Capítulo 6

Ding Gou’er sintió que la Puerta del Infierno, que tenía el marco dorado, se abría haciendo un ruido sordo. Para su asombro descubrió que el Infierno no era el lugar oscuro y enigmático que la mitología había hecho de él. No, era deslumbrante, impregnado de los rayos rojos del sol y los rayos azules de la luna. Un banco de criaturas marinas con caparazones preciosos flotaba sin rumbo; eran coloridas, a rayas, con miembros ágiles y una piel suave que revestía su cuerpo. Notó que un pez multicolor de boca protuberante le mordía el ano y le arrancaba suavemente las hemorroides con la habilidad quirúrgica de un proctólogo muy experimentado. La mariposa de su consciencia volvió al cuerpo del que se había separado durante tanto tiempo, devolviéndole la calma a su mente. El investigador criminal, embriagado desde hacía mucho, abrió los ojos: sentada a su lado estaba la camionera, desnuda como el día que vino al mundo, frotándose el cuerpo con la esponja que solía usar para lavar el camión. Él también estaba completamente desnudo, enseguida se dio cuenta, tumbado en el parqué brillante de la habitación. Imágenes del pasado se filtraron en su mente. Trató de levantarse, pero no pudo. La camionera se frotaba el pecho, absorta en su tarea, como si estuviera sola, como una madre a punto de darle de mamar a un bebé. La escena parecía ir a cámara lenta: unas lágrimas brillantes llenaron los ojos de la mujer, enseguida se desbordaron y dos hilos rodaron por sus mejillas, directos a sus pezones. La emoción invadió el corazón del investigador. Iba a decir algo cuando la camionera se tiró sobre él y selló sus labios con los suyos. Entonces por segunda vez sintió que un banco de peces se arremolinaba alrededor suyo, los podía oler. Percibió el alcohol que había florecido en su cuerpo. Entonces se despertó. Ella dio un grito espeluznante y se desmayó.

El investigador se levantó como pudo, tenía las piernas dormidas. Todavía estaba un poco mareado; aguantó el peso de su cuerpo y con la mano en la pared evitó caerse al suelo. Nunca había estado tan escaso de energía; se sintió vacío dentro de sí, se había convertido en mera piel y huesos. Un vaho opaco se desprendió del cuerpo de la camionera, como un pescado fresco al vapor. Qué imagen más lamentable tenía delante, con esa mujer tendida en el suelo desmayada; la pena crece en el cuerpo como hierbajos venenosos. Sin embargo, el investigador no olvidó el lado siniestro y vicioso de la mujer. A Ding Gou’er le entraron ganas de vaciar su vejiga sobre ella como un animal salvaje, pero enseguida apartó ese pensamiento perverso de la cabeza. Se acordó de su misión secreta y de Diamante Jin, de modo que apretó los dientes con seria determinación. Entonces le vino a la mente: «¡Fuera de aquí! Puede que llevarme a tu mujer a la cama sea un lapsus moral, pero cocinar y comerse niños es un crimen verdaderamente atroz». En ese momento volvió la vista a la mujer del camión y la vio como un medio para llegar hasta Diamante Jin y desenmascararle. Haber dado con esta mujer era como haber dado en el blanco y con la bala justa. Ding Gou’er abrió un armario, eligió un traje de lana verde oliva y se lo puso. Le quedaba perfecto, como si se lo hubieran hecho a medida. «Me he acostado con tu mujer —estaba pensando en este momento—, y ahora me pongo tu ropa, y cuando todo esto acabe me habré apoderado de tu vida». Recuperó la pistola que estaba entre la ropa sucia y se la guardó en el bolsillo. Luego se comió un pepino crudo directamente sacado del frigorífico y le dio un buen trago a la botella de vino Zhangyu. Era suave y sedoso como la piel de una mujer. Cuando se dio la vuelta para irse, la camionera se giró y se apoyó sobre los pies y manos, como una rana o un bebé a gatas. Se la veía impotente, desdichada… y entonces se acordó de su hijo, lo que le llenó el corazón de un amor paternal. Se acercó a la mujer y le dio una palmadita en la cabeza.

—Pobrecita —dijo—, pobrecita, pequeña. —Ella envolvió los brazos alrededor de sus piernas y levantó la mirada con ternura—. Me voy —añadió él—. No voy a permitirle a tu marido que se libre de sus crímenes.

—Llévame contigo —dijo ella—. Le odio. Sé quiénes son los que comen niños. Te ayudaré.

La mujer se puso de pie, se vistió corriendo y cogió una botella del mueble bar. Dentro había unos polvos de color ocre.

—¿Sabes qué es esto? —preguntó ella.

El investigador negó con la cabeza.

—Son polvos que hacen con la piel de los niños —dijo—. Lo usan como tónico.

—¿Dónde los hacen? —preguntó el investigador.

—Lo produce la Unidad de Nutrición Especial del hospital —le contestó ella.

—¿De bebés vivos?

—Sí, de bebés vivos. Los puedes oír llorar.

—Venga, vamos al hospital.

—Sí, vamos a hacer más polvos —dijo la camionera bromeando a la vez que sacaba un cuchillo del armario y se lo daba al investigador.

Ding Gou’er lo tiró a la mesa a la vez que rompió a reír.

La camionera también empezó a reír de manera estridente, como el ruido que hace una gallina cuando pone un huevo, o una silla de madera girando sobre adoquines. Entonces la mujer esbozó una sonrisa picara y como si se hubiese transformado en un murciélago se lanzó sobre él otra vez, le acarició con ternura el cuello, y con la misma determinación le agarró una pierna. Él se echó para atrás y entre forcejeos se las apañó para apartarse de ella, pero ella volvió al ataque, como una pesadilla que no acaba nunca. El investigador caminaba a la pata coja por toda la habitación, como si fuera un mono, tratando de escaparse de ella, pero ella no le soltaba la pierna.

—Tócame otra vez —jadeó Ding—, ¡y te pego un tiro!

—¡Adelante, dispárame! ¡Hazlo, dispárame! —gritó la mujer histérica.

Ella se abrió la camisa de un tirón, lo que hizo que un botón morado acrílico saliera disparado, entonces cayó al suelo con un ruido seco, ding, y empezó a rodar por la habitación como un animal diminuto, primero hacia un lado, luego hacia otro. La fuerza que lo movía parecía ser ajena a la fuerza de la gravedad o a la fricción del suelo de madera. Ding Gou’er lo pisó enfadado y sintió cómo se movía debajo del zapato haciéndole cosquillas a través del calcetín y la suela.

—¿Qué tipo de persona eres? ¿Diamante Jin te ha enseñado a ser como él? —El apego sentimental que el investigador había sentido hacia esta mujer después de haberse acostado con ella se estaba disipando; su corazón empezaba a endurecerse y se volvió de color azul metálico—. Si es así, tú también eres una conspiradora —dijo él con una sonrisa maliciosa— que ha comido niños igual que ellos. Diamante Jin te ha debido de mandar interceder en mi investigación.

—Qué mujer más desafortunada soy… —empezó a sollozar la camionera; enseguida rompió a llorar, su cara estaba cubierta de lágrimas, sus hombros encogidos de la pena—. He estado cinco veces embarazada y cada una de las veces me ha obligado a ir al hospital a mi quinto mes de embarazo para abortar… Se comió los cinco fetos.

Estaba tan abrumada y desesperada que se tambaleó y casi se cayó al suelo. Cuando el investigador se echó hacia delante para sujetarla, su reacción fue tirarse a sus brazos y besarle el cuello. Luego le dio un mordisco fuerte. El investigador dio un grito de dolor y le dio un puñetazo en la tripa. Ella soltó un graznido como si fuera un cuervo y se cayó al suelo, boca arriba. Sus dientes eran afilados, tal y como sabía Ding Gou’er por experiencia propia. Él se tocó el cuello herido, y cuando se miró la mano estaba manchada de sangre. Ella estaba tendida en el suelo, con los ojos abiertos. Pero cuando el investigador se giró para irse, ella se dio la vuelta y le imploró que no se fuera.

—¡Querido Hermano Mayor! —gimió ella—. No me dejes sola, déjame besarte… —De repente al investigador le vino una idea a la cabeza: coger una cuerda larga de nailon del balcón y atar a la mujer a la silla. Mientras lo hacía ella forcejeaba a la vez que gritaba—. «¡Maldito gigoló, te voy a morder todo el cuerpo! ¡Maldito gigoló!».

El investigador cogió un pañuelo, la amordazó con él y luego salió corriendo de la casa como si su vida dependiera de ello, dando un portazo al salir. Pudo oír ligeramente las patas de la silla rebotar contra la madera del suelo, y tenía miedo de que la chica, que era tenaz y rebelde, pudiera seguirle con la silla incluida. Sus pies, que iban a toda prisa, se tropezaron al bajar las escaleras de hormigón, lo que provocó un ruido ensordecedor. A pesar del hecho de que la camionera no vivía en un edificio de muchos pisos, las escaleras no terminaban nunca, como si le estuvieran llevando a las profundidades del Infierno. De repente tomó una curva cerrada y se chocó con una señora mayor que subía las escaleras. Tenía una protuberante barriga que parecía un saco de cuero lleno de algún tipo de licor. Entonces Ding Gou’er vio a la señora caerse hacia atrás por las escaleras y cómo aleteaba sus rechonchos brazos frenéticamente para intentar recuperar el equilibrio. La señora tenía la cara pálida y mustia, como una col en invierno. El investigador maldijo su mala suerte por dentro y sintió como si le crecieran un montón de setas en el cerebro. Bajó de un salto hasta el rellano para ayudar a la señora a ponerse de pie. Estaba gimiendo, con los ojos cerrados, un lamento agudo. Se sentía culpable, por lo que se agachó y puso sus brazos alrededor de la cintura de la señora para ayudarla a levantarse. No sólo era pesada sino que no paraba de moverse. Debido el esfuerzo que hizo para tratar de levantarla, se le hincharon las venas de la cabeza hasta un punto insoportable. Un latigazo de dolor le subió por el cuello, justo en el lugar en el que le había mordido la camionera. Al final, la señora mayor cooperó, puso los brazos alrededor del cuello del investigador y entre los dos consiguieron que se pusiera de pie. Pero los dedos sudorosos de la señora en su cuello herido le provocaron un dolor tan atroz que rompió en un sudor frío. Además desprendía un aliento que olía a fruta podrida, tan insoportablemente asqueroso que la acabó soltando, lo que hizo que la señora acabara tirada de nuevo sobre las escaleras, como un saco lleno de fideos de judía mung. Ella se agarró al pantalón del investigador como si le fuera la vida en ello. Ding Gou’er se dio cuenta de que a la señora le brillaban los dorsos de la mano porque tenía escamas de pescado encima. De repente vio dos peces —una carpa y una anguila—, que se retorcían fuera de la bolsa de plástico que ella sujetaba en la mano. La carpa se movía nerviosa en mitad de escaleras mientras que la anguila —con la cara amarilla, los ojos verdes y dos bigotes finos—, se retorcía en silencio y de forma perezosa. En ese momento la vejiga de la mujer explotó y el líquido rodó lentamente por las escaleras, calando los escalones, uno por uno. Ding Gou’er le dijo con frialdad.

—¿Está bien, señora?

—Me he roto la cadera —respondió—. Y dañado los intestinos.

Al oír cómo describía sus lesiones con tal detalle, el investigador sabía que se acababa de meter en un serio problema, que pesaría sobre su cabeza. Estaba en más apuros que esa carpa desafortunada; naturalmente, la despreocupada anguila estaba infinitamente mejor que él. Su primer pensamiento fue alejarse de esa señora, pero en su lugar se agachó y dijo:

—La llevaré al hospital, señora.

La mujer contestó:

—También me he roto la pierna y me he hecho algo en los riñones.

Él sintió una ráfaga de veneno crecer en sus entrañas. La carpa se movió y se subió a su zapato. Ding levantó el pie y el pez salió disparado, directo al pasamanos de metal.

—¡Me debes un pez!

Entonces pisó la anguila sin querer porque no la vio deslizarse por el suelo.

—¡La llevaré al hospital! —repitió.

La señora se agarró a sus pies como si le fuera la vida en ello.

—¡Ni lo sueñe!

—Señora —dijo él—, se ha roto la cadera, la pierna, se ha hecho pedazos los intestinos y se ha dañado los riñones. Si no va al hospital, va a morir aquí mismo. ¿Es eso lo que quiere?

—Si muero, tú también —dijo la vieja señora de manera resolutiva.

Él sintió cómo se agarraba más fuerte a su pierna.

El investigador suspiró con tristeza. Miró las escaleras y a los dos peces que estaban agonizando. Luego levantó la vista y vio el cielo gris a través de una ventana rota; no sabía qué hacer. Justo entonces le vino un fuerte olor a alcohol por la ventana a la vez que oyó un ruido metálico —clang, clang—. Debía de ser un puesto ambulante de bebidas. De repente Ding Gou’er se dio cuenta de que estaba metido en un lío; se puso tan nervioso que quería una copa.

El sonido de una risa lúgubre rompió el silencio, venía de arriba, de encima de ellos; a continuación oyeron el ruido de unas pisadas. La camionera estaba bajando las escaleras, daba pequeños pasos y arrastraba la silla detrás de ella.

Él la saludó con una risa nerviosa. En lugar de alarmarse, en realidad se puso contento de verla. «Es mejor cargar con una mujer joven que con una señora vieja», pensó. Esbozó una sonrisa. Y esa sonrisa calmó su mente, como si el sol de la esperanza acabase de vencer la bruma de la desesperación. Se fijó en que la camionera había mordido el pañuelo con el que la había amordazado, lo que aumentó la admiración que le tenía a sus dientes, tan fieros y afilados. La silla atada a su cuerpo le ralentizaba el paso, las patas de la silla se tropezaban con las escaleras. Él la saludó con un movimiento de cabeza. Ella hizo lo mismo. Se detuvieron junto a la vieja mujer. La camionera se lanzó sobre la señora como un tigre que da latigazos con el rabo y golpeó a la anciana con la silla. Él la oyó pedirle con ferocidad:

—¡Suéltele, señora!

La anciana levantó la mirada y farfulló algo, que sonó como una especie de taco, antes de que dejase de agarrar al investigador. Por fin liberado, Ding Gou’er puso cierta distancia entre la señora y él.

La camionera le dijo a la mujer:

—¿Sabe quién es este hombre?

La señora sacudió la cabeza.

—Es el alcalde.

La señora trepó, se puso de pie agarrándose al pasamanos, y sintió escalofríos.

Dado el estado de salud de la anciana, el investigador se apresuró a decir:

—La llevaré al hospital para que le hagan una revisión, señora.

La camionera dijo:

—Desátame.

Él lo hizo, y la silla golpeó en el suelo. Cuando la camionera estaba estirando los brazos, el investigador se dio la vuelta y salió corriendo. Oyó las pisadas detrás de él.

Mientras salía corriendo por la puerta principal, se pilló la manga del abrigo con una bicicleta que estaba aparcada en la entrada. ¡Craash! La bicicleta se cayó al suelo. Crac. Luego su abrigo. El accidente le retrasó lo bastante como para que la camionera le lanzara la cuerda alrededor del cuello y le inmovilizara. Apretó el nudo y le dejó sin respiración.

Le arrastró a la calle como si fuera un perro o cualquier otro animal indefenso. Estaba lloviznando y enseguida se le empaparon los ojos. Tenía la visión nublada y trataba de aflojarse la cuerda con las manos para respirar. Entonces vio a un niño con la cabeza rapada pasar por la calle corriendo, calado hasta los huesos y cubierto de barro; estaba persiguiendo su pelota. El investigador inclinó la cabeza y le suplicó:

—Anda mujer, suéltame. No me gustaría nada que alguien me viera así.

Con un movimiento seco de muñeca apretó todavía más el nudo.

—¿Eres bueno corriendo? —le preguntó.

—No voy a correr. No lo haré, no si mi vida depende de ello.

—Prométeme que no me vas a abandonar, que me llevarás contigo.

—Te lo prometo. Te doy mi palabra.

Ella le aflojó la cuerda para dejar que el investigador sacara la cabeza del nudo. Estaba a punto de encararse a ella cuando unos dulces sonidos salieron de sus tiernos labios.

—Eres como un niño pequeño. Sin alguien como yo que te cuide estás a merced de todo el mundo.

Al investigador le llegaron las palabras de la mujer, que le despertaron un cosquilleo en el estómago. Entonces dio la bienvenida a esa ducha de felicidad que caía del cielo, como la lluvia en primavera, que le calaba no sólo los párpados sino también las ideas.

La fina llovizna tejió una red densa y brumosa alrededor de los edificios, de los árboles y de toda la calle en general. Él sintió que la mujer alargaba la mano y le cogía el brazo. A continuación oyó un clic y observó cómo abría un paraguas rosa con la otra mano y lo levantaba sobre ellos, cubriendo sus cabezas. Como si fuera la cosa más natural del mundo Ding Gou’er le puso el brazo alrededor de la cintura y cogió el paraguas, como un marido atento y considerado. Se preguntó de dónde había salido el paraguas, pero la felicidad apartó todos los pensamientos de su mente.

El cielo estaba tan oscuro y neblinoso que no podía saber si era de día o por la tarde. Tener un reloj habría ayudado, pero se lo había robado el pequeño demonio. La fina llovizna dejó unas ligeras marcas en el paraguas. Las gotas al caer hacían un sonido dulce pero melancólico, como un vino francés: triste, sentimental y compacto. Ding Gou’er abrazó a la mujer con más fuerza, hasta que pudo sentir su piel fría y húmeda bajo su pijama de satén; oyó cómo le sonaban las tripas.

Caminaron pegados el uno al otro por el asfalto de la Universidad de Destilación entre dos filas de encinas que tenían unas hojas muy brillantes y que parecían las uñas pintadas de naranja de unas chicas hermosas. Un vapor lechoso se levantó de una montaña enorme de carbón que yacía fuera de la mina y desprendía la fragancia del carbón quemado. El viento trataba de empujar el humo negro de las chimeneas, convirtiéndolo en dragones que giraban y se retorcían en el encapotado cielo.

Caminaron juntos por el recinto de la Universidad de Destilación y dieron un paseo bajo la sombra de los sauces, en la margen de un riachuelo del que emergía un vaho denso y un fuerte olor a alcohol. De vez en cuando unas ramas de sauce rajaban el nailon del paraguas, lo que hacía que las gotas gruesas de lluvia se colaran por los rotos del mismo. El camino estaba cubierto de hojas doradas. De manera abrupta el investigador bajó el paraguas y se quedó mirando fijamente a las hojas verdes de las ramas.

—¿Cuánto tiempo llevo en la Tierra del vino y los licores? —preguntó.

La camionera contestó:

—¿Me lo preguntas a mí? ¿Cómo quieres que lo sepa?

El investigador dijo:

—Esto no puede ser. Tengo que volver al trabajo.

La comisura de la boca de la camionera se frunció. Con tono de burla dijo:

—Sin mí, nunca descubrirás nada.

—¿Cómo te llamas?

—¿Pero qué tipo de persona eres? —dijo ella—. ¿Te has acostado conmigo y ni siquiera sabes mi nombre?

—Oye —dijo—, te lo pregunté pero no quisiste decírmelo.

—Nunca me lo preguntaste.

—Estoy seguro de que lo hice.

—No, no lo hiciste. —Ella le pegó una patada—. Nunca me lo preguntaste.

—Vale, vale, nunca te lo pregunté. Por eso te lo pregunto ahora.

—Olvídalo —dijo ella—. Tú eres Hernández y yo soy Fernández. Somos meros compañeros de trabajo. ¿Qué te parece?

—Muy bien, viejo compañero —dijo, dándole un pellizco en la cintura—. ¿Dónde vamos ahora?

—¿Qué quieres descubrir primero?

—A esa pandilla de criminales horribles, encabezada por tu propio marido, que mata y come niños.

—Te voy a llevar a ver a alguien que sabe todo lo que hay que saber en la Tierra del vino y los licores.

—¿Quién?

—No te lo diré hasta que no me beses.

Él le dio un beso en la mejilla.

—Te voy a llevar a ver al propietario de la taberna Yichi, Yu Yichi.

Pasearon cogidos del brazo hacia la Avenida del burro bajo un cielo azul oscuro; el instinto del investigador le decía que el sol se había puesto tras las montañas; pero no, el sol se estaba hundiendo en la distancia, detrás de ellos. Se dejó llevar por la imaginación y recreó la fabulosa escena: el sol, una enorme rueda roja, hundiéndose en la tierra, irradiando cientos de miles de rayos brillantes y revistiendo los tejados, los árboles, y bañando las caras de los peatones y los adoquines de la Avenida del burro con una gama de rojos, como héroes acuchillados. El tirano del reino de Chu, Xiang Yu, está de pie sobre la orilla del río Wu; sujeta una lanza en una mano y las riendas de su poderoso corcel en la otra, a la vez que tiene la mirada perdida en las aguas furiosas del riachuelo que pasa de largo. En realidad la Avenida del burro ahora no estaba iluminada. El investigador estaba atrapado en una bruma densa, invadido por la melancolía y el sentimentalismo. De repente se quedó pensando en lo absurdo que estaba siendo su viaje a la Tierra del vino y los licores: era completamente ridículo, una farsa estúpida. En el agua mugrienta de la cuneta de la Avenida del burro había coles podridas, dientes de ajo y la cola sin pelo de un burro. La calle estaba desierta y sólo les acompañaban unos destellos mudos de color verde, marrón, y de un gris azulado bajo las luces tenues de las farolas. El investigador pensó que esos tres objetos sin vida de la cuneta se deberían tomar como símbolos de la bandera de un reino en decadencia; incluso todavía mejor, podrían grabarse en su propia lápida. A medida que el cielo se condensaba, observaba la llovizna en la luz amarilla artificial de las bombillas, las gotas de agua parecían hilos de seda flotando. El paraguas rosa parecía una seta colorida. De repente Ding Gou’er se dio cuenta de que tenía frío, de que estaba hambriento, sensaciones que emergieron de su consciencia después de ver una enorme montaña de basura a un lado de la calle. Al mismo tiempo era consciente de que los bajos de su pantalón estaban calados, sus zapatos estaban llenos de lodo y cubiertos de agua, lo que producía un chapoteo característico al caminar por el fango, como un pez que se retuerce en el lecho de un río. En la cima de estas extrañas sensaciones destacaba el cosquilleo del brazo con el que agarraba a la camionera. Estaba congelado y dormido por culpa del frío helado que emanaba el cuerpo de la mujer. Sin embargo su mano no estaba entumecida, así que se atrevió a tocarle la tripa, la fuente de los rugidos lastimeros. Ella sólo llevaba puesto un pijama rosa y unas zapatillas de andar por casa. En vez de caminar arrastraba los pies y parecía que tiraban de ella un par de gatos sarnosos. La larga historia del hombre y de la mujer —pensó el investigador para sus adentros— tenía mucho que ver con la historia de la lucha de clases: algunas veces los hombres son los vencedores, algunas veces lo son las mujeres, pero al final el vencedor es también el vencido. Su relación con la camionera —siguió pensando—, a veces era como el juego del ratón y el gato, mientras que otras veces eran como dos lobos, uno cojeaba de una pata y el otro de otra, se complementaban juntos. Habían hecho el amor, pero también se habían peleado a muerte como verdaderos enemigos, con el peso de la ternura y la ferocidad en perfecto equilibrio. En ese momento le vino a la mente que sus partes nobles debían de estar congeladas y que ella también debía de estar congelada. Alargó la mano para tocarle un seno y descubrió que lo que una vez había sido bonito y suave se había convertido en algo frío y compacto como el metal, como un plátano que no ha madurado o una manzana en un congelador.

—¿Tienes frío? —su pregunta no tenía mucho sentido, pero siguió adelante—. ¿Por qué no te vas a casa? Yo puedo continuar con la investigación cuando mejore un poco el tiempo.

A la mujer le rechinaban los dientes, pero dijo con rotundidad:

—No.

—Me preocupa que no puedas soportar el frío.

—¡He dicho que no!

Entonces la mujer que se había convertido en el gran detective Fernández le agarró la mano a su camarada armado, Hernández, y caminaron en silencio por la Avenida del burro bajo la noche fría, otoñal y lluviosa… Los pensamientos corrían por la mente del investigador de manera fugaz, como las letras de las canciones que pasan a toda prisa en las pantallas de un bar de karaoke. Él era fortísimo, hercúleo; ella era terca y obstinada, pero podía ser cariñosa y ardiente cuando quería. La Avenida del burro estaba casi desierta. Los baches se llenaban de agua y brillaban como vidrio opaco que emite un tenue destello. Ding Gou’er no sabía cuánto tiempo llevaba en la Tierra del vino y los licores, pero desde que había llegado no había salido de la periferia de esta tierra; el centro urbano era en sí mismo un misterio, al que quería llegar inexorablemente. Para el investigador, la Avenida del burro, con su larga historia y eminente pasado, le recordó al pasadizo sagrado y misterioso que estaba entre las piernas de la camionera. Enseguida se criticó a sí mismo por hacer esta comparación, que estaba tan fuera de lugar. Era como un adolescente compulsivo, incapaz de contener sus instintos y deseos. Unos recuerdos maravillosos revolotearon en su cabeza. Empezó a ser consciente de la posibilidad de que la camionera estuviera destinada a ser su verdadero amor y del hecho de que sus cuerpos ya estaban unidos por una cadena invisible de metal pesada. Se dio cuenta de que sentía algo fuerte hacia ella y de que había cubierto toda la gama de emociones posibles, pasando por el odio, la lástima y el miedo: eso era amor.

Había pocas luces de los comercios en la calle ahora, ya que casi todas las tiendas estaban cerradas. Pero había miles de luces en las ventanas de los edificios detrás de las tiendas y el investigador se preguntaba qué estaría haciendo la gente. La camionera le dio la respuesta.

—Descuartizan los burros por la noche.

En cuestión de una fracción de segundo la carretera se volvió peligrosa; la camionera se resbaló y se cayó de costado. El investigador se cayó junto a ella cuando trató de ayudarla a levantarse. Entre los dos rompieron el paraguas, se partieron las varillas; la mujer tiró el paraguas a un lado de la carretera a la vez que la llovizna se convertía en granizo, y el aire alrededor de ellos de repente se volvió helado y húmedo. El frío penetraba entre los dientes. Ding Gou’er la instó para que avanzaran. La Avenida del burro, estrecha y sombría, se había convertido en la cuna del horror, en la guarida de la actividad criminal. El investigador entró en la guarida del tigre de la mano de su amante. Vio las letras del cartel de la taberna con extraordinaria claridad. Una manada de lustrosos burros bajaba la calle hacia ellos y les bloqueó el paso justo en el momento en el que miraban el enorme cartel: «La taberna Yichi», bajo una luz roja.

Los burros formaron un compacto grupo. Hizo un cálculo aproximado; debían de ser unos veinticuatro o veinticinco animales, cada uno de ellos tenía la grupa brillante, hasta el último pelo. Estaban empapados por la lluvia, por lo que sus cuerpos relucían. Parecían bien alimentados, con una bonita cara y debían de ser bastante jóvenes. Quizá para combatir el frío o porque detectaron algo aterrador en el ambiente de la Avenida del burro, los animales se apiñaron para estar lo más cerca posible los unos de los otros. Cuando los de la parte de atrás se abrían paso en el medio de la manada obligaban a que los demás se apartaran. El sonido del roce de la piel de los burros era como si unas púas atravesaran la piel del investigador.

Ding Gou’er vio que algunos de los animales tenían la cabeza gacha; otros la tenían erguida. Pero todos ellos movían sus orejas caídas. Algunos se echaban hacia delante, apretándose contra los que tenían más cerca, haciendo un ruido —clip, clop— con las pezuñas y resbalándose por el camino de baldosas, despertando el eco en la noche cerrada. La manada era como una montaña en movimiento cuando pasó por delante de ellos, seguida, tal y como vio, por un chico negro. Entonces notó un claro parecido entre el chico negro y el chico de piel escamosa que le había robado las cosas. Pero cuando Ding Gou’er fue a abrir la boca para gritar, el chico emitió un sonido desgarrador con un silbato tan agudo que rasgó el manto pesado de la noche y desencadenó una erupción de rebuznos en la manada de burros. La experiencia le decía al investigador que cuando los burros rebuznan se quedan quietos y levantan la cabeza para poner atención en el sonido. Pero para su sorpresa, estos burros corrían a la vez que rebuznaban. Era un fenómeno extraño, estremecedor. El investigador le soltó la mano a la camionera y salió corriendo, sin miedo alguno, decidido a coger a este chico que llevaba a la manada de burros. Sin embargo, todo lo que fue capaz de hacer fue resbalarse y caerse al suelo, haciéndose una brecha en la cabeza con las baldosas. Además se le hincharon las orejas, tenía un extraño zumbido en los oídos y dos bolas amarillas de luz danzaron delante de sus ojos.

Cuando el investigador recuperó la consciencia la manada de burros y el joven que les llevaba habían desaparecido de la vista. Todo lo que quedaba era la deprimente y desolada Avenida del burro, que se extendía delante de él. Entonces la camionera le agarró la mano con fuerza.

—¿Te has hecho daño? —preguntó, obviamente preocupada.

—Estoy bien.

—Me temo que no. Te has pegado un buen golpe —sollozó—, tienes que tener una contusión o algo parecido.

Sus palabras le hicieron darse cuenta del dolor de cabeza que tenía. Todo era como un negativo fotográfico. El pelo de la camionera, sus ojos y su boca, los veía de color plata.

—Tengo miedo de que te mueras…

—No me voy a morir —dijo—. ¿Por qué tratas de gafarme con eso de que me voy a morir ahora que mi investigación acaba de empezar?

—¿Gafarte? —le dijo enfadada—. Lo que he dicho es que tengo miedo de que te mueras.

Su fuerte dolor de cabeza hizo que le desapareciera el más mínimo interés en seguir con esta conversación. La mujer alargó la mano para acariciarle la cara en un gesto reconciliador, luego apoyó el brazo en su hombro: como una enfermera en el frente, y le ayudó a caminar por la Avenida del burro. De repente los faros de un elegante sedán se encendieron. De manera sigilosa el vehículo arrancó y les cegó con las luces. Ding Gou’er podía sentir el peligro en el ambiente. Apartó a la camionera a un lado, pero ella se lanzó sobre él y volvió a abrazarle. En realidad no corrían ningún peligro, no esta noche, porque en cuanto el sedán se incorporó a la carretera aceleró y les pasó de largo; el tubo de escape metálico emitió unos destellos de luz que contrastaban con los faros rojos.

Llegaron a la puerta de la taberna Yichi, que estaba muy bien iluminada, como si hubiera una fiesta dentro.

A cada lado de la puerta principal de adornos florales había dos camareras que no llegaban al metro de altura. Vestían uniformes rojos idénticos y llevaban el mismo peinado de los años 60; sus caras eran iguales y tenían la misma sonrisa. Para el investigador había algo artificial en las dos gemelas; parecían maniquís hechos de plástico o de yeso. Las flores que había entre ellas eran tan perfectas que también parecían artificiales, una perfección anodina e irreal.

—Bienvenidos.

La puerta de cristal de color té se abrió y en el medio de la habitación había una columna con incrustaciones de cristal, en la que vio a un hombre viejo y horrible apoyado sobre una mujer de cara mugrienta. Cuando se dio cuenta de que era el reflejo de la camionera y de él, estuvo a punto de tirar la toalla. Estaba a punto de darse la vuelta e irse, pero justo en ese momento un hombre diminuto vestido de rojo se acercó cojeando a una velocidad increíble y dijo con una vocecita:

—Señor, señora, ¿van a cenar o a tomarse un té? ¿A bailar o a cantar en el karaoke?

Ese hombrecillo apenas le llegaba al investigador por la rodilla, por lo que para conversar, el bajito tenía que echar la cabeza hacia atrás mientras que Ding se tenía que doblar hacia delante. Las dos cabezas, una grande y la otra pequeña, estaban enfrentadas, aunque el investigador se sentía superior, y eso le ayudaba a estar de mejor humor. Se quedó paralizado por la mirada espeluznante y malvada de la cara de ese hombrecillo, a pesar de la sonrisa falsa que esbozaba, la misma que les habían enseñado a todos los camareros de la taberna y que manejaban a la perfección. Pero una maldad de tal magnitud no es fácil de enmascarar, es como la tinta que se filtra en papel higiénico.

La camionera respondió:

—Queremos comer y beber. Soy amiga de tu jefe, el señor Yu Yichi.

El hombrecillo hizo una gran reverencia:

—Sé quién es, señora —dijo—. Tenemos una sala privada arriba.

Mientras que el ser diminuto les guiaba por la taberna, el investigador no paraba de pensar en lo mucho que se parecía este hombre a uno de los demonios de la novela clásica china que protagoniza el Rey Mono[10]. Incluso fantaseó con que el rabo de un zorro o de un lobo se escondía en la entrepierna de sus pantalones anchos. El suelo de mármol pulido hacía que sus zapatos llenos de suciedad parecieran especialmente asquerosos, lo que despertó sentimientos de inferioridad en el investigador. En la pista de baile, mujeres bellas y bien vestidas bailaban mejilla con mejilla con hombres cuyas caras rebosaban salud y felicidad. Un enano con un esmoquin y una pajarita blanca estaba sentado sobre un alto taburete y tocaba el piano.

Siguieron al joven bajito por la escalera de caracol hasta una sala privada, donde dos diminutas camareras sujetaban la carta. La camionera dijo:

—Por favor dile al dueño Yu que suba. Dile que número nueve está aquí.

Mientras esperaban a Yu Yichi, la camionera demostró una gran falta de decoro al quitarse las zapatillas y limpiarse los pies llenos de barro en la alfombra. Luego estornudó, muy alto, porque el ambiente no estaba muy ventilado. Cuando uno de los estornudos no le salía, miraba a la luz, entrecerraba los ojos y apretaba la boca para ayudarse. Su actitud indignó al investigador, que le recordó a un burro en celo cuando olisquea la orina de una burra.

En medio de sus estornudos preguntó:

—¿Juegas al baloncesto?

Achús, ¿qué?

—¿Por qué número nueve?

—Era su amante número nueve. Achús.