El comentario de la camionera atravesó el corazón del investigador, que se apretó la mano contra el pecho como la víctima de un flechazo de amor y se dobló agonizando del dolor. Entonces observó cómo la mujer frotaba de un lado a otro su pie sonrosado, que era más ágil que sus manos, contra la alfombra. Su corazón se inundó de pasión y rencor. Apretó los dientes y gritó: «¡Puta!», antes de darse la vuelta y dirigirse a toda prisa hacia la puerta. En ese momento oyó una voz seca a su espalda: «¿Dónde te crees que vas, proxeneta? ¿Quién narices te crees que eres para tratar a una mujer así?». Ding siguió caminando. Un vaso reluciente pasó pegado a su oreja, inmediatamente rebotó en el suelo y aterrizó en la alfombra. Se dio la vuelta para mirar hacia atrás y entonces la vio a ella, ahí de pie, sacando pecho, con la respiración entrecortada y los ojos húmedos y brillantes. Aunque le asaltaban una gran variedad de emociones luchó para controlar su voz. «¿Cómo puedes ser tan patética y acostarte con un enano? ¿Lo hacías por dinero?». Ella rompió a llorar, apenas podía respirar. De repente levantó tanto la voz, todavía ronca y penetrante, que los adornos de metal de las lámparas colgantes de vidrio opaco temblaron. Se rasgó la blusa, empezó a darse golpes en el pecho, a arañarse la cara con las uñas, a tirarse del pelo y darse cabezazos contra la pared de color crema. En mitad de esta autodestrucción frenética, empezó a gritar histérica, a punto de reventarle los tímpanos al investigador.
—Vete de aquí, vete de aquí, vete de aquí de una maldita vez.
El investigador estaba muerto de miedo. Nunca le había pasado algo parecido en su vida. Sintió como si las gélidas manos del Ángel de la muerte le estuvieran pellizcando la nariz. Unos riachuelos de orina corrían por su pierna. Sabía lo poco elegante, por no mencionar lo incómodo que era, hacerse pis en los pantalones, pero no pudo controlarse a sí mismo. Era todo lo que podía hacer para no venirse abajo. Pero a pesar de hacerse pis en los pantalones sintió la alegría de despojarse de una gran carga emocional. Con la voz quebrada dijo:
—No lo hagas… por favor… te lo suplico…
La camionera no se inmutó tras su súplica ni tras la pérdida del control de su vejiga. Continuó con su autodestrucción y desgarrándose la voz. A medida que se golpeaba la cabeza con todas sus fuerzas la pared parecía protestar, aunque era cuestión de tiempo, pronto estaría salpicada con sus sesos. El investigador se acercó a ella y la abrazó por la cintura, pero ella se apartó y se soltó enseguida. Ahora ella cambió de estrategia: en lugar de darse golpes en la cabeza contra la pared empezó a rasgarse los dorsos de la mano con los dientes como si masticara una pata de cerdo. Realmente se estaba mordiendo la mano, no estaba fingiendo. El investigador, en un acto desesperado e inútil, se tiró sobre sus rodillas y empezó a darse golpes en la cabeza contra el suelo:
—Querida —dijo—. ¿Sirve de algo si te llamo querida? Por favor, que no te ofenda alguien tan despreciable como yo. Sé compasiva, como un Primer Ministro, tolerante y prudente. Haz como si lo que he dicho fuera un pedo, un sonoro y apestoso pedo.
Sorprendentemente di en el clavo. Ella paró de morderse los dorsos de la mano, cerró los ojos, abrió mucho la boca y berreó como un bebé. El investigador se puso de pie. De repente, como si fuera parte de una película, empezó a darse bofetones en su propia cara —muy fuerte—, primero en una mejilla, luego en la otra, reprendiéndose a sí mismo al mismo tiempo: «No soy un humano, soy un cabrón, un bandido, un canalla, un perro, un gusano en una cuba de mierda. Te voy a dar una paliza hasta que te mueras, hijo de puta asqueroso».
Los primeros golpes le escocieron, pero al cuarto o quinto era como si pegara a la piel de una vaca; no sentía dolor ni escozor, simplemente sentía los músculos dormidos. Unos cuantos golpes más, e incluso eso desapareció, de modo que sólo quedaba el sonido fuerte y terrible de los golpes, como si estuviera apaleando a un perro muerto o el culo de una muerta. Pero él no cesaba, golpe tras golpe, y poco a poco empezó a sentir placer en este acto de autovenganza. Llegado a un punto, paró de reprenderse a sí mismo y la energía que no empleaba en insultarse la trasladó a su mano, de modo que aumentó la fuerza de cada manotazo y el volumen del retumbar de los golpes. Vio que la boca de la mujer estaba cerrada y que sus gemidos cesaron también; ella observaba su actuación como si estuviera en trance. El investigador estaba contento consigo mismo, así que después de unos cuantos golpes más bajó las manos. Ding oyó un alboroto al otro lado de la puerta. Con indecisión le preguntó:
—¿Ya no estás enfadada conmigo, querida?
Ella no se movió. Tenía los ojos en blanco, la boca abierta y una expresión que le provocó escalofríos al investigador. La camionera estaba ahí de pie, quieta, parecía una estatua maligna. Lentamente el hombre se puso de pie y empezó a hablar dulcemente a la mujer, ocultando su ira, a medida que se acercaba a la puerta.
—No te enfades conmigo nunca más, por favor no te enfades. Siempre he tenido la boca muy sucia, como el agujero del culo de muchas personas. Mi vocabulario siempre me ha metido en problemas y da igual lo que haga que nada parece ser de ayuda. —Apretó el trasero contra la puerta—. No te mereces lo que he dicho, lo siento con todo mi corazón. —Hizo presión en la puerta con el culo para abrirla. Crujió mucho—. Soy lo peor de lo peor, una criatura asquerosa, lo digo de verdad —murmuró a la vez que una brisa fresca le daba en la espalda. La miró por última vez, se coló por la estrecha apertura y cerró la puerta al salir. Ahora que ella estaba dentro de la sala, el investigador corrió hacia el final del pasillo sin pensárselo dos veces; pero a mitad de camino se encontró con un hombrecillo muy bien vestido que caminaba muy rápido detrás de una camarera diminuta. Ding dio una buena zancada y pasó de largo a esas dos personas tan bajitas, ignorando el grito que dio la chica del susto. Cuando llegó al final del pasillo dio la vuelta a la esquina y abrió de un empujón una puerta grasienta, donde le recibió un popurrí de olores— dulce, amargo, ácido, picante —y se tragó una nube de vaho caliente. Un grupo de hombres diminutos iba de un lado a otro a toda prisa en mitad de esa sala llena de vapor y totalmente empañada, apareciendo y desapareciendo ante su vista a la vez que trabajaban con prisa, como unos duendecillos. Vio que unos estaban cortando la comida, otros colocaban unas plumas o unos pelos en unas bandejas, otros lavaban los platos y otros mezclaban los ingredientes. A primera vista era caótico aunque había un sentido del orden escondido. Ding se chocó contra algo y descubrió que era una ristra de vaginas de burro congeladas. Inmediatamente pensó en «Dragón y fénix felizmente juntos» y en el banquete hecho tan sólo con la carne de burro. Algunos de los ayudantes de cocina pararon de hacer lo que estaban haciendo para mirarle con curiosidad. Caminó hacia atrás y salió de la cocina, luego se dio la vuelta y corrió hasta que vio las escaleras, por las que bajó, guiándose a sí mismo apoyándose en el pasamanos. Cuando oyó el grito aterrador de una chica, lo que le quedaba en la vejiga le corrió por la pierna. Un silencio mortal prosiguió al grito desesperado; entonces le vino un pensamiento a la cabeza: «¡Que os jodan!». Sin detenerse a pensar en los chicos y chicas bien vestidos que bailaban alegremente y con mucho arte en la sala de baile de mármol rojo Laiyang, entró en la sala principal de la taberna Yichi, un lugar famoso por su libertinaje, interrumpiendo los hermosos ritmos de la música, como un perro sarnoso y apaleado que huele a pis rancio.
Sólo cuando ya había salido corriendo de la taberna hacia un pequeño callejón, cayó en la cuenta de que los dos enanos de la entrada se sorprendieron y se asustaron tanto cuando él pasó que gritaron muy fuerte.
Se apoyó en la pared para recuperar el aliento y volvió la vista atrás, a las luces brillantes de la taberna Yichi. Un cartel de neón encima de la puerta seguía cambiando de color, de modo que volvía las gotas de lluvia rojas, luego verdes y luego amarillas; mientras tanto era consciente de que estaba de pie bajo la fría lluvia de una noche otoñal, apoyado contra un muro glacial. Sólo los muros de un cementerio podían ser igual de fríos, pensó. Después de todas las desgracias que le habían atado a la Tierra del vino y los licores inextricablemente, si esta noche no contaba como si se hubiera librado de las garras de la muerte, como mínimo había conseguido escapar de la guarida de un tigre. Dulces melodías de la taberna Yichi iban a la deriva guiadas por el viento y se disipaban en la noche. A la vez que se esforzaba por oír la música unas punzadas de pena invadían su corazón y sus ojos derramaban lágrimas autocompasivas. Durante unos segundos deseó ser un pequeño príncipe en apuros, pero no había ninguna princesa para rescatarle. El aire era frío y húmedo; sus manos y pies doloridos le decían que la temperatura era bajo cero. El clima de la Tierra del vino y los licores se había vuelto, de manera abrupta, muy cruel e insensible; las gotas de lluvia se congelaban al caer del cielo, y se desmoronaban cuando daban contra el suelo, haciendo que la calle fuera muy resbaladiza. Un automóvil solitario se deslizó y patinó por una lejana calzada, iluminada por las farolas de la calle. El recuerdo de la manada de burros correteando por la Avenida del burro volvió a su mente como un remoto sueño. ¿Había pasado realmente? ¿Realmente existía esa extraña camionera? ¿Verdaderamente habían mandado a un investigador llamado Ding Gou’er a la Tierra del vino y los licores para investigar si se comían a los niños? ¿Existe una persona que se llame Ding Gou’er? En ese caso ¿ese soy yo? Tocó el muro con la mano; estaba helado. Dio un pisotón al suelo, estaba duro como una roca. Tosió; unos pinchazos recorrieron su pecho. El ruido de su tos llegó hasta muy lejos antes de que se lo tragara la oscuridad. Eso era una prueba de que todo era real, y la sensación de agobio persistía.
Las gotas de lluvia que caían por sus mejillas eran abrasadoras, como si te rascaran las uñas de un gato. Sintió que su cara estaba ardiendo, lo que le recordó su patética exhibición de autoflagelación. Volvió la sensación de cosquilleo a su cara, y luego una especie de ardor. Al entumecimiento y al escozor le siguió la imagen de la cara enfurecida de la camionera, que se mecía de un lado a otro delante de sus ojos y no desaparecía. Luego le vino la imagen de esta mujer y Yu Yichi, y después unos sentimientos de ira y celos, uno al lado del otro, que se fundían como un licor de baja calidad que empezaba a envenenarle el alma. Cuando se le aclaró la mente se dio cuenta de que lo imposible e impensable había ocurrido: se había enamorado de esa mujer y ahora sus vidas estaban destinadas a estar juntas como un par de tórtolos en una rama.
El investigador le dio un golpe al muro de esa especie de cementerio o de santuario de mártires, o lo que quisiera que fuera, con el puño. «¡Puta! —maldijo—. ¡Puta! ¡Puta asquerosa! ¡Una puta asquerosa que se bajaba las bragas por un dólar!». El dolor abrasador de sus nudillos calmaba el dolor de su corazón, así que levantó el otro puño y lo estampó en la pared de piedra. Entonces era el turno de su cabeza.
Un poderoso rayo de luz le atrapó. Un par de policías le preguntaron muy severamente:
—¿Se puede saber qué estás haciendo?
Ding se dio la vuelta lentamente y se tapó los ojos con la mano. De repente se le paralizó la lengua y perdió la fuerza para hablar.
—Regístrale.
—¿Para qué? Está chiflado.
—No hables así, ¿me has oído?
—Vete a casa. Una más y vas al calabozo.
Los policías se marcharon y dejaron al investigador rodeado de la nada. Tenía frío y estaba hambriento. La cabeza le explotaba, la oscuridad le devolvió la razón y el breve interrogatorio le recordó su glorioso pasado. ¿Quién soy? Soy Ding Gou’er, un famoso investigador criminal de la Procuraduría General. Ding Gou’er es un hombre de mediana edad que ha frecuentado muchos burdeles, así que no tiene ningún interés en volverse majara por una mujer que se ha acostado con un enano. ¡Es absurdo!, refunfuñó a la vez que sacaba su pañuelo para detener la hemorragia de su frente y lanzaba unos cuantos escupitajos de saliva sanguinolenta. Si se enteran en la Procuraduría de mi ridículo comportamiento, mis colegas se morirán de la risa. Se agachó para ver si su pistola seguía a sus pies; ahí estaba, por lo que se sintió mucho mejor. Era hora de encontrar un hostal, buscar algo de comida, dormir bien y volver con fuerzas al trabajo mañana. No voy a parar hasta que tenga a toda esa panda de bestias cogida por el rabo. Se obligó a sí mismo a caminar hacia delante, sin darse la vuelta ni mirar por última vez. Por fin dejaba atrás la taberna Yichi y sus actividades demoníacas.
El investigador apenas había empezado a caminar por el callejón oscuro cuando se le resbalaron los pies y se cayó de espaldas al suelo; su cabeza golpeó en el cemento, que estaba congelado y resbaladizo. Poco a poco se puso de pie y reanudó la marcha, aunque se desequilibraba y tambaleaba con cada paso que daba por el terreno escarpado y helado; era casi imposible mantener el equilibrio. Cuando se dio la vuelta para mirar hacia atrás, las luces brillantes de la taberna Yichi le cegaron los ojos y le apuñalaron el corazón. Como un animal salvaje volvió a caerse al suelo con un gemido; unas llamaradas azules le quemaron el cerebro, la sangre caliente se precipitaba en su cabeza y se le hinchó el cráneo hasta que estuvo a punto de explotar, como un balón demasiado inflado. Abrió la boca, en profunda agonía; tenía ganas de aullar, pero en cuanto el primer aullido le desgarró la garganta rodó por el suelo, por encima de las piedras de la calzada, haciendo un ruido seco, como un vagón-cisterna con las ruedas de madera. Lleno de energía y motivación, su cuerpo empezó a rodar por el suelo sin control; primero perseguía otras ruedas de madera, luego se quitó de en medio para que no le aplastaran, luego se transformó en una rueda de madera y se agarró a otras ruedas. A medida que rodaba con esas otras ruedas de madera pudo ver la calle, un muro, los árboles, gente, edificios… todo daba vueltas, sin parar, en un círculo completo, de 0 a 360 grados. En medio de este ajetreo se le clavó un objeto afilado en la cintura y le dolió mucho. Era su pistola. La sacó de su funda, la agarró por la empuñadura y se le aceleró el corazón al recordar sus viejas glorias pasadas. Ding Gou’er, ¿cómo has podido caer tan bajo rodando por el suelo como un borracho? Te has convertido en una montaña de basura urbana, y todo por culpa de una mujer que se ha acostado con un enano. ¿Merece la pena? ¡No, en absoluto! ¡Venga, arriba, levántate, muestra un poco de dignidad! Cuando se impulsó a sí mismo con las manos para levantarse todo le daba vueltas. Las luces lejanas y brillantes de la taberna Yichi eran muy seductoras. Uno de los reflejos que emitía propulsó unas llamaradas de envidia y odio en su cerebro y apagó la luz de la racionalidad. El investigador se apartó de estas luces malignas de la taberna que iluminaban el consumo de drogas y los pecados carnales y revelaban crímenes monstruosos, tan difíciles de librarte y escapar de ellos como un remolino, mientras que él no era más que una brizna de césped al borde de ese remolino. Se restregó el muslo con la pistola, deseoso de que sus pensamientos desaparecieran con el dolor agudo. De nuevo de pie caminó lentamente hacia la oscuridad, quejumbroso, a cada paso que daba.
El estrecho callejón parecía no terminar nunca. No había luces que mostraran el camino pero la tenue luz de las estrellas daba forma a las paredes que tenía a su lado. La nieve y la lluvia caían con más fuerza en la noche cerrada y le acompañó un crujido suave y estremecedor que anunciaba la presencia de dos árboles, un ciprés y un pino al otro lado de las paredes; simbolizaban los fantasmas de los individuos a los que sacrificaron durante todos estos años en este lugar. «Si decenas de miles de personas pueden ser martirizadas por el bien de la gente ¿hay alguna forma de sufrimiento que podamos omitir?». Al parafrasear esta famosa frase de Mao el dolor de su corazón disminuyó un poco. Las luces de la taberna Yichi habían desaparecido tras varias capas de edificios y el callejón, encerrado entre dos muros, había desaparecido entre su enredadera de pensamientos desordenados; el tiempo pasaba de manera inexorable, la noche oscura avanzaba a través de la lluvia helada y los crujidos de los árboles. El apenas perceptible ladrido de un perro en algún remoto lugar acrecentó el misterio de esta ciudad en la oscuridad de la noche. Sin darse cuenta Ding Gou’er salió del callejón tapizado de baldosas a un claro, donde le recibió el destello de una lámpara de aceite delante de él. Fue directo hacia ella, como una llamarada que arrastra mariposas de luz.
En halo de la lámpara enmarcaba un puesto ambulante de wantán destellos dorados saltaban de un hornillo que crepitaba, chisporroteaba y levantaba brasas en el aire. El investigador detectó el olor de judías carbonizadas y oyó el borboteo del wantán hervir en la olla. El aroma penetró en su alma. No podía calcular cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había ingerido algo, pero sus intestinos se quejaban mucho, y tenía las piernas demasiado débiles para soportar su peso más tiempo. Se estremeció, le caían gotas de sudor frío por la frente y se desplomó boca abajo al lado del puesto de wantán.
Cuando el viejo vendedor ambulante le estaba cogiendo en brazos Ding Gou’er dijo:
—Abuelo, necesito comer algo de wantán.
El anciano le sentó en un taburete plegable y le dio un bol de wantán. Ding Gou’er cogió el bol y la cuchara y sin importarle si estaba frío o caliente lo engulló de una sentada. Pero una vez que tenía ese bol de comida en el estómago su sentido del hambre se hizo más feroz que nunca. Ni siquiera cuatro boles fueron bastantes para acabar con su hambre, pero cuando el investigador agachó la cabeza se empezó a sentir revuelto y una parte del wantán abandonó su estómago y volvió al exterior.
—¿Quieres más? —le preguntó el señor mayor.
—No, ya no más. ¿Qué te debo?
—No hace falta ni que preguntes —respondió el señor mayor con una mirada compasiva—. Si te parece bien me puedes dar cuatro centavos. Si no los tienes, considéralo un favor.
Al investigador le molestó la respuesta tan condescendiente del hombre y fantaseó con que tenía un billete nuevo de cien dólares en el bolsillo, con los bordes afilados como una cuchilla; imaginó cómo lo sacaba entre los dedos y se lo lanzaba al señor mayor con una mirada de superioridad; luego se daría media vuelta y se marcharía silbando, con el sonido cortando la noche como un puñal y enseñándole al señor una lección que no olvidaría nunca. Lamentablemente, el investigador no tenía nada de dinero. Cuando se tragó el wantán, simultáneamente se había tragado su vergüenza y su orgullo. Trozo por trozo el wantán subió del estómago del investigador a la boca, donde lo volvió a masticar y lo volvió a mandar abajo. Finalmente pudo saborearlo. Con una sensación de profunda tristeza pensó: «Me he vuelto un animal que rumia la comida». La furia le invadió al recordar al pequeño demonio de piel escamosa que le había robado la cartera, el reloj, el mechero, sus papeles y la máquina de afeitar eléctrica; se acordó de Diamante Jin; se acordó de la extraña camionera; se acordó del famoso Yu Yichi. Y mientras se acordaba de este enano, visionó el cuerpo voluptuoso y firme de la camionera, y las llamaradas de envidia le volvieron a abrasar el cerebro. A toda prisa se apartó de estos peligrosos pensamientos y volvió a la triste realidad, a su presente en este descampado en el que se había comido el wantán del vendedor y no era capaz de pagarle. «Por culpa de cuatro míseros centavos he descendido al nivel de un mendigo. Un héroe reducido a la nada por unos cuantos centavos». Ding Gou’er se dio la vuelta a los bolsillos; no tenía dinero, ni un centavo. El aire frío de la noche le calaba hasta los huesos. Sin ningún lugar al que ir sacó la pistola y la metió con suavidad en un bol de cerámica blanco con flores azules que estaba en el puesto ambulante. La luz se reflejaba en su pistola de acero. Dijo:
—Abuelo, soy un investigador criminal. Me he topado con mala gente y me han robado todo lo que tenía, excepto mi pistola. Esto debería demostrar que no soy alguien que va por ahí comiendo sin pagar.
El señor mayor, ligeramente nervioso, cogió el bol blanco con las dos manos.
—Eres un hombre de acción —dijo entusiasmado—. Un verdadero hombre de acción. Qué suerte he tenido de que hayas elegido mi wantán. Ahora, por favor, aparta esto de mi vista, me aterra —comentó señalando el arma.
Después de recuperar su pistola, Ding Gou’er dijo:
—Oye abuelo, si sólo querías cuatro centavos y no me los has querido cobrar es porque debías de imaginarte que no tenía ni un centavo. Si me has abastecido de todo el wantán que he querido incluso sabiendo que no tenía dinero sólo puede significar que me has tomado por una mala persona que podría acabar con tu negocio y contigo si me hubiese apetecido. No me has servido el wantán porque querías sino porque te daba miedo, así que me siento en el deber de aclarar este malentendido. Ya sé lo que vamos a hacer. Te voy a dejar apuntado mi nombre y mi dirección y si alguna vez te encuentras en un apuro búscame. ¿Tienes un bolígrafo?
—Soy un viejo vendedor ambulante analfabeto. ¿Por qué iba a tener un bolígrafo? —dijo el tipo—. Además, jefe, sé que eres una persona importante en una misión secreta. No me tienes que dejar el nombre ni la dirección. Lo único que te pido es que no me mates.
—En una misión secreta. ¡Me da lo mismo! Soy el hombre más desafortunado del mundo. Y voy a encontrar el modo de pagarte el wantán, sea como sea. Sabes una cosa…
Apretó un botón de la pistola y salió la munición; sacó una bala y se la dio al señor.
—Puedes quedártela como souvenir —dijo.
El abuelo sacudió las manos frenéticamente rechazando el gesto y dijo:
—No, de verdad que no puedo aceptarlo. Son sólo unos cuantos boles de wantán incomible, jefe, ¿qué puede valer eso? Simplemente la oportunidad de conocer a un hombre decente como tú me convierte en un hombre muy afortunado, suficiente para que me dure esta suerte tres vidas. No, de verdad que no puedo…
Dado que el investigador no quería que el abuelo siguiera hablando sin parar le cogió la mano y le obligó a agarrar la bala. La mano del viejo estaba más caliente que el fuego.
De repente Gou’er escuchó una risa detrás de él, como el sonido de un búho sobre una lápida, lo que le asustó hasta el punto de hundir la cabeza entre los hombros. Otro chorro de orina cayó por su pierna.
—¡Ya, con que un investigador! —dijo la voz de un viejo—. ¡Pareces un preso suelto!
Temblando del miedo se dio la vuelta para ver quién era. Allí, al lado de un tronco de un árbol de cola francés, había un viejo muy delgado con un uniforme militar andrajoso, que le estaba apuntando con una pistola de doble cañón. Un perro de pelo largo y atigrado estaba sentado inmóvil y de forma amenazadora a su lado, sus ojos eran como rayos láser. El perro asustó más al investigador que el propio hombre.
—Viejo Qiu, le he vuelto a molestar —dijo suavemente el vendedor ambulante al antiguo militar.
—Cuarto Liu, ¿cuántas veces te he dicho que no montes aquí el puesto? ¡Y sigues sin hacerme caso!
—Viejo Qiu, no quería enfadarte, ¿pero qué otra cosa puedo hacer si soy un pobre hombre? Tengo que pagar la escuela de mi hija. Haré lo que sea por mis hijos, pero no me atrevo a entrar al centro de la ciudad porque me pondrán una multa si me pillan y eso equivale a lo que gano en medio mes.
Viejo Qiu movió la pistola en el aire.
—Tú, ese de ahí —dijo con voz grave—. ¡Deja la pistola ahí!
Como un niño obediente Ding Gou’er dejó la pistola a los pies del Viejo Qiu.
—Las manos arriba —le ordenó Viejo Qiu.
Poco a poco Ding Gou’er levantó las manos, luego analizó a ese viejo demacrado al que el vendedor de wantán había llamado Viejo Qiu: se fijó en cómo sujetaba el arma con una mano para tener la otra libre. Entonces el viejo dobló las piernas pero manteniendo el tronco erguido —así podía disparar si fuera necesario— y cogió su pistola de servicio. Viejo Qiu estudió la pistola desde todos los ángulos antes de decir despectivamente:
—¡Una Luger!
Dig Gou’er vio que era su oportunidad y dijo:
—Se nota que eres un experto en armas. —La cara del viejo se encendió. Con una voz alta y rasposa dijo:
—Eso es. He tenido entre mis manos al menos treinta, incluso cincuenta armas diferentes en su día, desde el rifle Czech al Hanyang, la metralleta rusa, la ametralladora Tommy, una del calibre nueve… y eso es sólo en cuanto a los fusiles. En cuanto a los revólveres he usado un Mauser alemán, un revólver español del calibre 32, un Mauser japonés, un revólver chino y tres tipos de pistolas «sábado noche», sin contar esta de aquí. —Lanzó la pistola de Ding Gou’er en el aire y la cogió cuando bajaba, con un estilo ágil y experto que demostraba su edad y pasado heroico. Tenía una cabeza alargada, los ojos estrechos, una nariz aguileña, no tenía cejas ni patillas; su cara llena de arrugas era de tez oscura, como el tronco de un árbol que se ha carbonizado en un horno.
—Esta pistola —dijo con desdén—, es más apropiada para las mujeres que para los hombres.
El investigador contestó sin alterar la voz:
—Es muy precisa.
El viejo la volvió a examinar y luego dijo en un tono autoritario:
—Funciona a diez metros de distancia. Fuera de eso no vale una mierda.
A lo que Ding Gou’er respondió:
—Tú sí que sabes, viejo. —El anciano guardó la pistola de Ding Gou’er en su funda y resopló con desprecio.
El vendedor ambulante de wantán dijo:
—Viejo Qiu es un veterano revolucionario. Está a cargo del Cementerio de los mártires de la Tierra del vino y los licores.
—No me sorprende —dijo Ding Gou’er.
—¿Y qué me dices de ti? —preguntó el viejo revolucionario.
—Soy un investigador criminal de la Procuraduría General Provincial.
—Enséñame la documentación.
—Me la han robado.
—Para mí eres un fugitivo.
—Sé que lo parezco, pero no lo soy.
—¿Puedes demostrarlo?
—Llama al Secretario del Partido Municipal o al intendente, o al jefe de policía, o al Procurador y pregúntales si conocen a un investigador criminal con el nombre de Ding Gou’er.
—¿Un investigador criminal? —El viejo revolucionario no pudo contener la risa—. ¿De dónde han sacado a una mierda de investigador criminal como tú?
—Una mujer me ha arruinado la vida —dijo Ding Gou’er. Tenía la intención de reírse de sí mismo, pero nada más admitirlo en voz alta sintió unos pinchazos en el pecho. Cayó de rodillas enfrente del puesto de wantán y empezó a darse golpes en la cabeza, que ya estaba llena de sangre, con los puños que también estaban bañados en sangre, y gritó—: ¡Ha acabado conmigo una mujer, una mujer que se acostaba con un enano…!
El viejo revolucionario se acercó a él, le clavó la pistola en la espalda y le ordenó:
—¡Levanta el culo!
Ding Gou’er miró hacia arriba y vio entre sus lágrimas la cabeza alargada y oscura del viejo revolucionario, como si estuviera viendo a un amigo de toda la vida, como si mirara con subordinación a su superior o lo que mejor encaja de todo, como un hijo que ve a su padre por primera vez en años. Devastado por fuertes emociones se agarró a las piernas del viejo revolucionario y dijo:
—Viejo, soy un inútil saco de mierda y una mujer me ha arruinado la vida.
El viejo revolucionario tiró del cuello de Ding Gou’er para ponerlo de pie. Sus ojos diminutos y brillantes se clavaron sin piedad en el hombre desdichado en el transcurso que se fumaba una pipa; a continuación escupió en el suelo, sacó la pistola de la funda y se la tiró a los pies del investigador. Luego se giró y se marchó de manera arrogante, sin ni siquiera soltar un gruñido. El perro enorme y amarillo le siguió, sin tampoco gruñir siquiera; su pelaje húmedo brillaba como un abrigo hecho de diminutas perlas.
El vendedor ambulante de wantán puso la bala al lado de la pistola, recogió su puesto, apagó la lámpara de aceite, cargó todo el tenderete al hombro y se marchó sin hacer ruido.
De pie y paralizado en mitad de la oscuridad, Ding Gou’er observó la espalda del vendedor de wantán alejarse hasta que lo único que pudo ver fue el parpadear de su lámpara de aceite que desprendía una luz amarilla tenue, como el último destello de esperanza. La copa del árbol de cola francés que estaba encima de su cabeza evitó que le cayeran las gotas de lluvia encima. Ahora que estaba solo, el sonido del viento contra las ramas hacía un estruendo más grave y ensordecedor. En un estado de completa estupefacción consiguió no perder el equilibrio y quedarse de pie. Tuvo la sangre fría de coger su pistola. El aire de la noche era frío y húmedo, le picaba todo el cuerpo, y actuaba como un extraño en una tierra extraña; sintió que su día del Juicio Final había llegado.
La mirada amenazadora de los ojos del viejo revolucionario hizo evidente que estaba convencido de que Ding Gou’er no era una persona decente. El investigador sintió la necesidad de desahogarse con el viejo. ¿Qué fuerza humana había hecho que el investigador pasara de ser en tan poco espacio de tiempo de un hombre tan fuerte que puede comerse clavos ardiendo a un perro callejero y sarnoso que ha perdido su alma? ¿Y era posible que una mujer de aspecto normal y corriente pudiera poseer tal fuerza? La respuesta era no, así que echarle toda la culpa a ella era injusto. Estaba pasando algo misterioso y el viejo que patrullaba la noche con su perro estaba en el núcleo de tal misterio. Sintió que esa cabeza alargada y vieja sabía algo, por lo que Ding Gou’er decidió ir a buscarle.
Puso en marcha sus piernas, que se habían vuelto rígidas, siguiendo la dirección que habían tomado el viejo y su perro. A lo lejos se oía el sonido de los camiones nocturnos atravesando el puente de acero, el continuo clang, clang que aumentaba el misterio de la noche. El camino era ascendente y descendente, y en una de las empinadas subidas se sentó en el borde y se dejó caer. Cuando levantó la vista vio una montaña de ladrillos rotos iluminada por un halo de luz de una farola de la calle. Una capa blanca de escarcha cubría la montaña. Si daba unos pocos pasos más llegaría junto a una vieja verja. La luz de la ventana de una almena iluminaba una puerta de hierro muy pesada y una placa blanca en donde se revelaban unas letras de color rojo:
«Cementerio de mártires de la Tierra del vino y los licores».
Ding Gou’er se apresuró a la entrada y se agarró a las larguísimas barras de acero de la verja, como un preso en una cárcel; eran lo bastante pegajosas como para arrancarte la piel de las manos. El perro grande y amarillo corrió a la puerta, ladrando frenéticamente, pero Ding Gou’er se mantuvo firme. Luego la voz alta y rasposa del viejo revolucionario emergió del otro lado de la almena; el perro dejó de ladrar y de dar saltos, después bajó la cabeza y meneó el rabo. El viejo revolucionario apareció delante de Ding Gou’er con la escopeta sobre el hombro, con su abrigo con los botones de latón y luciendo sus emblemas de superioridad y autoridad.
—¿Para qué demonios has venido aquí? —le preguntó enfadado el viejo.
—Para investigar un asunto muy serio.
—¿Cuál es ese asunto tan serio?
—Una panda de dignatarios caníbales están cocinando y comiendo niños.
—¡Los mataré a todos!
—No vayas tan rápido, viejo. Déjame pasar y que te cuente toda la historia.
El viejo revolucionario abrió una pequeña puerta lateral de la entrada.
—Cuélate por aquí —dijo.
Ding Gou’er vaciló, porque había visto unos cuantos pelos amarillos pegados en la esquina y temía no caber por el hueco.
—¿Vas a entrar o no?
Ding Gou’er se dobló y se deslizó por la pequeña entrada.
Cuando Ding Gou’er siguió al viejo revolucionario a la caseta de vigilancia se acordó de la garita en la mina del Monte Luo y del guarda con la mata de pelo fosco y alborotado.
Esta caseta de seguridad estaba muy iluminada, las paredes eran de un blanco niveo. Una cama hecha de ladrillo con un sistema interno de calefacción ocupaba la mitad del espacio de la habitación; una pared, tan ancha como la cama, separaba esta de una cocina en la que descansaba un wok. Unas ramas de pino evitaban que el fuego rugiera y llenaban el aire con su fragancia.
El viejo revolucionario se descolgó la escopeta del hombro y la puso en la pared, se quitó el abrigo y lo lanzó a la cama, entonces se frotó las manos y dijo:
—Quemar leña y dormir en una cama caliente es mi privilegio número uno. —Miró a Ding Gou’er y preguntó—. ¿Después de décadas haciendo la revolución y de siete u ocho cicatrices del tamaño de un cuenco de arroz por todo el cuerpo, no crees que es lo mínimo que me merezco?
El investigador criminal estaba más tranquilo y tan relajado por el calorcito de la habitación que le entraron ganas de dormir. Ding Gou’er contestó:
—Sí, por supuesto que te lo mereces.
—Pero el hijo de puta del jefe de sección Yu quiere que queme acacia en lugar de pino. He hecho la revolución desde que tengo uso de razón, hasta me han disparado en la polla los capullos de los japoneses —nunca pude tener hijos o nietos que siguieran mi estirpe— así que ¿dónde está el problema en quemar un poco de pino a mi edad? Ya tengo ochenta años, por lo que ¿cuántos pinos puedo quemar en los años que me quedan? ¡Qué lo sepas, si el rey del Cielo viniera a la Tierra no conseguiría que dejara de quemar pinos! —Agitó los brazos y babeó; el viejo se estaba alterando cada vez más—. ¿Qué acabas de decir? ¿Algo de que unos hombres se comen a los niños? ¿Caníbales? ¡Son peor que los animales! ¿Quiénes son? ¡Mañana mataré hasta el último de ellos! Les dispararé primero y luego pasaré el informe. En el peor de los casos ganaré uno o dos deméritos. ¡He matado cientos de personas en mi vida, y todos ellos eran malas personas —traidores, contrarrevolucionarios, invasores— y ahora que soy viejo es hora de matar a unos cuantos caníbales!
A Ding Gou’er le picaba todo; su ropa apestaba a ceniza mojada.
—Es por eso por lo que estoy aquí, para investigar este caso —le contestó.
—¡No hay nada que investigar! —el viejo revolucionario rompió a reír socarronamente—. ¡Hay que encontrarlos y matarlos de un tiro! ¡No hay que investigar una mierda!
—Abuelo, hoy en día vivimos bajo un sistema legal. No puedes ir por ahí disparando a la gente así porque sí.
—Entonces continúa con tu investigación. ¿Qué demonios haces paseándote por aquí? ¿Qué le ha pasado a tu conciencia? ¿Qué ha pasado con tu motivación en el trabajo? ¡El enemigo está por ahí fuera comiendo niños y tú estás aquí bien calentito! ¡Apuesto a que eres un trotskista! ¡Un miembro de la burguesía! ¡Un partidario del imperialismo!
Esta inundación de invectivas que le lanzó el viejo revolucionario sacó a Ding Gou’er de su estupor y distracción y, como si le hubieran salpicado sangre de perro en la cara, se le encendió el pecho y sintió un oleaje de calor. Se rasgó la ropa hasta que se quedó ahí de pie desnudo, con la excepción de sus zapatos raídos. Se agachó enfrente de la estufa, removió el fuego de dentro y añadió ramas de pino, lo que levantó un humo blanco con un fuerte aroma. Entonces estornudó y la sensación fue agradable. Puso su ropa sobre la montaña de leña y la acercó al fuego para que se secara; chisporroteaba como la piel apestosa de un burro a la brasa. El fuego también le calentó su cara descubierta, lo que hizo que le escociera y le picara a la vez. Cuanto más se rascaba y se frotaba la cara mejor se sentía.
—¿Tienes la jodida sarna? —le preguntó el viejo revolucionario—. Yo la tuve una vez por dormir en un pajar. Toda la unidad la pillamos. ¿Que si picaba? Nos rascamos y nos frotamos hasta que nos hicimos sangre. No sirvió de nada. Hasta los malditos intestinos nos picaban y por aquel entonces ya no éramos una unidad de lucha. Perdimos hombres. El ayudante del jefe de la Cuadrilla 8 tuvo una gran idea. Compró unas cebollas y ajo, hizo una masa con ello, luego le añadió algo de sal y vinagre y nos lo restregó por el cuerpo. Ardía como mil demonios pero nos calmó el picor de la piel; fue muy gustoso, como un perro que se rasca las pelotas. ¡Nunca he sentido algo tan placentero! Todos esos ácaros se fueron así sin más con un remedio casero. Si te pones malo, el gobierno cuida de ti. Así es como funciona. Yo luché por la revolución, así que por ley tienen que cuidar de mí…
El investigador notó cierto rencor y reproche en el tono del viejo revolucionario, que había vivido un historial de penurias y un gran sufrimiento. Lo que se suponía que había sido una oportunidad para desahogarse había provocado una letanía de quejas por parte del viejo veterano. Triste y desilusionado, Ding Gou’er empezó a darse cuenta de que nadie puede realmente salvar a nadie, que todo el mundo tiene sus propios problemas, y que hablar sobre ellos no ayuda; la barriga del hombre hambriento sigue igual de vacía, la boca del hombre que tiene sed sigue igual de seca. Aireó la ropa, sacudió el barro seco y se vistió. El tejido ardiendo le calentó el cuerpo y le transportó al Séptimo Cielo. Pero ahora que estaba adormilado y envuelto en tal bienestar, su sufrimiento espiritual aumentó, sobre todo en el momento en el que le vino a la mente la imagen de la camionera desnuda en la cama con ese jorobado de piernas arqueadas y con cuerpo de niño, nítida como el día y tan real como una película, como si lo estuviera viendo en este momento a través de la mirilla de una cerradura. Cuanto más alargaba esa imagen en su mente dormida más real se hacía, y más rica. La camionera tenía la piel dorada de un pez, cubierta de un mucus grasiento y resbaladizo que desprendía un olor sutil no muy agradable. Yu Yichi, ese diminuto sapo verrugoso, la manoseaba con sus patas palmeadas, con espuma asomando en las comisuras de su boca a la vez que croaba y croaba… El corazón de Ding era como una hoja sacudida por el viento; cuánto deseaba poder rasgarse el pecho, sacarse de cuajo el corazón y lanzárselo a ella a la cara. «¡Puta, puta, puta asquerosa!». Podía visualizar con total claridad la siguiente imagen: El investigador Gou’er, majestuoso como una estatua esculpida del mármol más puro, da una patada a la puerta de color crema con la punta de su zapato de cuero. Enfrente de él hay una cama, una cama solitaria sobre la que están sentados la camionera y Yu Yichi —él rueda por la cama como un sapo, con la tripa cubierta de horrorosos puntos rojos—. Yu Yichi se levanta, encogido del miedo y se pega al borde de la pared: tiene el cuerpo de un niño, parece jorobado, tiene las piernas arqueadas, la cabeza enorme, los ojos blancos, la nariz torcida, sin labios, los dientes amarillos con grandes huecos, una boca como un agujero negro que desprende una fetidez ulcerosa, unas orejas que se mueven nerviosamente, grandes, resecas, casi transparentes de lo finas y ligeramente amarillas, unos brazos de mono negros que casi llegan al suelo, pelo grueso por todo su cuerpo, unos pies que parecen los de un ser mutante, con más dedos de lo normal, sin mencionar su pene negro como la tinta de un calamar. Ding Gou’er, que parecía haber entrado en trance, dijo en voz alta: «¿Cómo es posible que te acostaras con una criatura tan horrorosa como esa?».
El investigador, incapaz de contenerse a sí mismo, aulló de manera estridente y prolongada.
—¿Qué has dicho? ¿Qué demonios has dicho? —preguntó el revolucionario Viejo Qiu—. El perro grande y amarillo empezó a ladrar.
Entonces la imagen se vuelve más nítida que nunca: la camionera grita asustada y de un tirón cubre su cuerpo desnudo con la manta —tal y como ves en las películas todo el tiempo—; bajo la manta su cuerpo se mueve y en ese momento él pone los ojos en las curvas que tan bien conoce… En su cuerpo voluptuoso… firme… de olor dulce… Siente como si diez mil flechas atravesaran su corazón, una pena que no había conocido antes —una luz azulada centellea delante de los ojos de Yu Yichi, tiene la cara del color del acero, marcadas arrugas, una sonrisa sarcástica, la piel gélida como el hielo—. Entonces levanta la pistola, desliza el dedo por el seguro del arma, agita la pistola ligeramente en el aire, la gira con destreza, apunta con cuidado y ¡pum!, es una gran explosión y el espejo que está detrás de la cabeza de Yu Yichi se desintegra, lo que provoca que una lluvia de trozos de cristal inunde el suelo —Yu Yichi se queda muerto de miedo en el suelo, luego el investigador enfunda su pistola y se da la vuelta sin mencionar una palabra— No eches la vista atrás, piensa —y sale de la taberna Yichi con grandes zancadas—. Perdóname, perdóname, grita ella arrodillada en el suelo, envuelta en las sábanas de la cama —No eches la vista atrás, se repite una y otra vez— mientras que él camina por la calle empapada de los rayos de sol de la Tierra del vino y los licores, entre multitud de personas que le miran fijamente con una mezcla de admiración y miedo; hombres y mujeres, jóvenes y viejos; entonces se fija en que una de las señoras es exacta a su madre; tiene lágrimas en los ojos, sus labios demacrados tiemblan. «Hija —dice—, hija mía». Una chica con un vestido blanco virginal se abre paso entre la multitud; sus ojos, con unas gruesas pestañas, brillan por las lágrimas, su pecho arqueado y casi sin aire se abre paso entre la gente con el hombro, entre la compacta multitud, a la vez que grita con una voz triste pero dulce: «Ding Gou’er, Ding Gou’er», pero Ding Gou’er no se gira para mirarla; mantiene la vista al frente, camina dando zancadas con pasos firmes y rotundos, se dirige a la luz solar, hacia la puesta de sol colorida y brillante, hacia delante, hasta que desaparece a lo lejos con la rueda roja del sol…
El viejo revolucionario apoya la mano sobre el hombro de Ding Gou’er. El investigador, que se había fundido con el sol, tembló a la vez que forcejeó para recuperar la consciencia. Le latía el corazón; las lágrimas de un héroe trágico manaban de sus ojos.
—¿Qué maldito demonio te ha poseído? —le preguntó malhumorado el viejo revolucionario.
El investigador, avergonzado, se secó rápidamente las lágrimas con la manga de la camisa y se rio con nerviosismo.
Después de su fantasía turbulenta sintió como si de repente le hubieran aparecido unas grietas en el pecho, consecuencia de la melancolía que residía en él, mientras que su cerebro, exhausto, parecía aplastarle las ideas al son de un fuerte zumbido en los oídos.
—Parece que tienes un jodido resfriado —dijo el viejo revolucionario—. ¡Tienes la cara tan roja como el culo de un mono!
El viejo revolucionario metió la mano debajo de su cama y sacó una botella de licor con una etiqueta roja. La sacudió delante de los ojos de su invitado.
—Esto servirá. El alcohol matará el virus y acabará con el veneno de tu cuerpo. El alcohol es una buena medicina, te curará lo que te esté enfermando. De las cuatro veces que crucé el mar Rojo con Mao Zedong, dos de ellas pasamos por el pueblo de Maotai. Pero la última vez tuve que retirarme porque cogí malaria, así que me escondí en una destilería. Cuando «los bandidos espías» del Kuomintang[11] abrieron fuego fuera de mi escondite, yo estaba temblando. ¡Bebe, acabará con el miedo!, pensé. Así que glu, glu, glu. Me bebí tres copas, una detrás de otra. Bien, no sólo me calmó sino que me dio el coraje necesario además de acabar con mis temblores. Cogí una madera, salí corriendo de la destilería y pegué a los dos espías hasta la muerte. A continuación cogí uno de sus rifles, salí corriendo y alcancé a las tropas de Mao. Entonces Mao Zedong, Zhu De, Zhou Enlai y Wang Jianxiang bebían Maotai. Cuando Mao lo bebía su mente era tan afilada como una navaja y se llenaba de estrategias. Si no hubiera sido por eso, hubiesen aniquilado fácilmente a su reducido grupo de hombres. Por lo tanto el licor Maotai jugó un papel fundamental en la revolución china. Seguro que pensabas que lo eligieron como nuestro licor nacional de chiripa ¿no? ¡Claro que no, era para conmemorarlo! ¡Y después de toda una vida haciendo la revolución deberían dejarme beber un poco de Maotai! El hijo de puta del jefe de sección Yu quiere quitarme mi suministro y cambiármelo por ¿cómo se llama? «Semental de crin roja». ¡Bien, pues se lo puede meter por el culo a su abuela!
El viejo revolucionario vertió algo de licor en una taza de cerámica desconchada, echó la cabeza para atrás y se la bebió de un trago.
—Ahora es tu turno —dijo—. Genuino Maotai, bébete hasta la última gota. —Al ver lágrimas en los ojos de Ding Gou’er, el viejo dijo con desdén—: ¿Tienes miedo? Sólo los chaqueteros y los traidores tienen miedo de beber, miedo de emborracharse y decir la verdad o divulgar secretos. ¿Eres un chaquetero? ¿Un traidor?, ¿es eso? ¿Entonces por qué tienes miedo a beber? —Dio otro trago, el licor borboteaba a la vez que caía como una cascada por su garganta—. ¡No te preocupes, no te voy a obligar! ¡Supongo que pensabas que no me costaba nada conseguir Maotai! Pues bien, la sección trotskista Yu no me quita el ojo de encima. ¡Un ave fénix corre más peligros en la tierra que una gallina y un tigre en una llanura a merced de los perros!
Ding Gou’er encontró el buqué del licor irresistible y pensó que los momentos emotivos están hechos para beber un buen licor. Le quitó la taza al viejo revolucionario, se la puso en los labios, cogió aire, y mandó un buen trago de licor a su estómago. Un ramillete de flores de loto rosas brotó enfrente de sus ojos, esparciendo una luz estimulante en la calima de alrededor. Era la luz del licor Maotai, la esencia del Maotai. En esta centésima de segundo vio cómo el mundo se volvía increíblemente bonito, incluido el Cielo y la Tierra y los árboles y la nieve virgen se fundían sobre la cima del Himalaya. Con una risa de satisfacción el viejo cogió de vuelta su taza y la rellenó; el licor borboteaba mientras caía del cuello de la botella, lo que hacía que le pitaran los oídos y que se le hiciera la boca agua. La cara del viejo revolucionario estaba cubierta de una benevolencia indescriptible. Mientras Ding alargaba la mano, se oyó a sí mismo decir: «Dámelo. Quiero más». El viejo revolucionario daba saltos alrededor de él, tan ágil como un jovencito.
—No te voy a dar más —bramó—. Es demasiado difícil de conseguir.
—Has sido tú el que has despertado la serpiente de la glotonería en mí, así que ¿por qué no quieres darme más?
El viejo revolucionario se bebió otro trago. Muy enfadado, Ding agarró la taza, con el dedo del hombre todavía firme en el asa. Deseaba oír el sonido de sus dientes contra la cerámica pero, debido al forcejeo, sintió que se le humedecía la piel; unas gotas del licor frío le calaron la mano. Su enfado crecía a medida que forcejeaba con el viejo revolucionario por la taza. De repente recordó una llave que le habían enseñado sus compañeros. Con la pantorrilla doblada hacia atrás te impulsas y golpeas la ingle de tu enemigo. Cuando oyó al viejo revolucionario gritar y apartarse de él, la taza por fin pasó a estar en su poder. Con impaciencia vertió el líquido en su garganta. Como todavía quería más buscó la botella alrededor, que yacía a un lado en el suelo, como un joven hermoso herido de guerra. De repente le invadió una pena inconsolable, como si de alguna manera hubiera sido él quien había matado al joven. Cuando quiso doblarse para coger la botella de cristal blanquecino con la faja roja —para ayudar al joven hermoso a ponerse de pie— de manera inexplicable se dejó llevar y se puso de rodillas sin quitar el ojo de la botella. Entonces el joven hermoso rodó hasta la esquina de la pared, donde se enderezó y empezó a crecer, cada vez más, hasta que llegó a medir más de un metro. De repente paró de crecer. Él sabía que lo que tenía delante de sus ojos era el alma del licor —el alma del licor Maotai— que estaba de pie en la esquina, sonriendo al investigador. Saltó para agarrarla, pero sólo consiguió darse un golpe en la cabeza con la pared.
El investigador estaba aturdido, la habitación le daba vueltas y sintió que una mano fría le agarraba por el pelo. Adivinó que era la mano del viejo revolucionario. Ding sintió que le estaba arrancando el cuero cabelludo; el viejo le estaba levantando con una sola mano y el cuerpo del investigador pendía sin vida, como las tripas de un cerdo, y rozaba ligeramente el suelo —que estaba frío y resbaladizo—. Ahora el viejo le estaba enderezando y le iba a soltar, pero sabía que en el segundo en el que lo hiciera las tripas de cerdo caerían de golpe al suelo, chorreando. Cuando por fin le soltó se giró y se quedó cara a cara con el viejo revolucionario. Vio que la sonrisa malévola del hombre se había convertido en una mirada fría y amenazante. La naturaleza cruel de las contradicciones del proletariado y de la lucha de clases se hacía evidente.
—¡Tú, hijo de puta contrarrevolucionario, te doy licor y me lo devuelves con una patada en los huevos! Eres peor que un perro. Si un perro se bebe mi licor al menos menea el rabo para mostrar gratitud. —El viejo revolucionario le escupió al hablar, lo que provocó que a Ding Gou’er le escocieran tanto los ojos que gritó del dolor; dos patas grandes de repente aterrizaron en sus hombros. El perro del viejo tenía la boca en su cuello, su pelaje áspero se le clavaba en la piel. De manera involuntaria su cuello se encogió entre los hombros, como una tortuga asustada. Sintió el calor del aliento del perro y la peste que desprendía. Le volvió el sentimiento de que su cuerpo no era más que las tripas de un cerdo y el terror invadió su corazón. Los perros se comen las tripas de cerdo como un niño sorbe fideos de arroz. Muerto del pánico soltó un grito agudo, antes de que todo fundiera a negro.
Pasó un lapsus de tiempo que el investigador no supo calcular; creyó que el perro le había cegado, pero cuando abrió los ojos se alegró de que todo estuviera de nuevo iluminado. Las imágenes se extendían como el sol cuando se abre entre las nubes y luego —bang—, de repente, la caseta de seguridad del Cementerio de mártires volvió a clavarse en sus ojos. Vio al viejo revolucionario sentado bajo una lámpara limpiando su escopeta de doble cañón, absorto en su tarea, realizando movimientos con meticulosidad y seriedad, como un padre dando un baño a su único hijo. El perro de caza de rayas estaba recostado delante de la estufa, su hocico descansaba sobre una pila de ramas de pino, mientras miraba a las llamas doradas que desprendían ese olor dulce, con aspecto pensativo, como un profesor de Filosofía. ¿Qué estaría pensando? El investigador estaba maravillado con el perro, que estaba inmerso en un pensamiento profundo. El animal miraba las llamas como si estuviera hechizado, él miraba al perro como si estuviera en trance. El retablo del interior de la cabeza del perro —algo que no había visto antes— empezó a tomar forma en su propia cabeza, acompañado de una música extraña pero increíblemente conmovedora, como nubes en movimiento. Se emocionó hasta lo más profundo de su alma, tenía un dolor punzante en la nariz, como si le hubieran dado un puñetazo. Dos hilos de lágrimas se materializaron en sus mejillas.
—No hay nada que hacer contigo, ya veo —dijo el viejo revolucionario a la vez que le inspeccionaba—. Le quitamos la presa a los tigres y a los lobos y todo lo que conseguimos son gusanos.
Una vez más se secó los ojos con la manga y le contó su caso:
—Abuelo, una mujer me ha arruinado la vida…
Con una mirada de desilusión el viejo revolucionario se puso su pesado abrigo, se colgó la escopeta al hombro y le dijo a su fiel compañero:
—Perro, vamos a hacer nuestras rondas y a dejar a este infeliz desgraciado con sus lágrimas.
El perro se puso de pie perezosamente, le lanzó una mirada de lástima al investigador y siguió al viejo revolucionario fuera de la garita. Las bisagras de la puerta se cerraron de golpe, pero no antes de que corriera un viento húmedo y helador de la noche, que le hizo temblar enseguida. Soledad y miedo.
—Esperadme —gritó Ding Gou’er, a la vez que abría la puerta y salía en su búsqueda.
La luz eléctrica de la entrada los transformó en unas figuras misteriosas. De repente empezó a caer una lluvia fría, el sonido era más fuerte y compacto que nunca, seguramente porque había entrado la noche. En lugar de salir andando por la puerta principal, el viejo revolucionario se dirigió hacia el centro del cementerio, directo a la oscuridad brillante. El perro estaba detrás de él, un segundo más tarde él estaba detrás del perro. Durante un tiempo la luz eléctrica hizo posible discernir las sombras de los cipreses esbeltos que parecían pagodas y que delimitaban el camino estrecho de baldosas; pero al poco desaparecieron en la oscuridad convergente. Ahora sabía lo que significaba no ser capaz de verse los dedos enfrente de su cara. Y cuanto más oscura se hacía la noche, más fuerte era el sonido de las gotas de lluvia, del vaivén de los árboles; esa imagen caótica e intensa primero llenó su mente de confusión, luego se vació. Sólo por los sonidos y los olores era capaz de ser consciente de la existencia del viejo revolucionario y su perro amarillo. La oscuridad es tan pesada y opresiva que puede aplastarte. Atrapado entre las garras del miedo el investigador podía detectar el olor de las tumbas de los mártires escondidas entre los pinos y los cipreses esmeralda. En su mente estos árboles eran centinelas que estaban ahí de pie, echados hacia delante en posición de ataque, con sonrisas maléficas y maldad en sus corazones; los espíritus de los valientes estaban sentados en las tumbas repletas de hierbajos a los pies de los árboles. El terror le espabiló y cogió la pistola, tenía la mano bañada en un sudor frío. Un chillido extraño rasgó la oscuridad, seguido de un aleteo que pasó de largo. Un pájaro, pensó, ¿pero qué clase de pájaro? ¿Un búho tal vez? El viejo revolucionario tosió; el perro ladró. Los dos sonidos, bien anclados en el mundo de los mortales, devolvieron al investigador la seguridad y el bienestar; Ding tosió, fuerte, e incluso él percibió lo estruendosa que fue su tos. El viejo revolucionario se debe de estar riendo de mí en mi cara, asumió. Y lo mismo debe estar haciendo su perro filosófico. Vio dos luces verdes en mitad de-la oscuridad, y si no hubiera sabido que era un perro hubiese jurado que eran los ojos de un lobo o de una rata. Ding empezó a toser, de manera incontrolable, cuando un destello de luz le cegó. Se tapó los ojos con la mano y abrió la boca para protestar, justo en el momento en el que la luz se movió en otra dirección e iluminó una lápida blanca labrada. Parecía que acababan de pintarle las letras de un rojo chillón, pero el rojo le nubló la visión y no fue capaz de leerlas. La luz se fue de manera tan abrupta como llegó; seguía viendo manchas enfrente de sus ojos y su cerebro estaba bañado de rojo, como el fuego abrasador de la estufa con madera de pino en la garita de seguridad. Cuando la escandalosa tormenta paró de repente oyó la respiración pesada del viejo revolucionario y un ruido que casi le mata del susto. Durante unos segundos se preguntó qué podía haber causado ese sonido, aunque en realidad le daba lo mismo. Todo lo que importaba era que desde el instante en el que la luz iluminó la lápida del mártir sintió una enorme ola de coraje abordar su cuerpo; acabó con los celos, la debilidad y el nerviosismo. Se sentía como el vodka o como un semental que galopa por una estepa. Y se sentía como el coñac, fuerte y libre, aventurero, audaz, como un español adicto al peligro de torear. Como si se hubiera comido un puñado de chiles o hubiera hincado los dientes en una cebolla, roído un ajo de piel morada, masticado un jengibre seco, o como si se hubiera tragado un bote entero de pimienta negra. Se sentía como aceite que se vierte en el fuego, como flores en un brocado; su espíritu se elevó como la cola llena de plumas de un gallo —un verdadero cóctel de emociones— mientras cogía su pistola de servicio, que era tan refinada como el «Licor de la mejor levadura», y salió a toda prisa. Dio zancadas tan amenazadoras como la grappa barata, como si en un cerrar de ojos pudiera estar de vuelta en la taberna Yichi, donde daría una patada a la puerta de jade blanco, levantaría la pistola, apuntaría a la camionera, que debería estar sentada en el regazo del enano Yichi y pum, pum, les volaría la cabeza. Esa secuencia de eventos se desarrollaría como el famoso «Vino cuchillo»: con un sabor fuerte, dulce, denso y ácido, y bajaría por la garganta igual que un cuchillo de hoja afilada que corta una cuerda enmarañada.