Ding Gou’er abrazó con fuerza a la camionera por la cintura y pegó los labios habilidosamente contra los suyos. Ella movió la cabeza para esquivar el beso, pero él la seguía con sus movimientos. Cada vez que giraba la cabeza, la neutralizaba con un beso. Y en mitad de estos forcejeos él le dio un mordisquito en sus carnosos labios. Ella balbuceó una serie de tacos: «¡Maldita sea! ¡Maldito!». Estas maldiciones las lanzó en mitad del mordisco de Ding Gou’er y fueron absorbidas por su lengua, sus encías y su garganta. Al investigador la experiencia le decía que los forcejeos no durarían mucho, que muy pronto la cara de la mujer se volvería roja y húmeda, que empezaría a respirar más fuerte, su estómago entraría en calor y se derretiría en sus brazos como un cachorro manso. Pero lo que en realidad pasó a continuación probó que se había desdibujado la diferencia entre lo general y lo específico. La mujer no estaba inhabilitada por la anestesia de su boca y su forcejeo no desistió porque él la estuviera morreando; de hecho, aumentó y se volvió más salvaje. La mujer le clavó las uñas en la espalda, le dio una patada en la pierna, le dio una patada en la ingle. Estaba encendida de la ira, como unas brasas, su aliento emanaba el olor de un licor fuerte. Increíblemente excitado, Ding Gou’er deseaba someter a su cuerpo a todo el abuso que fuera necesario con tal de no desprenderse del beso. Incluso trató de meter la lengua lo más profundo que pudo, pero la mujer tenía los dientes apretados. Eso fue un fallo.
Ding nunca imaginó que si la mujer dejaba de apretar la mandíbula sólo sería una trampa para que él metiera la lengua entre sus dientes. Entonces de repente la mujer le mordió y el investigador soltó un grito al sentir un dolor punzante que pronto se extendió por toda su lengua hasta cada parte de su cuerpo. Los brazos de Ding Gou’er soltaron a la conductora del camión y se apartó de ella, con un sabor nauseabundo aunque dulce, que emanaba de un líquido caliente y pegajoso que invadía su boca. Supo, cuando se tapó la boca con la mano, que esto significaba algo malo. De repente, no sentía la lengua. ¡Malas noticias! En la larga historia de conquistas del investigador este era su primer gran fracaso. ¡Jodida hija de puta!, maldijo para sí mismo, mientras se doblaba para escupir sangre. Las estrellas iluminaban el cielo pero el suelo estaba borroso; sabía que había escupido sangre, a pesar de que no podía ver el color de lo que había escupido. Lo que más le preocupaba era su lengua, por supuesto, así que con suavidad trató de tocarla con los dientes; menos mal que seguía en su sitio, pero enseguida notó un pequeño agujero en la punta. De ahí salía la sangre.
Ding Gou’er estaba enormemente aliviado porque esa mujer no le hubiera arrancado la lengua. Aun así había pagado un precio excesivo por esos besos. Tenía que darle una lección, ¿pero cómo?
Ding estaba de pie a menos de medio metro, mirándola tan de cerca que podía oír su respiración. Sintió cómo se le acaloraba el cuerpo debajo de su fina camisa. Ella le miraba fijamente, con la cabeza erguida, y ahora estaba blandiendo una llave inglesa. Bajo la luz resplandeciente de las estrellas se dio cuenta de la expresión de furia de la viva cara de la mujer. Parecía la expresión de una niña pequeña y traviesa. Con una risa sarcástica Ding Gou’er murmuró:
—Tienes los dientes bien afilados.
Ella respiraba de manera entrecortada.
—Me he contenido —dijo—. Puedo morder el acero.
Este breve y corto diálogo iluminó el estado de ánimo del investigador criminal. El dolor de su lengua se había convertido en una ligera molestia. Alargó la mano para darle una palmadita en el hombro, pero ella dio un salto hacia atrás en un gesto de autodefensa, levantó el puño con todas sus fuerzas sobre su cabeza y gritó:
—¡Cómo te atreves! ¡Tócame y te abro la cabeza!
—No voy a pegarte, cachorrillo —dijo, apartando rápidamente la mano—. No me atrevería. Vamos a hablar las cosas pacíficamente, ¿qué opinas?
—¡Echa el agua en el radiador! —le ordenó sin apenas aliento.
A medida que el aire de la noche caía con más fuerza, Ding Gou’er sintió un escalofrío. Al levantar el cubo y llenar el radiador, tal y como le había mandado, de repente se vio envuelto en una nube de vaho del motor. Eso le hizo entrar en calor. El agua empezó a borbotear nada más entrar en el radiador, lo que le hizo acordarse de un buey sediento bebiendo agua a lengüetazos. Una estrella fugaz rajó la Vía láctea, los insectos emitían sonidos por todas partes y el ruido de las olas rompiendo contra la orilla lejana viajaba con el viento.
Una vez de vuelta a la cabina del camión miró a las luces de la Tierra del vino y los licores y se apoderó de él un sentimiento de soledad, como un cordero que se ha perdido de su rebaño.
Mientras descansaba en los cojines acolchados del sofá de la camionera, Ding Gou’er se sentía completamente intoxicado y hechizado. Su ropa empapada en sudor, calada de alcohol, estaba fuera, en el balcón, y continuaba enviando su hedor al vasto cielo. Su cuerpo estaba recubierto de un albornoz amplio, suave y calentito. Su pequeña pistola, junto con una docena de balas cuidadosamente colocadas en la recámara, descansaba en la mesa, la boca de la pistola emitía unos destellos azules; los cartuchos brillaban con un color dorado. El investigador criminal estaba recostado en el sofá, sus ojos eran tan estrechos como dos rendijas; escuchaba los sonidos de unos chapoteos que venían del baño y trató de imaginarse el agua caliente resbalando por los hombros y los senos de la camionera en la ducha. Todo lo que pasó después de que le mordiera la lengua fue como un sueño. Él no pronunció otra palabra después de subirse al camión, ni ella tampoco. En su lugar había puesto su atención de manera consciente y mecánica en el rugido del motor y en el sonido de los neumáticos en la carretera. El camión iba a toda prisa por la autopista en dirección a la facultad. Unas luces rojas, unas luces verdes, giros a la izquierda, giros a la derecha. Entraron en la Universidad de Destilación por una puerta lateral y dejaron el camión en el aparcamiento. Ella se bajó primero; él la siguió. Cuando ella caminó, él hizo lo mismo; cuando ella se paró él también se paró. Aunque todo era un poco extraño, de alguna manera parecía completamente natural. Podría haber sido su marido o su novio, dado el modo en el que entraban en el apartamento. Luego, después de digerir felizmente el maravilloso almuerzo que ella le había preparado, se recostó en el sofá y le dio unos sorbos a un vaso de vino, disfrutando las vistas de su salón bien amueblado y esperando ansioso a que ella saliera de la ducha.
De vez en cuando el dolor agudo de la lengua le hacía volver a estar vigilante. A lo mejor esta mujer tramaba una trampa, a lo mejor aparecería un hombre feroz de repente, porque era evidente que en esta casa había vivido un hombre. ¡Y qué! ¡No me pienso ir, ni siquiera aunque aparezcan los dos hombres más feroces del mundo! Ding Gou’er se acabó el vaso de vino y se sumió en unas dulces meditaciones.
Ella salió de la ducha con un albornoz de color crema y unas chanclas de baño de un rojo vivo. Era una mujer que sabía cómo caminar, se contoneaba de manera seductora como una bailarina exótica. El suelo de madera crujió bajo sus pies. Estaba bañada en la luz dorada de la lámpara. El pelo húmedo le cubría la cabeza, que era bonita y redonda, como una calabaza de formas perfectas que brillaba a la vez que flotaba sobre su albornoz, bajo el halo de luz. «Aférrate a la prosperidad con una mano y aparta la indecencia con la otra». Curiosamente, este eslogan popular le vino de pronto a la mente. Ella estaba de pie enfrente de él, con los pies cruzados y su albornoz atado pero sin apretar. Tenía una marca de nacimiento que parecía un ojo en el muslo blanco como la nieve. Los dos montículos de carne que sobresalían de su pecho también eran blancos. Ding Gou’er estaba ahí recostado, con los párpados pesados, disfrutando de las vistas y sin mover un músculo. Todo lo que tenía que hacer era alargar la mano y tirar del cinturón del albornoz de la camionera para que se mostrara ante él completamente desnuda. Su pose era la de una mujer de sangre noble más que la de una camionera. Una vez examinada la casa y los muebles, el investigador estaba seguro de que su marido no era un don nadie. Ding Gou’er encendió otro cigarrillo, estudiando cuál era el cebo de la trampa.
—Mucho mirar y poca acción —comentó la camionera molesta—. ¿Qué tipo de miembro del Partido Comunista eres?
—Así es cómo los comunistas secretos tratan a las agentes de policía.
—¿En serio?
—En las películas.
—¿Eres un actor?
—Estudio para ser uno.
Lentamente la mujer se desabrochó el cinturón del albornoz, que cayó alrededor de sus pies cuando encogió los hombros. La frase que le vino a la mente a Ding Gou’er fue: «Delgada y elegante».
Cubriéndose los senos con las manos le preguntó:
—¿Qué opinas?
El investigador contestó:
—No está nada mal.
—¿Y ahora qué?
El investigador continúo observándola.
Ella cogió la pistola, la cargó con una mano de manera experta y entonces dio un paso hacia atrás para poner algo de distancia entre ellos. La luz de la lámpara era tenue, revestía su cuerpo de oro. No todo el cuerpo, por supuesto; las aureolas que rodeaban sus pezones eran de un rojo oscuro y sus pezones dos dátiles de un rojo brillante. Lentamente levantó el arma, hasta que apuntó a la cabeza del investigador.
Él se estremeció un poco, tenía los ojos fijos en la boca de la pistola, que era de un azul metálico, y en el agujero negro al final del arma. Ding Gou’er estaba acostumbrado a apuntar con la pistola a las cabezas de otras personas, siempre era el gato que observaba al ratón retorcerse bajo sus afiladas garras. La mayoría de estos ratones, que plantaban cara a la muerte, temblaban del miedo y se hacían pis en los pantalones. Sólo unos pocos fingían estar tranquilos y aun así les temblaban los dedos o se les arrugaba la comisura de la boca, completamente aterrados. Ahora el gato se había convertido en ratón; el juez era ahora el ser juzgado. El investigador estudió su propia pistola, como si fuera la primera vez que la veía. Su brillo, como el de una baldosa azul brillante, era tan fascinante como el aroma de un vino añejo. El contorno liso de la pistola hacía gala de una maléfica belleza. En ese momento ella era Dios, era el destino, era la Muerte. Su mano pequeña y pálida apretaba la empuñadura tallada, su dedo índice, largo y fino, descansaba sobre el gatillo, a tan sólo un movimiento de apretarlo. La experiencia le decía que una pistola no era una pieza de hierro fría sino un objeto con vida, con pensamientos, sentimientos, cultura y moralidad. Detrás de ella hay un alma enriquecida: es el alma del que sujeta el alma. Sin darse cuenta este pensamiento le relajó tanto que ya no prestaba atención a la boca de la pistola, de la que estaba a punto de salir la bala. El investigador le dio una calada lentamente a su cigarrillo.
Una brisa otoñal entró por el jardín, abombando suavemente las cortinas de seda. Unas gotas de vaho del techo del baño caían de manera ruidosa en la bañera. Observó a la camionera como un aficionado de arte contempla un cuadro de un museo. Para su sorpresa descubrió que esa mujer desnuda que sujetaba el arma podía llegar a ser increíblemente sexy. En ese momento, la pistola ya no era un mero revólver, sino un órgano de conquista sexual. Ding Gou’er nunca había sido uno de esos comunistas que pueden ignorar la presencia de una mujer. Tal y como hemos visto era un amante del sexo. Ahora, para añadir más detalles a la imagen, hay que decir que tenía el récord de encuentros esporádicos. En otros tiempos hubiese sujetado a este corderito entre sus brazos, como si él fuera un tigre feroz que ha bajado embistiendo por la montaña. Lo que le hizo pararse a pensar y reflexionar esta vez fue: Uno, desde que había llegado a la Tierra del vino y los licores se había sentido atrapado en un laberinto, confuso y paranoico. Dos, todavía le dolía la punta de la lengua. Enfrentándose a esta mariposa demoníaca, a esta mujer de personalidad tan extraña, no se atrevía a hacer un movimiento brusco, sobre todo dado que su cabeza era el blanco de la pistola. ¿Había alguna garantía de que este demonio no apretara el gatillo? Desde luego que es mucho más fácil que morder a alguien; además es civilizado, moderno, y lleno de romanticismo. El contraste entre la casa espaciosa y bien decorada en la que vivía la mujer y el trabajo tan burdo que realizaba le dejaron perplejo. Casi pierdo la lengua por culpa de unos besitos. ¿Qué hubiera pasado si…? ¿Quién puede garantizar la seguridad de tus partes nobles? Suprimiendo sus «inclinaciones promiscuas burguesas» y despertando su «increíble actitud proletaria» se sentó ahí, firme como el Monte Tai, mirando a la mujer desnuda y a la boca negra de la pistola. Estaba muy calmado, una mirada de completa serenidad le invadía la cara, y en cambio, en ese momento hubiese podido reclamar la fama de un héroe trágico, un héroe destinado a morir, un héroe que el mundo no ha visto antes. El investigador de pronto vio cómo la escena cambiaba.
La cara de la mujer del camión se enrojeció, sus pezones excitados temblaron, como las bocas voraces de animales diminutos. El investigador apenas podía controlar el lanzarse a ellos y morderlos. El dolor agudo de la lengua le mantuvo en su sitio.
Ella suspiró suavemente.
—Me rindo —dijo.
Bajó la pistola, la dejó en la mesa y levantó las manos de manera dramática.
—Me rindo —dijo otra vez—, tú ganas… —Con los brazos en el aire y las piernas abiertas, todo su cuerpo estaba disponible.
—¿Cómo puedes mostrarte tan indiferente? —le preguntó al investigador exasperada—. ¿Soy demasiado fea para ti?
—No, eres muy guapa —contestó con languidez.
—¿Entonces por qué actúas así? —La mujer adquirió un tono de burla—. ¿No estarás castrado, no?
—Tengo miedo de que me la muerdas y me la cortes.
—Las mantis religiosas macho mueren cuando montan a las hembras, pero eso no impide que lo hagan.
—No me digas eso. Yo no soy una mantis religiosa.
—¡Eres un maldito cobarde! —dijo la mujer del camión enfurecida—. ¡Vete de aquí de una jodida vez! ¡Me voy a masturbar!
El investigador saltó del sofá y la cogió por detrás, agarrando uno de sus senos con la mano. Ella se echó hacia atrás, se dejó caer en sus brazos, ladeó la cabeza y le sonrió. A pesar de que no le apetecía besarla acercó su boca a la suya, pero en cuanto sus labios rozaron los labios abrasadores de la mujer unas punzadas de dolor volvieron a aparecer en su lengua.
—¡Ay! —gritó, apartando su boca y alejándose del peligro.
—No te voy a morder… —La camionera se dio la vuelta y empezó a desvestirle.
Prenda a prenda, la ropa interior del investigador acabó tirada por la habitación. Él trató de poner de su parte, como un viajero solitario al que le roba un bandolero. En primer lugar ella le quitó el albornoz y lo lanzó a la esquina de la habitación, a continuación le quitó los calzoncillos y la camiseta interior, tirándolos al brazo de la lámpara del techo. Ding Gou’er miró fijamente su ropa, de repente deseaba tener todas las prendas de vuelta. El anhelo de recuperarlas era muy fuerte. Quería «recuperar las capas de su cebolla sin pausa» por lo que saltó unos treinta centímetros desde el suelo. Las tocó con la punta de un dedo de su mano derecha, pero sus pies volvieron enseguida al suelo. Cuando volvió a saltar le frenó la pierna de la camionera, que le tiró al suelo, en el que acabó tumbado boca arriba.
Antes de que el investigador pudiera entrar en razón, la camionera estaba sentada a horcajadas sobre él. Le agarró de las orejas y empezó a saltar arriba y abajo, dejándole un tatuaje en la piel por culpa del roce. Ding Gou’er sintió como si le hubieran aplastado las tripas y gritó como si le estuvieran matando. Así que la camionera estiró la mano, cogió un calcetín apestoso y se lo metió en la boca. Sus actos eran violentos y salvajes, no eran delicados o femeninos. Un sabor asqueroso y desagradable llenó la boca de Ding Gou’er; deseaba gritar. ¿Se suponía que eso era hacer el amor? Parecía la matanza de un cerdo. Justo cuando su consciencia le mandó la orden a sus manos de apartar a esta carnicera, ella le inmovilizó las muñecas en el suelo, como si adivinara lo que tenía en mente. Las emociones de Ding Gou’er eran una confusión general. Quería luchar y a la vez no quería. Acabamos de ver por qué quería luchar. Y para descubrir por qué no quería luchar no tenemos más que mirar entre sus piernas, donde sufría una mezcla de tentación y pasión. Así que el investigador cerró los ojos y dejó su destino en las manos de Dios.
Y esto es lo qué pasó: mientras la mujer del camión, completamente excitada y sudorosa, se retorcía y saltaba sobre su tripa, como un pez, una sonrisa vil erupcionó encima de su cabeza. Ding Gou’er abrió los ojos y casi se quedó ciego por una ráfaga de flashes, seguida inmediatamente por una serie de sonidos de fotos, y finalmente por el ruido de rebobinar dentro de la cámara. Ding Gou’er se incorporó y le pegó un puñetazo a la cara llena de pasión de la camionera. Su puntería fue perfecta; acompasada con un fuerte ruido y un frenesí de flashes, ella se cayó hacia atrás por el impacto y sus hombros aterrizaron en los pies del investigador, que apuntaban al techo. Tenía la tripa desnuda y sus piernas escondían deliciosos secretos. Cada vez había más flashes, un sinfín de fotos captaban a la camionera y a él en esa postura comprometida, desde todos los ángulos. El responsable colaboraba con ella.
—Está bien, Camarada Ding Gou’er, investigador criminal, es hora de que tengamos una conversación cara a cara —dijo Diamante Jin burlonamente mientras metía el carrete de fotos en su bolsillo, cruzaba las piernas y se sentaba cómodamente en el sofá. Tenía un tic en la mejilla derecha cuando hablaba, lo que Ding Gou’er encontraba bastante desagradable. El investigador empujó a la camionera, que estaba aturdida, para separarse de ella y trató de levantarse, pero sus piernas estaban tan temblorosas que parecía paralítico.
—¡Esto es genial! —dijo Diamante Jin, a la vez que le temblaba la mejilla—. Un investigador con increíbles responsabilidades paralizado de cintura para abajo por agotamiento sexual.
Ding Gou’er miró fijamente a la cara atractiva y cuidada de este hombre. Enseguida sintió unas llamas de ira acumularse en su pecho y que se extendían por todo su cuerpo; era como si de repente miles de insectos diminutos hubieran cobrado vida debajo de la piel de sus piernas. Se apoyó en los brazos y de alguna manera consiguió ponerse de pie, aunque seguía sin fuerza en las piernas. Sus arterias taponadas se abrieron de golpe y a la vez que empezó a andar narró sus propias acciones:
—El investigador se levanta y flexiona los brazos y piernas. Coge una toalla de mano y se seca el sudor del cuerpo, incluida su tripa, manchada por las secreciones sexuales de la mujer o la amante de Diamante Jin, el subdirector del Departamento de Propaganda de la Tierra del vino y los licores. Mientras se seca su cuerpo desnudo se arrepiente de los miedos que tenía un momento antes. No he cometido ningún crimen, excepto caer en una trampa que me han tendido unos criminales.
Ding Gou’er lanzó la toalla de mano al aire y observó cómo caía en el suelo, enfrente de Diamante Jin, al que le temblaba la mejilla frenéticamente y al que se le había vuelto la cara del color del acero.
—Eso que tienes ahí es toda una mujer —dijo Ding Gou’er—. Es penoso que se haya juntado con escoria como tú.
El investigador criminal permaneció ahí de pie, esperaba que Diamante Jin explotara de la ira. Pero el hombre simplemente rompió en carcajadas, risotadas muy extrañas, que hicieron que Ding Gou’er se asustara.
—¿De qué te ríes? —le preguntó—. ¿De verdad crees que puedes enmascarar los sentimientos de culpa riéndote?
Diamante Jin paró abruptamente de reírse, se sacó un pañuelo del bolsillo para secarse las lágrimas y dijo:
—Te voy a hacer una pregunta simple, Camarada Ding Gou’er, ¿no serás tú el que estás preocupado y te sientes culpable? Has logrado colarte en mi casa y violar a mi mujer, de lo que tengo pruebas más que evidentes. —Le dio una palmadita al bolsillo en el que estaba el carrete de fotos—. Eres un representante de la ley —prosiguió—, que no sólo rompe la ley sino que eres culpable de un serio delito. —Cogió aire por la comisura de su boca—. Ahora, dime, ¿quién de los dos se siente culpable? —preguntó con sorna.
Ding Gou’er rechinó los dientes.
—¡Tu mujer me ha violado a mí!
—¡Eso es la cosa más inverosímil que he oído jamás! —dijo Diamante Jin, con su mejilla todavía temblando—. ¡Un fornido maestro de kung-fu armado violado por una mujer indefensa!
El investigador se giró para mirar a la mujer, que estaba de rodillas en el suelo de madera, con la mirada perdida, como si estuviera en trance, le salía sangre de la nariz. Unos escalofríos recorrieron el corazón de Ding Gou’er cuando volvió a sentir el deseo irresistible de tener la tripa ardiente de la camionera pegada a su cuerpo. De pronto se dio cuenta de lo que había hecho y le empezaron a escocer los ojos, cada vez más acuosos. El investigador se arrodilló para coger el albornoz y lo usó para limpiarle la sangre de la nariz y la boca a la mujer. Ojalá no le hubiera pegado tan fuerte. Notó dos gotas de agua en el dorso de su mano. Unas lágrimas grandes y opacas se desprendían de manera ruidosa —pi, pa, pa, pa— de los ojos de la mujer.
Ding Gou’er cogió a la camionera en brazos, la tumbó en la cama y la tapó con una manta. Entonces de un salto cogió sus calzoncillos de la lámpara y se los puso. Después de eso abrió la ventana del balcón, recuperó el resto de su ropa y se vistió. La mejilla de Diamante Jin tembló al observar cómo Ding cogía la pistola de la mesa, echaba hacia atrás el martillo y se la guardaba en el cinturón antes de sentarse.
—Vamos a poner las cartas sobre la mesa —dijo Ding Gou’er.
—¿Qué cartas son esas? —respondió Diamante Jin.
—No te hagas el tonto conmigo —dijo Ding Gou’er.
—No me hago el tonto, es que estoy dolido —dijo Jin.
—¿Dolido de qué? —preguntó Ding.
—¡Dolido por el hecho de que la élite de nuestro partido haya producido un degenerado como tú!
—Soy un degenerado porque me he dejado seducir por tu mujer. Puede que eso sea depravación, pero hay gente que cocina y come bebés. ¡No me llames degenerado si ni siquiera eres humano! ¡Lo que hacéis sí que es una bestialidad!
—Ja, ja, ja —Diamante Jin aplaudió y se rio alegremente—. Esto es simplemente como Las mil y una noches —dijo cuando por fin terminó de reírse—. Lo único que tenemos en la Tierra del vino y los licores es un plato culinario muy famoso, de gran imaginación y creatividad. Miembros del gobierno central lo han probado, igual que tú. Por tanto, si somos unas bestias caníbales, tú también lo eres.
Con una sonrisa sarcástica Ding Gou’er dijo:
—Si tienes la conciencia tranquila, entonces ¿por qué has considerado necesario tenderme una trampa sexual?
—¡Sólo la escoria de la Procuraduría General tiene la perversa imaginación de salir con un comentario como ese! —contestó Diamante Jin enfadado—. Ahora me gustaría saludar a su majestad de parte de nuestro Comité del Partido y del gobierno municipal: Te damos la bienvenida, investigador Ding Gou’er de la Procuraduría General, a nuestra tierra. Estamos preparados para ofrecerte todo tipo de ayuda.
—Sabes que podrías interceder en mi investigación si quisieras —dijo Ding Gou’er.
Diamante Jin dio una palmadita a su bolsillo.
—Lo que tenemos aquí, para ser precisos, son dos fornicadores. Pero a pesar de que tu comportamiento ha sido despreciable, no has infringido ninguna ley. Y a pesar de que tengo el poder para mandarte a rastras a tu casa, como un perro vagabundo, los intereses individuales tienen que subordinarse a los intereses públicos, así que no te detendré en tu misión.
Diamante Jin abrió el mueble bar, sacó una botella de Maotai, le quitó el tapón, y sirvió dos vasos muy altos, de modo que vació la botella. Le ofreció uno a Ding Gou’er y le propuso un brindis.
—¡Por una exitosa investigación! —dijo, chocando el vaso con Ding Gou’er. Echó la cabeza para atrás y se bebió el licor de un trago. Sujetando ahora el vaso vacío, miró fijamente a Ding Gou’er, con el tic en la mejilla y los ojos brillantes.
La imagen de ese temblor en la mejilla enfureció a Ding Gou’er, quien levantó el vaso y se bebió hasta la última gota, pasase lo que pasase.
—¡Bien hecho! —gritó Diamante Jin dando el visto bueno—. ¡Ahora te estás comportando como un hombre de verdad! —Volvió al mueble bar y sacó varias botellas de licor, todas de renombradas marcas—. Vamos a ver quién es mejor de los dos —dijo, apuntando a las botellas, que abrió hábilmente una a una y empezó a servirlas. El licor emanaba una fuerte fragancia y volvió el ambiente aromático—. ¡Quién no beba es un hijo de puta! —Ahora a Diamante Jin le temblaba la mejilla de manera incontrolable. De repente había abandonado su elegancia a favor de un aspecto más rudo—. ¿Eres capaz? —le retó a Ding Gou’er a la vez que echaba la cabeza para atrás y vaciaba el vaso. El tic de la mejilla cada vez era mayor—. ¡Algunas personas preferirían que las llamasen hijas de puta antes que beber un poco de alcohol!
—¿Quién ha dicho que no voy a beber? —Ding Gou’er cogió su vaso. Glu, glu, acabó con él en cuestión de segundos. Un tragaluz se abrió en su mente y su consciencia se transformó en una mariposa demoníaca del tamaño de un abanico con forma de luna; empezó a bailar bajo la luz de la lámpara. «Claro que voy a beber, que os jodan, a todos vosotros, me voy a beber hasta la última gota de la Tierra del vino y los licores…», pensó. Vio cómo se le agrandaba la mano hasta alcanzar el tamaño de una alfombra de oración. De repente notó que le salía de las manos una masa de dedos y que iba directa a coger las botellas de licor. En cuestión de segundos las botellas se encogieron y se hicieron tan pequeñas como clavos o alfileres. Entonces como por arte de magia se hincharon y se hicieron grandes como cálices, cubos de metal o mazos. La luz de la lámpara cambió, la mariposa dio volteretas en el aire. Lo único que no cambió fue el tic de las mejillas de Diamante Jin. «¡No voy a parar de beber!». El alcohol lubrica como la miel. Su lengua y su garganta se sentían inimaginablemente bien, mejor de lo que pueden describir las palabras. «¡Beberé y beberé!». Se tragó el licor tan rápido como pudo, entonces sintió que el líquido transparente se deslizaba con suavidad por su garganta. Su estado de ánimo se elevó en el aire, siguiendo las curvas de la pared.
Diamante Jin se movió lentamente bajo la luz de la lámpara y luego se fue de manera abrupta, como una cometa. La expresión de su cara destrozó el aura dorada de la habitación, como un sable de cuchilla afilada.
La mariposa multicolor parecía agotada; sus alas se volvieron cada vez más pesadas, como si cargaran el rocío de la mañana y sus antenas no paraban de temblar. Finalmente la mariposa de su consciencia rebotó en uno de los brazos de la lámpara de araña y aterrizó de golpe en el suelo.