«Nidos de golondrina»

Li Yidou

¿Por qué mi suegra nunca envejece o nunca pierde la belleza y por qué sigue teniendo un pecho voluptuoso y un trasero firme a pesar de que tiene más de sesenta años? ¿Por qué su tripa está más plana que una bandeja de acero sin un gramo de grasa? ¿Por qué su cara es tan suave como la luna de mediados de otoño, sin ninguna arruga en ninguna parte? ¿Por qué sus dientes son tan blancos y limpios y no se le ha partido ninguno, ni siquiera tiene una mínima muesca? ¿Por qué su piel es tan sedosa y lisa como una piedra de jade? ¿Por qué sus labios son de un rojo brillante?, ¿por qué su boca tan apetecible siempre huele a barbacoa? ¿Y por qué no se pone nunca enferma y no le visitan si quiera los síntomas de la menopausia?

Dado que soy su yerno a lo mejor me estoy pasando de la raya, pero como un materialista tenaz digo lo que es necesario decir. Y lo que es necesario decir aquí es que a pesar de que mi suegra tiene más de sesenta años, podría tener una docena de niños o niñas conmigo si la ley lo permitiese y ella quisiera. ¿Por qué cuando rara vez se tira un pedo, en vez de oler mal huele a castañas fritas azucaradas? En términos generales la tripa de una hermosa mujer está llena de malos olores; en otras palabras, la belleza sólo es superficial. Por lo tanto ¿cómo puede ser que mi suegra no sea sólo bella por fuera sino que por dentro también sea aromática y apetitosa? Todos estos interrogantes me han atrapado como anzuelos y me han convertido en un pez globo que se ha dejado llevar por una marea llena de peces diversos. Me atormentan lo mismo que puede que les molesten a ustedes, queridos lectores. Probablemente estén diciendo: «¿Te puedes creer que este tipo, Li Yidou, esté piropeando a su propia suegra?». Queridos amigos, no estoy «piropeando» a mi suegra, estoy haciendo un estudio objetivo de ella. Mi investigación beneficiará enormemente a la raza humana y no voy a parar, ni aunque enfade a mi suegra.

Al principio asumí que fue el hecho de que mi suegra había nacido en una familia de recolectores de nidos de golondrina lo que hizo que fuera más como el jerez oloroso (una bebida única, de color uniforme, con un aroma rico, estimulante, añejo, con cuerpo, de sabor dulce y sedoso, un vino ideal para una bodega y que mejora con la edad) que como el vino rústico hecho de batata (con un color sucio y un aroma fuerte y desagradable, plano y sin cuerpo, y con un sabor no mucho más diferente de un insecticida).

Siguiendo la línea de una técnica narrativa moderna, tengo que decir que nuestra historia está a punto de comenzar. Pero antes de entrar de lleno en la historia, que les pertenece a ustedes y a mí, por favor concédanme tres minutos para impartirles unos conocimientos especializados que van a necesitar, con el fin de que puedan avanzar en la lectura de la historia sin perderse. Había planeado darles primero unas definiciones generales, para que las leyeran durante un minuto y medio y dejarles luego tiempo para asimilarlas. Así que acabemos con frases absurdas como: «Tan pronto como el zorro empieza a pensar, el tigre rompe a reír». «No puedes evitar que granice o que tu madre se vuelva a casar». Esas frases, como todos ustedes saben, las dijo Mao cuando Lin Biao estaba tratando de escaparse. Dejemos que se rían. Si unos cuantos cientos de millones de ellos se mueren de la risa, no habría necesidad de ningún control de natalidad y mi suegra podría usar sus todavía eficientes órganos reproductores para obsequiarme con unos cuantos pequeños o pequeñas. Por favor no más gilipolle… Vale, no más gilipolle… Oigo sus gritos de enfado y tomo nota de su impaciencia, como el licor que se produce en el interior de Mongolia. Ustedes se parecen mucho al licor Harbin, extremadamente fuerte, hecho de paja de sorgo, que te da un latigazo cuando lo bebes.

«Collocalia restita es una clase de ave de la familia de las golondrinas de agua que mide unos 18 cm. de largo, tiene plumas marrones o negras con un brillo azul y la tripa de un gris blanquecino. Las alas son largas y puntiagudas, sus patas cortas y rosas, con cuatro garras. Son unas aves sociables, insectívoras, que construyen los nidos en el interior de las cuevas. El macho segrega saliva de sus glándulas salivales; una vez que se ha solidificado se llama “nido de golondrina”.

Las aves collocalia restita se encuentran en Tailandia, Filipinas, Indonesia, Malasia y en islas desiertas de las provincias costeras de Guangdong y Fujian en el sureste de China. A primeros de junio es cuando construyen los nidos para criar a sus polluelos. Pero antes de eso el macho corteja a la hembra, luego el macho se posa en el muro de piedra de la cueva moviendo la cabeza rápidamente para delante y para atrás a la vez que segrega saliva, como los gusanos de seda en primavera cuando hacen su seda. Hilos de saliva transparente y pegajosa se pegan al muro de piedra y se solidifican con forma de nido. Según cuentan quienes lo han visto, el macho ni duerme ni come durante el proceso de formación del nido, que requiere que el pájaro mueva la cabeza docenas de miles de veces. Es un proceso arduo, más difícil que hacer que crezcan peras de un olmo. El primer nido, que se ha formado completamente con saliva, no contiene casi impurezas, por lo que es de un color blanco cristalino y su calidad es tan buena que normalmente se conoce como “nido blanco” o “nido oficial”. Si alguien se lleva el nido, el pájaro construirá otro, pero como no tiene suficiente cantidad de saliva la tiene que mezclar con sus propias plumas. Y dado que el pájaro tiene que hacer un gran esfuerzo para producir más saliva, normalmente escupe sangre. El resultado final, que es de una calidad inferior, se llama “nido de plumas” o “nido ensangrentado”. Si acaban con este segundo nido el pájaro hará un tercero, pero no tiene valor culinario, dado que está hecho principalmente de algas y de un poco de saliva».

La primera vez que vi a mi suegra estaba usando una aguja de plata para quitarle las impurezas a un nido lleno de agua con gas, sangre, plumas y algas. Ahora sabemos que era un «nido ensangrentado». Mi suegra hizo un mohín como un ornitorrinco enfadado y refunfuñó: «¿Cómo pueden llamar a esto un nido de golondrina? No es más que un nido de plumas revueltas, el nido de una urraca o el nido de un cuervo». «Tranquilízate», dijo mi suegro y profesor, Yuan Shuangyu, a la vez que le daba un sorbo a la mezcla de alcohol que había hecho él mismo; tenía el elegante y noble aroma de las orquídeas. «Hoy en día todo está adulterado. Hasta la golondrina se ha aprendido el truco. A mí parecer, si en diez mil años el hombre sigue existiendo, las golondrinas usarán la caca de perro para hacerse sus nidos». El nido de golondrina fermentado se movió en las manos de mi suegra. Ella miró a su marido, a mi suegro, estupefacta. «No puedo imaginar cómo algo tan repulsivo como los sesos de perro puedan ser más valiosos que el oro. ¿Son realmente tan buenos como decís?». Mi suegro examinó la cosa que tenía su mujer en la mano con una mirada fría. Ella le dijo: «No sabes nada sobre ninguna otra cosa que no sean licores». La cara de la mujer se encendió ligeramente a la vez que tiró el nido de golondrina al suelo. Entonces salió disparada de la habitación, quién sabe a dónde, como un torbellino. Era mi primera visita a la casa de mi mujer. Ella me había dicho que su madre quería alardear de sus destrezas culinarias. Me sorprendió y me dejó perplejo ver cómo tiraba el nido de pájaro y se marchaba sin más. Pero mi suegro dijo: «No le des importancia, volverá. Sabe de nidos de golondrina lo mismo que yo sé de licores. Los dos somos expertos en nuestros campos».

Tal y como predijo mi suegro, al poco tiempo regresó mi suegra. Una vez que le quitó todas las impurezas al nido hizo sopa de nido de golondrina para nosotros. Mi suegro y mi mujer se negaron a bebérsela; él dijo que olía a caca de pájaro, mi mujer dijo que olía a sangre y que no iba a beberse un bol de algo que era un ejemplo de la extrema crueldad humana y emblema de que los seres humanos son la fuente de toda la maldad. Mi mujer, que siempre ha tenido un gran corazón, quería ser miembro de la Liga mundial de protección del animal en Bonn. En ese momento mi suegra dijo: «Pequeño Li, no hagas caso a estos idiotas. Su presunta humanidad es una farsa. Confucio dijo que un caballero no debía cocinar, pero nunca se tomaba un plato de carne sin prepararse su salsa. Uno debe ser meticuloso en la elección de la carne y de la buena comida. Cuando Confucio admitía a los alumnos a su clase les pedía diez brochetas de carne ahumada en lugar de dinero. Si ellos no quieren sopa, está bien, vamos a bebérnosla nosotros. —Mi suegra añadió—: Nosotros, los chinos, llevamos miles de años comiendo nidos de golondrina. Es el tónico de más valor del mundo. No desestiméis sus propiedades nutritivas simplemente porque es feo, dado que ayuda y favorece el crecimiento, el desarrollo infantil, mantiene a la mujer con un aspecto joven y alarga la vida del anciano. No hace mucho el profesor Ho, de la Universidad de Hong Kong, descubrió un componente en los nidos de golondrina que previene y cura el sida. Si ella comiera nido de golondrina —dijo mi suegra apuntando a mi mujer—, no tendría el aspecto que tiene». A lo que mi mujer contestó enfadada: «Prefiero tener este aspecto que el de esa cosa». Mi suegra se dio la vuelta y me miro fijamente: «Dime, ¿está buena?». Como no quería ofender ni a mi suegra ni a mi mujer, murmuré: «¿Qué puedo decir? ¿Qué debo decir? Ja, ja, ja, ja». Mi mujer dijo: «¿Te crees muy ingenioso?». Mi suegra me puso más sopa en el bol y le lanzó a su hija una mirada cortante. Mi mujer dijo: «Tanto uno como el otro vais a tener pesadillas». «¿Cómo cuales?», preguntó mi suegra. Mi mujer dijo: «Una bandada de golondrinas picoteando vuestro cerebro». Mi suegra dijo: «Pequeño Li, bébete la sopa sin más e ignora a esta niña tan impertinente. Ayer se comió un cangrejo, así que ¿por qué no tiene miedo de que los cangrejos le vayan a arrancar la nariz con sus pinzas?». Mi suegra siguió diciendo: «Cuando era una niña pequeña odiaba a la gente que recogía nidos de golondrina. Pero después de trasladarme a la ciudad me di cuenta de que mi odio era en vano. Cada vez más personas los comen hoy en día porque hay mucha más gente rica. Pero el dinero no garantiza que puedas tener entre tus manos “nidos oficiales” de la mejor calidad. Los mejores nidos, los “Tributos siameses de Tailandia” nunca salen de Beijing. Estos nidos ensangrentados son lo mejor que la gente de lugares pequeños como las ciudades de la Tierra del vino y los licores, puede esperar. Y lo venden a ocho mil el kilo en la Moneda del Pueblo, muy fuera del alcance de una persona normal». Dijo todo esto con la gravedad apropiada y un toque de fanfarronería. Puede que los nidos de golondrina sean maravillosos y todas esas cosas pero, sinceramente, no saben muy bien, y prefiero con creces algo tan sabroso como el cerdo estofado.

De manera infatigable mi suegra continuó instruyéndome sobre los nidos de golondrina. Después de hablar de su valor nutritivo pasó a su preparación, lo que no me interesó mucho. Lo que sí que me interesó fue la historia sobre los recolectores de los nidos de golondrina, la historia de su familia, su historia.

Mi suegra nació en una familia con una larga historia sobre la recolecta tradicional de nidos de golondrina. Cuando todavía estaba en el útero de su madre oyó el piar de las golondrinas y absorbió los nutrientes de sus nidos. Su madre fue una mujer muy glotona cuyo apetito se hizo todavía más voraz cuando estaba embarazada. Solía comer nidos de golondrina a espaldas de su marido, que nunca la descubrió dada su gran habilidad para comer a escondidas. Mi suegra me dijo que su madre nació con unos dientes que eran más fuertes que el acero, dientes que podían masticar los nidos fuertes y secos de golondrina. Ella nunca se comió un nido entero —su marido llevaba la cuenta— pero se comía con mucha destreza dos centímetros y medio más o menos de la parte de debajo de cada nido, donde estaban las marcas del cuchillo de cuando los cogieron, por lo que pasaba desapercibido. Mi suegra dijo que su madre no comía otra cosa que los mejores “nidos oficiales”. Los que no pasan por un proceso de refinamiento son los más nutritivos. Mi suegra dijo que todos los productos alimenticios de valor pierden su contenido nutricional en el proceso de cocinarse. «El progreso —dijo— siempre ha tenido un precio muy caro. Los seres humanos inventaron la cocina para satisfacer sus papilas gustativas y han sacrificado su naturaleza feroz de supervivencia. La razón por la que los esquimales que viven en el Polo Norte tengan esos cuerpos tan fuertes y la habilidad de aguantar el frío extremo está incuestionablemente relacionada con el hecho de que comen carne cruda de foca. Si algún día llegan a dominar las complicadas y delicadas técnicas culinarias de los chinos ya no serán capaces de vivir ahí». La madre de mi suegra comía una gran cantidad de nidos de golondrina crudos, por lo que mi suegra fue una recién nacida muy sana con el pelo negro y la piel rosa, con la voz más melodiosa que la de ningún otro bebé y con cuatro dientes en la boca. Su padre, que era un hombre supersticioso que creía que los recién nacidos que tenían dientes traerían la mala suerte a la familia, dejó a mi suegra en la calle, entre unos hierbajos. Era a mediados de invierno. Aunque nunca hace un frío terrible en Guangdong, las noches de diciembre pueden ser muy frescas. Mi suegra pasó la fría noche entre los hierbajos y sobrevivió, lo que hizo cambiar la opinión de su padre, quien a la mañana siguiente la llevó de nuevo al interior de la casa.

Según mi suegra su madre era muy guapa; según mi suegra su padre tenía unas cejas tupidas, unos ojos hundidos, unos labios finos y perilla en su barbilla puntiaguda. El padre de mi suegra parecía más viejo de la edad que tenía y su piel y sus huesos estaban más gastados debido a las largas horas escalando montañas empinadas y serpenteando acantilados para recolectar los nidos, mientras que su madre se los comía a escondidas, lo que le hacía tener una tez sonrosada y una piel suave, como las lilas en junio. Cuando mi suegra tenía un año de edad su madre huyó a Hong Kong con un comerciante de nidos de golondrina, por lo que la crio su padre. Ella dijo que después de que su madre se fuera de casa, su padre le cocinaba todos los días nidos de golondrina; está bien decir pues que se crio de nidos de golondrina. Mi suegra dijo que no le dio ni un bocado a un nido de golondrina cuando estaba embarazada de mi mujer, porque eso fue a principios de los sesenta, que era cuando la vida estaba muy difícil. Es por eso por lo que mi mujer parece un mono negro. Mi mujer mejoraría si comiera nidos de golondrina, pero ella se niega. De todas maneras hubiera sido difícil aunque hubiese querido porque mi suegra sólo fue directora de la Sección Gourmet de la Academia Culinaria durante un breve periodo y hubiese sido casi imposible conseguir ningún nido de golondrina antes de que asumiera la dirección. El nido de golondrina de inferior calidad que hizo para mí no había venido por las vías normales, lo que mostraba que me tenía cariño, más cariño que el que me tenía su hija. Me casé con mi mujer en parte porque su padre era mi profesor, un hombre que siempre ha sido muy bueno conmigo, y si no me he divorciado de ella principalmente es por el afecto que le tengo a mi suegra.

Gracias a beber sopa de nido de golondrina y comer crías de golondrina, mi suegra fue una niña fuerte y sana. A la edad de cuatro años su altura e inteligencia eran las de un niño normal de diez años y ella estaba convencida de que era debido a su dieta a base de nido de golondrina. Mi suegra dice que en cierta manera ella fue criada por las golondrinas y por su preciosa saliva, dado que hasta su propia madre no quiso darle el pecho porque tenía miedo a los cuatro dientes con los que había nacido. «¿Qué clase de mamífero renunciaría a dar de mamar a sus crías?», dijo a regañadientes. Ella pensaba que los humanos eran los mamíferos más crueles y más despiadados del mundo, dado que sólo ellos se negarían a alimentar a su propio bebé.

La familia de mi suegra vivía en un rincón perdido en la costa sudeste. En los días despejados se sentaba en la playa, con vistas a unas islas de color verde y enigmáticas, cuyas cuevas gigantes y rocosas eran el hogar de las golondrinas. La mayoría de los habitantes eran pescadores; sólo el padre de mi suegra y sus seis tíos se ganaban la vida recolectando nidos de golondrina, igual que hicieron sus antepasados. Era una profesión peligrosa que daba muchos beneficios. Muchas familias no hubieran sido capaces de hacerlo incluso aunque hubieran querido. Es por eso por lo que antes he dicho que mi suegra creció en una familia de verdaderos recolectores de nidos de golondrina.

Mi suegra dijo que su padre y sus tíos eran muy fuertes, unos hombres excepcionalmente en forma, sin un gramo de grasa; eran un sinfín de músculos tersos muy trabajados. Cualquiera que tenga unos músculos como esos tiene que ser más fuerte que un mono. De hecho su padre tenía dos monos, a los que él consideraba sus profesores. Fuera de temporada su padre y sus tíos vivían con los ingresos de los nidos que habían recogido el año anterior a la vez que se preparaban para la siguiente recolecta de nidos. Casi todos los días su padre y sus tíos se llevaban a los monos a las montañas y les hacían escalar los acantilados y subir las montañas mientras que ellos imitaban sus pasos. Mi suegra dijo que algunos recolectores de nidos de la península de Malay habían intentado enseñar a los monos cómo recoger los nidos, pero no tuvieron mucho éxito. La falta de fiabilidad de los monos afectaba a la producción. Ella dijo que hasta con sesenta años su padre era ágil como una golondrina y podía subir por las cañas resbaladizas de bambú como un mono. En cualquier caso, gracias a los genes y el entrenamiento, todo el mundo de la familia de mi suegra era experto en escalar acantilados y trepar por los árboles. Mi suegra dijo que el escalador más destacado era su tío menor, que, con la habilidad de una lagartija podía escalar un acantilado de varios metros de altura, con la cabeza al descubierto y sin la ayuda de ningún equipo, en búsqueda de los nidos de golondrina. Ella dijo que casi se había olvidado del aspecto de sus otros tíos, pero en cambio podía recordar con claridad el de este. Su cuerpo estaba cubierto de una piel envejecida, como las escamas de un pez; tenía la cara seca y dos ojos de un azul profundo que desprendían destellos de melancolía.

Mi suegra dijo que tenía siete años el primer verano que acompañó a su padre y a sus tíos a las islas para recolectar los nidos. Tenían un barco de dos velas hecho de pino, cubierto de capas gruesas de barniz de paulonia que desprendían la fragancia del bosque. Un viento del Sureste sopló ese día, las olas se perseguían las unas a las otras. La arena blanca de las playas brillaba bajo la luz del sol. Mi suegra decía que a menudo le despertaba de sus sueños una luz blanca cegadora. En su cama, en ese lugar de la Tierra del vino y los licores, podía oír las olas del mar del Sur y oler el agua del océano. Su padre fumaba de su pipa y dirigía a sus hermanos para que cargaran el material, un poco de agua fresca y palos verdes de bambú, antes de subir al barco. Al final uno de sus tíos trajo un búfalo de agua con una cinta roja de satén atada a los cuernos. Los ojos del animal estaban ensangrentados, le salía espuma por la boca, como si estuviera loco. Los niños del pueblo de pescadores vinieron para ver cómo zarpaba el barco en busca de nidos. Entre ellos estaban algunos de los compañeros de juegos de mi suegra, «Golondrina de Mar», «Nacido de la Marea», «Foca»… Una anciana estaba de pie sobre una roca a la entrada del pueblo gritando: «Foca, Pequeña Foca, ven a casa». A regañadientes el niño pequeño se fue, pero antes de marcharse le dijo a mi suegra: «Yanni, ¿puedes cazar una golondrina para mí? Si consigues una golondrina viva te la cambio por una de mis canicas». Le enseñó la canica que tenía en la mano. Me sorprendió enterarme de que a mi suegra la llaman de manera cariñosa «Yanni, la chica golondrina». Mi suegra me dijo con voz triste: «Ese chico, “Pequeña Foca”, ahora es un comandante militar». Obviamente, ella estaba descontenta con mi suegro. «¿Qué tiene de maravilloso ser un comandante militar? —dijo mi mujer—. ¡Mi padre es profesor de universidad y especialista en destilación, lo que es igual de impresionante que ser comandante!». Mi suegra me miró. «Ella siempre está de parte de su padre», se quejó. «Es el complejo de Electra», dije. Mi mujer me mató con la mirada. Mi suegra dijo: «¡El día que zarpó el barco, lo más emocionante fue hacer que el búfalo subiera a bordo! Los búfalos son muy inteligentes. Sobre todo cuando no los han castrado —aclaró mi suegra—. Como el animal sabía lo que le esperaba, sus ojos se pusieron rojos nada más ver el muelle. Jadeó con fuerza, tiró con fuerza del arnés, casi se cayó al suelo». Y añadió: «Una pasarela estrecha conectaba el barco a la pendiente de escalones de piedras. Debajo sólo había agua turbia».

Las pezuñas delanteras del animal se pararon al borde de la pasarela y se negó a moverse ni un centímetro. Mi tío tiró de él con todas sus fuerzas, pero él se negaba, como un bebé que toma el pecho, hasta que la anilla de acero de la nariz del búfalo se estiró hasta un punto insoportable; el dolor debió haber sido horrible. Pero el búfalo se aferró al suelo y se negó a subirse al barco. En un forcejeo de vida y muerte ¿qué más daba perder la nariz? Mi suegra dijo que sus otros tíos se acercaron a toda prisa para conseguir que el búfalo se subiera al barco, pero daba igual lo fuerte que le empujaran, que no podían moverle. No sólo eso, sino que el búfalo le dio una coz con furia en la pierna a uno de sus tíos.

Mi suegra dijo que su tío más joven no sólo era más fuerte que sus hermanos sino que también era más inteligente. Le cogió la cuerda a su hermano y llevó al búfalo por la playa mientras hablaba con el animal, de modo que dejaron sus huellas en la arena. Finalmente se quitó la camiseta, le tapó la cabeza al búfalo y le guio de vuelta al embarcadero. La pasarela de madera se hundió debido al peso del búfalo y empezó a doblarse. El animal sabía que estaba caminando por un sitio peligroso, por lo que posaba sus pezuñas con tanto cuidado como una cabra de circo sobre la cuerda floja. Una vez que el búfalo estuvo a bordo, la gente subió tras él y soltaron amarras. Con un ssshhh, zarparon. Su tío más joven le quitó al búfalo la camiseta de la cabeza. El animal estaba temblando, las pezuñas se le resbalaban en la cubierta. Soltó un gemido de profunda tristeza. Poco a poco la tierra desapareció y la isla se avecinaba cada vez más envuelta en la niebla y la bruma; era una montaña de hadas, un palacio mítico.

Mi suegra dijo que después de que su padre y sus tíos anclaran el barco en una cala, el tío más joven llevó al búfalo a tierra. La expresión de todo el mundo era muy solemne, como si estuvieran en un funeral. En cuanto pisaron esa tierra desolada y cubierta de espinas, el búfalo irritable se volvió tan dócil como un cordero. Los ojos ensangrentados desaparecieron y los reemplazó un azul profundo como el océano, del mismo color que los ojos de su tío pequeño.

Mi suegra dijo que estaba anocheciendo cuando pusieron los pies en la isla desierta. Unas luces rojas centelleaban en el mar, bandadas de pájaros daban vueltas y llenaban el aire con sus gritos ensordecedores. El grupo de recolectores dormía bajo el cielo de la noche, apenas se hablaban el uno al otro. A la mañana siguiente, temprano, después del desayuno su padre dijo: «Vamos». El misterioso y arriesgado trabajo de recolectar nidos de golondrina acababa de empezar.

Una gran cantidad de cuevas oscuras salpicaban la isla. Mi suegra dijo que su padre hizo un altar fuera de la cueva más grande, quemó un puñado de papel de Joss, hizo unas cuantas reverencias y luego ordenó: «¡Matad al animal como sacrificio!». Los seis tíos se apresuraron y tumbaron al búfalo de costado. Aunque parezca mentira el fuerte búfalo no opuso resistencia; los seis hombres no le tuvieron que empujar ni doblar las patas; se recostó él solo. Sus piernas simplemente se desplomaron, como si estuvieran hechas de plastilina y se derrumbaron en el suelo, donde se quedó inmóvil, con el cuello descansando en la superficie rocosa unido torpemente a su cabeza, que estaba soldada a sus cuernos como si fueran de un metal verdoso. La manera en la que yacía mostraba que aceptaba su destino y que quería servir como sacrificio al dios de la cueva. Mi suegra dijo que sintió vagamente que esos nidos de golondrina eran propiedad privada del dios de la cueva y que su padre y sus tíos estaban ofreciéndole este poderoso búfalo, como un intercambio con el dios de la cueva, que debía de ser un monstruo feroz que era capaz de comerse un búfalo entero. Mi suegra dijo que sólo el hecho de pensarlo la aterrorizaba. Después de dejar al búfalo en el suelo los tíos se echaron a un lado y ella vio cómo su padre sacaba un hacha reluciente de la cintura. La sujetó con las dos manos y se acercó al animal. Ella sintió que le apretaban tanto el corazón que apenas podía latir. Su padre murmuró algo, una mirada de miedo danzó por sus ojos negros. De repente ella sintió mucha lástima tanto del búfalo como de su padre, que era tan delgado como un mono y daba tanta pena como el búfalo que yacía inerte en el suelo rocoso: esto no era algo que el carnicero o la presa desearan hacer, pero a ambos les arrastraba una fuerza aplastante que les llevaba a hacer lo que tenían que hacer. Cuando mi suegra vio el claro de la cueva, inmenso y extraño, oyó unos ruidos que venían de dentro y sintió una corriente de aire muy siniestra, que salía de la boca de la cueva. Le vino a la cabeza que lo que estaba asustando tanto a su padre y al búfalo era el dios que estaba dentro. Vio cómo el búfalo cerraba los ojos con fuerza, de modo que sus largas pestañas hacían una línea con los párpados. Una mosca de color verde esmeralda picoteaba el borde del ojo lloroso del búfalo. A su suegra le invadió un sentimiento de repugnancia; la mosca se movía por los bordes de los ojos del animal, pero el búfalo ni siquiera parpadeó. El padre de mi suegra caminó al lado del búfalo, miraba a todas partes, como si estuviera en trance. ¿En qué estaría pensando? Mi suegra me dijo que no vio nada extraño, que el hecho de mirar a todas partes era señal de que su mente estaba en blanco. Sujetó el hacha en su mano izquierda y escupió en la palma de su mano derecha. Finalmente cogió el hacha con las dos manos y movió ligeramente las piernas, como si tratara de permanecer más firme. Cogió aire y mantuvo la respiración; a medida que su cara se oscurecía y se le hinchaban los ojos, levantó el hacha por encima de su cabeza; entonces dio un golpe seco. Mi suegra oyó un ruido sordo en el momento en el que el hacha partió la cabeza del búfalo. Su padre exhaló y se quedó de pie sin fuerzas, como si su cuerpo se derrumbara. Pasó un buen rato hasta que se dobló para coger el hacha de la cabeza del búfalo. El animal soltó un grito ahogado, hizo varios intentos para levantarse pero no podía. Era incapaz de levantar la cabeza, ya que los ligamentos de su cuello estaban partidos. Entonces todas las partes de su cuerpo se empezaron a retorcer, una tras otra, parecía que sobrepasaran el control de su mente. El padre de mi suegra volvió a levantar el hacha y la volvió a clavar con fiereza, agrandando la herida del cuello del búfalo. Hacía un gran ruido cada vez que propulsaba el hacha y la clavaba en el animal, cada golpe daba justo en el blanco, de modo que el corte cada vez se iba haciendo más grande, hasta que empezó a salir sangre negra a borbotones del cuello del animal. El olor a sangre caliente y cruda impregnó el olfato de mi suegra. Las manos de su padre estaban cubiertas de sangre; ella podía notar lo resbaladiza que estaba el hacha por el modo en que su padre se secaba una y otra vez las manos con manojos de hierba. Una de las veces en que agrandó la herida, a su padre le salpicó sangre fresca de búfalo a la cara. Unas burbujas borboteaban en la tráquea del animal. Mi suegra se dio la vuelta con las manos en el cuello para evitar las náuseas; cuando se volvió a dar la vuelta, su padre ya le había cortado la cabeza. Tiró el hacha al suelo, cogió la cabeza por los cuernos con las manos bañadas en sangre y la llevó al altar fuera de la cueva. Lo que asombró a mi suegra fue que los ojos del búfalo, que antes de morir había cerrado con fuerza, ahora estaban completamente abiertos. Seguían siendo tan azules como el océano y reflejaban a la gente que estaba alrededor. Mi suegra dijo que su padre dio un paso para atrás después de dejar la cabeza del búfalo en el altar. Murmuró algo inteligible, se arrodilló en el suelo e hizo reverencias en la entrada de la cueva. Sus tíos también se arrodillaron en el suelo rocoso e hicieron las mismas reverencias.

Después de que completaron el sacrificio, su padre y sus tíos entraron en la cueva y la dejaron a ella fuera para que vigilara el barco y el equipo. Mi suegra dijo que el silencio sucumbió una vez que entraron en la cueva, como una roca que se hunde en el fondo del mar. Le aterrorizaba mirar la cabeza del búfalo con aquellos ojos penetrantes y su cuerpo ensangrentado, por lo que miró a la confluencia del mar y el cielo. La península había desaparecido detrás del mar. Alrededor de la isla revoloteaban unos pájaros enormes de los que desconocía el nombre. Algunas ratas salían de las grietas entre las rocas y pululaban por el cuerpo del búfalo. Mi suegra trató de apartarlas, pero saltaron medio metro de alto y atacaron a mi suegra, que por aquel entonces era sólo una niña pequeña. Cuando las ratas empezaron a clavarle las garras en el pecho entró dando gritos en la cueva.

Llamó a voces a su padre y a sus tíos a medida que se perdía en la oscuridad. De repente la cueva se iluminó delante de ella y siete cegadoras antorchas aparecieron encima de su cabeza. Mi suegra dijo que las antorchas las había hecho su padre fuera de temporada con ramas que empapaba en resina. Eran de un metro de altas, con una pequeña asa que podías sujetar con la boca. Mi suegra dijo que dejó de gritar en cuanto vio la luz de las antorchas, porque sintió una fuerza sagrada y grave que le agarraba la garganta. En comparación al trabajo de su padre y sus tíos, sus miedos eran insignificantes y no merecía la pena mencionarlos.

Era una cueva gigante, de unos sesenta metros de alto y ochenta de ancho, pero estos cálculos de las dimensiones los hizo mi suegra con el recuerdo que tenía de pequeña. La medida exacta no la puede saber. El sonido del agua que goteaba del techo flotaba por la cueva; sopló una brisa fría. Levantó la mirada y vio las antorchas encima de su cabeza; las llamas se reflejaban en las caras de su padre y sus tíos, sobre todo en la de su tío más joven y guapo, cuya piel se había vuelto de color ámbar. Hasta su cara tenía la textura del ámbar; fue una imagen conmovedora e inolvidable, como el cava italiano llamado «La Viuda», que era refrescante y rico, con un regusto maravilloso que sobrepasaba todos los demás. Su tío sujetó la antorcha crepitante en la boca y apretó el cuerpo contra una hendidura del acantilado pedregoso; entonces estiró el cuchillo hacia un objeto de color crema brillante: el nido de golondrina.

Mi suegra dijo que lo primero que le llamó la atención cuando entró en la cueva no fueron las antorchas de resina encima de su cabeza o la hermosa cara de su joven tío iluminada por una llama, sino las bandadas de golondrinas que volaban por toda la cueva. Como se sorprendían por la luz salían volando de sus nidos, aunque no querían alejarse mucho de ellos. El batir de las alas era como flores en las laderas de las montañas, como enjambres de mariposas. El piar de las golondrinas inundaba la cueva. Mi suegra dijo que podía oír la amargura y la ira en sus voces. Su padre se subió encima de las cañas verdes de bambú que estaban muy altas y llegó al otro lado de la cueva, donde habían cristalizado una docena de nidos. Tenía una cinta de tela blanca atada alrededor de la cabeza. Entonces levantó la cara y frunció la nariz, parecía un cochinillo asado. Sacó un cuchillo con el mango blanco y de un solo golpe cortó el nido, que cogió en el aire y metió en un saco que colgaba de su cintura. Unas cuantas cositas negras se desprendieron del nido y aterrizaron a los pies de mi suegra haciendo un ligero ruido. Se agachó, palpó con la mano el suelo y cogió trozos de la cáscara de huevo, de la que todavía colgaba la yema y la clara. Mi suegra dijo que se puso muy triste. También se sintió fatal al ver cómo su padre se jugaba la vida cogiendo nidos que estaban a docenas de metros del suelo, apoyado tan sólo en unas cuantas cañas desvencijadas de bambú verde. Un remolino de golondrinas se acercaba a la antorcha que estaba en la boca de mi padre como si tratara de apagar el fuego para proteger sus nidos y sus crías, pero siempre se echaban para atrás en el último minuto por el calor. Sus alas enseguida cambiaban de dirección justo cuando se iban a quemar con la antorcha; las plumas azules parpadeaban por la luz del fuego. Mi suegra dijo que su padre no prestaba atención a las golondrinas acosadoras. Incluso cuando le golpeaban en la cabeza con las alas, sus ojos estaban fijos en los nidos pegados al acantilado; uno a uno los cortó con mucha habilidad y precisión.

Mi suegra dijo que su padre y sus tíos se bajaban de las cañas de bambú, apoyadas contra el acantilado, cuando las antorchas estaban a punto de consumirse. Se juntaban y encendían otro lote de antorchas, mientras vaciaban los nidos en las bolsas y las amontonaban en una sábana blanca. Ella dijo que su padre sólo recogía nidos mientras una antorcha estaba encendida. Sus hermanos pequeños seguían trabajando durante tres antorchas más y mientras tanto, él estaba de pie protegiendo los nidos de las ratas. En ese tiempo dejaba descansar a su débil cuerpo. Sus tíos se sorprendieron y alegraron cuando vieron aparecer a mi suegra. Su padre en cambio, con una voz recriminadora, le preguntó que por qué había entrado en la cueva. Mi suegra me contó que en cuanto mencionó la palabra «miedo» la expresión de la cara de su padre cambió de manera radical. Le dio un tortazo en la cara. «Cállate». Aprendió más tarde que no estaba permitido mencionar las palabras «caerse», «resbalar», «muerte» o «miedo». Eran signo de una gran desgracia. Mi suegra empezó a llorar por la bofetada. Su tío pequeño dijo: «No llores Yanni. Luego cogeré una golondrina para ti».

Los hombres fumaban de su pipa, se secaban el cuerpo sudoroso con las bolsas que tenían a la cintura, luego se ponían las antorchas entre los dientes y volvían a las profundidades de la cueva. Su padre dijo: «Ahora que estás aquí cuida de los nidos mientras voy a trabajar lo que dure otra antorcha».

Mi suegra dijo que su padre se fue con una antorcha entre los dientes. Vio cómo corría agua por el suelo de la cueva, y unas serpientes nadaban en el agua; el suelo estaba lleno de cañas de bambú podridas. Capas de excrementos de las golondrinas cubrían las rocas del suelo de la cueva. Sus ojos siguieron a su tío menor, ya que le había prometido que cazaría una golondrina para ella. Le vio escalar unas cuantas cañas de bambú y como si volara, enseguida alcanzó una altura de una docena de metros. Encontró un punto de apoyo y puso un pie en una grieta, luego dobló el cuerpo, levantó la caña de bambú que tenía bajo sus pies y la clavó en la grieta; entonces cogió otra caña de bambú, la puso en horizontal para hacer palanca y otra para que sujetara a las demás. Ahora las cañas de bambú formaban un andamio peligroso y aterrador. Su tío pequeño caminó por este paso elevado tan inestable y alcanzó la parte abovedada de la cueva, de la que colgaban una docena de nidos enormes de golondrinas entre las estalactitas con forma de champiñón. Mientras que las otras golondrinas huían de sus nidos, estas, aparentemente tranquilas, se quedaron donde estaban. A lo mejor pensaban que habían construido sus nidos en un lugar completamente seguro. Dos golondrinas asomaron de uno de los nidos. Otras colgaban boca abajo de la estalactita y movían la cabeza con rapidez a medida que tejían sus nidos con los hilos blancos como la nieve que salían de sus picos. Probablemente no sabían que las manos y pies de su tío menor estaban abriéndose paso entre el frío y resbaladizo acantilado, como un cocodrilo enorme y aterrador acercándose cada vez más a una presa. Mi suegra dijo que las golondrinas usaban sus garras para aferrarse a las rocas y que trabajaban duro para construir los nidos. Sus picos cortos eran unas máquinas de tejer, muy ágiles, y se movían hacia delante y hacia atrás por la superficie abovedada de la cueva. Después de tejer los nidos durante un rato tensaban el cuerpo, aleteaban las alas, movían las plumas de la cola y escupían más saliva de la garganta. En un instante los hilos se cristalizaban y parecía jade cristalino. Mi suegra dijo que el proceso era una imagen extraña para la naturaleza, y que esos dignatarios y eminencias nunca podrán entender el valor real de los nidos, ya que no son conscientes de las dificultades por las que pasan estas aves ni saben las dificultades por las que pasan los recolectores de nidos.

El tío pequeño de mi suegra casi estaba colgando boca abajo. Era incomprensible que, usando sólo sus pies, pudiera sujetarse en una ranura tan resbaladiza. La antorcha pendía a su lado, con su llama bien brillante sobre su cabeza. La bolsa que llevaba alrededor de la cintura también colgaba boca abajo, como una bandera rasgada que cuelga con timidez bajo la lluvia. Obviamente, no podía hablar, y dada la postura le era imposible meter los nidos en la bolsa. Mi suegra dijo que su padre, que ya había bajado del acantilado, en este momento estaba sujetando su antorcha y levantó la mirada para ver a su hermano pequeño, cuya vida pendía de un hilo. Estaba listo para coger los nidos en cuanto cayeran al suelo.

Mi suegra comentó que nunca más ha vuelto a ver nidos tan grandes desde aquella vez. Eran nidos muy viejos. Dijo que muchas golondrinas construyen los nidos encima de otros de manera instintiva. Siempre que los nidos no estén dañados, las golondrinas suelen construir otro nuevo encima con la forma de un sombrero cónico. Y por supuesto que los nidos que no están dañados están hechos de saliva cristalina, sin impurezas, son nidos de máxima calidad.

Su tío pequeño alargó la mano, que sujetaba una cuchilla afilada. Su cuerpo estaba tan estirado que parecía que iba a partirse. Mi suegra dijo que le vio gotas de sudor caer al suelo desde la punta del pelo. La cuchilla casi tocaba el borde del nido ancestral; ¡lo hizo, lo tocó! Su cuerpo se estiró más todavía, clavó la cuchilla en la base del nido, con la mano le dio cortes sin parar, mientras que el sudor le bañaba la cabeza. Las golondrinas salieron volando del nido; mostraron un coraje inusual y se lanzaron contra la cabeza del joven, una y otra vez, no temían por su vida. Mi suegra dijo que el nido estaba bien anclado a la superficie rocosa porque era muy antiguo; de hecho parecía que estaba pegado a la roca. Eso hizo que la tarea de su tío fuera particularmente difícil. El chico ignoró a las golondrinas frenéticas que chocaban contra su cara, mantuvo la mente fría, la mano firme, apretó los dientes y cerró los ojos para mantener la fuerza. Se mordió un labio y saboreó el sabor de su propia sangre.

Mi suegra dijo: «Dios mío, es como si hubieran pasado cien años». El nido colosal empezó a girar hasta que pendió de un hilo; un corte más y caería al suelo, como un lingote de oro blanco.

«¡Pequeño Tío, un poco más fuerte!», vociferó mi suegra, a pesar de que sabía que no debía hacerlo. Después del grito el cuerpo de su tío perdió el equilibrio y el nido colosal se desprendió de la roca. Dio vueltas en el aire y después de mucho tiempo aterrizó a sus pies y a los pies de su padre. En el suelo, al lado del nido, aterrizó su tío pequeño, el que tenía habilidades sin igual. Normalmente podía saltar desde una altura de varios metros sin hacerse daño, pero esta vez estaba demasiado alto y su cuerpo cayó mal. Sus sesos habían salpicado todo el nido de golondrina; la antorcha seguía quemando cuando impactó contra el suelo y sólo se apagó cuando se mojó con el agua que había en el suelo de la cueva.

Mi suegra dijo que su padre también murió de una caída en una cueva cinco años después de la muerte de su tío menor. Pero el trabajo de recolectar nidos de golondrina no cesa porque alguien muera. Ella no podía seguir el trabajo de su padre, pero tampoco quería depender de sus tíos. Así que un día caluroso de verano emprendió un largo viaje cargando con el nido colosal de golondrina manchado de la sangre de su tío. Tenía catorce años.

Mi suegra dijo que bajo circunstancias normales nunca se hubiera convertido en una chef famosa de nidos de golondrina, dado que lo es gracias a todas estas escenas conmovedoras y emotivas, que le vienen a la mente cada vez que le quita las impurezas a los nidos con una aguja. Si es capaz de cocinar cada nido con extremo cuidado y cariño es porque sabe las dificultades y los riesgos que encierra —tanto para las golondrinas como para los recolectores—. Ella se había ganado una fama incalculable con los nidos de golondrina, pero en lo más profundo de su ser estaba muy dolida. La conexión entre los nidos y el elevado interés de la gente le preocupaba, hasta que por fin ese sentimiento desapareció cuando empezaron a cocinar y comer carne de niño en la Tierra del vino y los licores.

Claramente preocupada, mi suegra dijo: «La demanda de nidos de golondrina en el continente chino creció de manera repentina en la década de los 90, mientras que el oficio de recolectar nidos desapareció de manera abrupta en el sureste de China. Hoy en día los recolectores tienen un equipo muy moderno y llevan ascensores hidráulicos a las cuevas, que no sólo destrozan los nidos sino que matan a las golondrinas en el proceso. De hecho ya no quedan nidos que recolectar en China. Dadas estas circunstancias, China tiene que importar grandes cantidades de nidos del sureste de Asia para abastecer la demanda del pueblo chino, y esto ha hecho que el precio de los nidos de golondrina se dispare. En Hong Kong el kilo cuesta dos mil quinientos dólares americanos y el precio sigue subiendo. Esto, a su vez, ha llevado a los recolectores de otros países a trabajar en la recolecta de manera frenética. Antiguamente mi padre y sus hermanos recolectaban nidos una vez al año, pero ahora en Tailandia los recolectan cuatro veces al año. En veinte años los niños no sabrán qué aspecto tienen los nidos de golondrina», dijo mi suegra a la vez que se terminaba la sopa.

Yo dije: «Es un hecho que hoy en día no debe de haber más de mil niños chinos que hayan probado el nido de golondrina. La disponibilidad del producto no llega a la clase media o las masas, así que ¿por qué preocuparse?».