El investigador Ding Gou’er abrió los ojos. Le pesaban los párpados, tenía un dolor de cabeza agudo, le apestaba el aliento y tenía las encías, la lengua, las paredes de la boca y la garganta cubiertas de una sustancia pegajosa. Entre la luz turbia y amarillenta de la araña de luces no podía saber si era de día o de noche, si estaba amaneciendo o atardeciendo. No tenía puesto el reloj en la muñeca, su reloj biológico estaba desincronizado, su estómago rugía y sus hemorroides vibraban acompasadas con sus latidos. Las bombillas se iluminaban cuando pasaba la corriente por ellas y hacían un ruido parecido a un zumbido que le perforaba los tímpanos. El investigador oía los latidos de su corazón sobre el ruido de fondo. Cuando trató de salir de la cama sus brazos y piernas se negaron siquiera a hacer un mínimo intento. Entonces le vino a la mente la noche anterior, el alcohol, como si fuera un sueño lejano, y de repente le asaltó la imagen de ese niño sonriente de color tostado y perfumado, sentado en una bandeja con ribetes de plata. Un grito extraño se escapó de la boca del investigador cuando su consciencia rompió sus propios confines, liberando corrientes de ideas que invadían su cabeza y se grababan al pasar por sus huesos y músculos. Saltó de la cama como una carpa en el agua, formando un bonito arco en el aire y cambiando las dimensiones de la habitación y el campo magnético, como si la luz se fragmentara en sus componentes básicos; el investigador tenía la misma pose que un perro luchando sobre un montón de excrementos justo antes de que su cabeza aterrizara sobre la alfombra de piel sintética.
Tirado en el suelo estudió con asombro los cuatro «+» (dieces) en la pared, y sintió un escalofrío que le recorrió la espina dorsal. La vivida imagen de un niño de piel escamosa y la daga con forma de hoja de sauce en la boca se materializó a pesar de los efectos del alcohol. Descubrió que estaba desnudo de cintura para arriba; las costillas casi le atravesaban la piel, el ombligo le sobresalía ligeramente, lleno de pelusilla, y tenía una mata de pelo marrón enredada en el pecho. Después de que el investigador se echara agua fría en la cabeza y se mirara en un espejo —la cara hinchada, los ojos sin vida y demás— no podía evitar sentir ganas de suicidarse ahí mismo en el baño. Localizó su maletín, sacó la pistola y la levantó. Sujetándola en la mano sintió el frío pero suave peso de la culata, y cuando estuvo de pie frente al espejo le paralizó el pensamiento de que estaba mirando a los ojos del enemigo, a alguien que no había visto nunca antes. Levantó la pistola a la altura de la nariz y la apretó contra su piel, de manera que acentuaba dos filas de puntos negros, que se asemejaban a unos parásitos. Entonces se puso la pistola en la sien, haciendo que la piel le temblara de la impresión. Al final se metió la pistola en la boca y apretó fuerte los labios, herméticamente, alrededor del frío acero —ni una aguja hubiera entrado a presión—, lo que provocó una imagen tan graciosa que hasta a él le entraron ganas de reírse. Y cuando lo hizo el reflejo del espejo hizo lo mismo. El cañón, que olía y sabía a pólvora, casi le provoca arcadas. ¿Cuándo la había usado? ¡Pum! La cabeza del niño había salpicado toda la sala como si fuera una sandía, mandando los trocitos de colores en todas direcciones; la materia fragante del cerebro manchó toda la zona, y entonces le vino la imagen desagradable de alguien dando lengüetazos a los sesos como un gato glotón. Unas punzadas de razón se le clavaron en el corazón, nubes oscuras de sospecha bajaron a su cabeza. ¿Quién podía garantizar que no era una farsa, que los brazos no estaban hechos de raíz de loto y melón, o que los brazos del niño los habían preparado de tal modo que parecieran raíz de loto y melón?
Llamaron a la puerta. Ding Gou’er se sacó la pistola de la boca.
El Director de la mina y el Secretario del Partido entraron, sonrientes.
El subsecretario Diamante Jin entró detrás de ellos, apuesto y solemne.
—¿Ha dormido bien, Camarada Ding Gou’er?
—¿Ha dormido bien, Camarada Ding Gou’er?
—¿Ha dormido bien, Camarada Ding Gou’er?
Ding Gou’er se sintió extremadamente extraño, se echó una manta alrededor de los hombros y dijo:
—Alguien me ha robado la ropa.
El subsecretario Jin, en lugar de decir algo, fijó la vista en las cuatro «+» grabadas en la pared, con una mirada seria congelada en la cara. Por fin se rompió el largo silencio gracias a su comentario susurrado.
—De nuevo ha sido él.
—¿Él?, ¿quién? —preguntó ansiosamente Ding Gou’er.
—Un experto, un misterioso ladrón de casas. —Diamante Jin dio un golpecito con el dedo corazón de su mano izquierda a los símbolos grabados en la pared—. Esta es la marca que deja siempre, su huella después de actuar.
Ding Gou’er se acercó para tener mejor visión de los caracteres grabados. Cuando lo hizo sus instintos de detective enseguida le aclararon las ideas, le apartaron los pensamientos nublosos y se volvió a sentir muy seguro de sí mismo. Aunque sus ojos doloridos veían borroso, de repente recuperó su vista de halcón. Las cuatro «+» estaban grabadas en línea recta, ocupaban alrededor de un tercio de la pared y el papel pintado estaba levantado en los bordes, por lo que se veía el yeso de la pared.
Decidido a estudiar la expresión de la cara de Diamante Jin, descubrió que los ojos de ese atractivo hombre estaban fijos en él, como si estuviera bajo estrecha vigilancia, como si se hubiera topado con un adversario astuto, como si hubiera caído en la trampa del enemigo. Pero la simpatía que emanaba de los ojos bonitos y sonrientes de Diamante Jin se diluía con cautela en la mente precavida del investigador.
—El Camarada Ding Gou’er —dijo Diamante Jin desprendiendo el aliento que te deja un buen licor—, es el experto en esta materia. ¿Qué significan para usted esos cuatro dieces?
Al investigador no le salían las palabras, dado que la mariposa de su consciencia había desaparecido de su cabeza por culpa del alcohol y no había vuelto todavía completamente a su sitio. Por lo que sólo podía mirar aterrorizado la boca de Diamante Jin y la luz que desprendía su diente de oro o de bronce.
»Yo creo —dijo Diamante Jin— que es el símbolo de una pandilla, una pandilla con cuarenta miembros, o con cuatro grupos de diez; en otras palabras, cuarenta ladrones, lo que significa que un Alí Babá puede aparecer en cualquier momento. A lo mejor usted, Camarada Ding Gou’er, asumirá el rol de Alí Babá sin saberlo. Eso sería una bendición para los dos millones de ciudadanos de la Tierra del vino y los licores. —Diamante Jin se despidió de Ding Gou’er con las manos cruzadas delante del pecho e inclinó la cabeza, lo que hizo que el investigador criminal se sintiera más raro que nunca.
Ding Gou’er dijo:
—Mis papeles, mi cartera, mis cigarrillos, mi mechero, mi máquina de afeitar, mi pistola de juguete y mi agenda de teléfonos… Esos cuarenta ladrones me lo han robado todo.
—¡Cómo se atreven a tocarle un pelo al mismísimo y poderoso Júpiter! —dijo Diamante Jin con una risa estridente.
—¡Menos mal que no se han llevado a mi amiga del alma! —dijo Ding Gou’er a la vez que enseñaba su pistola.
—Viejo Ding, en realidad he venido a decirle adiós. Iba a preguntarle que si nos tomábamos una copa de despedida, pero dado lo liado que está en sus obligaciones no le molestaré. Venga a verme a la oficina del Comité del Partido Municipal si hay algo que pueda hacer por usted. —Diamante Jin extendió la mano.
Todavía aturdido, Ding Gou’er sin querer, le dio la mano a uno de los otros dos hombres y todavía aturdido la soltó; entonces vio cómo Diamante Jin desaparecía de la habitación escoltado por el Secretario del Partido y el Director de la mina. Le subió una arcada por el estómago, lo que le provocó unos dolores punzantes en el pecho. Seguía teniendo resaca. No había otra cosa más evidente. Después de meter la cabeza debajo del grifo y dejar que corriera agua fría sobre su nuca durante diez minutos, bebió un vaso de té frío. Cogió aire profundamente unas cuantas veces y cerró los ojos, relajando el diafragma y apartando de su mente todo tipo de ideas egoístas y consideraciones personales. Entonces sus ojos se abrieron y sus pensamientos volvieron a ser nítidos y elocuentes, como un hacha con la cuchilla afilada, lista para cortar a hachazos las vides y los pastos que ciegan sus ojos y le nublan la visión; en ese momento le vino un nuevo pensamiento, como si inundara la pantalla de su mente: ¡La Tierra del vino y los licores es el hogar de una pandilla de monstruos caníbales, y todo lo que pasó en la comida era parte de una artimaña!
Después de secarse la cabeza y la cara, ponerse los calcetines, los zapatos, y abrocharse el cinturón, apartó la pistola, se colocó el sombrero en la cabeza, se cubrió los hombros con su camisa azul de cuadros —la que el niño de piel escamosa había tirado a la alfombra y que había absorbido su vómito— y se fue dando zancadas bien confiado hasta la puerta marrón oscuro; la abrió con un movimientos brusco, atravesó el pasillo en busca de un ascensor o de unas escaleras. Una amable trabajadora vestida de color crema que estaba sentada en el mostrador de información le dijo cómo encontrar la salida de este laberinto.
Afuera le acogió un clima variado: unas nubes rodaban sobre un cielo salpicado con la luz del sol. Era mediodía y las sombras gigantes de esas nubes se movían en el suelo, como dorados rayos de sol que se proyectan en hojas amarillas. La nariz de Ding Gou’er le empezó a picar y siete estornudos salieron disparados en cadena; el investigador estaba doblado como un langostino deshidratado, con los ojos acuosos del esfuerzo. Después de recomponerse tras correr el velo brumoso que cubría sus ojos, vio el enorme tambor negro sobre el torno rojo en la entrada de la mina, que seguía tirando arriba y abajo de un cable gris plateado. Todo estaba tal y como lo había dejado cuando entró: girasoles dorados cubrían la tierra; montones de madera desprendían un aroma delicado, a la vez que propagaban el aura de un bosque primaveral. Un vagón minero cargaba trozos de carbón y recorría caminos estrechos entre montañas altísimas de carbón. El vagón tenía un pequeño motor atado con un cable largo envuelto en goma. La conductora era una chica embadurnada en carbón con hileras de dientes blancos brillantes como perlas. Estaba de pie en la parte trasera del vagón, con un porte majestuoso y glorioso, como un guerrero predispuesto a luchar. Cada vez que el vagón llegaba al final de la vía daba un frenazo, entonces, le daba la vuelta para volcar el carbón deslumbrante, como una cascada que emite un sonoro schhh. A lo lejos vio lo que parecía el viejo galgo de la garita de la mina. El perro se acercó vigoroso hacia Ding Gou’er y ladró frenéticamente durante unos segundos, como si su odio más profundo lo proyectara en él.
El animal se alejó dejando a Ding Gou’er ahí de pie, desolado. «Si pienso las cosas de manera objetiva, estaba reflexionando, tengo que admitir que soy un caso perdido y que doy pena. ¿De dónde vengo? Vengo de la capital del condado. ¿Qué he venido a hacer? He venido a investigar un caso muy importante». En una mota de polvo en alguna parte del universo, entre una vasta marea de personas, se encontraba un investigador criminal llamado Ding Gou’er; ahora tiene la mente confusa, ha perdido el deseo de mejorar, tiene la moral baja, está solo y desanimado y ha perdido de vista su objetivo. Así que, dado que no tenía nada que ganar y nada que perder, se dirigió hacia los vehículos que estaban en la zona de carga y descarga del carbón.
Si no hay coincidencias no puede ser una novela; unos repentinos gritos llenaron el aire:
—¡Ding Gou’er! ¡Ding Gou’er! Tú, hijo de tu madre ¿qué haces por aquí?
Ding Gou’er se giró para ver de dónde venían los gritos. Una mata de pelo negro y fosco saltó a su vista, y a continuación se fijó en la cara animada y alegre. Una mujer estaba de pie junto a un camión, sujetaba un par de guantes blancos mugrientos en las manos, y parecía un burrito bajo la luz del sol.
—¡Ven aquí, hijo de tu madre! —La mujer agitó los guantes en el aire como si fueran una varita mágica atrapa almas, lo que arrastró al investigador hacia ella. Sí, Ding Gou’er, que estaba sumido en un «síndrome de depresión», se sintió arrastrado inexorablemente hacia ella.
—¡Así que eres tú, la señorita de la tierra árida! —dijo Ding Gou’er, jugando un poco a ser un gamberro. Mientras estaba de pie frente a ella sintió una gran alegría, como un barco que va a llegar a puerto o un niño cuando ve a su madre después de un día largo sin ella.
—¡Don Fertilizante! —dijo con una gran sonrisa—. ¡Sigues aquí por lo que veo, hijo de tu madre!
—Estaba pensando en irme justo ahora.
—¿Quieres que te vuelva a llevar en mi camión?
—Claro.
—Bueno, no es tan fácil.
—Te doy un cartón de Marlboro.
—Dos cartones.
—Vale, dos cartones.
—Espera aquí un momento.
Otro camión que estaba enfrente de ellos se alejó y soltó una bocanada de humo negro nada más arrancar. Los neumáticos además levantaron una lluvia de polvo de carbón en el aire.
—Espera a un lado —gritó mientras se subía de un salto en la cabina de su camión, agarraba el volante y con brusquedad arrancaba. Avanzó unos metros y paró justo debajo del lugar donde terminaban las vías.
—¡Eh, guapa, eres un bombón! —la piropeó en voz alta un hombre joven que llevaba unas gafas de sol oscuras.
—No vas a hacer que un toro sea más grande si le soplas por los genitales, aunque empujes un tren no vas a conseguir que ande, no puedes construir el Monte Tai con unas cuantas rocas y algo de nieve —dijo la mujer.
La mujer se bajó de la cabina de inmediato. Ding Gou’er sonreía burlonamente.
—¿De qué te ríes? —le preguntó.
El tren hizo mucho ruido y empezó a flotar como una gran tortuga negra. De vez en cuando saltaban chispas dado que las ruedas de acero rozaban las vías de hierro. El cable negro de goma se enrollaba y se extendía, siguiendo los pasos del tranvía, alegre como una serpiente. Una determinación de acero inundó los ojos de la conductora que estaba en el vagón minero en la parte trasera del tren. La mujer apretaba la mandíbula, infundiendo en el observador un sentimiento de respeto cercano al miedo. El tren aceleró precipitadamente, como un tigre salvaje que baja en busca de su presa por la montaña. Ding Gou’er tenía miedo de que se chocara contra el camión y lo redujera a una montaña de metal retorcido. Pero los hechos probaron que sus miedos eran infundados, dado que la capacidad de cálculo de la mujer era infalible; reaccionaba de manera muy rápida y sus funciones mentales eran tan impecables como un ordenador. En el último segundo, pisó él frenó, volcó el vagón lleno de carbón y con un ssshh mandó el carbón, que era negro brillante, al fondo del camión de la señorita de la tierra árida como si fuera una cascada; sin derramar nada, no quedaba nada en el vagón del tren. Con el olor del carbón subiendo e inundando la nariz, el humor de Ding Gou’er se relajó más todavía y se puso más contento.
—¿Tienes un cigarro, amiga? —le acercó la mano a la señorita de la tierra árida—. ¿Qué me dices de darme uno?
Ella le dio un cigarrillo y se puso otro en la boca. En mitad de ese velo brumoso de humo ella preguntó:
—¿Qué te ha pasado? ¿Te han robado?
Ding Gou’er estaba demasiado ocupado mirando un par de mulas como para contestar.
Los dos observaron cómo un carro tirado por dos mulas se dirigía hacia ellos por la carretera de la mina, que tenía mezclada arenilla, grava, trozos rotos de losa y madera podrida; a medida que se acercaba vieron al conductor que, haciendo una exhibición de poder y arrogancia, cogió las riendas con la mano izquierda e hizo avanzar a las mulas gracias al látigo que llevaba en la mano derecha. Eran unas mulas negras preciosas. La más grande de las dos parecía ciega y estaba atada a un yugo; la mula más pequeña, no sólo veía, sino que tenía un par de ojos feroces del tamaño de unos cascabeles de bronce, y tiraba enérgica de su arnés. Ao, ao, ao – wu, la, la – arre, arre, arre. El látigo se retorció y crujió en el aire, obligando a la pequeña mula negra y valiente a que se tambaleara. Y a medida que el carro daba tumbos entre latigazos y chirridos, sucedió un desastre: la mula pequeña se tropezó y se cayó al suelo lleno de hierbajos y semillas, como si lo que se derrumbara fuera un muro negro lleno de grasa. La punta del látigo del conductor aterrizó en la grupa del animal; la mula forcejeó como pudo para levantarse, temblando sin control y tambaleándose de un lado a otro, con rebuznos lastimosos, conmoviendo los corazones de todo el que los oyese. El conductor, petrificado momentáneamente del miedo, tiró el látigo al suelo, se bajó de un salto del carro y se arrodilló enfrente de la mula. Se acercó a ella y le levantó una de las pezuñas descoloridas —verde, rojo, blanco y negro, todo junto— que se había quedado atrancada entre dos losas de piedra. Ding Gou’er le cogió la mano a la conductora del camión y dio unos cuantos pasos hasta la escena del altercado.
Meciendo la pezuña infectada de la mula en sus manos, el conductor de cara cetrina lloraba desconsolado.
La mula mayor agachaba la cabeza en silencio dentro de su yugo, como una persona en un velatorio.
La pequeña mula herida se apoyaba sobre tres patas, la cuarta, la pata trasera y lisiada, daba golpes contra un trozo de madera podrida que estaba en el suelo, como un mazo dando golpes en un tambor, pero con la diferencia de que un hilito de sangre oscura fluía y manchaba la madera y la teñía de color rojo.
Ding Gou’er, al que se le había acelerado el pulso, se dio la vuelta para alejarse, pero la señorita de la tierra árida parecía anclada a su muñeca; no se iban a ir a ninguna parte.
Todo el mundo en los alrededores tenía una opinión: a algunos les daba lástima la pequeña mula, a otros les daba pena el conductor; algunos culpaban al conductor, otros le echaban la culpa a la carretera que tenía desniveles y estaba llena de baches. Como un grupo de cuervos discutiendo.
—¡Abrid paso, abrid paso!
Aturdidos por la interrupción, la multitud, desconcertada, se apartó para dejar acercarse a dos personas bajitas y delgadas que parecían salir de la nada. Cuando se acercaron un poco más se pudo ver que eran dos mujeres con la cara blanca y fantasmagórica, como dos repollos. Llevaban puestos unos uniformes blancos limpísimos y gorras a juego. Una llevaba una cesta de bambú pulida y la otra, una de mimbre. Parecían dos ángeles.
—¡Las veterinarias están aquí!
—Las veterinarias están aquí, las veterinarias están aquí, deja de llorar, amigo, las veterinarias están aquí. Dales la pezuña de la mula, corre. Ellas se la colocarán.
Las mujeres de blanco se apresuraron a decir:
—¡No somos veterinarias! Somos las cocineras de la casa de huéspedes.
Mañana vienen oficiales municipales para ver la mina, y el Director de la mina nos ha mandado tratarles como si fueran de la realeza. Pero sólo tenemos pollo y pescado, nada especial. Y cuando nos estábamos poniendo malas de la preocupación hemos oído que una mula ha perdido una pezuña.
—Pezuña de mula estofada, pezuña de mula en caldo de pollo.
—Conductor, vamos, véndales la pezuña de la mula.
—No, no puedo venderla… —El conductor abrazó la pezuña con fuerza, con una gran tristeza y desesperación en su cara, como si estuviera abrazando la mano amputada de un ser querido.
—¿Has perdido el juicio, tarado? —dijo una de las mujeres de blanco enfadada—. ¿Cómo piensas colocársela? ¿De dónde vas a sacar el dinero? Dudo que alguien pudiera hacérselo a una persona hoy día y este animal es tan sólo es una bestia de carga.
—Te pagaremos mucho dinero.
—No vas a encontrar una oferta como esta en el pueblo de al lado.
—¿Cuánto, em, cuánto me daríais?
—Treinta yuanes por cada una. Es un buen precio ¿no dirás que no?
—¿Sólo queréis las pezuñas?
—Sólo las pezuñas. Te puedes quedar el resto.
—¿Las cuatro?
—Las cuatro.
—Sigue viva, sabéis…
—¿Qué valor tiene si le falta una pezuña?
—Pero sigue viva…
—Bla, bla, bla ¿tenemos un trato o no?
—Sí…
—¡Aquí tienes el dinero! Cuéntalo.
—¡Sácala del yugo, rápido!
Con el dinero de las cuatro pezuñas en la mano, el conductor le dio la pezuña amputada a una de las mujeres de blanco, temblando de manera perceptible. La colocó con cautela en la cesta de bambú. La otra mujer cogió un cuchillo y un hacha de su cesta de mimbre de la que sobresalió una sierra para cortar hueso; se puso de pie y con un tono de voz muy elevado presionó al joven conductor para que soltara a la pequeña mula negra del yugo. Él caminó patizambo, se dobló por la cintura, y con los dedos temblorosos liberó a la pequeña mula del arnés. A cámara lenta, como cuando cuentas una historia con miles de detalles. Pero en la vida real lo que pasó a continuación fue en cuestión de segundos. La mujer de blanco levantó el hacha, apuntó a la frente de la mula y se balanceó con todas sus fuerzas, hundiendo la cuchilla del hacha tan hondo en la cabeza del animal que no podía sacarla, no importaba lo mucho que lo intentara. Y mientras trataba de sacar el hacha a la pequeña mula negra le fallaron las patas, lo que hizo que el animal se cayera al suelo, donde se quedó tirado apenas con vida en mitad de la carretera llena de baches y desniveles.
Ding Gou’er suspiró profundamente.
Todavía quedaba un aliento de vida en la mula pequeña, como probaron los ligeros sonidos de su respiración; unos leves hilitos de sangre se deslizaron por su frente en los lados donde se hundió el hacha, empapando sus pestañas, hocico y labios.
Una vez más la mujer que había clavado el hacha en la frente de la mula cogió un cuchillo, se subió sobre el cuerpo de la mula, agarró una pezuña —una pezuña negra azabache en una mano blanca azucena— e hizo un corte rápidamente en la curva, donde la pezuña se une a la pata; entonces hizo otro corte, y haciendo un poco de presión con su mano blanca azucena, la pezuña y la pata de la mula se separaron la una de la otra, unidas tan sólo por un tendón blanquecino. Tras un corte final la pezuña y la pata se separaron de una vez por todas. La mano blanca azucena se elevó en el aire y la pezuña de la mula fue a parar a la mano de la otra mujer de blanco.
Llevó tan sólo unos segundos amputar las tres pezuñas; durante ese tiempo los espectadores estaban asombrados de la habilidad de la mujer; nadie habló, nadie tosió, nadie se tiró un pedo. ¿Quién se hubiese atrevido a tomarse tales libertades en presencia de esta guerrera?
Las palmas de las manos de Ding Gou’er estaban sudando. Sólo podía pensar en el cuento taoísta sobre las maravillosas habilidades del carnicero de bueyes Chef Ding.
La mujer de blanco movió el hacha hasta que al final fue capaz de sacarla de la cabeza de la pequeña mula negra, que finalmente, dio el último aliento: con la panza hacia arriba, las patas tiesas y estiradas en cuatro direcciones, como el cañón de una ametralladora.
El camión se alejó de la sinuosa carretera llena de baches de la mina de carbón que enseguida quedó atrás; los montones altísimos de arenilla y la maquinaria, ahora espectral, de la mina habían desaparecido con la niebla densa que tienen detrás de ellos; el ladrido del perro guardián, el ruido sordo del tranvía y los estruendos de las explosiones subterráneas ya no se oían. Pero las cuatro patas de la mula seguían flotando delante de los ojos de Ding Gou’er, que seguía nervioso. El estado de ánimo de la conductora del camión también se vio afectado por la imagen de la pequeña mula. La mujer no paró de soltar feroces insultos cada vez que avanzaban un kilómetro de esa carretera llena de baches. Luego, una vez que entraron en la autopista que llevaba a la ciudad, aceleró mucho el camión, abrió la tapa de ventilación y pisó el acelerador hasta que el motor rugió de la tensión. Como una bala. Los árboles de la carretera se doblaron a su paso como si los talara un hacha gigante; el suelo era un tablero de ajedrez en movimiento y la flecha del indicador de velocidad marcaba ochenta kilómetros. El viento silbaba, las ruedas giraban vertiginosamente.
Cada pocos minutos, el tubo de escape, agotado, expulsaba una nube de humo. Ding Gou’er observaba a la mujer por el rabillo del ojo con tal admiración que poco a poco se fue olvidando de las patas de la mula estiradas hacia el cielo.
No mucho antes de llegar a la ciudad, el vaho procedente del radiador sobrecalentado empañó el parabrisas. La señorita de la tierra árida había convertido el radiador en una caldera. En mitad de un arrebato de terribles insultos paró el camión a un lado de la carretera. Ding Gou’er la siguió y salió de la cabina, con las ganas momentáneas de decirle «mira que te lo advertí». Observó cómo levantaba el capó para que se enfriara con la brisa. El calor casi le tira al suelo; lo que quedaba del agua en el radiador silbaba y borboteaba. Mientras desenroscaba el tapón del radiador con el guante, el investigador se dio cuenta de que su cara era radiante como una puesta de sol.
La mujer sacó un cubo de metal de debajo del camión.
—¡Vamos! —le ordenó enfadada—. ¡Tráeme agua!
Sin atreverse y sin querer desobedecerla, Ding Gou’er cogió el cubo y, haciendo el tonto, dijo:
—No te irás sin mí mientras voy a por agua ¿no? Cuando se rescata a alguien tienes que hacerlo hasta el final. Cuando llevas a alguien a casa, le tienes que ver entrar por la puerta.
—¿Entiendes de Lógica? —le dijo enfadada—. Si pudiera seguir conduciendo ¿por qué me iba a haber parado? Además, tienes mi cubo.
Ding Gou’er hizo una mueca, pensando que un poco de humor podía hacer reír a la mujer, pero parecía que a esta bruja nada le causaba efecto. Sin embargo siguió haciendo la mueca de todas maneras, a pesar de saber que no daría resultado.
—No hagas el tonto —gruñó, arrugando la nariz y mirándole con odio—. Ahora vete a por algo de agua.
—¿Aquí en el medio de la nada? ¿Dónde se supone que voy a encontrar agua?
—Si lo supiera ¿te mandaría a ti ir a buscarla?
De mala gana, Ding Gou’er cogió el cubo y, abriéndose paso entre los arbustos de la carretera, caminó por la cuneta completamente seca y llana y se encontró a sí mismo en mitad de un terreno de cultivo con mucha flora. No era uno de esos campos a los que estaba acostumbrado, desierto, que te permite ver en todas direcciones, como un vasto páramo. Por fin consiguió llegar a las afueras del centro urbano y pudo vislumbrar a lo lejos hasta dónde llegaban las ramificaciones de la ciudad: veía que había un triste edificio de varios pisos y una chimenea que echaba humo y que diseccionaba el campo. Ding Gou’er estaba ahí de pie sintiéndose inevitablemente triste. Después de un momento de reflexión levantó la mirada a la puesta de sol y a las nubes rojas en el horizonte occidental. Enseguida desapareció su melancolía. El investigador se dio la vuelta y se dirigió hacia el edificio más cercano, que tenía un aspecto muy extraño.
«Dirígete a las montañas y haz lo que tienes que hacer». Ningún otro dicho podía ser más oportuno. Bañado en el rojo sanguinolento del atardecer, el edificio parecía estar muy cerca, pero para un hombre a pie en realidad estaba muy lejos. Seguían apareciendo de repente terrenos de cultivos entre él y el edificio, como si cayeran del cielo, reprimiendo que caminara en línea recta hasta donde yacía su felicidad. Una sorpresa más grande le aguardaba en el maizal en el que sólo quedaban unos cuantos tallos secos.
Con la puesta de sol el cielo se volvió de un color vino tinto. Los tallos de maíz se erigían como centinelas sigilosos. Aunque Ding Gou’er se apartó para caminar por un lado del terreno arado, inevitablemente rozó los tallos de maíz sedosos, que crujían al pasar. De repente, una sombra corpulenta se cruzó en su camino, como si hubiera brotado de la tierra, provocándole tanto miedo al investigador, a ese hombre de renombrada fama y coraje, que le tembló todo el cuerpo y se le puso el pelo de punta. Instintivamente levantó el cubo de metal, estaba listo para lanzarse a golpes. Pero el monstruo dio un paso atrás y dijo con una voz amortiguada:
—¿Es esa tu gran idea? ¿Tratar de golpearme?
Una vez que el investigador recuperó la compostura, descubrió que había un hombre muy alto y muy viejo en su camino. La luz de las estrellas se proyectaba en el manto de la noche, cada vez más cerrada, e iluminaba la barbilla sin afeitar y el pelo alborotado, como un nido de ratas, de ese hombre; dos ojos de un verde intenso se difuminaban en el contorno borroso de su cara. Percibió que ese hombre de grandes huesos, vestido con harapos, debía de ser un hombre decente, trabajador, cumplidor, valiente y con una vida austera. Su respiración entrecortada era grave y se mezclaba con una tos metálica.
—¿Qué hace aquí? —le preguntó Ding Gou’er.
—Cazar grillos —contestó el anciano, levantando una vasija de arcilla para demostrárselo.
—¿Cazar grillos?
—Cazar grillos —dijo el anciano.
Unos grillos saltaban dentro de su vasija, dándose golpetazos con las paredes de arcilla —pi, pi, pa, pa— a la vez que el anciano permanecía de pie en silencio y sus ojos verdes furtivos parecían un par de luciérnagas exhaustas.
—¿Caza grillos? —preguntó Ding Gou’er—. ¿La gente de por aquí se divierte con las peleas de grillos?
—No, la gente de aquí se divierte comiendo grillos como tentempié —dijo, arrastrando las sílabas a la vez que se giraba, daba un par de pasos y se arrodillaba en el suelo. Las hojas de los tallos de maíz crujieron, luego se posaron sobre su cabeza y sus hombros, transformándole en una montaña de hierbajos. La luz de las estrellas era cada vez más brillante, una brisa fresca iba de un lado a otro sin dejar rastro y creando una atmósfera de profundo misterio. Los hombros de Ding Gou’er estaban rígidos como si un escalofrío le parara el corazón. Unas luciérnagas revoloteaban en el aire como ilusiones ópticas. Y entonces, los gritos sombríos de los grillos emergieron alrededor de él; parecía que había grillos en todas partes. Ding Gou’er cambió la mirada cuando el anciano encendió una linterna pequeña, que emitió un destello de una luz dorada en la base del tallo de maíz e iluminó a un grillo gordo y precioso: su cuerpo era de un rojo brillante, la cabeza cuadrada con unos ojos saltones, las patas gruesas y el abdomen protuberante, la respiración entrecortada y colocado de forma que parecía que fuera a saltar en cualquier segundo. El anciano extendió la mano y lo cazó con una red pequeña. De ahí lo metió a la vasija de arcilla. Y un poco después lo metió en un cuenco lleno de aceite hirviendo; y finalmente de ahí a su estómago.
El investigador recordó vagamente un artículo que había leído en Alta cocina en el que publicaban una lista con todos los valores nutritivos de los grillos y con todas las formas en las que se pueden preparar.
El anciano se echó hacia delante y se arrastró por el suelo. Ding Gou’er se coló por el maizal y se dirigió rápidamente hacia la luz que tenía delante.
Era una noche extraordinariamente atractiva y vivida en la que la exploración y el descubrimiento iban de la mano; el estudio y el trabajo, hombro con hombro; el amor y la revolución se fundían en uno, la luz de las estrellas del cielo y la luz de la lámpara se hacían eco la una a la otra desde lejos para iluminar los rincones más oscuros. La luz de una lámpara de vapor de mercurio iluminó un cartel rectangular con tanta potencia que le deslumbró los ojos. Con el cubo de metal en la mano Ding Gou’er entrecerró los ojos para leer los caracteres negros y grandes que estaban en la valla publicitaria, con una caligrafía al estilo de la dinastía Song:
«Instituto de cultivación de alimentos especiales».
Era un instituto relativamente pequeño. Mientras una maraña de pensamientos corría por su mente, Ding Gou’er evaluó los edificios, pequeños pero bonitos, y las habitaciones, grandes y luminosas. Un portero joven vestido con un uniforme marrón, un sombrero de ala ancha y una pistolera en la cadera apareció de detrás de la puerta y dio un grito, quedándose casi sin aliento.
—¿Qué es lo que quiere? ¿Qué se cree que hace caminando por aquí? ¿No tendrá en mente robar, no?
Al ver la pistola de gas lacrimógeno en la funda que tenía el joven en la cadera y la picana eléctrica que sacudía con arrogancia, Ding Gou’er trató de contener su furia.
—Cuidado con lo que dices, chaval —dijo Ding Gou’er.
—¿Qué? ¿Qué has dicho? —gritó el joven a la vez que se acercaba al investigador.
—¡Te he dicho que vigiles esa lengua! —Ding Gou’er era un experto en la seguridad pública y en el sistema judicial, y solía hacerlo a su manera. El hecho de que el chico le gritara hizo que le picaran las palmas de las manos, le irritó y le cambió el estado de ánimo.
—¡Perro guardián! —le bufó a la cara.
El «perro guardián» soltó un grito, saltó unos veinte centímetros en el aire y gruñó:
—Cabrón, ¿con quién cojones te crees que estás hablando? ¡Eres hombre muerto! Sacó la pistola de gas lacrimógeno y apuntó a Ding Gou’er.
Con una risa burlona, Ding dijo:
—Cuidado no te vayas a disparar a ti mismo con eso. Si vas a disparar a alguien con gas lacrimógeno será mejor que te pongas con el viento en contra.
—Vaya, ¿quién hubiese adivinado que un cabrón como tú podía ser todo un experto en el tema?
—¡Es que uso armas de gas lacrimógeno como esa para limpiarme el culo! —dijo Ding Gou’er.
—¡Gilipolleces!
—¡Ahí vienen tus jefes! —dijo Ding Gou’er, frunciendo la boca y señalando detrás del joven.
Cuando el portero se giró para mirar, Ding Gou’er movió el cubo de metal con indiferencia y le quitó de las manos la pistola de gas lacrimógeno al chico. Entonces con una rápida patada le quitó la picana eléctrica, que también salió disparada de su mano.
El portero pensó en recuperar su arma, pero Ding levantó el cubo y dijo:
—Hazlo y acabarás tirado en el suelo como un perro agonizando en un montón de mierda.
Visto que había conocido a alguien que estaba a su altura, el portero se alejó, luego cambió de dirección y corrió hacia el pequeño edificio. Ding Gou’er atravesó la puerta con grandes zancadas y con una sonrisa de oreja a oreja.
Una pandilla de hombres, vestidos exactamente igual que el portero, salieron corriendo del edificio. Uno de ellos tenía un silbato de metal grande en la boca. Pi, pi, pi, sopló con todas sus fuerzas.
—Es ese el tipo… dale una paliza al hijo puta ese. —Una docena aproximadamente de picanas eléctricas se agitaron en el aire. Como una manada de perros alocados rodearon a Ding Gou’er.
Él se llevó la mano a la cintura. Ups, la pistola estaba en el maletín, que se había dejado en el camión en mitad de la carretera.
Uno de los hombres, con un brazalete rojo alrededor del brazo —probablemente un comandante o algo parecido— apuntó a Ding Gou’er con la picana eléctrica y le preguntó de manera agresiva:
—¿Qué demonios quieres?
—Soy el conductor de un camión —respondió Ding Gou’er, levantando su cubo metálico para demostrarlo.
—¿Un conductor? —el comandante le preguntó con desconfianza—. Entonces ¿qué haces aquí?
—Busco agua. Se me ha sobrecalentado el radiador.
La tensión se aflojó de manera notable; unas cuantas picanas eléctricas dejaron de amenazarle.
—No es un camionero —gritó el portero humillado—. Este tipo sabe usar los puños y las piernas.
—Lo único que prueba eso es que eres un novato —dijo Ding Gou’er.
—¿Para quién conduces? —el comandante continuó con su interrogatorio.
Ding Gou’er se acordó del cartel de la puerta del camión:
—Para la Universidad de Destilación —contestó sin que se le acelerara el pulso.
—¿A dónde ibas?
—A la mina.
—¿Tus papeles?
—En el bolsillo de mi chaqueta.
—¿Dónde está tu chaqueta?
—En el camión.
—¿Dónde está el camión?
—En la autopista.
—¿Quién más está en el camión?
—Una mujer muy guapa.
El comandante soltó una risita.
—Las conductoras de la Universidad de Destilación siempre son unas estúpidas cachondas.
—¡Estúpidas cachondas, usted lo ha dicho!
—Venga, ¡muévete! —dijo el comandante—. Tenemos agua dentro, así que ¿a qué estás esperando?
Cuando Ding Gou’er les siguió dentro del edificio, escuchó a sus espaldas cómo el comandante regañaba al portero:
—Tú, mira que eres incompetente e imbécil. ¿No eres capaz ni de encargarte de un conductor de un camión normal y corriente? Si alguna vez aparecen los cuarenta ladrones probablemente te roben tus propias pelotas.
Las luces cegadoras del interior del edificio hicieron que Ding Gou’er se mareara. Sus pies se hundieron en los suaves pliegues de la alfombra escarlata de lana de cordero del edificio; de la pared colgaban fotografías coloridas, de todo tipo de productos de granja: maíz, arroz, mijo, sorgo, además de otros que no había visto antes. Ding Gou’er supuso que eran cereales híbridos que los agro-científicos del instituto se habían tomado la molestia de cultivar. El comandante le señaló el baño a Ding Gou’er y le dijo que podía rellenar el cubo con el agua del grifo que usaban para lavar los trapos. Ding Gou’er le dio las gracias, luego vio cómo él y sus tropas entraban en una pequeña habitación, de la que salió un humo espeso y acre en cuanto se abrió la puerta. Seguramente estuvieran jugando al póquer o al mahjong, concluyó, aunque podían estar simplemente estudiando la última directiva del Gobierno Central. Sonrió, pero sólo durante un momento, justo antes de coger el cubo y proceder de manera cauta en el baño, fijándose en los carteles de las puertas de madera por las que pasaba: Departamento Técnico, Departamento de Producción, Departamento de Contabilidad, Departamento Financiero, Sala de Expedientes, Sala de Consulta, Laboratorio, Sala de Vídeo. La puerta de la Sala de Proyecciones estaba entreabierta; había gente trabajando dentro.
Con el cubo en la mano, se asomó y vio a un hombre y a una mujer que estaban viendo una cinta de vídeo. Las imágenes de la gran pantalla de la televisión le impresionaron: en la pantalla, en una antigua caligrafía oficial, estaban las siguientes palabras:
«Un raro manjar: cabezas de pollo rellenas de arroz».
La banda sonora era de la seductora melodía cantonesa «Las nubes persiguen a la luna». Al principio no estaba interesado en el vídeo, pero enseguida empezó a atraerle con fuerza. Las imágenes cinemáticas eran asombrosas. Se veía una cadena de producción de pollos, a los que les cortaban la cabeza, una tras otra, a medida que la música crecía. El comentarista decía:
«Los numerosos miembros responsables del Instituto de Cultivo de Comida Especial, con el apoyo de… han puesto todo su esfuerzo y conocimiento de las masas y, de acuerdo a “cuando ataques una fortaleza no muestres miedo”, luchan sin pausa, día y noche». Un grupo de individuos escuálidos y de cabezas enormes con uniformes blancos estaba haciendo experimentos con varios tubos de ensayo. Otro grupo de individuos —unas chicas encantadoras con el pelo recogido bajo sus gorras que llevaban puestos unos delantales blancos de grandes dimensiones— estaba recogiendo los granos de arroz con unas pinzas y los metían en las cabezas decapitadas de los pollos. Otro grupo de mujeres, vestidas exactamente igual que el grupo anterior, e igual de guapas, enterraron las cabezas de pollo rellenas de arroz en unas macetas de color rojo fuego. Entonces la escena cambió y los brotes de arroz de repente habían crecido en las macetas. Docenas de aspersores mantenían los brotes de arroz bien regados. La escena volvió a cambiar y ahora los brotes de arroz tenían flores. Y de repente cambió a la última escena, en la que había varios cuencos con perlas de arroz humeantes, brillantes, húmedas y de color rojo por la sangre sobre una imponente mesa con adornos de flores. Unos cuantos dignatarios —algunos guapos, algunos exuberantes, algunos altos y fuertes— estaban sentados alrededor de la mesa saboreando este raro manjar, con sonrisas de satisfacción en la cara. Con un suspiro, Ding Gou’er se dio cuenta de lo pobre que era su conocimiento, como una rana que está en el fondo de un pozo. El hombre y la mujer que estaban en la habitación empezaron a hablar incluso antes de que terminara el vídeo y Ding Gou’er, que no quería montar un numerito, cogió el cubo y se fue. Unos segundos después, mientras salía por la puerta, cayó bajo la mirada fulminante del portero; podía sentir los ojos del joven clavarse en su espalda. En el camino de vuelta al maizal las hojas secas se le metieron en los ojos y le hicieron llorar. El anciano caza grillos no estaba en ninguna parte. Todavía estaba lejos del camión cuando oyó a la camionera decir:
—¿Dónde cojones has ido a por agua, al río Amarillo o al Yangtsé?
El investigador dejó el cubo de agua en el suelo y contrajo sus agotados músculos.
—La he sacado del río de tu maldita madre Yarlung Zangbou.
—Joder, creía que te habías caído en el río y te habías ahogado.
—No sólo no me he ahogado sino que he visto uno de los vídeos de tu maldita madre.
—¿Sus vídeos de kung-fu o las pelis porno?
—Ni los malditos vídeos de kung-fu ni ninguna peli porno. Era sobre un extraño manjar, cabeza de pollo rellena de arroz.
—¿Qué tiene de raro una cabeza de pollo rellena de arroz y a qué cojones viene eso de mi maldita madre?
—Si no fuera por lo de tu maldita madre hubiese tenido que buscar otra forma para callarte tu maldita boca.
Ding Gou’er agarró a la camionera por la cintura, la envolvió fuerte con los brazos y fundió su boca con la suya, que era una amalgama de sabores.