Capítulo 3

El niño que estaba sentado en el centro de la bandeja con las piernas cruzadas tenía la piel dorada, emanaba un olor a aceite muy dulzón y tenía una sonrisa alegre congelada en la cara. Adorable, ingenua. Alrededor de su cuerpo había una guirnalda de verduras y flores de rábanos rojas y brillantes. El investigador, estupefacto, volvió a tragarse los jugos gástricos que se habían revuelto en su estómago cuando vio, completamente anonadado, al niño. Los ojos brillantes de la criatura le miraban fijamente. Entonces vio que le salía vapor por la nariz y que le temblaban los labios, como si quisiera hablar. La sonrisa del niño, su encanto y belleza llena de ingenuidad cubrió la mente del investigador criminal con muchos pensamientos; de alguna manera, sintió vagamente, había visto a este niño antes. En alguna parte, y no hacía mucho tiempo. El investigador oyó una risita fantasmagórica. Un olor a fresas emanó de la diminuta boca del niño. «Cuéntame un cuento, papá». «Deja a papá en paz». Al niño de cara sonrosada lo acunaba una mujer con una dulce sonrisa. De repente, su sonrisa se volvió maléfica, espeluznante. Las mejillas de la mujer se movieron y temblaron de manera misteriosa. «¡Cabrones!». Ding Gou’er dio un golpe en la mesa y se levantó furioso.

Diamante Jin esbozó una sonrisa; el Director de la mina y el Secretario del Partido se rieron con complicidad. El investigador pensó que debía de estar soñando. Abrió los ojos todo lo que pudo para evaluar la escena; el niño seguía sentado con las piernas cruzadas en la bandeja.

—Después de usted, Camarada Ding, viejo amigo —dijo Diamante Jin.

—Este es un plato muy famoso en esta zona —dijeron el Director de la mina y el Secretario del Partido. Se llama «Cigüeña repartiendo hijos». Sólo se lo servimos a los dignatarios que nos visitan. Es un plato que no olvidará en toda su vida y que no ha recibido más que elogios. Hemos aportado mucho dinero a la nación sirviéndoselo a nuestros más honorables huéspedes. Como es su caso, señor.

—¡Usted primero, Camarada Ding! Por favor, investigador criminal Ding Gou’er, ya que acaba de venir de la Procuraduría General pruebe nuestra «Cigüeña repartiendo hijos». —El Director de la mina y el Secretario del Partido agitaron los palillos en el aire e instaron a su invitado a empezar a comer.

El niño exudaba una fragancia penetrante e irresistible. Aunque Ding Gou’er estaba hambriento metió la mano dentro del maletín para sentir el mango de su pistola, que tenía una estrella grabada. La boca de la pistola era redondeada y la mira rectangular; el metal era muy frío al tacto. Se dio cuenta de que los sentidos le funcionaban correctamente. «No estoy borracho, soy el investigador criminal Ding Gou’er y estoy en una misión en la Tierra del vino y los licores para investigar a un equipo, liderado por Diamante Jin, que presuntamente come niños pequeños, una causa seria, una causa mayor, una acusación incriminatoria, una acción cruel y desconocida en cualquier parte del mundo, una corrupción sin precedentes en la historia del hombre. No estoy borracho, no estoy alucinando. Están equivocados si creen que van a salir impunes de esta. Han puesto en la mesa delante de mis ojos a un niño estofado, o como lo llaman ellos, un plato de “Cigüeña repartiendo hijos”. Tengo la mente clara, pero voy a probar mis facultades por si acaso: ochenta y cinco veces ochenta y cinco son siete mil doscientos veinticinco. Ahí lo tienes, con eso vale. Han matado a un niño para disfrutar una cena. Estos conspiradores quieren hacerme cómplice metiéndome esa carne de niño en la boca». Ding sacó de golpe la pistola.

—¡No se muevan! —ordenó—. ¡Las manos arriba, monstruos!

Los tres hombres sentados a la mesa se quedaron atónitos, mientras que las chicas de rojo gritaron y se apretujaron las unas a las otras como un rebaño de ovejas asustadas. Con la pistola en la mano, Ding Gou’er se echó para atrás y retrocedió un par de pasos hasta que estuvo de pie con la espalda pegada en la ventana. Si esos hombres tuvieran experiencia en peleas verían que no les costaría quitarle el arma de la mano. Pero no la tenían y ahora, los tres hombres miraban fijamente el cañón de la pistola. Por su bien era mejor que no se movieran. Cuando el investigador se levantó, el maletín cayó al suelo. La piel entre su dedo pulgar e índice sintió el metal de la pistola que estaba muy frío. Cuando sacó la pistola del maletín se sintió a salvo, y era consciente de que la bala y la pólvora estaban listas para dar el siguiente paso; sólo hacía falta un movimiento de mano y todo se habría acabado.

—Cabrones —dijo con frialdad—. ¡Fascistas asquerosos! ¡Levantad las manos, he dicho!

Diamante Jin levantó las manos lentamente; el Secretario del Partido y el Director de la mina hicieron lo mismo.

—Camarada Ding, viejo amigo ¿no cree que está llevando la broma demasiado lejos? —le preguntó Diamante Jin con una sonrisa forzada.

—¿Una broma? —Ding Gou’er apretó los dientes con furia—. ¿Quién dice que esto es una broma? ¡Monstruos come niños!

Diamante Jin echó la cabeza para atrás y explotó de la risa. El Director de la mina y el Secretario del Partido también se rieron, pero con nerviosismo.

—Viejo Ding, viejo Ding, es usted un gran camarada con mucho sentido del humor, por ello le respetamos —dijo Diamante Jin—. Pero usted está equivocado. Está cometiendo un error. Mírelo de cerca. ¿Es eso un niño?

Sus palabras surtieron el efecto deseado en Ding Gou’er. El investigador se giró para volver a mirar al niño en la bandeja. Seguía sonriendo, con los labios ligeramente separados, como si estuviera a punto de hablar.

—¡Parece increíblemente real! —dijo en voz alta Ding Gou’er

—Eso es, «parece» real —repitió Diamante Jin—. ¿Y por qué este niño de mentira parece tan real? Porque los cocineros de aquí, de la Tierra del vino y los licores son extraordinariamente talentosos, unos maestros asombrosos.

El Secretario del Partido y el Director de la mina repitieron los mismos elogios.

—¡Y este no es el mejor que hay! Un profesor de la Academia Culinaria puede hacerlos tan bien que hasta se les mueven las pestañas. Nadie se atreve a tocar uno de los suyos con los palillos.

—Camarada Ding, viejo amigo, baje el arma y coja los palillos. ¡Únase a nosotros a probar este sabor único! —Diamante Jin bajó las manos y le hizo un gesto a Ding Gou’er para que le hiciera caso.

—¡No! —contestó Ding Gou’er con severidad. ¡Por la presente proclamo que no seré partícipe de su banquete!

Una mirada de irritación nubló la cara de Diamante Jin a la vez que dijo con tono moderado:

—Es usted muy testarudo, Camarada Ding, viejo amigo. Todos nosotros somos hombres que levantamos el puño y juramos ante la bandera del Partido. Conseguir la felicidad de la gente puede que sea su responsabilidad, pero también es la nuestra. No se haga ilusiones y se crea que es la única persona decente de este mundo. Entre las personas que han probado nuestra carne de niño se encuentran los líderes superiores del Partido y del Gobierno, amigos altamente respetados en los cinco grandes continentes, además de artistas de renombre y celebridades de China y del resto del mundo. Todos nos han elogiado efusivamente. ¡Sólo usted, investigador Ding Gou’er, ha respondido a nuestra amabilidad y generosidad apuntándonos con una pistola!

El Secretario del Partido o el Director de la mina dio su opinión:

—Camarada Ding Gou’er, ¿qué viento maléfico ha nublado su visión? ¿Es usted consciente de que su pistola no apunta a la clase enemiga sino a los propios hermanos de su misma clase?

La muñeca de Ding Gou’er vaciló, el cañón de su pistola se combó. Se le nublaron los ojos y la dulce mariposa que había vuelto a su cabeza empezó a retorcerse otra vez. Un sentimiento de amenaza le aprisionaba el cuerpo como una cárcel, haciendo fuerza sobre sus hombros hasta que sintió que esa postura era insostenible y que se le iba a partir la espina dorsal en cualquier momento. Estaba en el borde de una fosa séptica sin fondo y apestosa que tiraba de él, y si caía se quedaría atrapado en la mugre para siempre. Pero ese niño que emanaba perfume a raudales, el bebé que se encontraba junto a su madre, sentado en mitad de una bruma de hadas con la forma y el color que una flor de loto, levantó la mano, ¡de hecho levantó la mano hacia mí! Tenía los dedos rechonchos, regordetes, jugosos y adorables. Tenía arrugas en los dedos y el dorso de la mano tenía cuatro hoyuelos. La dulzura de su sonrisa se sumó a la fragancia empalagosa que pendía en el aire. La flor de loto empezó a levitar, llevándose al niño con ella. Su pequeño y redondeado ombligo era muy infantil e inocente, como un hoyuelo en la mejilla. «¡Malditos engatusadores! ¡No penséis que podéis mentirme y engañarme!». El niño recién cocinado me sonrió. «Decís que este niño es en realidad un plato famoso de la zona. ¿Quién se cree esas tonterías? Durante el periodo de los Reinos Combatientes[6] Yi Ya cocinó a su hijo y se lo dio de comer al duque Huan de Qi, quien dijo que el sabor era delicioso, parecido al cordero lechal, pero mejor. Vosotros, pedazos de Yi Yas, ¿dónde creéis que vais? ¡Mantened las manos arriba y asumid vuestro sino! Yi Ya era mejor que vosotros. Al menos él cocinó a su propio hijo. Vosotros cocináis a los hijos de los demás. Yi Ya era miembro de la clase feudal y la devoción a su Rey era un deber. Vosotros sois gente de alto rango del Partido que mata a los hijos de la gente obrera para llenar vuestras barrigas. ¡El cielo no tolerará tales pecados! ¡Oigo los gemidos lastimosos de los bebés en las ollas! Les oigo llorar dentro de los woks, sobre las tablas de cortar, en aceite, aderezados con sal, salsa de soja, vinagre, azúcar, anís en polvo, granos de pimienta, canela, jengibre y vino para cocinar. Lloran en vuestros intestinos, en vuestros retretes y en las alcantarillas. Están llorando en los ríos y en las fosas sépticas. Los lloros penetran hasta los estómagos de los peces y las tierras de labranza. Las tripas de las ballenas, tiburones, anguilas y los peces cinta. El germen de trigo, los granos de maíz, los guisantes, la vid de los boniatos, los tallos de sorgo, y el polen del mijo. ¿Por qué lloran? Lloran y lloran, berrean, le rompen el corazón a quienquiera que oiga sus lamentos emerger de las manzanas, peras, uvas, melocotones, albaricoques y nueces. Los puestos de las frutas se llevan consigo el sonido de los niños llorando. Los tenderetes de verduras se llevan consigo el sonido de los niños llorando. Los mataderos se llevan consigo el sonido de los niños llorando. De todos los banquetes de la Tierra del vino y los licores se desprenden los llantos escalofriantes que ponen la piel de gallina de los niños asesinados, uno tras otro. ¿A quién si no a vosotros tres debería disparar?».

De repente aparecieron de la nada unas caras grasas, que flotaban bajo la neblina que rodeaba al niño estofado; aparecían y desaparecían como el destello de un vaso roto. Esas caras transitorias tenían unas sonrisas cínicas y desdeñosas. Unas llamas de ira invadieron el pecho del investigador. Eran unas llamas vengativas, que teñían la habitación de un rojo brillante y deslumbrante, como flores de loto ensangrentadas. «¡Cabrones! —bramó—. ¡Ha llegado el día de vuestro juicio final!». Lanzó un grito de ira tan potente que salió propulsado por encima de su cabeza, rebotó contra el techo y poco a poco fue cayendo en pedazos, como pétalos caídos; los fragmentos rojos y candentes del grito se posaron sobre la mesa como el polvo. Ding apuntó con la pistola a las caras caleidoscópicas y apretó el gatillo, a esas caras malvadas, a esas sonrisas siniestras. Con un crac, el gatillo llevó el percutor a la parte trasera de la bala de esa carcasa de cobre preciosa y brillante, prendiendo fuego a la pólvora. Más rápido de lo que el ojo puede ver comprimió el aire y lanzó la bala hacia delante, más delante, más delante, más delante, delante, delante. Con una explosión ensordecedora y una nube de humo la bala salió de la boca del cañón. La explosión retumbó como el romper de las olas, de manera creciente, provocando que todos esos seres inhumanos temblaran de miedo. En cambio haría que toda la gente decente y honesta, toda la gente buena y bella, que todas las personas dulces aplaudieran y se rieran con alegría. «Larga vida a la rectitud, larga vida a la verdad, larga vida a la gente, larga vida a la República. Larga vida a mi magnífico hijo. Larga vida a los niños. Larga vida a las niñas. Larga vida a las madres de los niños y niñas. Larga vida a mí también. Larga vida, larga vida, larga vida a todos».

El investigador criminal, que se había desmayado, empezó a echar espumarajos por la boca. A continuación empezó a farfullar de forma incoherente, a balbucear, hecho polvo como una pared que se hace añicos.

Antes de caerse al suelo y de perder la conciencia tiró varios vasos llenos de bebida con una mano y la pistola que sostenía en la otra golpeó contra el suelo; su ropa y su cara estaban buceando en cerveza, en un licor fuerte incoloro y en vino. El investigador yacía en el suelo, boca abajo, como un cadáver recién sacado de una cuba de fermentación.

Pasaron muchos segundos hasta que Diamante Jin, el Secretario del Partido, el Director de la mina y el grupo de las chicas de rojo se calmaron, salieron de debajo de la mesa, se pusieron de pie y se atrevieron a actuar con normalidad. El olor tan fuerte de la pólvora impregnaba el salón. La bala de Ding Gou’er había dado al niño estofado justo entre los ojos y había hecho pedazos la cabeza, lo que había provocado que muchos trozos de cerebro humeantes y aromáticos salpicaran la pared, que ahora era una mezcla de rojos y blancos. Una marea de emociones inundaba la sala. El niño estofado ahora era un niño sin cabeza. Las partes del cráneo que no se habían hecho añicos habían ido a parar al borde del tercer piso de la mesa, entre una bandeja de pepinos de mar y otra de langostinos estofados. Otros trozos de cerebro, que parecían la pulpa de una sandía o trozos de sandía que parecían trozos de cabeza, ensuciaban el mantel, y el líquido de la sandía goteaba como si fuera sangre, o era sangre que goteaba como el líquido de una sandía, lo que era desagradable a la vista de la gente. Un par de ojos que parecían dos uvas moradas o dos uvas moradas que parecían un par de ojos humanos rodaron por el suelo. Uno se quedó detrás del mueble bar, el otro rodó hasta una de las chicas de rojo, que lo aplastó con el pie. Se echó hacia delante y hacia atrás brevemente y un ¡ah!, más que estridente salió disparado de sus labios.

Gracias a ese ah, el espíritu del Partido, los principios y la moral —todas esas cualidades que se combinan para formar a un líder—, volvieron a todos los hombres de la sala, que despertaron de su letargo y coordinaron sus acciones. El Secretario del Partido o el Director de la mina abrió la boca, sacó la lengua y probó un trocito de cerebro del niño que había salpicado el dorso de su mano. Debía de estar delicioso porque se relamió los labios y dijo:

—¡Ha destrozado un plato de comida soberbia!

Diamante Jin miró con desaprobación al hombre que relamía los restos de cerebro, lo que hizo que este se avergonzara.

—Ayudad a levantarse al Camarada Ding —dijo el subdirector Jin—. ¡Y daos prisa! Limpiadle la cara y darle un bol de sopa para que se espabile.

Las chicas de rojo se pusieron en marcha. Después de ayudar a Ding Gou’er a que se levantara le limpiaron la cara y la boca, pero no se atrevieron a limpiarle las manos. Seguía sujetando la pistola, que podía volver a dispararse en cualquier momento. Recogieron los trozos de cristal de los vasos y barrieron el suelo. Luego le levantaron la cabeza y le abrieron la boca con un depresor de lengua esterilizado de acero inoxidable para meterle un embudo de plástico, a través del cual le dieron de comer una sopa, una cucharada tras otra.

—¿De qué grado es esa sopa? —preguntó Diamante Jin.

—De primer grado —contestó la chica de rojo que estaba al mando.

—Utiliza la de segundo grado —dijo Diamante Jin—. Le espabilará antes.

La chica de rojo fue a la cocina y volvió con una botella de líquido de color dorado. Como le habían quitado el tapón de madera salió disparado de la botella un olor refrescante y penetró enseguida en los corazones de las personas de la habitación. Vertieron más de la mitad del líquido dorado en el embudo. Ding Gou’er tosía mucho porque se estaba ahogando y el líquido salía disparado del embudo como un géiser.

Sintió que un chorro de líquido entraba en su tracto intestinal, lo que apagó el fuego de su estómago revuelto y reavivó sus facultades mentales. Ahora que su cuerpo había vuelto a la vida volvió a capturar a la hermosa mariposa de su consciencia que trataba de escaparse de su cerebro. Cuando abrió los ojos, lo primero que vio fue al niño sin cabeza sentado en la fuente dorada; eso le provocó punzadas de dolor que le resquebrajaban el corazón. «Oh dios mío», dijo involuntariamente. «¡Qué agonía!». Levantó la pistola y apuntó a la gente.

Diamante Jin levantó los palillos.

—Camarada Ding Gou’er —dijo—. Si realmente fuéramos monstruos que comen niños, tendría todo el derecho a dispararnos y matarnos. ¿Pero qué pasa si no lo somos? El Partido le ha dado esa pistola para castigar a la gente que hace el mal, no para que acabe con las vidas de gente inocente indiscriminadamente.

—Si tiene algo que decir, dígalo ahora —dijo Ding Gou’er.

Diamante Jin cogió uno de sus palillos y lo clavó en el pene erecto del niño sin cabeza. El cuerpo del niño se derrumbó en el plato y se convirtió en una disección de partes del cuerpo. Diamante Jin con un palillo, y como si fuera un puntero, se lanzó a hacer una aclaración.

—Esto de aquí es uno de los dos brazos del niño, está hecho de raíz de loto proveniente del Lago Luna, melón, dieciséis hierbas y especias y creado con extraordinaria maestría. Esa pierna en realidad es una salchicha de un jamón especial. El torso del niño está hecho con cochinillo adobado. La cabeza, a la que ha puesto fin con la bala, estaba hecha de melón. Su pelo no eran más que hebras de vegetales. Ahora mismo me es imposible darle una descripción detallada y certera de todos los ingredientes o del trabajo meticuloso y complejo que encierra la preparación de este famoso plato, ya que se ha patentado aquí en la Tierra del vino y los licores. Además yo sólo puedo hacerme una idea. Si no, yo también sería cocinero. Pero estoy autorizado para informarle de que este plato es legal y que debería ser el blanco de nuestros palillos, no de una bala.

Una vez que acabó su discurso Diamante Jin cogió una de las manos del niño y se la empezó a comer vorazmente. El Secretario del Partido o el Director de la mina cogió un brazo con el tenedor de plata y lo pusieron en el plato de Ding Gou’er.

—Adelante, Camarada Ding, viejo amigo —dijo respetuosamente—. Hínquele el diente.

Todavía nervioso, Ding Gou’er le hizo un examen exhaustivo al brazo. Parecía raíz de loto, aunque también parecía un brazo de verdad. El aroma era seductor, dulce, como el de la raíz de loto, pero en cambio no le era familiar. Con timidez volvió a meter la pistola en su maletín. «¡Sólo porque esté realizando una misión especial no significa que pueda ir por ahí disparando a la gente y a todas las cosas que me apetezca! Tengo que tener más cuidado». Diamante Jin cogió un cuchillo bien afilado y —un, dos, tres—, troceó el otro bracito en diez pedazos. Cogió uno y se lo dio a Ding Gou’er.

—Mira los agujeritos de la raíz de loto —dijo—. ¿Acaso los brazos tienen agujeros?

Cuando escuché a Diamante Jin masticar el brazo del niño me di cuenta de que era raíz de loto. El investigador miró el trozo de carne que tenía delante y dudó si debería probarlo o no. El Secretario del Partido y el Director de la mina masticaban las piernecitas del niño. Diamante Jin le pasó el cuchillo y sonrió para darle ánimos. Cogió el cuchillo y lo apoyó en el bracito cocinado. Como si le atrajera un imán Ding Gou’er hundió el cuchillo en la raíz de loto que parecía un brazo del niño a la vez que salivaba y lo partió en dos.

Cogió un trocito del brazo con los palillos, cerró los ojos y se lo metió en la boca. «¡Guau, dios mío!». Sus papilas gustativas dieron saltos de alegría al unísono, los músculos de su mandíbula se torcieron, y una mano salió de su garganta para agarrar el trocito de comida y llevárselo al interior del estómago.

—Eso es —dijo Diamante Jin alegremente—. Ahora el Camarada Ding Gou’er está revolcándose en el barro con el resto de nosotros. Se ha comido el trozo del brazo de un niño.

Ding Gou’er se quedó de piedra.

—Me dijiste que no era de verdad —afirmó como si le volvieran las sospechas.

—Oh mi querido camarada —dijo Diamante Jin—. No sea tonto. ¡Sólo le tomaba el pelo! Use la cabeza. La Tierra del vino y los licores es un lugar civilizado, no un sitio salvaje y de mala muerte. ¿Quién toleraría que se comieran niños? Que el Procurador General se haya creído una historia tan disparatada y que de hecho haya mandado a alguien a investigarla dice mucho de él. Parece un novelista con un exceso de imaginación, si quiere que le sea sincero.

Los dos dignatarios de la mina levantaron sus copas.

—Camarada Ding —dijeron—, no tenía motivos para desenfundar la pistola. ¡Su castigo son tres copas!

Ding Gou’er aceptó su más que merecido castigo sin rechistar.

—Camarada Ding, todo lo ve blanco o negro —dijo Diamante Jin—. O quiere algo con todas sus fuerzas o lo odia, es muy radical. ¡Este brindis va por usted! ¡Bebámonos tres copas!

Ding Gou’er hizo caso al hombre y accedió de buena gana.

Ahora con seis copas en su estómago, volvió a ver borroso. Cuando el Director de la mina o el Secretario del Partido le puso en su plato la mitad del otro brazo, tiró los palillos en la mesa, cogió el bracito con las dos manos, todo lleno de grasa, y lo atacó con los dientes.

Todo el mundo se rio por el ruido que hacía Ding Gou’er cuando devoraba y se tragaba el brazo. El Director de la mina y el Secretario del Partido pidieron a las chicas de rojo brindar por su invitado. Las chicas de rojo, coquetas, se las arreglaron para convencer a Ding Gou’er de beberse de un trago otras veintiuna copas. El investigador estaba fuera de sí, había abandonado su cuerpo y estaba pegado en el techo de la sala, cuando oyó a Diamante Jin despedirse.

Desde su posición privilegiada en el techo observó a Diamante Jin salir con calma por el vestíbulo del comedor y le oyó que les decía al Director de la mina y al Secretario del Partido que se ocuparan de una cosa cuando se fueran. Dos chicas de rojo abrieron las puertas recubiertas de naugahyde, respetuosas y atentas. Ding se fijó en sus peinados, sus cuellos y en sus senos voluptuosos. Inmediatamente se castigó por ser un mirón degenerado. Entonces vio cómo el Secretario del Partido y el Director de la mina le decían algo a la jefa de las chicas de rojo al salir. Ahora que todos los hombres se habían ido del comedor, las chicas de rojo rodearon la mesa y empezaron a comer, metiéndose la comida en la boca con las dos manos. Comían como bárbaros, muy distinto a la compostura de unos minutos antes. Vio el armazón de su cuerpo tirado en una silla negra. Parecía un trozo de carne muerta, su cuello estaba apoyado en el respaldo, con la cabeza colgando hacia un lado, con el vino goteándole por la boca, como una calabaza rellena dada la vuelta. Desde su posición privilegiada en el techo lloró y las lágrimas cayeron sobre el cuerpo medio muerto que había dejado en la silla.

Una vez que acabaron de comer, las chicas se limpiaron la boca con el mantel. Una de ellas cogió un paquete chino de cigarrillos cuando nadie miraba y se lo metió en el sujetador. El investigador suspiró y sintió lástima por sus senos, que ahora tenían que compartir el sitio en el sujetador con los cigarrillos. En ese momento oyó a la jefa de las chicas decir:

—Vamos, chicas, llevad a este gatito a la casa de huéspedes.

Dos chicas trataron de levantarle tirándole de los brazos, pero tuvieron problemas en sujetarle, como si fuera una muñeca de trapo. Oyó a la chica de la verruga detrás de la oreja refunfuñar: «¡Maldito perro!». Eso le enfadó. Observó cómo una de las chicas cogía su maletín, lo abría, sacaba la pistola, y la giraba en la mano para verla bien. Él dio gritos desde el techo: «¡Deja la pistola! Podría dispararse». Pero ellas debían de estar sordas. «¡Dios, ayúdame!». La jovencita volvió a meter la pistola en su sitio, luego abrió un bolsillo interior del maletín y sacó la fotografía de su mujer. «¡Mirad, ved esto!», dijo. Las chicas de rojo la rodearon y dieron su opinión entre risitas. Ding no cabía en sí del enfado y un torrente de palabras malsonantes salió de su boca. Las chicas eran totalmente ajenas.

Por fin, las chicas de rojo consiguieron levantar mi cuerpo lo bastante para sacarme a rastras del comedor y llevarme por la alfombra del vestíbulo, como si se estuvieran deshaciendo de un cadáver. Una de ellas me dio una patada en la pantorrilla, a propósito. «Puta». Mi piel puede que sea insensible, pero no mi espíritu. Volé por el aire a medio metro de sus cabezas, batí las alas y empecé a planear por el aire cerca de mi cuerpo atrofiado; me producía una profunda tristeza. Ibamos caminando por un pasillo muy largo. Vi cómo me salía vino de la boca y cómo chorreaba por mi cuello. El olor a podrido debía de llegar hasta el Paraíso y las chicas de rojo que me arrastraban se taparon la nariz para no olerlo. A una le dio un ataque de arcadas. Mi cabeza estaba hundida en el pecho y mi cuello parecía un tallo marchito. No me extraña que mi cabeza colgara hacia un lado y otro. No podía verme la cara pero tenía la visión de mis dos pálidas orejas. Me fijé en que una de las chicas de rojo tenía mi maletín.

Conseguimos llegar al final del pasillo, que parecía interminable, donde había un vestíbulo grande que me era familiar. Las chicas dejaron mi cuerpo sobre la alfombra, boca arriba. La visión de mi propio cuerpo me impresionó mucho: tenía los ojos arrugados y hacía el esfuerzo de cerrarlos, la piel era como papel de cocina viejo y rasgado. Mis labios escondían un variopinto puñado de dientes, algunos blancos, otros negros. Emanaba un aliento nauseabundo de borracho, y eso fue todo lo que pude ver porque me entraron ganas de vomitar. Una serie de escalofríos corrían por mi cuerpo y tenía los pantalones empapados. Qué vergüenza, me había hecho pis encima.

Después de descansar y de recobrar el aliento, las chicas de rojo me sacaron del vestíbulo. Una marea de girasoles yacía bajo un sol inyectado en sangre, flores doradas que exudaban calidez en un fondo escarlata. Un coche plateado y deslumbrante estaba aparcado en una carretera de cemento que atravesaba el bosque de girasoles. Diamante Jin saltó al asiento trasero, que arrancó lentamente y los dos caballeros que parecían gemelos le despidieron cuando pasó de largo y cogió velocidad. Las chicas de rojo me arrastraron por la carretera y pasamos por delante de un perro que ladraba junto a un girasol cuyo tallo era más grueso que el tronco de un árbol. Su cuerpo negro y brillante, coronado por unas orejas blancas, daba bandazos hacia delante y hacia atrás cada vez que ladraba, como un acordeón.

«¿Dónde me llevaban?». Las luces de toda la mina brillaban como ojos furtivos. Toda la maquinaria estaba tal y como la había dejado esta mañana, incluyendo el torno de la entrada de la mina. Un grupo de hombres de caras negras con sombreros se acercó. Por alguna extraña razón tenía miedo de conocer a esos hombres. Si tenían buenas intenciones bien, pero si no, estaba metido en un lío. Los hombres se pusieron en fila a los dos lados de la carretera rápidamente, formando un tubo por el que me llevaban las chicas. Mi nariz percibió el olor a sudor y la fetidez del pozo de la mina. Los ojos de los hombres se clavaban en mi cuerpo como tornillos. A medida que pasábamos entre ellos lanzaron unos cuantos comentarios obscenos, pero las chicas de rojo tenían la cabeza bien alta y sacaban pecho con orgullo, ignorándoles. Entonces me di cuenta de que esos comentarios, llenos de connotaciones sexuales, iban dirigidos a ellas, no a mí.

Me llevaron a un pequeño y remoto edificio donde había dos mujeres de blanco sentadas en una mesa a la entrada, una enfrente de la otra y sus rodillas se rozaban; había unas palabras grabadas en la mesa. Las rodillas se separaron lentamente cuando entramos en el edificio; una de las mujeres apretó un botón en la pared, lo que hizo que una puerta se abriera despacio. Era un ascensor, aparentemente. Después de que me metieran dentro y cerraran la puerta me di cuenta de que era lo que me había imaginado. El descenso fue meteórico y yo seguí a mi cuerpo por el edificio, como la cuerda que tira de la cometa. Bajamos y bajamos. «Claro, es una mina de carbón —pensé—, eso significa que toda la actividad se hace bajo tierra». Estaba convencido de que podían construir una Gran Muralla subterránea aquí si quisieran. El ascensor dio tres sacudidas muy escandalosas: habíamos llegado abajo del todo. Una luz blanca cegadora se me clavaba en los ojos a medida que me llevaban a un suntuoso y gran vestíbulo en el que unas sombras humanas danzaban en las paredes de mármol liso y pálido; los dibujos en relieve del techo fueron iluminados por cientos de lamparitas exquisitas. Muchas macetas llenas de flores y plantas estaban alrededor de cuatro columnas angulares de mármol. Cuando vi unos, peces de colores llenos de costras nadando en un acuario ultra moderno se me puso la piel de gallina. Las chicas colocaron mi cuerpo en la habitación 401. No tenía ni idea de cómo habían conseguido llegar hasta el número 401, y me preguntaba qué tipo de lugar era este. Los rascacielos de Manhattan se estiran hasta el Paraíso, los de la Tierra del vino y los licores descienden hasta el Infierno. Las chicas me quitaron los zapatos antes de tumbarme en la cama; mi maletín estaba en una mesita. Ellas se fueron. Cinco minutos después, una chica vestida de color crema abrió la puerta y entró para dejar una taza de té en la mesita. «Un poco de té para su majestad», oí a la chica decirle burlonamente a mi cuerpo.

Mi cuerpo no contestó.

La chica del vestido color crema llevaba mucho maquillaje; sus pestañas eran tan gruesas como las cerdas de un pincel. Justo entonces sonó el teléfono que estaba en la cabecera de la cama. La chica se acercó y cogió el auricular con la mano, que parecía una garra. La habitación estaba tan silenciosa que podía oír la voz del hombre al otro lado del teléfono.

—¿Está despierto?

—No se ha movido. Da miedo.

—Compruébale el pulso.

Puso la palma de la mano en mi pecho; era más que evidente su cara de asco.

—Sí que tiene pulso —dice.

—Dale un tónico para que se espabile.

—De acuerdo.

La chica de color crema salió de la habitación. Supe que volvería enseguida. Entonces entró de nuevo con una jeringuilla de metal, la típica de los veterinarios. Dado que la punta era de plástico no me tenía que preocupar por una inyección. Después de colocarme la punta entre los labios echó un poco de líquido medicinal con la jeringuilla.

Al poco, noté que mi cuerpo estaba volviendo en sí y vi que mis brazos se movían. Mi cuerpo dijo algo. Irradiaba una fuerza poderosa que trataba de atraparme. Me resistí y me convertí en una especie de ventosa en el techo para evitar que me arrastrara hacia abajo; pero entonces sentí que una parte de mí era presa de esa fuerza.

Con dificultad me recosté y abrí los ojos, con la mirada perdida en la pared durante unos segundos. El investigador cogió la taza de té y se la bebió con ansia antes de desplomarse en la cama.

Al poco tiempo la puerta se abrió suavemente y un chico descalzo y sin camiseta, que sólo llevaba puesto un par de pantalones cortos de color azul, entró en la habitación. Debía de tener unos catorce o quince años y llamaba la atención su piel escamosa. Era muy sigiloso y no hizo ningún ruido cuando se acercó a mí; era como un gatito negro. Le observé con un interés considerable. Me parecía familiar; había visto a este chico en algún lugar antes. Entre los dientes tenía una daga, y la cuchilla era como una hoja de sauce, lo que le daba el aspecto de un gato negro con un pescado en la boca. Yo estaba muy asustado, créeme, asustado por mi cuerpo medio muerto. Al mismo tiempo estaba sorprendido de que un demonio pudiera haber encontrado el camino hasta este escondite subterráneo. La puerta se cerró sola, creando un silencio que retumbó en mis tímpanos. Cuando el niño con escamas en la piel se acercó a mí percibí un olor a pescado, como el de un cangrejo que acaba de salir debajo de una piedra. ¿Qué iba a hacer? Su pelo, enmarañado y lleno de cardos, era como serpientes pequeñas que se deslizaban por mis orificios nasales e iban directas a mi cerebro. Mi cuerpo estornudó y mandé al pequeño demonio a la alfombra, en donde se estrelló. Se levantó del suelo como pudo y me rozó la garganta con sus garras. La daga que tenía en la boca emitía un brillo azulado. Oh, qué ganas tenía de avisar a mi cuerpo, pero no podía. Me estrujé el cerebro —o mejor dicho, lo escurrí— para recordar cómo, cuándo y dónde había ofendido a este pequeño demonio. Entonces alargó la mano de nuevo, esta vez para pellizcarme en el cuello, como un chef que se prepara para descuartizar un pollo. Era capaz de sentir su mandíbula fuerte y aterradora, pero aun así mi cuerpo yacía ahí indefenso, impasible, roncando y ajeno al hecho de que la muerte acechaba en el aire a pocos centímetros. Deseaba que se sacara la daga de la boca y me la clavara en la garganta para acabar con mi sufrimiento. Pero no lo hizo. Cuando se hartó de pellizcarme el cuello con la garra bajó a mis pantalones para registrarme los bolsillos. Sacó una pluma de oro de la marca Hero, le quitó el capuchón y se dibujó unas rayas en el dorso de la mano. También tenía escamas ahí. Después de dibujarse unos garabatos echó la mano para atrás y sus labios se abrieron. Entonces esbozó lo que podía ser una sonrisa o una mirada de dolor. Creo que la punta de la pluma hizo que le picara la piel, lo que o le despertó una sensación agradable o le trajo malos recuerdos. Dibujó rayas una y otra vez; y una y otra vez sus labios se abrieron. Cada raya que hacía era acompañada por un sonido rasposo, y yo sabía que mi gran pluma dorada Hero 800 estaba en las últimas. Me la habían regalado por ser un trabajador modelo. El demonio continuó con este juego estúpido una media hora como mínimo, hasta que finalmente dejó la pluma en el suelo y retomó su búsqueda en mis bolsillos. Sacó un pañuelo, un paquete de cigarrillos, un mechero electrónico, mi carné de identidad, una pistola de juguete que parecía real, mi cartera y un par de monedas. Era como si hubiera encontrado un tesoro oculto y estuviera fascinado con su descubrimiento. Era como un niño pequeño y avaricioso. Inmediatamente extendió todo en el suelo y empezó a jugar con cada cosa como si estuviera solo en el mundo. La pluma, por supuesto, ya no le interesaba. Naturalmente, de forma instintiva, cogió la pistola de juguete y la puso enfrente del investigador. El cañón de cromo brillaba con una luz artificial. Era una perfecta imitación artesanal de la pistola de verdad, del tipo que llevan los oficiales militares americanos en sus caderas. Era preciosa. Yo sabía que todavía quedaban cartuchos en la recámara, listos para que alguien apretara el gatillo. La alegría y el entusiasmo hicieron que sus ojos brillaran con indecisión. Yo estaba preocupado de que le delatara si apretaba el gatillo. ¿Cuál era la diferencia entre el brazo de este niño y la raíz de loto? ¿Habían engañado a mi cuerpo? Pero era demasiado tarde para hacer algo. ¡Pum! El demonio apretó el gatillo. Vi humo azul y oí la explosión en el mismo momento. Contuve la respiración; esperaba el sonido de pasos apresurados fuera de la puerta y que las chicas de color crema y sus guardias irrumpieran en la habitación. ¿Qué podía ser el disparo de una bala sino un suicidio o un asesinato? Empecé a preocuparme por la situación comprometida en la que se encontraba mi visita, no quería que le atraparan. Tengo que ser honesto: estaba intrigado por el chico, aunque no tanto por sus escamas. Hay un montón de criaturas con escamas: peces, serpientes, lagartos, y todos menos los lagartos, esos reptiles en cierto modo tan vagos, me ponen de los nervios; no me molestan los peces apestosos ni siquiera las serpientes me dan asco. Sin embargo mis conjeturas eran infundadas. El disparo no cambió nada: nadie entró a toda prisa en la habitación, nadie. Mi visita disparó otra vez; en realidad esta explosión no fue muy espectacular, normalita, o quizá era porque la habitación estaba insonorizada, con su gruesa alfombra, el techo protegido y las paredes forradas. Se sentó ahí tranquilo: no tenía miedo, no estaba paralizado; o estaba sordo o era un veterano experimentado, no se dejaba afectar por este tipo de cosas. Una vez que se aburrió de la pistola, la apartó a un lado, me cogió la cartera y sacó lo que tenía dentro: dinero, vales de comida, tickets de cafetería y recibos que todavía no había entregado para que me los reembolsaran. Jugueteó con el mechero, del que erupcionó una llama. Se encendió un cigarrillo. Tosió. Tiró el cigarrillo al suelo. ¡Dios mío! La alfombra se prendió y el olor del material quemado se elevó en el aire. Entonces me vino una idea de golpe: si mi cuerpo se reducía a cenizas, no sería nada más que una nube de humo. Su extinción será mi extinción también. ¡Cuerpo, despierta! ¡Te odio, demonio con escamas!

No, no te odio, me gustaría reírme. Pero no puedo, de hecho. Él se dio cuenta del fuego en la alfombra y se fue lentamente a un lado de la habitación. Se levantó un lado de los pantalones y con dos dedos se cogió el miembro, que era muy grande para su tamaño, estaba duro aunque no erecto, e igual de escamoso que el resto de su cuerpo, y apuntó a la alfombra ardiendo. Un sonoro chorro de agua produjo un chisporroteo en el suelo igual de ruidoso. La orina salía a borbotones, con tanta fuerza que podría apagar dos incendios. Me relajé a la vez que inhalé el olor de la orina mezclado con el olor a incendio apagado.

Empezó a quitarme la ropa, estaba decidido a quitarme la chaqueta, fuera como fuera. Oí cómo jadeaba. Una vez que consiguió su objetivo, se puso la chaqueta. El dobladillo le llegaba por las rodillas. Después de coger sus nuevos juguetes se los metió en los bolsillos de su nueva chaqueta. ¿Qué iba a hacer ahora?

Escupió la daga que tenía entre los dientes y, con ella en la mano, echó un vistazo a la habitación. Grabó cuatro veces en la pared el carácter «+», que significa «diez», se puso la daga de nuevo entre los dientes, parecía una inofensiva hoja de sauce, se remangó las mangas caídas y salió andando como un pato de la habitación.

Mi cuerpo, que estaba de nuevo sobre la cama, de repente se despertó con sus propios ronquidos.