sección Wang, el Secretario del Partido Li… incluso otra persona que se parecía considerablemente a él. Todos sus buenos amigos y parientes, sus amantes y enemigos participaban de este banquete caníbal. ¿Por qué un banquete caníbal? Porque el plato principal estaba en el medio de una gran bandeja, aromático y aderezado; un niño regordete con una sonrisa cautivadora.
«Ven aquí, mi querido Ding Gou’er, ven aquí…». El investigador detectó un tono travieso, pero sin lugar a dudas seductor, en la voz de la camionera, que le llamaba con ternura, y entonces vio cómo agitaba de manera tentadora su guante blanco. Detrás de ella estaba el incondicional Diamante Jin, echado hacia delante y susurrándole algo al diminuto Yu Yichi. Él sonreía de manera condescendiente y Yu Yichi lo hacía de manera burlona.
«Protesto», gritó Ding Gou’er, mientras exprimía sus últimas energías para acercarse al barco de recreo. Pero antes de llegar se cayó en una letrina en el suelo que estaba llena de la comida fermentada y de la bebida que vomitaban los residentes de la Tierra del vino y los licores, además de la bebida y la comida que excretaban por el otro lado del cuerpo. El hedor era inimaginablemente asqueroso, como condones usados. Era un terreno propicio para todo tipo de bacterias y un foco de transmisión de enfermedades y microorganismos, un paraíso para las moscas, el cielo sobre la tierra de los gusanos. Sintió que este no era el sitio en el que quería acabar y anunció en voz alta justo antes de que su boca se hundiera en esta especie de residuos, que parecían gachas podridas:
«Protesto, pro…». La implacable mugre de los vómitos y excrementos le precintó la boca a medida que la irresistible fuerza de la gravedad tiraba de él hacia el fondo. En cuestión de segundos, su panoplia de ideales sagrados: la justicia, el respeto, el honor y el amor acompañaron al sufrido investigador criminal a lo más profundo de la letrina…