«Clases de cocina»

Li Yidou

Antes de que mi suegra se volviera loca era de una belleza elegante. Hubo un tiempo en el que me resultaba hasta más joven, más guapa y más sexy que su hija, es decir, mi mujer. Entonces mi mujer trabajaba en la columna especial del Diario de la Tierra del vino y los licores, en donde publicó unas entrevistas en exclusiva que despertaron fuertes reacciones. Mi mujer era muy delgada y de tez oscura, su pelo era fosco y rubio, su cara era de un marrón oxidado y le apestaba el aliento a pez hediondo. Por el contrario mi suegra estaba rellenita, su piel era blanca y suave, su pelo tan negro que parecía gasolina y su boca emitía, durante todo el día, un aroma a barbacoa. La asombrosa diferencia entre mi mujer y mi suegra, cuando las comparaba, me recordaba a la lucha de clases. Mi suegra era como la concubina bien cuidada de un gran terrateniente mientras que mi mujer era como la hija mayor de un campesino extremadamente pobre. No es de extrañar que el odio entre ellas fuese tan profundo y que hiciera tres años que casi no se hablaban la una a la otra. Mi mujer prefería dormir en el periódico antes que volver a casa. Cada vez que iba a ver a mi suegra, mi mujer se ponía histérica y me insultaba unas cosas que es mejor no dejar por escrito; parecía que estuviera visitando a una prostituta en vez de a su propia madre.

Para ser sincero, en aquel tiempo sí que albergaba vagas fantasías sobre la belleza de mi suegra, pero estos pensamientos perversos estaban bien sujetos, con miles de cadenas de acero y no había ninguna posibilidad de que se hicieran realidad. Pero por aquel entonces los insultos de mi mujer eran como un fuego abrasador y las cadenas se fundían. Así que un día me encaré con ella.

—Si me acabo acostando con tu madre será culpa tuya.

—¿Qué? —preguntó enfurecida.

—Si no lo hubieras insinuado nunca habría considerado la posibilidad de que alguien pudiera hacer el amor con su propia suegra —dije con maldad—. La única diferencia entre tu madre y yo es la edad. No somos parientes de sangre. Además, hace poco que tu periódico ha publicado un artículo muy interesante sobre un joven en Nueva York llamado Jack que se ha divorciado de su mujer y se ha casado con su suegra.

Mi mujer soltó un chillido, se le pusieron los ojos en blanco y se desmayó. Con rapidez le volqué un cubo de agua fría encima y le clavé entre el labio de arriba y la nariz, y entre el dedo gordo y el índice, un clavo oxidado. Finalmente, después de media hora, volvió en sí. Con la mirada fija se tiró en el suelo, como un leño seco y tieso. La desesperación de su mirada me provocó escalofríos. Las lágrimas llenaban sus ojos y se deslizaban hacia las orejas. En este momento, pensé, lo único que puedo hacer es disculparme con todas mis fuerzas.

Pronuncié su nombre de manera cariñosa, reprimí las arcadas y besé su boca nauseabunda y apestosa; al mismo tiempo el doctorando pensó en la boca de su suegra, que siempre olía a barbacoa. Ningún dulce se podía comparar con dar un sorbo de brandy y besar a su suegra en la boca; sería como regar una buena barbacoa con un buen brandy. Aunque parezca mentira la edad no había minado la juventud de esa boca, que estaba húmeda y roja, incluso sin pintalabios, y su saliva era zumo de uva dulce. Los labios de la hija, en cambio, nunca estuvieron al nivel de la piel de esas uvas. Con un hilo de voz su mujer dijo:

—No me engañes. Sé que amas a mi madre, no a mí. Te casaste conmigo sólo porque te enamoraste de ella. Yo soy sólo soy su sustituta. Cuando me besas piensas en los labios de mi madre. Cuando haces el amor conmigo piensas en el cuerpo de mi madre.

Sus afiladas palabras eran como un cuchillo que despellejaba mi piel. Enfadado —le di una palmadita en la mejilla con suavidad y puse mala cara— dije:

—Te voy a dar un tortazo si sigues diciendo tantas tonterías. Estás dejando volar tu imaginación, son alucinaciones. La gente se moriría de la risa si te oyese. Y tu madre explotaría de la ira si supiera lo que estás diciendo. Soy Doctor en vinos y licores, un hombre serio y de prestigio entre los hombres. No importa lo vil que pueda llegar a ser, nunca soñaría con hacer algo que ni siquiera un animal se rebajaría a hacer.

Ella dijo:

—Sí, nunca lo harías pero lo deseas. Puede que nunca lo hagas en esta vida pero no vas a dejar de pensarlo ni un momento. Si no lo deseas durante el día, lo desearás durante la noche. Si no lo quieres hacer cuando estás despierto, lo querrás hacer en tus sueños. No lo querrás hacer mientras estés vivo, pero lo querrás hacer una vez muerto.

Me levanté y le dije:

—Me estás insultando, y a tu madre también, incluso a ti misma.

Ella dijo:

—No te atrevas a enfadarte. Aunque tuvieras cientos de bocas y esas cientos de bocas escupieran al unísono palabras dulces, nunca conseguirías engañarme. ¿Qué sentido tiene seguir así? ¿Seguir siendo sólo un obstáculo, que me menosprecies y sufrir? ¿Por qué no morir sin más? Eso solucionaría todo… Cuando muera vosotros dos podréis hacer lo que queráis. —Con sus pequeñas manos rechonchas, que parecían pezuñas de burro, se dio golpes en el pecho. Estaba tumbada boca arriba y todo lo que sobresalía de su pecho cóncavo eran dos pezones con forma de dátiles negros. Por otro lado, los senos de su madre eran grandes y turgentes como los de una jovencita, sin mostrar ninguna señal de estar caídos o marchitos. Incluso cuando llevaba puesto un jersey grueso de punto sus senos eran como dos montañas. La diferencia entre la figura de su suegra y de su mujer había empujado a este yerno al borde del abismo de la maldad.

—¿Cómo puedes echarme a mí la culpa? —Perdí el control de mí mismo y empecé a gritar—. No te culpo a ti. Me culpo a mí.

Ella extendió los puños y se rasgó la ropa con sus garras; los botones salieron disparados y enseñó el sujetador. ¡Dios mío! ¡Era como si una persona sin pies llevara puesto unos zapatos! La imagen de su pecho escuálido me obligó a apartar la vista. Dije:

—¡Ya es suficiente! Para ya con esta locura. ¡Aunque estuvieras muerta seguiría estando tu padre de por medio!

Ella se apoyó con las manos y se recostó, a la vez que sus ojos desprendían una luz aterradora.

—Mi padre no es un impedimento para gente como tú —dijo ella—. ¡A él no le importa otra cosa más que el licor, el licor y el licor! El licor es su mujer. Si mi padre fuera normal ¿por qué necesitaría preocuparme tanto?

—Nunca he visto a una hija tan cruel como tú —dije, impotente.

—Es por eso que te estoy suplicando que me mates. —Se puso de rodillas, se dio un golpe en la cabeza con el suelo y dijo—: Me arrodillo y te suplico, me doy golpes en la cabeza para implorarte. Por favor, mátame, Doctor en vinos y licores. Hay un cuchillo nuevo de acero en la cocina. Es tan afilado como el viento. Tráelo y mátame. Por favor, te lo suplico, mátame.

Levantó la cabeza y arqueó el cuello, que era fino y largo como el de una gallina desplumada; de un color violáceo, con la piel áspera, con tres lunares negros y unas venas hinchadas que latían con fuerza. Tenía los ojos en blanco, los labios flácidos y caídos, su frente estaba cubierta de suciedad, de la que caían unas gotitas de sangre y su pelo estaba tan enmarañado como el nido de una urraca. ¿Cómo podías llamar a esto una mujer? Pero ella era mi mujer y para ser sincero su comportamiento me horrorizaba. Después del horror viene la indignación y la repugnancia. Camaradas, ¿qué podía hacer? Ella esbozó una sonrisa malvada, su boca era como las llantas gastadas de un coche y tenía miedo de que estuviera perdiendo el juicio.

—Querida esposa —dije—, el dicho dice: «Cuando vives en pareja los sentimientos entre las dos personas son más profundos que el océano». Llevamos casados muchos años, así que ¿cómo iba a tener el valor de matarte? Mataría a una gallina, ya que al menos podría hacer una sopa. Pero si te matase me condenarían a muerte. No soy tan estúpido.

Con las manos sobre su propio cuello ella dijo con suavidad:

—¿De verdad que no vas a matarme?

—No, no lo voy a hacer.

—Creo que deberías hacerlo —dijo, arrastrando el dedo a través de su garganta, como si sujetara un cuchillo imaginario entre los dedos, más afilado que el viento—. Con un ligero toque, las venas de mi cuello se abrirían y sangre fresca y brillante saldría disparada como una fuente. Después de media hora no sería nada más que piel. Y luego —continuó, esbozando una sonrisa siniestra—, te podrías acostar con ese pequeño demonio que come niños pequeños.

—¡Jodidas gilipolleces! —maldije con ferocidad.

Camaradas, no fue fácil para mí, un estudioso educado y refinado, decir esas palabrotas. Ella me obligó a hacerlo. Estoy muy avergonzado.

—¡Me cago en tu madre! —maldije—. ¿Por qué debería matarte? ¿Por qué iba a hacerlo? Nunca me has aportado nada bueno, y encima ahora me vienes con esto. Te puede matar cualquiera, no me importa quién, con tal de que no sea yo.

Enfadado, me aparté de ella. «Puede que no sea capaz de entenderte —estaba pensando—, pero al menos me puedo ir de casa». Cogí una botella de «Semental de crin roja» y —glu, glu— lo dejé caer por mi garganta. Pero no me olvidé de observar sus movimientos por el rabillo del ojo. Vi cómo se ponía de pie vagamente, con una sonrisa en la cara, y caminaba hacia la cocina. Se me paró el corazón. Oí que el agua del grifo sonaba muy fuerte, me acerqué sigilosamente y vi cómo ponía la cabeza bajo el chorro de agua. Se agarraba a los bordes grasientos del fregadero, con el cuerpo doblado en un ángulo de noventa grados, con su trasero respingón, delgado y sin vida. El trasero de mi mujer era como dos tajadas de carne seca que ha sido cocinada durante treinta años. Nunca compararía estas dos tajadas de carne seca con el trasero almidonado de mi suegra. Pero con esta imagen en mi mente finalmente me di cuenta de que los celos de mi mujer no eran completamente infundados. El agua, blanca como la nieve, y obviamente fría, caía por su nuca y luego se estrellaba como olas espumosas en el suelo. Su pelo se había transformado en tiras de corteza de palmera cubierta de burbujas opacas. Ella estaba sollozando bajo el agua y sonaba como una gallina que se atraganta al comer. A mí me preocupaba que pudiera coger frío. Durante un momento fugaz sentí lástima de ella. Había cometido un grave crimen al atormentar a una mujer tan débil y esquelética como esta. Me acerqué a ella y le acaricié la espalda; estaba muy fría.

—Ya basta —dije—. No te tortures así. No tiene sentido hacer cosas que enfadan a nuestros amigos y alegran a nuestros enemigos.

Ella se puso enseguida derecha y me miró con chispas en los ojos. No dijo una palabra durante tres segundos que se hicieron eternos, lo que me asustó tanto que me di la vuelta. La vi coger del estante el radiante cuchillo recién comprado en la ferretería, trazarse medio círculo en el pecho, colocarse la cuchilla en el cuello y apretar.

Sin pensar me apresuré hacia ella, le agarré la muñeca y le quité el cuchillo de la mano. Me indignaba su comportamiento.

—Maldita sea, me estás arruinando la vida.

Clavé el cuchillo con fuerza en la tabla de cortar, enterrándolo al menos dos dedos en la madera; sacarlo requeriría mucho esfuerzo. Entonces di un puñetazo en la pared, que tembló mucho. Un vecino gritó: «¿Qué pasa ahí?». Yo estaba tan enfurecido como un leopardo de rayas doradas inquieto en su jaula.

—No puedo más. No puedo seguir viviendo así, joder. —Anduve de un lado a otro de la cocina una docena de veces, .y llegué a la conclusión de que no me quedaba otra que estar con ella. Divorciarme sería como cavar mi propia tumba—. Vamos a aclarar las cosas ahora mismo —dije—. Vamos a aclarar esto con tu madre y tu padre de una vez por todas. Cuando estemos con ellos le puedes preguntar a tu madre si alguna vez ha pasado algo entre ella y yo.

Ella se secó la cara con una toalla y dijo:

—Vamos. Si la gente como tú que comete incesto no tiene miedo de hablar de esto, obviamente yo no tengo nada que temer.

—Quien se niegue a ir es un huevo de tortuga —dije.

—Exacto. Quien se niegue a ir es un maldito huevo de tortuga.

Arrastrando y tirando el uno del otro caminamos hacia la Universidad de Destilación. En el camino nos topamos con una comitiva oficial que daba la bienvenida a unos oficiales extranjeros. Unos policías dirigían el paso montados en unas motos con un uniforme nuevo, gafas de sol negras brillantes y unos guantes blancos como la nieve. Dejamos de discutir durante un minuto y nos quedamos quietos como un par de árboles al lado la carretera. El penetrante hedor de los animales podridos se levantaba desde la cuneta. Mi mujer me apretaba el brazo con sus manos frías y húmedas, un poco asustada. Sonreí a la comitiva a la vez que sentía repugnancia por sus garras frías. Podía ver su dedo gordo, increíblemente largo, lleno de mugre verde bajo la uña. Pero no tenía el valor de apartarle la mano, dado que buscaba mi protección, igual que una persona que se está ahogando y grita auxilio. «¡Maldita sea!», maldije. Una mujer calva y vieja que estaba entre la multitud viendo la comitiva se apartó del camino, se giró y me miró. Llevaba puesto un jersey ancho con una fila de botones blancos de plástico en la parte delantera. Esos botones grandes y blancos de plástico me revolvieron el estómago, sentí que me devolvían a mi infancia, cuando tuve paperas y me vino a ver un médico que olía mal y que tenía una prominente nariz; llevaba una bata con unos botones blancos de plástico. Me tocó las mejillas con sus escuálidos dedos, parecían los tentáculos de un pulpo, y vomité. La cabeza gorda de la señora caía de manera pesada sobre sus hombros, su cara estaba completamente hinchada y los dientes eran amarillos como el latón. Cuando giró la cabeza para mirarme me estremecí. Estábamos a punto de irnos cuando se acercó a toda prisa hacia nosotros, con pasos remilgados. Resultó ser una amiga de mi mujer. Le cogió los brazos a mi mujer con cariño y los sacudió con fuerza; sacó pecho con suficiencia y parecía que iban a empezar a abrazarse y besarse. Era de la edad de la madre de mi mujer. Así que, naturalmente, pensé en mi suegra y en la mala suerte que tuvo al dar a luz a una hija como esta. Caminé solo hacia la Universidad de Destilación de la Tierra del vino y los licores. Quería preguntarle a mi suegra si había adoptado a mi mujer en un orfanato o si cuando nació unas enfermeras la cambiaron por otra en el hospital de maternidad. ¿Y qué se suponía que haría si era realmente el caso?

Mi mujer me cogió el paso. Se reía tontamente, como si se hubiera olvidado completamente de que se había tratado de cortar la garganta unos segundos antes. Entonces dijo:

—Oye, Doctor. ¿Sabes quién era esa señora?

Le dije que no lo sabía.

—Es la suegra del jefe de Sección Hu, del Departamento de Organización del Partido Municipal.

Resoplé.

—¿Por qué resoplas? —me preguntó—. Deja de mirar a la gente por encima del hombro y de considerarte a ti mismo la persona más lista del mundo. Quiero que sepas que voy a ser la directora de la Sección de Vida y Cultura del periódico.

—Felicidades —dije—. «La nueva directora de la sección Vida y Cultura. Espero que escribas un artículo y describas tu experiencia personal sobre las rabietas infantiles».

Ella se detuvo, paralizada por mi comentario.

—¿Una rabieta? Soy igual de buena que cualquier otra mujer de la faz de la tierra. ¡Si otra mujer supiera que su marido juega al ñaca ñaca con su suegra, ya habría puesto el grito en el cielo!

—Date prisa y diles a tu madre y a tu padre que te aclaren este tema —dije.

—Soy una completa estúpida —dijo ella, como si se acabara de despertar de un sueño—. ¿Para qué voy a ir contigo? ¿Para qué voy a ir y ver cómo tonteas con esa vieja? Puede que vosotros no tengáis la mínima decencia, pero yo sí. Hay más hombres en este mundo que pelos en la piel de una vaca, así que ¿por qué me iba a importar? Puedes acostarte con quien quieras. A mí ya me da lo mismo.

Se dio la vuelta y se marchó con indiferencia. Una ráfaga de viento otoñal sacudió la copa de los árboles y mandó hojas doradas al aire, en silencio, hasta que cayeron al suelo. Mi mujer caminaba entre la poesía del otoño; su espalda negra se acercaba de manera extraña a la idea de delicadeza. Sorprendentemente, su indiferencia despertó en mí la ligera sensación de que la había perdido. El nombre de mi mujer era «Belleza Yuan». Belleza Yuan y las hojas otoñales que caían del cielo formaban un poema lírico y melancólico, un buqué de vino, como el vino «General Lei» de la destilería Zhangyu de Yastai. La miré fijamente pero ella no se dio la vuelta. Personificaba el dicho de «caminar hacia el futuro sin mirar hacia atrás». En realidad deseaba que se diera la vuelta pero la futura directora de la sección Vida y Cultura del Diario de la Tierra del vino y los licores nunca lo hizo. Se iba de su lado para siempre hacia su nuevo puesto de trabajo. Directora «Belleza Yuan». Directora Yuan. Directora.

La espalda de la directora desapareció entre los edificios de paredes rojas y tejas blancas del Callejón de los mariscos, del que salió volando una bandada de palomas llenas de manchas en dirección al cielo. En él, tres globos grandes y amarillos iban a la deriva y arrastraban cintas de un color rojo brillante, que tenían escritas letras grandes y blancas. Un hombre estaba de pie aturdido en mitad de la calle. Era yo, el Doctor en vino y licores, Li Yidou. Li Yidou, no vas a tirarte en el asqueroso río Liquan, ¿o sí? No, ¿por qué iba a hacerlo? Se sentía fuerte e impasible, como el cuero curtido con hidróxido de sodio y sal de Glauber, de modo que ni se rasga ni se hace tiras. Li Yidou daba grandes zancadas hacia delante, con la cabeza bien alta, el pecho hacia fuera y en un instante estaba dentro de la Universidad de Destilación y se encontraba de pie enfrente de la puerta del despacho de su suegra.

Realmente necesitaba llegar al fondo de todo esto. A lo mejor tenía una aventura con mi suegra (quien a lo mejor ni siquiera lo era de verdad). Sería una gran experiencia en mi vida personal, de eso no había ninguna duda. Había una nota pegada en la puerta.

«La clase de cocina será en el laboratorio de la Sección Gourmet».

Había oído mil veces que mi suegra, con sus increíbles habilidades para la cocina, era la estrella de la Academia Culinaria, pero yo nunca la había visto dar clase. Li Yidou decidió asistir a la clase de su suegra, para ver la talla impresionante de su talento.

Caminé por la pequeña puerta de la parte de atrás de la Universidad de Destilación y entré en el campus de la Academia Culinaria. La fragancia del vino y el aroma de la carne penetraban en el aire. En el patio había muchas flores exóticas y árboles extraños, y me miraban a mí, al Doctor en vinos y licores, un ignorante en lo que se refiere a plantas. Una docena más o menos de agentes de seguridad vestidos con uniformes azules caminaban perezosamente por el patio de la universidad, pero cuando me vieron se animaron, como un perro que ve una presa. Sus orejas, como tortitas, estaban levantadas y unos mocos verdes asomaban por su nariz. Pero yo no tenía miedo de ellos ya que sabía que volverían a comportarse como antes en cuanto dijera el nombre de mi suegra. La estructura del campus era muy complicada, parecida al jardín de Suzhou. En medio del camino había una roca gigante de color amarillento, como el hígado de un cerdo, con una inscripción que ponía: «Las rocas apuntan al cielo». Después de que los agentes de seguridad del campus me dejaran pasar, deambulé hasta que encontré la Sección Gourmet. Pasé por una verja, luego por el maravilloso edificio en el que conservan la carne de niño, pasé por unas montañas y una fuente artificiales, la sala de adiestramiento de los pájaros exóticos y de los animales raros y al final pasé por una cueva oscura que me condujo a un lugar luminoso. Era un área restringida. Una chica me dio unas prendas de ropa. «Toma, ya que vas a grabar al profesor asociado», me dijo, porque me había confundido con un periodista de la televisión local. Cuando me estaba poniendo el sombrero con forma de cono me llegó un olor a sopa. Justo entonces la mujer me reconoció. «Tu mujer, “Belleza Yuan”, y yo íbamos a la misma clase en el instituto. En aquel entonces mis notas eran mucho mejores que las suyas pero ahora ella es una famosa periodista mientras que yo soy una mísera portera», dijo, abatida, mirándome a los ojos con rencor, como si fuera yo quien le hubiera truncado su futuro prometedor. Asentí con la cabeza como si le estuviera pidiendo perdón, pero su cara triste enseguida pasó de la pena a la soberbia. «Tengo dos hijos —dijo con arrogancia—, los dos son más listos que el hambre». Entonces le contesté ferozmente. «¿No piensas mandarlos a la Sección Gourmet?». Su cara se puso morada, y dado que lo último que quería en mi vida era tener que mirar a otra mujer con la cara enfurecida caminé hacia el laboratorio. Era capaz de oír cómo rechinaba los dientes a la vez que me insultaba:

«Algún día alguien te dará lo que te mereces, bestia caníbal».

El comentario de la portera me produjo unos pinchazos en el corazón. ¿Quiénes eran estas bestias caníbales? ¿Era yo una de ellas? Me acordé de lo que los dignatarios de la Tierra del vino y los licores habían dicho cuando nos sirvieron el plato gourmet: «Lo que estamos comiendo no es carne humana sino un plato preparado con una técnica especial». La creadora de este plato gourmet era mi hermosa suegra, que ahora estaba dando una clase a sus estudiantes en una amplia y bien iluminada sala de conferencias. Podía ver a lo lejos su cara redonda y grande, como la luna, que era tan suave y brillante como un jarrón chino.

Los periodistas además estaban grabando la clase. Uno de ellos, apellidado Qian, un tipo con la boca grande y cara de mono, era el director de la columna del periódico local. Una vez compartimos la misma mesa y tomamos unas copas entre el mismo grupo de gente. En este momento tenía una cámara encima del hombro y se paseaba de un lado a otro de la sala de conferencias. Su asistente era un tipo bajito, pálido y gordo que cargaba con los focos y arrastraba unos cables negros a la vez que seguía las órdenes de Quian. Tenía que colocar los focos, a veces apuntando a la cara de mi suegra, otras a la tabla de cortar que tenía enfrente de ella y a veces a los estudiantes que estaban concentrados en su clase. Encontré un sitio vacío y me senté; en ese momento sentí cómo se detenían en mí los preciosos ojos grisáceos y marrones de mi suegra durante un par de segundos. Ligeramente avergonzado agaché la cabeza.

Saltaron a mi vista dos palabras grabadas en mi pupitre: «Quiero follarte». Era como si lanzaran dos rocas en el mar de mi mente y crearan una gran oleada. Sentí cómo se me paralizaba el cuerpo; como una rana a la que le dan descargas eléctricas, mis extremidades temblaban, mientras que cierto miembro empezaba a erguirse… La conversación de mi suegra, bien estructurada y agradable, como un maremoto, me arrastraba cada vez más, envolvía mi cuerpo en una corriente cálida y enorme y despertaba en mí una secuencia de espasmos, fruto de la excitación, que subían y bajaban por mi espina dorsal, cada vez más rápido.

«… Queridos estudiantes, ¿os habíais dado cuenta de que dado el rápido desarrollo, consecuencia de las cuatro modernizaciones y la constante mejora en el estilo de vida de la gente, comer ya no es tan sólo una cuestión de rellenar los estómagos sino una cuestión estética? Por lo tanto, cocinar no es tan sólo una necesidad, sino un verdadero arte. Un gran chef hoy día necesita tener unas manos más habilidosas que un cirujano, un sentido de los colores mejor que un pintor, un olfato superior al de un perro y una lengua más sensible que una serpiente. Un chef encarna la mezcla de todas las artes. En consecuencia, el nivel de exigencia de lo que llamo los “comensales gourmet” está aumentando. Tienen un gusto caro, quieren cosas nuevas y desprecian las viejas, quieren una cosa por la mañana y cambian de opinión por la tarde. Es extremadamente difícil agradar a sus papilas gustativas. Pero nosotros tenemos que estudiar duro para crear nuevos platos que satisfagan sus necesidades. Esto está íntimamente relacionado con la prosperidad de la Tierra del vino y los licores y, por supuesto, con el futuro de cada uno de vosotros. Antes de empezar con la clase de hoy os quiero recomendar un plato especial y único».

Cogió un bolígrafo electrónico y escribió tres palabras en la pizarra magnética: «Ornitorrinco al vapor». Se giró de costado para no dar la espalda a los estudiantes mientras escribía, en una muestra de educación y gentileza. Entonces dejó el boli y apretó un botón de debajo del estrado, lo que provocó que una mampara se abriera lentamente, del mismo modo que un general aprieta un botón para que aparezca un mapa de guerra. Detrás de la mampara había un depósito de agua en el que unos cuantos ornitorrincos pequeños, con el pelo brillante y las patas palmeadas, nadaban con nerviosismo. Ella dijo: «Ahora voy a daros los ingredientes y los pasos a seguir de la receta, por lo que por favor tomad nota. Este desagradable animalito puso en ridículo al docto y erudito Engels, nuestro gran líder del proletariado, quien no pudo explicar su naturaleza y por lo tanto consideró que este animal era un fenómeno aberrante en la evolución natural, dado que es el único mamífero que pone huevos. El ornitorrinco es el animal más exótico y único del mundo. Así que tenemos que tener un cuidado especial durante su preparación para no desperdiciar la carne de este animal tan excepcional y que no cometamos un error en el procedimiento. Por lo tanto sugiero que antes de usar los ornitorrincos practiquemos con tortugas. Ahora, dejadme que os dé la receta».

Coged el ornitorrinco, matadlo y colgadlo boca abajo durante al menos una hora para que caiga toda la sangre. Por favor tened en cuenta que deberíais usar un cuchillo muy fino y hacer el corte debajo de su boca y así nos aseguramos de que el punto de entrada sea lo más pequeño posible. Una vez que ha caído toda la sangre ponemos el ornitorrinco en agua calentada a 75 grados Celsius para arrancarle la piel. Entonces poco a poco le sacamos las tripas, el hígado, el corazón y los huevos (si hay alguno). Tened especial cuidado al sacarle el hígado y aseguraos de que no le pincháis la vejiga. De lo contrario el ornitorrinco se volverá incomible y no servirá de nada. Sacamos los intestinos y les damos la vuelta para lavarlos con agua con sal. A continuación lavamos la boca y las patas con agua hirviendo y raspamos la parte dura del pico y la piel áspera de entre los dedos. Aseguraros de que la membrana entre los dedos queda intacta. Después de lavarlo, freímos un poco las tripas en aceite caliente y las metemos dentro del ornitorrinco. Le añadidos sal, ajo, jengibre, chile, aceite de sésamo —recordad no usar glutamato monosódico— y lo cocinamos a fuego lento y bajo hasta que se vuelva marrón oscuro y desprenda un olor peculiar. En caso de que tenga algún huevo, salteadlo o salteadlos con las tripas y luego lo metéis dentro del ornitorrinco. Si hay huevos grandes bien desarrollados los podéis usar en otro plato gourmet, siguiendo por ejemplo la receta que vimos de los huevos estofados de tortuga.

Después de dar la receta del ornitorrinco mi suegra se peinó el pelo hacia atrás, como un líder de la nación cuando se prepara para dar un anuncio importante y miró fijamente a los estudiantes, quienes uno por uno, sintieron cómo su mirada calurosa les tocaba de lleno. Yo sentí que mi suegra me acariciaba el alma. Con una gran seriedad dijo: «Ahora vamos a pasar a los métodos de cocina para hacer un niño estofado». Sentí como si un punzón oxidado se clavara en mi corazón y corrientes de un líquido frío calasen en mi pecho, donde se solidificaron y presionaron mis órganos, lo que me hizo estar en vilo a la vez que el sudor frío y pegajoso se filtraba en las palmas de las manos. Las caras de todos los estudiantes se pusieron rojas, la excitación y el nerviosismo aceleraba el latido de sus corazones. Parecían un grupo de estudiantes de Medicina realizando su primera disección de unos genitales humanos. Fingían estar indiferentes, pero sus esfuerzos eran en vano: los tics revelaban su nerviosismo, (que se apoderaba de todos sus músculos de sus mejillas), y sus toses nerviosas eran descontroladas. Mi suegra dijo: “Este plato es el orgullo y alegría de la Academia Culinaria”. No podemos ofreceros a todos vosotros la oportunidad de practicar in situ con la carne porque el ingrediente es muy difícil de conseguir y es increíblemente caro. Os voy a enseñar el procedimiento detalladamente y vosotros tenéis que observar muy atentos. En casa podéis usar mono o cochinillo en su lugar.

Lo primero que recalcó es que el corazón de un chef está hecho de acero y que nunca debe emocionarse. Entonces prosiguió:

«En lugar de seres humanos, los bebés que vamos a trocear y cocinar son animalitos con forma humana que se comercializan, de acuerdo a un estricto acuerdo con sus criadores, para albergar las necesidades de la Tierra del vino y los licores con el fin de desarrollar la economía y la prosperidad. En esencia no difieren de esos ornitorrincos que vemos nadando en el agua a la espera de ser descuartizados. Por favor permitid que vuestras mentes descansen en vez de dejar volar a la imaginación. Tenéis que repetiros a vosotros mismos miles de veces o millones de veces si hace falta: “No son seres humanos. Son animalitos con forma humana”». Con mucho garbo cogió una vara y la golpeó unas cuantas veces contra el depósito de agua. «En esencia no difieren de los ornitorrincos». Cogió el teléfono de la pared y dio una orden por el auricular. Luego colgó el teléfono y les dijo a los estudiantes: «Por supuesto este es un plato muy famoso que algún día triunfará en el mundo entero, por lo que no voy a tolerar la mínima falta de atención en el proceso. Hablando en términos generales, la presión emocional que experimenta un animal antes de ser descuartizado afecta a la cantidad de glucógeno que queda en su carne, lo que rebaja la calidad del producto final. Como consecuencia, un carnicero experto prefiere siempre acabar con la vida del animal lo antes posible con el fin de tener una carne de mejor calidad. En comparación con la media de los animales domésticos la carne de los niños es más inteligente, así que debemos hacer todo lo posible para mantenerles contentos, y así preservaremos la calidad del ingrediente base de este famoso plato. El método tradicional de descuartizarlos es golpearlos con un garrote en la cabeza, pero este método daña los tejidos blandos del cerebro y hasta puede machacar el cráneo, lo que afectaría a la presentación del producto final. De manera gradual, en vez de matarlos con un golpe seco se ha ido remplazando por una anestesia hecha de etanol. La Universidad de Destilación acaba de destilar un nuevo licor que es dulce y no demasiado fuerte, pero que tiene un elevado e inusual contenido en alcohol, lo que es perfecto para nuestro fin. La experiencia ha demostrado que anestesiar la carne de niño con alcohol antes de trocearla reduce el olor a leche que tiende a emanar y que solía ser el mayor problema en el proceso de cocina, y los análisis de laboratorio han revelado que el valor nutricional de la carne de niño anestesiada aumenta de manera considerable». De nuevo cogió el auricular de la pared y dijo: «Traédmelo».

Eso es todo lo que comentó mi suegra y sin ningún tipo de alarde en su voz; cinco minutos más tarde dos jovencitas vestidas con batas blancas de hospital y unas gorras traían al niño desnudo a la sala de conferencias en una camilla de diseño muy moderna. Podría decirse que las chicas eran muy guapas, pero la palidez de sus caras me desagradaba. Dejaron la camilla junto a la tabla de cortar y a continuación se apartaron a un lado, con los brazos colgando lacios. Mi suegra se agachó para inspeccionar la carne rosada del niño, le dio un golpecito con el dedo índice en el pecho y asintió con la cabeza, llena de satisfacción. Enseguida se puso de pie y erguida para recordarles a los estudiantes una vez más, con gran solemnidad: «Nunca debéis olvidar que esto es tan sólo un animalito con forma humana». Apenas había pronunciado estas palabras cuando el animalito con forma humana de la camilla se dio la vuelta. Los estudiantes dejaron salir un grito ahogado. Todo el mundo, yo incluido, pensamos que el niño se iba a recostar, pero afortunadamente no lo hizo. Simplemente se dio la vuelta, salpicando unas gotas de sudor, y roncó tan fuerte que 1o pudo oír toda la sala de conferencias. Su cara rosada, redonda y regordeta miraba hacia los estudiantes y, naturalmente, hacia mí. Lo que veíamos era a un niño pequeño sano y hermoso de pelo negro, largas pestañas y una nariz diminuta, como un diente de ajo, y una boquita rosa. Apretaba ligeramente los labios como si en su sueño estuviera tomándose un caramelo. Mi mujer y yo llevábamos casados tres años pero no habíamos tenido niños. Yo los adoraba y sentía la urgencia de levantarme en mitad de la conferencia hasta la tabla de cortar y coger en brazos a ese pequeño ser, besarle la cara y su ombligo, tocarle la colita y darle un mordisco en sus piececitos. Eran unos pies regordetes, con pliegues en los tobillos. Dadas las caras de los estudiantes, en particular la cara de fascinación y ternura de las chicas, era evidente su instinto maternal hacia el niño. Por esa razón la voz de mi suegra, que se había vuelto muy fría, retumbaba de nuevo en la sala de conferencias, amortiguando los ronquidos del pequeño. «Dejadme que os lo aclare. Tenéis que erradicar todas las emociones insanas de vuestros corazones. Si no, no podemos seguir con la clase». Le agarró por un brazo y le giró 180 grados, hasta que el niño quedó mirando a los ornitorrincos que estaban en el depósito de cristal y nos enseñaba su pequeño trasero. Mi suegra le dio un golpecito y dijo: «No es un humano, no es un humano en absoluto».

El niño, como si protestara ante el comentario, se tiró un pedo con todas sus fuerzas, que desde luego no concordaba con el tamaño de su cuerpo. Los estudiantes estaban desconcertados. Se miraron boquiabiertos los unos a los otros durante unos quince segundos, antes de que una explosión de carcajadas inundara la sala de conferencias. Mi suegra trató de mantener la compostura, pero no pudo. Al final ella también se rio junto a sus estudiantes.

Dio golpes en la mesa para tratar de contener la risa. Dijo: «Estos animalitos son demasiado juguetones». Los estudiantes estaban a punto de explotar de la risa de nuevo, pero ella les frenó. «No más risas. Esta es la clase más importante de estos cuatro años que lleváis de carrera. Siempre que seáis capaces de cocinar la carne de niño nunca os tendréis que preocupar de nada en la vida, en cualquier parte del mundo. ¿No queríais iros al extranjero? Siempre que seáis capaces de elaborar este plato supremo será como si tuvierais un visado de permanencia en la palma de vuestras manos. Podéis conquistar a los extranjeros, ya sean americanos, alemanes o lo que sean».

Sus palabras aparentemente surtieron efecto, dado que los estudiantes recuperaron la concentración. Cada uno de ellos tenía un boli en una mano y con la otra sujetaban un cuaderno de notas. Tenían los ojos fijos en mi suegra. «El niño duerme profundamente —dijo—, por lo que no será consciente de nada de lo que hagamos. No protestará en absoluto». Hizo un gesto con la mano y llamó a las dos chicas de blanco, que estaban en la esquina esperando sus órdenes. Se acercaron para ayudar a levantar al niño-animal y colocarlo en una rejilla especialmente diseñada con forma de jaula de pájaro. Encima de ella había un gancho sujeto a una anilla que colgaba del techo. Con la ayuda de las dos chicas de blanco la rejilla con forma de jaula se suspendió en el aire. El niño-animal estaba tumbado en su prisión y un piececillo blanco y rechoncho sobresalía de la jaula; era una imagen escalofriante. Mi suegra explicó: «El primer paso es desangrarlo. Pero debo deciros que, durante un tiempo, algunos camaradas creían que si le dejaban la sangre hacía que la carne de niño supiera mejor y aumentaba su valor nutritivo. Su teoría se basaba en la práctica koreana, que nunca hacen cortes o desangran a los perros cuando los cocinan. Pero después de repetidas pruebas y comparaciones hemos llegado a la conclusión de que la carne de niño es mejor y más tierna cuando se desangra. Es un procedimiento simple. Cuanta más sangre le saquéis mejor color tendrá. Si no se saca toda la sangre el producto final tendrá un color oscuro y un fuerte olor. Por lo tanto no debéis tomaros este paso a la ligera». Mi suegra alargó la mano y agarró el pie que colgaba de la jaula con la mano izquierda; el niño balbuceó. Los estudiantes aguzaron el oído porque trataban de descubrir lo que quería decir el niño. Mi suegra dijo: «Tenemos que elegir el lugar exacto en el que hacer el corte para asegurarnos la integridad del niño-animal. Normalmente hacemos el corte en la planta del pie para encontrar una arteria, que rajamos a continuación para inducir el flujo de sangre». A la vez que seguía hablando, un cuchillo deslumbrante con la cuchilla con forma de hoja de sauce, se materializó en su mano derecha y apuntó al piececito del niño… Cerré los ojos del nerviosismo y creí escuchar al bebé llorar tan fuerte que las sillas y las mesas de la sala empezaron a chocarse las unas contra las otras en mi mente. Con un aullido sonoro los estudiantes salían furiosos de la sala. Pero cuando abrí los ojos, me di cuenta de que sólo estaba en mi cabeza. El niño no lloró, ni siquiera gritó; ya tenía la apertura en su pie. De un modo, por extraño que parezca bonito, una serie de gotas de un rojo intenso de sangre, como piedras preciosas, caían y se fundían en un bote de cristal debajo de su pie. La sala de conferencias estaba sorprendentemente en silencio. Todos los estudiantes —chicos y chicas— miraban fijamente, con los ojos en blanco, el pie del niño-animal y las gotas de sangre que caían de él. La cámara del canal de televisión local también apuntaba al pie y a la sangre que estaba justo debajo, y que emitía unos destellos brillantes. Poco a poco se escuchó la respiración entrecortada de los estudiantes, profunda como el romper de las olas, y el nítido sonido seco de la sangre goteando en el bote, como un riachuelo que fluye por un profundo barranco. Mi suegra dijo: «Se habrá desangrado completamente en una hora y media. El segundo paso es sacarle las tripas, pero manteniéndolas intactas. El tercer paso es que se desprenda el pelo con agua calentada a 70 grados…». No me apetece seguir describiendo la receta de mi suegra, que fue aburrida y nauseabunda al mismo tiempo. Empezó a caer la noche y la mente del Doctor en vinos y licores, que estaba repleta de maravillosas ideas y estimulada por el alcohol, decidió concentrarse en crear otro relato titulado: «Nidos de golondrina» en lugar de malgastar su talento en un banquete de caníbales.