«Niño prodigio»
Li Yidou
Queridos lectores, no hace mucho tiempo escribí un relato para ustedes sobre la carne de niño. La verdad es que me costó mucho hacer un retrato de un niño pequeño envuelto en una tela roja. Quizá recuerden sus extraordinarios ojos: meras rendijas de las que emanaba una mirada cortante de un adulto. Eran los típicos ojos de un conspirador. Pero no estaban colocados en la cara de un conspirador sino en la de un niño de no más de cincuenta centímetros de altura. Era por eso por lo que resultaban tan enigmáticos y por lo que causaron tal efecto en el granjero de la periferia de la Tierra del vino y los licores llamado Jin Yuanbao. Dentro de los límites de este relato de extensión media era imposible hurgar en el pasado de ese niño, así que perfilé simplemente su imagen general: su cuerpo de niño de no más de medio metro de alto con una mata de pelo fosca, orejas carnosas y una voz grave. La descripción de un niño pequeño, nada más, nada menos.
Este nuevo relato se desarrolla en el Departamento de Compras de la Academia Culinaria, y comienza con el atardecer.
Queridos lectores, nuestra historia está a punto de comenzar.
Esa noche había salido la luna, principalmente porque necesitábamos que estuviera ahí. Una luna roja y grande que salió poco a poco por detrás de la colina artificial de la Academia Culinaria. Los rosados rayos penetraban las ventanas de doble cristal, como una catarata rosa, y volvían las caras de los niños más suaves y delicadas.
Todos eran niños pequeños, y si han leído mi relato «Carne de niño» ya saben de quiénes estoy hablando. El pequeño demonio era uno de ellos, y pronto se convertiría en el líder, o en el déspota del grupo. Pero bueno, eso ya lo veremos.
Los niños habían gritado hasta desfallecer antes de que el sol se pusiera detrás de la montaña. Tenían la cara llena de churretes, de restos de lágrimas y la voz ronca. Todos menos el pequeño demonio, por supuesto. ¡Nunca le pillarás llorando! Mientras que los otros niños lloraban desesperados él caminaba como un ganso, con las manos juntas detrás de la espalda, a medida que daba círculos por la gigantesca habitación de preciosas vistas. De vez en cuando le daba una patada a un niño que estaba berreando. Inevitablemente esto producía chillidos más agudos seguidos de sollozos contenidos. Su pie se transformaba en la cura contra los berridos. Al final les dio patadas a los treinta y un niños. Y justo cuando el niño más pequeño sollozaba desconsolado la preciosa luna asomó dando saltos por la colina artificial, como un corcel rojo y glorioso.
Los niños se aglomeraron en la ventana, se agarraron al alféizar y miraron al exterior. Los que estaban pegados en la segunda fila se sujetaron a los hombros de los que tenían delante. Un niño gordo, pequeño y mocoso levantó su dedo regordete y apuntó hacia el cielo.
—Mamá Luna —gimoteó—. Mamá Luna…
Uno de los otros niños se relamió los labios y dijo:
—Es la Tía Luna, no Mamá Luna. Tía Luna.
Una sonrisa sarcástica se dibujó en la cara del pequeño demonio, que ululaba como un búho y hacía que todos los niños sintieran escalofríos y se dieran la vuelta para ver de dónde venía ese ruido. Lo que vieron fue al pequeño demonio sentado arriba de la montaña artificial, iluminado por los rayos de luna. Con su ropa roja parecía una bola de fuego. La cascada artificial de la colina brillaba como el satén rojo a la vez que caía agua de forma preciosa y continuada en la piscina a los pies de la montaña. El agua salpicaba ruidosamente, como una sarta de cerezas que caen del árbol.
Los niños ya no estaban mirando a la luna; en su lugar, se abrazaban los unos a los otros y estaban boquiabiertos de la estupefacción.
—Niños —dijo el pequeño demonio en voz baja—, aguzad los oídos y escuchad lo que os tiene que decir vuestro padre. Ese artilugio, esa cosa que parece un corcel rojo y glorioso no es vuestra madre ni vuestra tía. ¡Es una bola, un ser celestial que gira alrededor de nosotros y cuyo nombre es «luna»!
Los niños le miraban sin comprender nada.
El pequeño demonio se bajó de la montaña artificial, y tal y como hizo antes, sus prendas holgadas se hincharon con el viento y se transformaron en un par de grotescas alas.
Se agarró las manos detrás de la espalda, caminó hacia delante y hacia atrás enfrente de los niños. Cada poco tiempo se limpiaba la boca con la manga o escupía en el suelo de piedra brillante. De repente se detuvo, levantó un brazo que era tan delgado como la pata de una cabra y la agitó en el aire.
—Escuchadme niños —dijo con severidad—. Nunca habéis sido humanos, desde el día en que nacisteis sabían lo que iban a hacer con vosotros. ¡Vuestros padres os vendieron como cerdos o cabras! ¡Por lo que desde ahora en adelante pisotearé al que grite «mamá» o «papá!».
El pequeño demonio sacudió las manos, que parecían garras y rugió con todas sus fuerzas. La luna iluminaba su cara pálida, que irradiaba dos lucecitas verdes. En ese momento dos de los niños rompieron a llorar.
—¡No lloréis! —exclamó el pequeño demonio.
El pequeño demonio caminó entre la multitud de niños, cogió del pescuezo a los dos que lloraban y les dio puñetazos en sus pequeñas barrigas, mandándolos al suelo con un ruido seco. Allí daban vueltas como pelotas de baloncesto.
Pequeño demonio sentó las reglas:
—¡Le haré lo mismo a cualquiera que pille llorando!
Los niños apelotonados se abrazaban con más fuerza. Nadie se atrevía a llorar.
—Esperad un momento —dijo—. Dejadme que encuentre y encienda las luces primero.
Inmediatamente empezó a buscar por la habitación, que era muy grande y extraña, y se pegó a las paredes como un gato merodeando.
Se paró cerca de la puerta y levantó la vista hacia cuatro cables que colgaban del techo. Levantó la mano pero los cables estaban a casi un metro de distancia de la punta de su dedo corazón. Saltó un par de veces, pero incluso con toda la fuerza del mundo apenas consiguió recorrer la mitad de la distancia. Por lo que se alejó de la pared, se acercó a rastras a un sauce de hierro, se subió a la cima, agarró los cables de las lámparas y dio un tirón fuerte. Con un crujido todas las luces de la habitación se encendieron. Eran luces de neón, luces incandescentes, luces de tungsteno, luces blancas, luces azules, luces rojas, luces verdes y luces amarillas. Había luces en las paredes, en el techo, en la montaña artificial y en los árboles artificiales. Las luces eran cegadoras y multicolores, como el cielo y la tierra en un mundo de hadas. Olvidándose de sus penas y de sus preocupaciones los niños aplaudieron y gritaron de la alegría.
El pequeño demonio frunció los labios y miró a los niños con sorna a la vez que se maravillaba de la obra de arte que había creado. Entonces se fue a la esquina de la sala, donde cogió unos cascabeles de latón y los agitó con fuerza. El ruido atrajo la atención de los niños. Se ató los cascabeles, que parecía que los habían puesto ahí sólo para él, alrededor de la cintura, escupió una flema al suelo y dijo:
—Niños, ¿sabéis de dónde vienen todas estas luces? No, no lo sabéis. Venís de pueblos remotos y atrasados donde frotáis dos piedras para hacer fuego, por lo que por supuesto que no tenéis ni idea de donde vienen. Os lo diré. La fuente de esta luz se llama electricidad.
Los niños escuchaban sin hacer el mínimo ruido. La luna roja se había desvanecido en la habitación, que estaba repleta de ojos brillantes. Dos niños se pusieron de pie.
—¿La electricidad es buena? —preguntó uno de ellos.
—¡Sí, sí que lo es! —respondieron los demás niños al unísono.
—¿Creéis que soy una persona inteligente o no?
—¡Sí que lo eres!
—¿Vais a hacer lo que os diga?
—¡Sí, sí vamos a hacer lo que digas!
—Muy bien, niños, ¿queréis un papá?
—¡Sí, sí que lo queremos!
—Desde hoy yo voy a ser vuestro padre. Os protegeré, os enseñaré y os vigilaré. A cualquiera que me desobedezca lo ahogaré en la piscina. ¿Entendido?
—¡Sí, entendido!
—Decid papá tres veces. Ahora mismo, todos juntos.
—¡Papá, papá, papá!
—Arrodillaos y hacedme una reverencia. ¡Tres veces!
Algunos de los niños, los que no eran muy listos, no entendían lo que decía el pequeño demonio, pero en cambio eran muy obedientes. Los treinta y un niños pequeños se pusieron de rodillas, con una risita nerviosa, para hacer las reverencias al pequeño demonio, que subió de un salto a la montaña artificial y se sentó en posición de loto para recibir las veneraciones de sus hijos.
Una vez que acabó el ritual eligió a cuatro de los niños más espabilados y más ágiles como los líderes de equipo y dividió a los treinta y un niños en cuatro equipos. Una vez hecho eso dijo:
—Niños, desde este momento sois guerreros. Los guerreros son personas valientes que se atreven a luchar y se atreven a conquistar y vencer. Yo os entrenaré para pelear contra la gente que quiere comeros.
El líder del equipo número uno preguntó con curiosidad:
—¿Papá, quién quiere comernos?
—¡Estúpido! —el pequeño demonio sacudió los cascabeles—. No se me interrumpe cuando estoy hablando.
El líder del equipo número uno dijo:
—He cometido un error, papá. No te interrumpiré de nuevo.
El pequeño demonio dijo:
—¡Camaradas, hijos, ahora os diré quién os quiere comer! ¡Tienen los ojos rojos, la uñas verdes y los dientes con fundas de oro!
—¿Son lobos? ¿O tigres? —preguntó un niño regordete con hoyuelos en las mejillas.
—El líder del equipo número uno le dio una bofetada al pequeño gordito.
—¡No interrumpas a papá cuando está hablando! —le recriminó.
El niño gordo se mordió los labios y contuvo los sollozos.
—Camaradas, hijos, no son lobos, pero son peor que los lobos. Y no son tigres, pero dan más miedo que los tigres.
—¿Por qué comen niños?
El pequeño demonio frunció el ceño.
—¡Me estáis enfadando mucho, muchísimo! He dicho que nada de interrupciones. Venga, líderes de los equipos, sacad a ese niño fuera del grupo y dejadlo ahí solo como castigo.
Los cuatro líderes de equipo sacaron al bocazas fuera del grupo; berreó y forcejeó mucho. Hubieras pensado que lo llevaban a ejecutar. En el momento en el que le soltaron, sus piernas se movieron con fuerza y se volvió a colocar al final del grupo. Cuando los líderes del equipo volvieron a tirar de él, el pequeño demonio les detuvo:
—¡Olvidadlo, dejadle esta vez! Pero lo voy a repetir otra vez: no se os está permitido interrumpirme cuando papá está hablando. ¿Por qué quieren comer niños? Muy simple, se han cansado de comer ternera, cordero, caballo, cerdo, erizo, perro, burro, conejo, pollo, pato, pichón, mula, camello, gorrión, golondrina, oca salvaje, oca común, gato, rata, comadreja o lince, por lo que quieren comer niños. Es porque nuestra carne es más tierna que la de ternera, más fresca que la de cordero, más aromática que la del cerdo, más carnosa que la del perro, más suave que la de la mula, más entera que la del conejo, más sedosa que la del pollo, más viva que la del pato, más sencilla que la del pichón, más alegre que la del burro, más mimosa que la del camello, más refrescante que la del caballo, más limpia que la del gorrión, más fina que la del erizo, más majestuosa que la de la golondrina, más añeja que la de la oca salvaje, no tan pajiza como la de la oca común, más tranquila que la de gato, más nutritiva que la de la rata, menos demoníaca que la de la comadreja y más común que la del lince. Nuestra carne es la mejor de todas.
Exhausto tras su lista y sin apenas energía, el pequeño demonio escupió en el suelo; tenía un aspecto más cansado que antes.
—Papá —dijo el líder del equipo número dos con timidez—. Tengo algo que decir. ¿Hay algún problema?
—Adelante. Yo ya he hablado bastante, he agotado todas mis fuerzas. ¿Sabéis qué? A papá le gustaría fumar algo de cáñamo en este momento. Es un desastre que no haya nada —dijo entre bostezos el pequeño demonio.
—¿Cómo nos comen, papá? ¿Crudos?
—Lo hacen de muchas maneras: fritos, cocidos, estofados, en rodajas frías, en vinagre, rebozados… De muchas, muchas maneras, pero normalmente no nos comen crudos. Estoy hablando en general. Dicen que un intendente llamado Shen una vez se comió un niño crudo, mojado en un vinagre japonés de importación.
Los niños se apretujaron mucho, los más miedosos sollozaban con disimulo.
Eso animó al pequeño demonio, que dijo:
—Hijos, camaradas, por eso tenéis que hacer lo que os diga. En este momento tenéis que mostrar vuestra madurez y transformaros por la noche en héroes indomables. No más lloros, no más lamentos. La única manera de evitar que nos coman es fundirnos en uno, convertirnos en un muro impenetrable de hierro y acero. ¡Tenemos que convertirnos en erizos, en un puercoespín. Se han comido todos los puercoespines que han querido, y nuestra carne es mucho más suave que la de un puercoespín. Tenemos que convertirnos en un erizo de acero, en un puercoespín de hierro, para poder así hacer papilla a esas bocas y lenguas de esos monstruos come-personas! ¡Comerán bien, pero les destrozaremos su digestión!
—Pero, pero esas luces… —tartamudeó el líder del equipo número cuatro.
El pequeño demonio sacudió la mano.
—Sé lo que estáis pensando, no hace falta que lo digáis. Lo que queréis saber es que si planean comernos ¿por qué vivimos en este sitio tan bonito? ¿Es eso, no?
El líder del equipo número cuatro asintió con la cabeza.
—Está bien, os lo diré —dijo el pequeño demonio—. Hace catorce años, cuando todavía era un niño, oí a la gente decir que los dignatarios de la Tierra del vino y los licores se comían a los niños, y había bastantes detalles de ese rumor que lo hacían aterrador y misterioso al mismo tiempo. Después de eso, mi madre empezó a tener un bebé tras otro. Pero cuando tenían dos años de repente desaparecían. Todo lo que podía pensar era que se estaban comiendo a mis hermanos.
En ese momento estaba preparado para desenmascarar este crimen monstruoso pero me lo impidió una misteriosa enfermedad en la piel: me salieron escamas por todo el cuerpo de las que caía pus cuando las tocabas. La gente se ponía mala con tan sólo mirarme y nadie me veía como un producto comible. Eso me mantuvo fuera de la guarida del tigre. Al final empecé a robar. Un día entré en la casa de un oficial y me bebí una botella de licor que tenía unos dibujos de una abeja en la etiqueta. Quién lo iba a decir, las escamas empezaron a caerse. Con cada capa de piel que se me caía me iba haciendo más pequeño y es por eso por lo que ahora tengo este aspecto. Así que aunque tengo la apariencia de un niño, mi capacidad mental es tan vasta como el océano. ¡El secreto de que se comen niños se tiene que hacer público y yo seré vuestro salvador!
La atención de los niños estaba fija en el pequeño demonio y en sus revelaciones.
—Ahora, ¿por qué nos han puesto en una habitación tan grande y bonita? —prosiguió—. Porque quieren que estemos contentos. Si no lo estamos nuestra carne se volverá amarga y correosa. ¡Hijos míos, camaradas, esto es lo que quiero que hagáis. Dejad este lugar hecho un desastre!
El pequeño demonio cogió una piedra de la montaña artificial, apuntó a la lámpara roja brillante de la pared y la lanzó. Dada la fuerza que llevaba, la piedra levantó una corriente de aire a medida que atravesaba la habitación. Pero su puntería falló; la piedra hizo un ruido sordo contra la pared y rebotó en vez de caer al suelo, casi decapitando a uno de los niños. El pequeño demonio la volvió a coger, volvió a apuntar y la lanzó de nuevo. Volvió a fallar. Esta vez se enfadó y soltó unas cuantas palabrotas. Volvió a coger la piedra, reunió la misma fuerza y tenacidad que un niño que toma el pecho. —¡Qué te jodan!— y la lanzó con todas sus fuerzas. Esta vez dio de pleno en el blanco. La lámpara se hizo pedazos, saltaron trozos por todas partes; la bombilla brilló de un color rojo durante un instante, luego se volvió negra.
—Los niños estaban de pie inmóviles, mirándole como si fueran meras marionetas.
—¡Destrozadlo todo, empezad a destrozarlo todo! ¿A qué estáis esperando?
Algunos de los niños empezaron a bostezar.
—Papá, tengo sueño, quiero irme a la cama.
El pequeño demonio se acercó a ellos a toda prisa y empezó a darles puñetazos y patadas a todos los niños que bostezaban, provocando gritos y chillidos. Uno de los niños más valientes y fuertes empezó a pegar al pequeño demonio hasta hacerle sangre en la cara. Al ver su propia sangre el pequeño demonio dio un paso adelante y le clavó los dientes en la oreja con tanta ferocidad que le arrancó la mitad.
Eso pasó justo en el momento en que se abrió la puerta.
Una señora con un uniforme blanco impoluto abrió la puerta y entró corriendo en la habitación. No fue fácil, pero al final consiguió separar al pequeño demonio y al niño que lloraba tan fuerte y que casi se desmaya del dolor. El pequeño demonio estaba escupiendo sangre y sus ojos seguían emanando la lucecita verde. Pero no dijo una palabra. La oreja que le había arrancado a su víctima estaba en el suelo. Cuando la mujer vio la oreja y luego la cara del pequeño demonio, empalideció, soltó un grito ahogado, y salió corriendo de la habitación. Su trasero se movía de un lado a otro y los tacones de sus zapatos dejaron una gran marca en el suelo.
El pequeño demonio se subió al sauce de hierro y desenchufó todas las luces; una ligera sensación de amenaza llenó la oscuridad circundante.
—¡Le arrancaré la oreja a cualquiera que chille!
Entonces se fue a la cascada de la montaña artificial, donde se lavó la sangre de la boca.
Unas pisadas fuertes se oyeron fuera de la puerta. Era como si una horda de personas fuera a entrar en la habitación. Así que el pequeño demonio cogió la piedra con la que había destrozado la lámpara roja de la pared y se escondió detrás del sauce de hierro a esperar.
La puerta se abrió de golpe y una figura blanca entró en la habitación, apoyándose en la pared a medida que andaba a tientas en mitad de la oscuridad. El pequeño demonio apuntó a la parte superior de la figura y lanzó la piedra. La figura soltó un grito de dolor y empezó a tambalearse; la gente al otro lado de la habitación se fue corriendo muerta de miedo. El pequeño demonio cruzó la habitación, cogió la piedra, volvió a apuntar a la figura y la tiró con todas sus fuerzas. La figura se desplomó en el suelo.
Al cabo de un tiempo, algunos rayos de luz inundaban la habitación, seguidos por personas con linternas. El pequeño demonio se escabulló con destreza y se colocó en la esquina de la sala, donde se tumbó en el suelo, boca abajo, y fingió estar dormido.
Entonces las luces se encendieron e iluminaron a unos siete u ocho hombres muy fornidos, que inmediatamente cogieron a la mujer vestida de blanco, inconsciente en el suelo. También cogieron al niño herido, junto con su oreja y los sacaron fuera de la habitación. Entonces llegó el momento de descubrir quién era el responsable de toda esta maldad.
El pequeño demonio estaba tirado en el suelo y roncaba muy fuerte. Cuando un hombre de blanco le cogió por la nuca, sus brazos y sus piernas se movieron indefensos en el aire, a medida que una serie de grititos salieron de su boca, como un gatito lastimero.
La búsqueda no surtió ningún resultado. Los niños estaban exhaustos por ese día tan agotador, e increíblemente hambrientos. Y después de las amenazas del pequeño demonio apenas podían sujetar el peso de sus cabezas ni podían pensar con claridad. Por lo tanto la investigación acabó con el ruido de los ronquidos.
Los hombres de blanco apagaron las luces, cerraron la puerta y se fueron. En la oscuridad el pequeño demonio sonrió con satisfacción.
A la mañana siguiente, muy temprano, antes incluso de que hubiera salido el sol, el pequeño demonio se levantó en la habitación llena de neblina, cogió el cascabel de debajo de la camisa y lo agitó tan fuerte como pudo. El ruido frenético asustó a los niños y los sacó de su sueño. Se pusieron en cuclillas en el suelo para hacer sus necesidades, se dieron la vuelta y se volvieron a dormir bajo los ojos deslumbrantes del pequeño demonio.
Una vez que hubo salido el sol, una luz roja inundó la habitación; para entonces los niños ya estaban despiertos, sentados, y lloraban sin parar. Estaban muertos de hambre. Apenas les quedaba rastro del entusiasmo de la noche anterior. Toda la energía que el pequeño demonio gastó en ellos, todo ese tiempo en que trató de despertarles un sentido de poder, no había servido para nada. El pequeño demonio, frustrado, se preguntaba cómo iba a conseguir cambiar a esa panda de niños.
Dado que no quiero fastidiarles las cosas como narrador, les voy a contar mi historia de manera objetiva, evitando, en todo lo posible, descripciones sobre los pensamientos del pequeño demonio y de los niños. Me limitaré a describir su comportamiento y sus conversaciones y les dejaré a ustedes, lectores, interpretar lo que motivó su comportamiento y lo que se encerraba detrás de sus conversaciones. No es una historia fácil de contar, porque el pequeño demonio siempre encuentra el modo de arruinarlo todo. No es un niño bueno, eso seguro. (La verdad es que mi historia está a punto de terminar). El desayuno fue muy lujoso: sopa de huevo china, rollitos al vapor hechos de harina fina, leche, pan, mermelada, brotes de soja salteados y trocitos de rábano agridulce.
El hombre viejo que servía el desayuno se tomaba su trabajo en serio, de modo que llenaba los platos de los niños con cuidado y esmero. El pequeño demonio cogió su porción y le dio las gracias al señor con un movimiento de cabeza muy respetuoso. No quería ofender al hombre, que sin embargo le observaba detenidamente por el rabillo del ojo.
Cuando el hombre se fue de la habitación el pequeño demonio levantó la cabeza y con los ojos brillantes dijo:
—¡Camaradas, hijos míos, no deis ni un mordisco a esta comida! Quieren que engordemos antes de comernos. Tenemos que hacer una huelga de hambre. Hijos míos, cuanto más delgados estéis, más tardarán en comeros, e incluso puede que nunca lo hagan.
Pero los niños no prestaron atención a su apasionadas palabras; a lo mejor no entendían lo serio que era lo que estaba diciendo. Todo en lo que podían pensar era en la imagen de la comida que tenían delante y en su olor tan apetecible. Empezaron a comer con voracidad, dándose un atracón a la vez que armaban jaleo. El primer impulso del pequeño demonio fue ponerse violento con ellos, pero apartó ese estúpido pensamiento de la mente justo a tiempo, justo cuando un hombre alto entró en la habitación. El pequeño demonio miró furtivamente los grandes pies del hombre, cogió el vaso de leche templada y le dio un buen trago haciendo mucho ruido.
Notó que el hombre les miraba con desprecio, así que puso la atención en su vaso de leche y con ganas atacó un panecillo al vapor, llegando al punto de tener la cara lo más sucia posible y de balbucear de manera escandalosa. En otras palabras, se comportó como un idiota glotón.
—¡Pequeño cerdo! —oyó que decía el hombre.
Las piernas del hombre, igual de gruesas que unos pilares de piedra, deambularon hacia el frente, por lo que el pequeño demonio levantó los ojos del desayuno para mirarle la espalda. Se dio cuenta de que el hombre tenía la cabeza ovalada y alargada dentro de un sombrero del que sobresalían unos cuantos rizos de color marrón. Cuando el hombre se giró el pequeño demonio vio su cara rubicunda, su nariz aguileña y su piel grasienta, que se parecía a una castaña de agua embadurnada en manteca.
—Niños —dijo el hombre con una sonrisa astuta—. ¿Habéis desayunado bien?
Muchos contestaron que sí, pero otros dijeron que no.
—Queridos niños —dijo el hombre—. No debéis comer demasiado de una sentada o tendréis una mala digestión. Ahora vamos a jugar a un juego ¿vale?
Los niños no respondieron, se limitaron a parpadear con incredulidad.
El hombre se dio un golpecito en la cabeza y se dio cuenta de que se había olvidado tontamente de que sólo eran niños y que todavía no habían aprendido a jugar a nada.
—Vamos fuera a jugar al «halcón que captura las gallinas». ¿Qué decís?
Dando gritos de alegría los niños siguieron al hombre al jardín. Aunque era un poco reacio el pequeño demonio les acompañó.
Cuando empezó el juego, el hombre con nariz de halcón eligió al pequeño demonio para hacer de «madre» —a lo mejor porque la ropa roja le hacía destacar entre los demás— y puso al resto de los niños en fila detrás de él para hacer de «camada». El hombre tenía que hacer de «halcón». Agitó los brazos, les miró fijamente y les enseñó los dientes a la vez que empezó a chillar.
De repente el halcón corrió hacia los niños como si cayese en picado y frunció su nariz aguileña hasta que casi se tocó el labio superior; una mirada amenazadora invadía sus ojos. Se había convertido de hecho en un veloci-raptor salvaje y carnívoro. Su sombra caía amenazante sobre los niños. Con nerviosismo el pequeño demonio vio cómo movía sus garras mortíferas y las clavaba en la alfombra de césped verde. Enseguida se elevaron en el aire; el halcón jugó con los niños, esperaba el momento justo. Un halcón es un cazador muy paciente. Y dado que la iniciativa siempre reside en el agresor, el defensor no puede bajar nunca la guardia, ni durante un segundo.
De repente el halcón se abalanzó sobre ellos como un rayo. El pequeño demonio reaccionó enseguida y se colocó valientemente al final de sus tropas para dar cabezazos, morder, dar arañazos al halcón y poder salvar así a los niños, que eran el blanco de las garras del animal. Los niños daban gritos de alegría y de miedo a la vez, a medida que huían del halcón. El pequeño demonio con destreza se tiró entre el cazador y su presa. Su mirada derribó a la del halcón, al que dejó aturdido.
Comenzó un segundo ataque, lo que inevitablemente forzó al pequeño demonio a intervenir en la refriega y se separó de la camada de niños para empezar la batalla. Sus movimientos eran demasiado hábiles y precisos para un niño pequeño. Antes de que el halcón tuviera tiempo a reaccionar el pequeño demonio ya estaba en su cuello y de repente el halcón temía por su vida. Sintió como si una enorme araña negra le hubiera atacado en el cuello, o como si le hubiera mordido un murciélago-vampiro con membranas rojas brillantes en sus alas. Sacudió la cabeza con violencia para deshacerse de él, pero fue en vano porque en ese momento las garras del pequeño demonio estaban enterradas en sus ojos. El horrible dolor puso fin a la pelea y con un aullido atormentado el halcón se tambaleó hacia delante y cayó en la tierra como un árbol caído.
El pequeño demonio bajó de un salto de la cabeza del halcón, con una sonrisa en la cara que sólo puede ser descrita como demoníaca y brutal. Acercándose a los niños dijo:
—Hijos míos, camaradas, le he sacado los ojos al halcón. No nos puede ver. ¡Ahora es hora de jugar!
El halcón sin ojos se retorció en la tierra, a veces se arqueaba como un puente y otras se deslizaba como una serpiente. Le salía sangre negra entre los dedos, que cubrían su cara, como gusanos retorciéndose. Gemía lastimosamente, un sonido triste, agudo y escalofriante. De manera instintiva los niños se apretujaron. El pequeño demonio miró vigilante alrededor; el recinto estaba desierto, a excepción de unas cuantas mariposas blancas que revoloteaban por el césped. Un humo negro erupcionaba por una chimenea al otro lado del muro, enviando una nube de una fuerte fragancia directamente a la nariz del pequeño demonio. Mientras tanto, los gemidos del halcón eran cada vez más lastimosos y agudos. Por lo que después de ir de un lado para otro volvió a saltar sobre la espalda del halcón y le clavó las diez garras en la garganta. La cara del hombre era tan horrible que no existen palabras para describirlo y a medida que el pequeño demonio le clavaba los dedos en su cuello grueso era peor. ¿Sintió lo mismo que si empujara los dedos en arena caliente o en un cubo lleno de manteca? Difícil de decir. ¿Estaba disfrutando la satisfacción de la venganza? De nuevo, difícil de decir. Ustedes, mis queridos lectores, son más inteligentes que el autor, algo de lo que el narrador no tiene ninguna duda. Bueno, cuando el pequeño demonio sacó los dedos, los aullidos del halcón apenas eran audibles; le salía sangre de los diez agujeros del cuello, a borbotones, como si fuera un colador. El pequeño demonio levantó los diez dedos sanguinolentos del cuello del halcón y anunció con calma:
—El halcón está agonizando.
Los niños más valientes le rodearon y los otros se quedaron rezagados. Todos miraban el cuerpo moribundo del halcón. Seguía retorciéndose en el suelo, aunque la intensidad de los movimientos cada vez era menor. De repente, el halcón abrió la boca como si fuera a soltar un grito; pero en lugar de un sonido sólo salió sangre, que hizo un sonido seco cuando golpeó el césped, pegajoso y caliente. El pequeño demonio cogió un puñado de arena y la metió en la boca del halcón. Unos sonidos salieron de su garganta, seguidos de una explosión de barro y sangre.
—Hijos míos —ordenó el pequeño demonio—, ahogadle, tapadle la boca al halcón, así no podrá comernos.
Los niños entraron en acción, tal y como les había sido ordenado. En la unión está la fuerza. Docenas de manos se pusieron en movimiento para meter el barro, el césped y la arena en la boca del halcón. Luego le taparon los ojos y le pellizcaron la nariz. A la vez que crecía el entusiasmo en los niños, la euforia se apoderó de ellos; la verdad era que se estaban divirtiendo con el juego, ahora que enterraban la cabeza del halcón. Los niños son así: atacarían en grupo a una pobre rana o a una serpiente que cruza la carretera, o a un gato herido. Después le darían golpes hasta que estuviera medio muerto y harían un círculo alrededor de él para disfrutar del espectáculo.
—¿Está muerto?
Una pequeña explosión de aire salió del trasero del halcón.
—No está muerto, se está tirando un pedo. Seguid metiéndole cosas en la boca.
Le siguió otro diluvio de barro, que casi enterró al halcón; sí, estaba casi enterrado en barro.
Cuando la mujer encargada del Departamento Especial de Compras de la Academia Culinaria oyó una serie de gritos demoníacos en el jardín fuera de la Sala de la carne de niño, su cuello y su vejiga se contrajeron y el demonio de la muerte correteó como un insecto por su mente.
La mujer se levantó y se acercó a un teléfono, pero cuando su mano derecha tocó el auricular fue como si sintiera un calambre desde la punta de los dedos a sus brazos; se le había paralizado la mitad del cuerpo.
Arrastró como pudo su cuerpo de nuevo a la mesa, se sentó y sintió como si la hubieran partido en dos, una parte estaba fría y la otra febrilmente caliente. Con hastío abrió un cajón y sacó un espejo para mirarse a sí misma. Una parte de su cara estaba oscura y rubicunda, la otra era fantasmagóricamente blanca. Estaba completamente nerviosa, pero de alguna manera consiguió volver a coger el teléfono; en cuanto lo tocó su mano se apartó como si le hubiera alcanzado un rayo. Parecía estar a punto de caerse al suelo cuando una luz divina emergió de su cerebro para iluminarle el camino. Había un árbol que había sido alcanzado por un rayo al lado del camino, la mitad era de un verde exuberante, cubierto de hojas y de exquisitos frutos y la otra mitad tenía las ramas de bronce y el tronco de hierro, completamente despojado; emitía un brillo mágico en un mar de luz. De repente lo supo: ese árbol era ella. Ese sentimiento llenó su corazón con un calor intenso, y lágrimas de alegría mojaron sus mejillas. Como si estuviera fascinada o encantada miró a la mitad de ese enorme árbol que había sido petrificado por un rayo, apartando la vista, a la que le asqueaba la parte verde. Pedía a gritos otro rayo, quería que la parte verde del árbol se convirtiera en ramas de color bronce con el tronco de hierro, así el árbol se transformaría en un todo glorioso. Entonces cogió el teléfono con la mano izquierda y volvieron a saltar chispas. Se sentía diez años más joven y salió corriendo al jardín; desde ahí se fue al césped que estaba enfrente de la Sala de la carne de niño. Cuando vio al halcón enterrado en el suelo, rompió a reír. Aplaudiendo dijo:
—¡Le habéis matado muy bien, niños, pero que muy bien! ¡Ahora tenéis que huir, iros lo más lejos que podáis y alejaos de esta guarida de monstruos asesinos!
Con ella al frente, los niños pasaron a través de una serie de puertas de hierro y serpentearon a través de unos terrenos laberínticos de la Academia Culinaria. Pero su intento estaba condenado al fracaso. A excepción del pequeño demonio, que consiguió escapar, atraparon a los demás niños y los arrastraron de vuelta, y a la mujer la quitaron del cargo inmediatamente. ¿Por qué, queridos lectores, pensáis que he gastado tanta tinta en esta mujer? Porque es mi suegra. Lo que quiere decir que es la esposa del profesor Yuan Shuangyu de la Universidad de Destilación de alcohol. Todo el mundo dice que se volvió loca, y yo también lo creo. Se pasa el día en casa escribiendo cartas de acusación, pilas y pilas de ellas. Las ha mandado por correo todas, algunas al Director del Comité Central, algunas al Secretario del Partido Provincial, una vez incluso al Magistrado de la Prefectura Kaifeng, el magistrado Bao. Ahora, les pregunto, si ella no está loca ¿quién lo está entonces? A este ritmo se va a arruinar comprando sellos.
Cuando dos flores crecen al mismo tiempo hay que cuidarlas una a una. Un grupo de hombres uniformados de blanco arrastró a la sala de la carne de niño a los niños que trataban de escapar. Las pequeñas criaturas se rebelaron y casi acabaron con ellos. Ahora que los niños habían experimentado el nacimiento de la lucha tras matar al halcón se habían vuelto salvajes y astutos; habían tratado de escapar para esconderse tras la madera o entre las esquinas de las paredes, incluso se habían subido a los árboles o habían saltado a las letrinas. Encontraron los escondites que había. En resumidas cuentas, después de que mi suegra abriera la puerta de hierro de la Sala de la carne de niño, los pequeños se volvieron completamente salvajes. Aunque ella pensaba que estaba conduciendo a un grupo de niños fuera de las garras de unos monstruos, era pura fantasía, dado que lo único que la siguió fuera de la academia fue su sombra. Cuando llegó a la puerta trasera de la academia les instó a los niños para que huyeran, pero los gritos sólo los oyeron unos ancianos y ancianas que estaban escondidos junto a un surco con los desechos que salían de la Academia Culinaria hacia el río de al lado, esperando las sobras que tiraban de la cocina. Mi suegra no pudo ver a nadie en su escondite debido al follaje, asombrosamente denso. Así que ¿por qué mi suegra, que tenía un cargo tan importante se volvió loca? Sea o no sea por culpa de las descargas eléctricas, eso necesita otra historia.
Después de que descubrieron que los niños se habían escapado del Departamento de Seguridad de la Academia Culinaria, se convocó urgentemente una reunión para planear medidas de emergencia, incluyendo acordonar toda la academia. Una vez que cerraron las puertas, un destacamento de tropas especializadas empezó a buscar a los niños por la zona. En esta búsqueda diez de los soldados fueron mordidos salvajemente por la futura carne de niños y una mujer perdió un ojo. El jefe de la academia colmó a las tropas heridas de palabras consoladoras y compasivas e incluso les dijo que les daría una prima según la gravedad de sus heridas. La carne de niño, de nuevo capturada, fue puesta bajo estricta vigilancia en una habitación segura, donde pasaron lista y descubrieron que faltaba un niño. Según la mujer con el uniforme de blanco, que había recuperado la razón después de un poco de terapia, la carne de niño que faltaba no era otra que el niño que la había herido. Debía de ser también el que había asesinado al halcón. Recordó vagamente que iba vestido de rojo y que tenía los ojos sombríos, de serpiente.
Pocos días después, cuando un conserje estaba limpiando el surco de agua encontró prendas de ropa roja, tan sucias que era imposible diferenciarlas. Sin embargo no había rastro del pequeño demonio, el asesino, el líder de la carne de niños.
Queridos lectores, ¿les gustaría saber qué fue del pequeño demonio?