Cuando entró por la puerta y disparó al enano su cuerpo salió despedido hacia arriba, como si fuera a volar. Pero el impacto de la bala había acabado con su sistema nervioso y sus extremidades se retorcían de manera rítmica. Los espasmos hacían evidente una cosa: este enano no podía convocar los poderes mágicos que le había atribuido el Doctor en vinos y licores en su relato titulado: «Yichi el héroe», en donde se elevaba hacia el cielo y se quedaba pegado al techo como un lagarto. Esta vez fue lo contrario: después de elevarse unos centímetros en el aire, trató de apoyarse en las rodillas de la camionera pero se resbaló y se cayó al suelo, donde Ding Gou’er le vio forcejear para enderezarse. Estiró tanto los músculos de la pierna que parecía un cable a punto de romperse. Rezumaba materia cerebral y sangre por el boquete de su cabeza, que salpicó y ensució las baldosas brillantes de la habitación. Entonces empezó a tener espasmos en una pierna, como el movimiento de la cabeza de un gallo cuando se la están cortando con un cuchillo; había perdido el control de su cuerpo, se retorcía de manera involuntaria y daba vueltas por el suelo, trazando suaves círculos. Después de una docena de giros las piernas dejaron de golpear el suelo y lo siguiente que pasó fue: los espasmos pararon pero empezó a temblar de manera uniforme. Si al principio tenía temblores por todo el cuerpo, lo que provocaba que vibrara de manera constante sobre el suelo, luego fue sólo en partes localizadas; sus músculos parecían hinchas haciendo la ola. Empezó por la punta de su pie izquierdo, subió por su pantorrilla izquierda, luego a su muslo izquierdo, luego a su cadera izquierda y luego a su hombro izquierdo, donde atravesó hasta su hombro derecho y bajó a su cadera derecha, luego a su muslo derecho, luego a su pantorrilla derecha y luego a la punta de su pie derecho, y ahí cambiaba de dirección y volvía al punto de inicio. Estos temblores continuaron durante bastante tiempo antes de cesar totalmente. Ding Gou’er oyó que el cuerpo del enano expulsaba sus gases antes de que se pusiera rígido y yaciera inmóvil en el suelo.

Estaba más que muerto y parecía un caimán correoso en un pantano. Ding no perdió de vista ni por un segundo a la camionera mientras observaba al enano agonizar. En el instante en el que Yu Yichi se resbaló de sus rodillas desnudas y sensuales y cayó al suelo, ella se desplomó hacia atrás en el colchón, que estaba cubierto de una sábana blanca como la nieve y de un revoltijo de almohadas de formas extrañas y varios cojines. Las almohadas estaban rellenas de plumas. Ding Gou’er se dio cuenta al ver unas plumas de ganso salir volando en el momento en el que la camionera se cayó hacia atrás y aplastó con la cabeza la almohada de los bordes rosas floreados. Tenía las piernas abiertas y colgaban por un lado de la cama. Estaba boca arriba y esa postura le removió a Ding Gou’er los posos del pasado. Recordó la pasión salvaje de la camionera y sintió unas punzadas de celos, e incluso cuando se mordió el labio inferior unos pensamientos traviesos y nostálgicos le consumieron y le rasgaron el corazón; se sentía dolido, como la presa de un cazador herida de muerte. Se le escaparon unos gemidos entre los dientes fruto de la angustia. Entonces, enfadado, le dio una patada al cuerpo sin vida del enano y se lanzó sobre la cama, al lado de la camionera, con la pistola humeante todavía en la mano. Su cuerpo desmadejado volvió a despertarle unos sentimientos de amor y odio; deseaba que estuviera muerta, aunque rezó para que simplemente se hubiera desmayado de la impresión y del miedo. Le levantó la cabeza y vio un tenue destello de luz en sus dientes a través de sus labios ligeramente abiertos, suaves y resquebrajados. Por delante de los ojos del investigador pasaron las escenas que habían compartido esa mañana otoñal en la mina del Monte Luo; recordó sus labios fríos, duros, sin elasticidad y extraños, como borras de algodón usadas… vio que entre sus ojos había un agujero oscuro del tamaño de un brote de soja, alrededor del cual había trocitos de metal; supo que habían salido de la bala. Ding se echó hacia un lado y de nuevo volvió a sentir que un líquido amargo y asqueroso le subía por el estómago hacia la garganta. Cuando se colocó a los pies de la mujer un riachuelo de sangre salió de su boca, tiñendo la tripa plana de la camionera de un rojo brillante.

«¡La he matado!», pensó, muerto del miedo.

Se fijó en la herida de bala. Alargó la mano, la tocó con el dedo índice y sintió que estaba caliente al tacto y que la piel de alrededor estaba levantada. Era un sentimiento familiar. Al rememorar este recuerdo le vino la sensación de cuando era un niño y se tocaba un diente nuevo con la punta de la lengua. Entonces se acordó de cuando regañaba a su hijo por hacer eso. Visualizó a su hijo, su cara redonda y ojos grandes, con aspecto desaliñado a pesar de lo nuevas o limpias que fueran sus prendas de ropa. Llevaba una mochila con libros a la espalda, un pañuelo rojo atado alrededor del cuello, una vara en una mano y se acercaba a él a la vez que jugueteaba con su diente de leche, ligeramente suelto. El investigador le dio una palmadita en la cabeza y a cambió su hijo le dio un golpe en la pierna con la vara de sauce. «¡Para ya! —le dijo el chico enfadado—. ¿Quién te ha dicho que puedes darme una palmadita en la cabeza? ¿No sabes que si haces eso puedes dejar tonta a una persona?». El niño ladeó la cabeza y le miró muy serio. Con una risa el investigador dijo: «¡Mira que eres bobo, una palmadita en la cabeza no te va a dejar tonto! Pero si te hurgas con la lengua en los dientes que te están saliendo, hará que crezcan torcidos…». Una nostalgia poderosa le corroía el cuerpo y le caían lágrimas por las mejillas. Con suavidad pronunció el nombre de su hijo, se dio un golpe en la frente y se dijo a sí mismo: «¡Maldito hijo de puta! Ding Gou’er, eres un hijo de puta. ¿Cómo has podido hacer algo así?».

La imagen del niño seguía en su mente; su hijo le seguía mirando, con indignación. De repente se dio la vuelta y se fue, sus piernas diminutas y regordetas cada vez aceleraban más el paso. Enseguida le tragó el tráfico.

Es difícil cargar con la culpa de un asesinato, pensó para sus adentros. Quiero ver a mi hijo una última vez antes de morir. Entonces sus pensamientos se trasladaron a su hogar en la capital de la provincia, que en este momento parecía estar al otro lado del mundo.

Cogió la pistola, a la que sólo le quedaba una bala, y salió corriendo por la puerta de la taberna Yichi; las dos enanas de la puerta le agarraron de la ropa al pasar, pero él se apartó y se lanzó a los coches de la carretera, jugándose la vida. Oyó los sonidos discordantes de los frenos que chirriaban a su izquierda y a su derecha y un coche le dio un ligero golpe en la cadera, aunque eso sólo le hizo recobrar las fuerzas para por fin llegar a salvo al otro lado de la carretera. Oyó un coro de ruidos desde la puerta de la taberna Yichi; la gente gritaba desesperada. Avanzó por la acera tan rápido como pudo y sintió vagamente que era muy temprano y que la lluvia había lavado el cielo de la noche anterior y lo había dejado lleno de nubes manchadas de sangre. La fría lluvia de la pasada noche hizo que el suelo estuviera resbaladizo; un abrigo de gotas heladas de rocío embellecía las ramas que colgaban de los árboles. En cuestión de segundos se encontró con que estaba en una calle de baldosas que le resultaba familiar. Un vapor opaco emergía de la acequia de al lado de la carretera, en la que flotaban manjares como cabezas de cerdo asado, albóndigas fritas, caparazón de tortuga, gambas estofadas o codillo picante. Algunos ancianos vestidos con harapos cogían los manjares con redes y palos largos de la acequia. Tenían los labios grasientos y la cara encendida. Pensó que gracias a ellos se hacía evidente el valor nutritivo de la basura que rescataban. En cambio, a unos transeúntes que iban en bicicleta les pareció repugnante ver a estos ancianos y se distrajeron tanto que se acabaron cayendo en la acequia. Sus cuerpos por los aires y sus bicicletas en el agua destrozaron la calma de la mañana y levantaron un olor fuerte procedente de los deshechos de los cereales que no usaban los destiladores, y las reses muertas, lo que casi le provocó arcadas. Ding Gou’er corría pegado a la pared pero perdió el equilibrio y se cayó por la carretera pedregosa. De repente oyó unos gritos y pisadas fuertes detrás de él. Se puso de pie con dificultad, se dio la vuelta para mirar y vio a mucha gente saltando arriba y abajo y dando berridos, apuntándole con la manos pero temerosos de perseguirle. Ding Gou’er siguió su camino, ahora un poco más despacio para no tropezar, y el corazón le latía tan fuerte que le dolía el pecho. Al otro lado del muro estaba el Cementerio de los mártires sobre el que se vislumbraban las copas altas de los ginkgos biloba de hoja perenne que desprendían un aura de pureza y santidad.

¿Por qué estoy corriendo?, pensaba mientras corría. No puedes escapar de tus actos. Puedo correr pero no me puedo esconder. Y le seguían ardiendo las piernas. Se fijó en el ginkgo biloba más grande y en el viejo vendedor de wantán que estaba de pie bajo su copa, más recto que el propio árbol. Nubes de vapor se levantaban de las cestas de wantán y la bruma le empañaba la cara, como nubes que bloquean el rostro de la luna. Vagamente recordó al anciano ahí de pie, con la bala de cobre que le puso en la mano como pago del wantán que había consumido. Debería ir y recuperar la bala, pensó para sus adentros, a la vez que le subía por el estómago un sabor a wantán de cerdo y cebolleta; las cebolletas de principios de invierno son las mejores y las más caras. De repente se imaginó a sí mismo en el pasado: va de la mano de una mujer y compran alimentos en el mercadillo al aire libre de la capital de la provincia, donde los vendedores de las afueras se resguardan detrás de las cestas y varas para masticar bollos fríos rellenos de verduras que les dejan los dientes con trozos de cebolleta. El anciano abrió la mano y le enseñó la preciosa bala que yacía en su palma, tenía una mirada sumisa que se dejaba entrever entre el vaho que le difuminaba la cara. Mientras Ding Gou’er trataba de averiguar lo que quería el anciano, los ladridos de un perro acabaron con su concentración. El enorme canino de repente estaba delante de él, salió de la nada, como una aparición, sin avisar, aunque los ladridos parecían venir de muy lejos, de una pradera remota, sin apenas fuerza. Observó cómo la cabeza pesada del perro le saludaba de manera extraña. El animal abrió la boca pero no salió ningún sonido, lo que produjo un efecto misterioso y de ensueño. Bajo el sol rojo brillante de la mañana las sombras tenues del árbol se proyectaban en el animal y parecían una red sobre el cuerpo del perro. Se dio cuenta de que la mirada del perro no era amenazadora; sus ladridos eran amistosos además de una señal de que tenía que seguir avanzando. Le murmuró algo al vendedor ambulante, pero una ráfaga de viento se llevó sus palabras. Así que cuando el anciano le preguntó que qué había dicho Ding tartamudeó: «Quiero encontrar a mi hijo».

Se alejó del perro y caminó hacia la parte trasera del ginko, donde vio al viejo conserje del Cementerio de los mártires, apoyado contra el árbol y acunando su pistola, con la boca apuntando a la copa del árbol. Los ojos del viejo encerraban la misma mirada que el perro (amistosa o como señal de seguir hacia delante). Profundamente conmovido se inclinó respetuosamente hacia el veterano y salió corriendo hacia un bloque de edificios poco atractivos y aparentemente desiertos. Un disparo sonó detrás de él. Se tiró al suelo de manera instintiva, luego rodó de costado para refugiarse detrás de las hojas de una rosaleda. Luego oyó otro disparo. Esta vez miró para atrás para ver de dónde venían y justo vislumbró que la copa del ginko se sacudía y unas cuantas hojas amarillas ondeaban hacia el suelo bajo los rayos rojizos del sol. El viejo conserje del cementerio seguía de pie contra el árbol, sin mover un músculo. Humo azul salía de los dos cañones de su pistola. Para entonces el enorme perro amarillo había caminado al otro lado del árbol y estaba agachado al lado del conserje, los rayos del sol se reflejaban en sus ojos, como pepitas de oro.

Antes de entrar al bloque de edificios Ding Gou’er cruzó un parque desolado en el que unos ancianos sacaban a sus pájaros enjaulados a la calle y unos niños estaban saltando a la comba. Se metió la pistola en el pantalón, actuó como si no le importara nada en el mundo, les pasó de largo y se dirigió a los edificios. Pero justo cuando estaba a punto de alcanzar su objetivo descubrió que había cometido un gran error, dado que estaba en medio de un mercadillo a primera hora de la mañana. Miles de vendedores estaban junto a productos de segunda mano, que incluían relojes usados, insignias, bustos de escayola de la Revolución Cultural y cosas como gramófonos manuales. Estaba lleno de vendedores pero ningún comprador. Los vendedores echaban el ojo con codicia a los transeúntes que no eran habituales en la zona. Tenía la sensación de que era una trampa, un anzuelo, y que los vendedores eran policías vestidos de paisano. Y cuanto más de cerca les observaba más le decía la experiencia que así era. En alerta se escondió detrás de un álamo para ver lo que pasaba. Vio a unos siete u ocho jóvenes, chicos y chicas, que salían de detrás de un edificio actuando como si estuvieran envueltos en alguna actividad ilícita. La chica que estaba en el medio, con un abrigo gris a la altura de la rodilla, una gorra roja y un collar con monedas de cobre de la dinastía Qing, era la líder del grupo. De repente la tenía delante de la vista, podía verle las arrugas del cuello y percibir el olor acre del tabaco extranjero que desprendía su aliento; estaba tan cerca que parecía que estuviera encima de él. Puso la atención en la joven y vio cómo poco a poco los rasgos de la camionera tomaban forma en la cara de esta desconocida, del mismo modo que una mariposa sale de su fino capullo. Un hilo rojo de sangre manaba de la herida de bala entre sus ojos, corría hacia la nariz, goteaba y le dividía la boca en dos mitades iguales; desde ahí se deslizó a su ombligo, bajó y bajó; parecía que le iba a partir el cuerpo en dos y que iba a oír el runruneo de sus órganos internos. El investigador dio un grito, se giró y se fue corriendo, pero daba lo mismo lo rápido que fuera, que no conseguía salir del mercadillo. Finalmente, se puso enfrente de un puesto ambulante de armas usadas y fingió ser un cliente. Examinó las armas viejas y oxidadas que yacían delante de él y de repente sintió que la chica a la que había partido por la mitad estaba de pie detrás de él cubriéndose el cuerpo con unos papeles verdes. Lo hacía de manera muy rápida; en cuestión de segundos pasó de ser la imagen nítida de una chica con unos guantes de goma de color crema a difuminarse con la velocidad en un borrón de color crema hasta convertirse en la silueta de la chica con los papeles verdes, que tenían el color y la textura de un alga. El verde era tan vivo y real que desprendía una fuerza poderosa. Y entonces los papeles empezaron a moverse solos y en cuestión de segundos habían envuelto a la chica en un capullo. Sintió un escalofrío en la espalda, pero trató de actuar con indiferencia; cogió un revólver con un bonito diseño y trató de girar el cilindro oxidado. No iba a ceder. Le preguntó al vendedor ambulante: «¿Tienes vinagre añejo Shanxi?». El vendedor dijo que no tenía. Desilusionado, suspiró. El vendedor dijo: «Actúas como un profesional pero en realidad no eres más que un novato. No tengo vinagre añejo Shanxi pero tengo vinagre blanco koreano, que es cien veces mejor que el vinagre Shanxi para quitar el óxido». Vio cómo el vendedor se metía la mano pálida por dentro de la camisa con suavidad y palpaba como si estuviera buscando algo. Ding Gou’er vio de refilón dos botellitas de cristal metidas en una especie de sujetador de encaje rosa. Eran verdes y opacas, las típicas botellas en las que vienen muchos licores extranjeros famosos. El verde escarchado parecía un cristal muy caro. Aunque obviamente estaban hechas de vidrio barato, de alguna manera lo disimulaban, por eso parecían tan valiosas. Gracias a la estructura y lógica de esa frase, le vino a la mente un paralelismo: a pesar de que era obvio que era un niño en una bandeja, de alguna manera no lo parecía, y era justo por eso por lo que era algo tan valioso. Finalmente la mano del vendedor sacó una de las botellitas de su escondite secreto. Había unos garabatos escritos en la botella. El vendedor no podía leer ni una palabra de lo que estaba escrito, pero su vanidad le forzó a decir con altanería: «O pone “Wis-key” o “Ba-Lan-de”», como si nunca se hubiera topado con una lengua extranjera que no fuera capaz de descifrar y entender. «Este es el vinagre blanco que necesitas», le contestó el vendedor. Ding le quitó la botella de la mano, levantó la mirada y vio la misma expresión que le puso su superior cuando le dio el cartón de tabaco chino. Aunque si lo miraba bien, estos dos hombres no se parecían tanto. El vendedor sonrió y mostró un par de dientes relucientes que le hacían parecer un niño. Abrió la botella y salió espuma. «¿Cómo es posible que este vinagre parezca cerveza?», preguntó. «¿Estás insinuando que la cerveza es el único líquido que hace espuma?», contestó el vendedor. Ding se quedó pensando durante un minuto. «Los cangrejos no son cerveza y echan espuma por la boca, por lo que tienes razón, estaba equivocado». Cuando echó un poco del líquido espumante en el cilindro del revólver, su nariz se vio asediada por un fuerte olor a alcohol. El revólver nadaba en las burbujas de la espuma y hacía muchos sonidos, como un cangrejo verde. Cuando fue a tocarlo, algo le pellizcó el dedo y le hizo daño, como si le hubiera picado un escorpión. «¿Eres consciente —le preguntó—, de que traficar con armas de fuego va en contra de la ley?». Con una sonrisa burlona el vendedor dijo: «¿De verdad crees que soy un vendedor ambulante?». Se metió la mano por dentro de su camisa, sacó el sujetador y lo sacudió en el aire; la capa exterior se separó y dejó ver un par de esposas americanas relucientes de acero inoxidable. Cuando el investigador volvió a mirarle el vendedor se había transformado en un jefe de policía vulgar y corriente de cejas pobladas, ojos grandes, nariz aguileña y barba marrón. Le agarró la mano a Ding Gou’er y —clic, clic— le esposó su muñeca a la suya. «Ahora estamos unidos por las muñecas, ninguno de los dos se puede escapar. A no ser que tengas la fuerza de nueve bueyes o de un par de tigres y me puedas llevar a rastras». A Ding Gou’er le nació la fuerza de la desesperación; cogió al fornido policía y lo cargó en la espalda, como si no pesara más que una pluma. En ese momento la espuma se había evaporado y el revólver plateado ya no estaba oxidado. Sin mucho esfuerzo se agachó y cogió la pistola; sentía el peso del arma en la muñeca y el frío del metal en la palma de la mano. «¡Menudo revólver!», oyó decir al policía a la vez que suspiraba sobre la espalda de Ding. El investigador se sacudió con fuerza, lanzó al hombre hacia atrás y lo estampó contra un muro cubierto de hiedras. Las plantas entrelazadas, algunas gruesas y otras finas, decoraban el muro y las hojas rojas que yacían desperdigadas eran de una gran belleza. Observó cómo el policía rebotó en el muro y aterrizó en el suelo, con la espalda justo a la altura de sus pies. Las esposas, que parecían de goma seguían unidas a las dos muñecas. «Son esposas americanas —dijo el jefe de policía—. ¡Si piensas que las puedes romper, olvídalo!». El pánico empezó a apoderarse de Ding Gou’er, así que pegó la pistola a las esposas y apretó el gatillo. Levantó el brazo hacia arriba por el impacto y la pistola casi salió disparada de su mano. Miró hacia abajo. Las esposas no tenían ni un rasguño. Volvió a intentarlo, con el mismo resultado. El jefe de policía cogió con la mano que tenía libre un paquete de tabaco y un mechero de su bolsillo. Los cigarrillos eran americanos, el mechero japonés, los dos de la mejor calidad. «La gente de la Tierra del vino y los licores tenéis un nivel de vida muy alto, ¿no?», preguntó Ding Gou’er. El policía le miró con desprecio. «En tiempos como estos —dijo— a la gente más espabilada no le falta de nada y los tímidos se mueren de hambre. Con pagarés volando por todas partes sólo es cuestión de si tienes o no las agallas de estirar la mano y cogerlos». «Si eso es cierto —dijo Ding Gou’er—, también debe de ser verdad que vosotros, la gente de la Tierra del vino y los licores cocináis y os coméis niños pequeños». «¡Cocinar y comerse niños no es para tanto!», respondió el jefe de policía. «¿Has comido alguna vez uno?», preguntó Ding Gou’er. «No me digas que tú no», respondió. «Lo que yo comí fue un niño hecho de diferentes ingredientes», dijo Ding Gou’er. «¿Cómo sabes que no era real? —le preguntó el policía—. ¿Cómo ha podido el Procurador General mandarnos a alguien tan estúpido?». «Hermano —dijo Ding— no te voy a mentir. He caído en el hechizo de una mujer». «Ya —dijo el jefe de policía—. La has matado, eso es pena de muerte». «Lo sé —admitió Ding Gou’er—, y ahora todo lo que quiero es volver a la capital de la provincia para ver a mi hijo por última vez antes de entregarme». «Eso es una razón de peso —dijo el jefe de policía—. Está bien, te voy a soltar». Se dobló, abrió la boca y mordió las esposas. El metal impasible a las balas de Ding Gou’er se partió como un fideo ablandado en la boca de un hombre. «Hermano —dijo el jefe de policía—, te buscan por todas partes, te quieren con vida. Me estoy arriesgando mucho pero yo también tengo un hijo y sé lo que sientes. Por eso te voy a soltar». Ding Gou’er le dio las gracias y dijo: «Hermano, nunca olvidaré tu amabilidad, ni aunque acabe en el Noveno y último círculo del Infierno».

El investigador salió corriendo y cuando atravesó un arco grande entró en un patio lleno de sedanes lujosos, a los que se estaban subiendo unos hombres vestidos de punta en blanco. Sintió que corría peligro, por lo que giró por un camino estrecho. Allí se encontró con una chica que reparaba zapatos en la calle. Tenía la mirada vacía, como si estuviera absorta en sus pensamientos. Se quedó ahí de pie y justo en ese momento una mujer muy maquillada salió de debajo del cartel de plástico de la puerta de una cafetería y le bloqueó el paso. «Entre un segundo y coma algo, señor —dijo—, y beba algo. Le hacemos el veinte por cierto de descuento en todos los platos». Se acercó sigilosamente a él; su cara desprendía una pasión que rara vez había visto antes. «No quiero comer nada —dijo Ding Gou’er—, y no quiero beber nada». Pero la mujer le agarró del brazo y le arrastró dentro del establecimiento. «No tienes que comer o beber nada —dijo—, simplemente entra y descansa un poco los pies». La furia se apoderó de Ding y tiró a la chica al suelo. «¡Hermano Mayor —berreó—, ven aquí, este bestia me ha pegado!». Ding trató de esquivar a la mujer pero esta se agarró a sus piernas; no estaba dispuesta a soltarle. De repente se cayó encima de ella. Se puso de pie como pudo y le dio una patada con fuerza. La chica se agarró la tripa y dio vueltas por el suelo en total agonía. Cuando el investigador levantó la cabeza un hombre fornido con una botella de vino en la mano izquierda y un cuchillo de carnicero en la mano derecha salió corriendo de la cafetería. Estaba metido en un buen lío, así que se dio la vuelta y salió volando. De hecho sintió que había adquirido la forma y la velocidad de una estrella fugaz; ni se le aceleró el corazón, ni le faltó aire. Cuando por fin se giró para mirar atrás vio que el hombre había dejado de perseguirle y que en su lugar estaba haciendo pis a un lado de un poste telefónico. Ahora sintió el cansancio y el esfuerzo: el corazón de Ding Gou’er iba a mil por hora y su piel estaba cubierta de un sudor frío y pegajoso. Le temblaban tanto las piernas que no podía dar un paso más.

El investigador siguió todo recto hasta un puesto de comida ambulante donde su dueño, un joven, estaba friendo tortillas de trigo y una señora, probablemente su madre, estaba de pie a un lado cogiendo el dinero de los clientes. Ding estaba tan hambriento que pudo sentir cómo le subía el estómago por la garganta en busca de algo de comida. Pero no tenía dinero. Una moto con sidecar verde militar rugió a lo lejos y de repente frenó junto al puesto. El pánico se apoderó del investigador, que estuvo a punto de salir corriendo a toda prisa cuando oyó al sargento del sidecar decirle al vendedor: «Oye jefe, fríenos un par de tortillas». El investigador suspiró aliviado.

Ding Gou’er estudió a los militares: el más alto de los dos tenía los ojos grandes y las cejas pobladas, el más bajo tenía los rasgos más suaves. Se quedaron de pie alrededor del puesto dándole a la lengua con el joven que freía las tortillas; un comentario por aquí, un comentario por allá, un puñado de tonterías por aquí y por allá. El joven echó algo de salsa encima de las tortillas humeantes. Los clientes se pasaban las tortillas de una mano a otra para comérselas, haciendo mucho ruido; tenían muy malos modales; en nada de tiempo las habían devorado. El militar más bajo sacó de su abrigo una botella de licor, que le pasó a su camarada. «¿Quieres un trago?», le preguntó. Con una risita el camarada más alto dijo: «Has dado en el clavo». Ding observó cómo el militar se pegaba el cuello de la botella a su boca y le daba un buen trago. Luego cogió aire de manera ruidosa y se relamió los labios. «Muy bueno —dijo— pero que muy bueno». Su camarada más bajo cogió la botella, echó la cabeza para atrás y bebió. Casi cerró los ojos del gusto. Un segundo después dijo: «¡Maldita sea, está buenísimo, esto es más que simple licor!». El militar alto se acercó a la moto y cogió dos cebolletas del sidecar. Después de quitarle la primera capa le dio un trozo a su camarada bajito. «Prueba esto —dijo— es cebolleta genuina de Shandong». «Yo tengo unos cuantos pimientos —dijo el bajito, a la vez que sacó unos pimientos de un rojo brillante de su bolsillo—. Son chiles genuinos de Hunan —dijo orgulloso—. ¿Quieres probarlos? No eres un revolucionario si no comes chile y si no eres un revolucionario tienes que ser un contrarrevolucionario». «Los verdaderos revolucionarios comen cebolleta», dijo el más alto. Enfadados caminaron el uno hacia el otro, uno levantaba las cebolletas en el aire y el otro sacudía los chiles con una sola mano. El más alto le dio un golpe en la cabeza con las cebolletas, el otro le metió los chiles en la boca a su camarada. El vendedor se apresuró a apartar las cosas que estuvieran más a mano. «No peléis, camaradas. Tanto uno como otro sois verdaderos revolucionarios». Los militares desistieron, resoplaron muy enfados, lo que hizo que el vendedor se tronchara de la risa. A Ding Gou’er también le pareció que había sido una escena muy cómica y se empezó a reír. La madre del vendedor se acercó a él.

«¿De que te ríes? Pareces un gamberro». «No, para nada —dijo rápidamente— no lo soy». «¿Quién si no un gamberro tendría este aspecto?», dijo la madre del vendedor. «¿Qué aspecto?», preguntó Ding Gou’er. Con un movimiento de muñeca la mujer sacó un espejito redondo, como si lo hubiera cogido de la nada, y se lo dio a Ding Gou’er. «Míralo tú mismo», le dijo la mujer. Se quedó paralizado con su reflejo. Entre los ojos tenía una herida de bala llena de sangre e incluso podía ver la bala amarilla brillante que se movía en las circunvalaciones del cerebro. Tiró el espejo de la impresión, como si fuera un trozo caliente de metal; cayó en el suelo y rodó de canto, proyectando un punto brillante de luz en un muro lejano que tenía unas letras rojas descoloridas. Miró con más atención el muro y vio un eslogan ridículo: «Acabad con las perversiones del alcohol y del sexo». De repente entendió lo que implicaba el eslogan, se acercó al muro y tocó las palabras pintadas, que de repente le quemaron los dedos, como si fuera acero caliente. Cuando se dio la vuelta los dos militares se habían ido, igual que el vendedor de tortillas y su madre. La motocicleta seguía en su sitio, triste y desolada. Se acercó y encontró una botella de alcohol en el sidecar. La cogió, la agitó y vio la multitud de burbujas, como perlas pequeñas, que subían a la superficie. El líquido era verde, como si estuviera hecho de judías mung. El aroma del fino licor atravesaba el corcho que enseguida quitó; una sensación de alivio y bienestar le invadió cuando se metió la botella en su boca reseca. El contenido verde se deslizó por su garganta y su estómago e intestinos saltaron de la alegría, como una colegiala con un ramo de flores. Estaba muy animado, como una planta marchita bajo la lluvia después de un periodo de sequía, y antes de que pudiera darse cuenta se había bebido hasta la última gota. Deseoso de que quedara más, miró por última vez la botella antes de tirarla. Entonces se montó en la motocicleta, se agarró al manillar, encendió el motor y sintió como si la moto cobrara vida, como un corcel poderoso: relinchando fuerte, piafando, y moviendo la cola, listo para galopar. En cuanto soltó el freno la motocicleta salió despedida hacia la carretera, entonces con un rugido triunfal, aceleró como un rayo. Sintió como si el motor que estaba entre sus rodillas supiera justo lo que quería; no tenía ni que conducir, todo lo que tenía que hacer era sentarse firme y sujetarse bien para no caerse. El rugido del motor se convirtió en los relinchos del corcel; sentía el calor de la tripa del animal entre sus muslos y olía su sudor. Dejaron atrás un vehículo tras otro a su paso y los que venían de frente tenían que echarse a un lado de la carretera con cara de terror y frenar el coche. Era como un barco rompehielos al pasar a través de un témpano, o un barco de vapor que cruza el océano. Estaba borracho de la euforia. Varias veces tuvo la certeza de que se iba a chocar con otros coches, de hecho pudo oír los gritos de terror de la gente de los otros vehículos, pero de alguna manera el desastre se acababa evitando en cuestión de segundos; con un margen de error no más grande que el ojo de una aguja, en el último momento los objetos se apartaban de su camino. Un río apareció a lo lejos; por supuesto que no había un puente. El agua rugía debajo del barranco y levantaba olas de espuma al aire. Tiró del manillar hacia arriba y la motocicleta con sidecar se elevó en el cielo; de repente se sintió más ligero que una pluma y se topó con unas fuertes ráfagas de viento mientras que unas estrellas enormes resplandecientes parecían estar tan cerca de él que podía tocarlas con la mano. «¿Voy de camino al cielo? —se preguntó—. Si es así ¿significa que me he vuelto inmortal?». Sintió que lo que siempre había pensado que sería imposible de conseguir, de repente, estaba a su alcance. Observó cómo una rueda se desprendió de la moto con sidecar. Luego otra, y otra. Se estremeció del terror; el sonido rebotaba en las copas de los árboles como el rugido del viento. Se suspendió en el aire y el vehículo sin ruedas se quedó colgando de unas ramas con poca elegancia, lo que despertó a unas cuantas ardillas, que empezaron a roer la maquinaria sobre la que estaba sentado. Nunca se imaginó que los dientes de las ardillas fueran tan afilados, tan fuertes que podían masticar el metal como si fuera un trozo de corteza de un árbol podrido, y se alegró de no estar herido. Se puso de pie y echó un vistazo alrededor. Unas parras envolvían los árboles y de ellas brotaban unas flores moradas que parecían de papel. Las parras acogían racimos de uvas moradas y verdes, carnosas y jugosas y con una forma tan perfecta que parecían talladas de jade puro. La piel semitransparente casi no podía soportar la cantidad de jugo que contenía; era imposible encontrar unas uvas mejores de vino. Sutilmente se acordó de que la camionera, o a lo mejor fue otra chica guapa de la que no recordaba el nombre, le había dicho que un profesor mayor de pelo blanco estaba viviendo en las montañas, donde los monos y él estaban haciendo el mejor licor que el mundo ha conocido nunca. La piel del hombre era más suave que la de una estrella de Hollywood, sus ojos más encantadores que los de un ángel, sus labios más sexys que los labios pintados de una reina deslumbrante. Era algo más que licor, era la creación de los dioses, nacido de la inspiración divina. Le llamaron la atención unos rayos de luz en las ramas bajo una capa de bruma. Alrededor, unos monos saltaban de un lado a otro: enseñaban los dientes y ponían unas caras horrendas; otros limpiaban a los demás, les quitaban los piojos y las garrapatas. Uno de los machos grandes tenía unas cejas blancas muy pobladas; era el más anciano. Cogió una hoja de una rama, la metió en un tubo, se la puso en los labios y sopló a través de ella, lo que produjo un pitido muy agudo. Todos los monos enseguida se juntaron y formaron tres filas de manera cómica, tratando de imitar a los humanos. Luego se quedaron de pie muy rígidos, miraban de izquierda a derecha para asegurarse de que estaban todos. «Es increíble», reflexionó el investigador. Su formación militar era irrisoria: tenían las piernas arqueadas, estaban encorvados y la cabeza echada hacia delante, pero al fin y al cabo eran monos, por lo que no podía ser muy quisquilloso ni tan crítico con ellos. A los humanos al menos les lleva seis meses de entrenamiento riguroso alcanzar el protocolo de los guardias de honor, con las piernas atadas, tablas de madera en los pantalones y durmiendo sin almohada por la noche. «No —pensó—, no puedo ser tan quisquilloso». Tenían la cola levantada y tan rígida que parecían garrotes. Muchas de las ramas repletas de frutos estaban apoyadas en unos palos para evitar que se cayeran del peso. Los monos también necesitaban palos para caminar. Cuando la gente se hace mayor necesita bastones. Después de que el mono anciano acabara su discurso, deshicieron las filas y empezaron a trepar por las parras. Se balanceaban de un lado a otro a medida que cogían las uvas verdes y moradas, cada una era tan grande como una pelota de pingpong. Se relamió los labios y se le llenó la boca de una saliva amarga. Alargó la mano para coger algunas uvas, pero estaban demasiado lejos de su alcance. Mientras tanto, los monos, con las uvas amontonadas en la cabeza, se deslizaron por las parras y las tiraron en un pozo abierto de manera ruidosa. El olor a alcohol era tan dulce como una mujer hermosa y emergió del pozo; todo se disipaba en la densa niebla. Estiró el cuello para mirar dentro del pozo y vio la luna dorada que se reflejaba en el fondo. Los monos se colgaban de los brazos, formaban una fila, tal y como lees en los libros. Era una vista preciosa, todos esos monos tan lindos y adorables poniendo caras extrañas. Si tuviera una cámara, pensó, esta foto recorrería el mundo del fotoperiodismo y le haría ganar un premio internacional valorado en 100 000 dólares, que si los conviertes son 600 000 yuanes, la moneda del pueblo. Con eso podría comer y beber las últimas tendencias durante el resto de su vida y todavía tendría de sobra para que su hijo fuera a la universidad y se casara. Ya le habían salido los dientes al chico, dos grandes incisivos con un huequito entre ellos, lo que le hacía parecer una niña empollona. De repente los monos empezaron a tirarse al pozo y deshicieron el reflejo de la luna en el agua, que levantaba pinceladas doradas al aire. Hacían unos ruiditos cuando se pegaban a las paredes del pozo, como pegotes de jarabe. A lo largo del pozo crecía musgo, junto a un hongo llamado «Hierba sobrenatural», que es de un dorado cobrizo. Una garza con la cresta roja entró en el pozo y se llevó uno de los tallos de la «Hierba sobrenatural». Entonces estiró las patas, desplegó las alas y voló hacía la resplandeciente luna. No había duda de que era un regalo para Chang’e, la diosa de la luna, un cuerpo celestial cubierto de arena suave y dorada en la que las huellas de las pisadas humanas, que dejaron los astronautas americanos, perdurarán más de medio millón de años. Dos astronautas, un par de peregrinos estelares. El reflejo del sol en la luna es demasiado brillante para que lo soporte el ojo humano. El hombre estaba de pie bajo la luna, su cabello se transformó en hebras de oro, estaba bien afeitado aunque vestido con harapos; tenía la cara magullada y destrozada. Llevaba un cubo de roble en una mano y un cazo de madera en la otra. Sacó líquido del cubo con el cazo y lo vertió en la tierra, donde se formaron unos riachuelos de un líquido de color miel que enseguida se volvió pegajoso como el pegamento. Tenía un aspecto tan apetecible que no podía aguantarse las ganas de probarlo. «¿Es usted ese profesor de la Universidad de la Tierra del vino y los licores, ese qué se supone que no está bien de la cabeza?», quería preguntarle. Él dijo: «Soy el rey Lear de China, bajo la cautivadora luna». El rey Lear estaba de pie bajo una tormenta feroz, maldiciendo el Cielo y la Tierra mientras que yo estaba bajo la luz de la luna mientras cantaba y alababa a la Naturaleza. Los antiguos cuentos de hadas antes o después se vuelven realidad y el licor es el mejor descubrimiento de la humanidad. Sin él no existiría la Biblia, no habría pirámides egipcias, no existiría la Gran Muralla china, ni la música, ni las fortalezas, ni la fisión nuclear, ni salmones en el río Wusuli, ni migraciones de peces o pájaros. Un feto en el útero de su madre puede detectar el olor a licor; la piel escamosa de un cocodrilo hace licor de primera categoría. Las novelas de artes marciales han desarrollado el arte de la destilación de alcohol. ¿Por qué lloraba Qu Yuan? Porque no tenía licor que beber. El tráfico de drogas y el uso de drogas en Yunnan cada vez es mayor. ¿Por qué? Porque allí el licor es inferior. Cao Cao prohibió la producción de alcohol como una medida de protección de los cereales; un perfecto ejemplo de un hombre inteligente haciendo algo estúpido. ¿Cómo alguien puede prohibir el alcohol? Prohibir la producción y consumo de alcohol es igual a prohibir las relaciones sexuales cuando surge un aumento de natalidad; no es posible. Prohibir el alcohol es más difícil que escapar de la fuerza de la gravedad; el día que una manzana caiga hacia arriba en vez de hacia abajo será cuando prohíban el alcohol. Los cráteres de la luna parecen tacitas de licor de una calidad sin igual; el Coliseo romano se podría convertir en una bodega gigante. Los vinos o licores «Ciruela ácida», «Hoja verde de bambú», «Estudiante imperial rojo», «Aroma fuera de la botella», «Primavera soleada», «Emperador intoxicado», «Pueblo de almendras», «Flor blanca de loto»… todos estos son vinos y licores muy buenos. Pero en comparación con mi «Licor del mono» son la noche y el día. Una vez alguien dijo que podías mejorar el licor con orina humana. Eso es algo muy imaginativo. En Japón, los alimentos aderezados con orina han ganado una popularidad considerable; dicen que pueden prevenir un montón de enfermedades si te bebes una taza de tu propia orina cada mañana. El famoso físico Li Shizhen dijo que la orina de niño puede disminuir la acidez de estómago. Los verdaderos expertos en vino y licores no comen nada cuando beben, así que Diamante Jin y los tipos como él demuestran lo inferiores que son bebiendo cuando cocinan niños para acompañar al licor…