«Carne de niño»

Li Yidou

Era una avanzada noche de otoño; la luna había salido y pendía en el lado oeste del cielo, con los bordes medio borrosos, como un cubo de hielo derritiéndose. Fríos rayos de luz danzaban en el pueblo dormido «Aroma de vino». El gallo de alguien cantaba en un gallinero. Era un sonido amortiguado, como si emergiera de un sótano profundo.

Aunque el ruido había enmudecido despertó a la mujer de Jin Yuanbao, que estaba durmiendo. Se cubrió los hombros con el edredón y se incorporó, sintiéndose desorientada con la niebla que había alrededor. Pálidos rayos de luna atravesaban la ventana y dejaban sus siluetas blanquecinas estampadas en el edredón. Los pies de su marido sobresalieron de debajo de las mantas a su lado derecho, congelados. Ella los cubrió con el borde del edredón. Pequeño Tesoro dormía acurrucado a su izquierda y respiraba en paz y de manera uniforme. Los cantos amortiguados de los gallos que venían de muy lejos se desvanecían en el aire. A la mujer le entraron escalofríos, saltó de la cama, se puso una chaqueta sobre los hombros y salió al jardín, donde levantó la mirada al cielo. Tres estrellas pendían en el oeste y la constelación Pléyades se iluminaba en el este. Pronto llegaría el alba.

La mujer volvió a entrar a la habitación y le dio unos golpecitos a su marido.

—Hora de levantarse —dijo—. La constelación Pléyades ya está aquí.

El hombre dejó de roncar y se relamió los labios una o dos veces antes de levantarse.

—¿Ya ha amanecido? —preguntó, con un tono de confusión.

—Está a punto —dijo la mujer—. Si salimos un poco antes no desperdiciaremos el viaje como la otra vez.

Con lentitud, el hombre se tapó los hombros con un abrigo de forro, cogió la bolsita con tabaco que estaba en la cabecera de la cama, rellenó la pipa y se la puso entre los labios. Entonces cogió una piedra de mechero, otra piedra y algo de yesca para hacer fuego. Saltaron chispas y una aterrizó sobre la yesca, que prendió fuego en cuanto sopló. La profunda llama roja brillaba en la oscura habitación. Entonces encendió la pipa y le dio unas cuantas caladas. Estaba a punto de apagar la yesca cuando su mujer dijo:

—Enciende la lámpara.

—¿Estás segura de que quieres que la encienda? —preguntó.

—Venga, enciéndela —dijo—. Gastar un poco de lámpara de aceite no nos puede hacer más pobres de lo que somos ahora.

El marido cogió aire profundamente y volvió a soplar la yesca que había en sus manos, viéndola cómo se iluminaba, más y más, hasta que al final se convirtió en una verdadera llama. La mujer se acercó a la lámpara y la encendió, luego la colgó en la pared, desde donde emitía una luz débil que apenas alumbraba toda la habitación. Marido y mujer se intercambiaron una breve mirada y luego apartaron la vista al unísono. Uno de los muchos niños que dormían junto al hombre estaba hablando en sueños, muy alto, como si gritara un anuncio publicitario o un eslogan. Otro se estiró y rozó la pared grasienta con las manos. Otro en cambio estaba llorando. El hombre le metió el bracito bajo las mantas y le dio un golpe.

—¿Por qué lloras? —dijo con impaciencia—. ¡Estás acabando con esta familia!

La mujer cogió aire profundamente.

—¿Pongo agua a hervir?

—Adelante —contestó el hombre—. Bastará con dos cuencos de agua.

La mujer se quedó pensativa durante un momento, luego dijo:

—Quizá es mejor poner tres esta vez. Cuanto más limpio más opciones tendremos.

El hombre levantó la pipa sin contestar, luego miró a una esquina de la cama, donde dormía el mocoso profundamente.

La mujer puso la lámpara encima de la puerta, para que así la luz iluminara las dos habitaciones. Después de lavar el wok volcó el agua dentro y le puso la tapa. Cogió un puñado de paja, lo encendió en la lámpara de aceite y con cuidado lo puso en la cocina. El fuego ardía a medida que iba echando más paja, lenguas doradas de fuego lamían la superficie y daban color a la cara de la mujer. El hombre se sentó en un taburete al lado de la cama y miró absorto a la mujer, que de algún modo parecía más joven.

El agua empezó a borbotear hasta que llegó a hervir y la mujer echó más paja al fuego. El hombre dio un golpe con la base de la pipa en la cama, se aclaró la garganta y dijo con un tono vacilante:

—La mujer de Diente Grande Sun, del Pueblo del Este, está otra vez embarazada, y eso que todavía le está dando el pecho al otro.

—Cada persona es diferente —dijo la mujer con suavidad—. ¿A quién no le gustaría tener un bebé cada año? ¿Y todas las veces trillizos?

—Diente Grande tiene la vida resuelta, el muy cabrón, sólo porque su cuñado es inspector. Ese niño no valía gran cosa, pero eso no fue un problema. Pasó por los pelos el segundo grado y misteriosamente acabó obteniendo el grado superior.

—Para convertirte en inspector es más fácil si tienes contactos. Siempre ha sido así —dijo la mujer.

—Pero para Pequeño Tesoro es pan comido obtener el primer grado. Ninguna otra familia puede igualar lo que estamos invirtiendo en este niño —dijo el hombre—. Cuando estabas embarazada de él te comiste cincuenta kilos de pasteles de judías, cinco kilos de carpas, cuatrocientos kilos de nabos…

—¿Que yo comí qué? ¡Esa comida puede que fuera a parar a mi estómago, pero estuvo lo mínimo porque enseguida se convirtió en leche y él me la sacó toda!

Se filtró vapor por debajo de la tapa del wok, que tenía el agua hirviendo, lo que provocó que la luz de la lámpara parpadease débilmente, como una luciérnaga en mitad de la neblina.

La mujer apagó el fuego y se giró hacia el hombre.

—Tráeme el barreño —le dijo.

Como respuesta el marido soltó un gruñido. A continuación se fue al jardín y enseguida volvió con un viejo barreño de cerámica negra. La parte inferior estaba cubierta de una fina capa de escarcha.

La mujer le quitó la tapa al wok, lo que liberó una nube de vapor que casi ahoga la lámpara. Poco a poco la luz volvió a la habitación. Entonces cogió un recipiente y echó agua caliente en el barreño.

—¿No vas a echar agua fría? —preguntó el hombre.

Probó el agua con la mano.

—No —dijo—. Está bien así. Ve a por él.

El hombre se fue a la habitación de al lado, se agachó y levantó a un niño en brazos, que seguía roncando. Cuando empezó a llorar, Jin Yuanbao le dio una palmadita en el trasero mientras le chistaba para que se callara.

—Tesoro, Pequeño Tesoro, no llores. Papá te va a dar un baño.

La mujer le cogió al niño de los brazos. Pequeño Tesoro torció el cuello, se acurrucó en sus brazos y le estrujó el pecho con las manos.

—Quiero la leche de Mamá…

A la mujer no le quedó más remedio que sentarse en el pasillo y abrirse la blusa. Pequeño Tesoro cogió un pezón, se lo metió en la boca e inmediatamente empezó a balbucear radiante de felicidad. La mujer se inclinó hacia delante, como si el bebé tirara de ella.

El hombre removió el agua del barreño con la mano.

—Ya ha tomado bastante —le dijo a su mujer para que se diera prisa—. El agua se está enfriando.

La mujer le dio una palmadita en el trasero a Pequeño Tesoro.

—Tesoro —dijo—. Mi tesoro, para de chupar. Ya me has dejado seca. Es hora del baño. Cuando estés limpio te llevaremos al pueblo de excursión.

Trató de apartar al niño, pero Tesoro se negó a soltar el pezón, tirando de él todo lo que pudo, como un trozo de goma vieja cuando se estira por los lados.

El hombre se acercó y cogió bruscamente al niño. La mujer se quejó y Tesoro soltó un grito con lágrimas en los ojos. Jin Yuan le dio un azote en el culo, esta vez más fuerte, y dijo enfadado:

—¿Por qué chillas?

—No le des tan fuerte —protestó la mujer—. Si tiene heridas valdrá menos.

Después de quitarle la ropa y echarla a un lado, el hombre volvió a probar el agua.

—Está muy caliente —murmuró—, pero así le dará algo de color. Puso al niño desnudo en el barreño, que ahora gemía del dolor y sus chillidos eran más altos que los gritos de hacía unos segundos. Como si el sonido pasase de ser uniforme, como una cadena de montañas, a ser fijo y alto como su cima. Las piernas del niño forcejearon y trataron de salir del barreño. Pero Jin Yuanbao seguía empujándole hacia dentro. Gotas de agua caliente salpicaron a la mujer. Se tapó rápidamente la cara con las manos y se quejó con suavidad:

—Papá de Pequeño Tesoro, el agua está demasiado caliente. Si tiene quemaduras en la piel valdrá menos.

—Este rompe familias… el agua debería estar templada, no demasiado fría, no demasiado caliente. Está bien, añade un poco de agua fría.

La mujer se puso de pie como pudo sin cubrirse los senos flácidos; el dobladillo de la blusa le caía lacio entre las piernas, como una bandera vieja y empapada. Después de echar la mitad de un cuenco de agua metió la mano en el barreño y la movió rápidamente.

—No está caliente —dijo—. No lo está. Deja de llorar, Tesoro, deja de llorar.

Los lloros de Pequeño Tesoro se calmaron un poco, pero siguió forcejeando. Lo último que quería el niño era un baño, y Jin Yuanbao tuvo que seguir empujándole para que no se saliera del barreño. La mujer se levantó, con el cuenco en la mano, como si estuviera en trance.

—¿Estás dormida o qué? —gruñó Jin Yuanbao—. ¡Échame una mano!

Como si se despertara de un sueño la mujer apartó el cuenco y se arrodilló a su lado. Entonces empezó a lavarle la espalda y el trasero al niño. La hija mayor, una niña de unos siete u ocho años, vestida tan sólo con unos pantaloncitos cortos sueltos a la altura de las rodillas, de color rojo, con los hombros caídos, el pelo alborotado y descalza entró en la habitación frotándose los ojos.

—Díe, Niang, ¿por qué le bañáis? ¿Le vais a cocinar y nos lo vais a dar de comer?

—¡Vete a la cama, maldita sea! —dijo Jin Yuanbao ferozmente.

Cuando Pequeño Tesoro vio a su hermana mayor rompió a llorar. Pero la niña, que no se atrevió a decir ni media palabra más, se dio la vuelta, se escabulló en la otra habitación y se detuvo en la puerta para ver lo que hacían sus padres.

Dado que Pequeño Tesoro había llorado tanto que se había quedado afónico ahora sólo podía sollozar, con una voz apagada y tenue. La mugre de su cuerpo se convirtió en bolas de barro al sumergirse en el agua turbia.

—Tráeme un trozo de jabón —dijo el hombre.

La mujer lo sacó del fregadero.

—Cógele —dijo Jin Yuanbao— mientras yo froto.

La mujer y Yuanbao se intercambiaron de posición.

Yuanbao cogió el jabón y empezó a frotar al niño, el cuello y el trasero, y cada rincón de su cuerpo, incluidos los espacios entre los dedos. Cubierto de burbujas de jabón, Pequeño Tesoro gritaba del dolor; la habitación se había llenado de un olor desagradable y extraño.

—Papá de Tesoro, no tan fuerte. No le desgarres la piel.

—No está hecho de papel —dijo Yuanbao—. ¡Su piel es más resistente que eso! No sabes lo astutos que son estos inspectores. Les miran hasta el ano, y si encuentran algo de suciedad, les quitan puntos y les bajan un grado. Cada grado vale más de diez yuanes.

Por fin el baño acabó y Yuanbao cogió a Pequeño Tesoro mientras la mujer le secaba. El niño tenía la piel de un rojo brillante bajo la luz de la lámpara y desprendía un olor suculento a carne. La mujer cogió un trajecito sin estrenar y le quitó el niño de los brazos a su marido. Pequeño Tesoro empezó a buscar de nuevo el pecho, y su madre se lo dio.

Yuanbao se secó las manos y llenó su pipa con tabaco. Después de encenderla con la linterna de aceite y echar una bocanada de humo dijo:

—Estoy empapado en sudor por culpa de este mocoso.

Pequeño Tesoro se quedó dormido, con el pezón en la boca. Su madre sujetaba fuerte al niño, reacia a soltarlo.

—Dámelo —dijo Yuanbao—. Esta mañana me espera un largo camino.

La mujer sacó el pezón de la boca del niño, que estaba apretada como si siguiera dentro.

Jin Yuanbao cogió la linterna de aceite con una mano, a su hijo, que estaba durmiendo, con la otra y salió por el callejón, que daba a la calle principal del pueblo. Mientras caminaba a lo largo del callejón sintió un par de ojos clavarse en su espalda, lo que le angustió mucho. Una vez que había salido a la calle, el sentimiento desapareció sin dejar rastro.

La luna seguía reluciendo y volvió el asfalto de color gris. Los álamos de al lado de la carretera, con las ramas desnudas, parecían hombres demacrados, con las copas pálidas y fantasmagóricas. El hombre se estremeció. De la lámpara de aceite emanó una luz cálida y amarilla, su sombra centelleante se dibujó en la superficie de la carretera. Se sorbió la nariz porque moqueaba por el frío y vio que caía aceite de la lámpara. Un perro que estaba dentro de la verja de una casa ladró lánguidamente. Vio la sombra del perro y sintió la misma languidez que él; justo en ese momento le oyó corretear ruidosamente hacia un pajar. Al salir del pueblo oyó a unos niños llorar y levantó la mirada para ver si había luces en las ventanas de las chozas de los campesinos. Otros padres estaban haciendo lo mismo que su mujer y él habían hecho hacía unos minutos. Saber que les había adelantado le alegró y le puso de buen humor.

Cuando se acercó al templo del dios de la Tierra a las afueras del pueblo se sacó del bolsillo un sobre con dinero del fantasma[5], lo prendió con la lámpara de aceite y lo puso en una caldera en la puerta del templo. Las llamas se revolvían con el papel como serpientes enroscadas. El hombre miró dentro del templo, donde se sentaba el dios de la Tierra con una mujer a cada lado; los tres tenían miradas gélidas. El dios de la Tierra y sus mujeres habían sido creados por el cantero Wang, que esculpió la figura masculina con piedra negra, y las figuras femeninas con piedra blanca. El dios de la Tierra era más grande que las dos mujeres juntas, como un adulto entre dos niños. Gracias a la pésima destreza del cantero Wang las tres figuras eran tan feas que era difícil de imaginar. En verano, debido a las grietas del tejado, crecía musgo en las estatuas, lo que les daba un brillo verde. Cuando se quemó el dinero del fantasma, el papel carbonizado se dobló como mariposas blancas y llamas con las puntas de color escarlata resplandecieron trémulas alrededor de los bordes antes de apagarse. Él oyó el papel crepitar.

Después de haberle entregado a la deidad del lugar el registro de nacimiento de su hijo, Jin Yuanbao puso la lámpara de aceite y al niño en el suelo, se arrodilló e hizo una gran reverencia al dios de la Tierra y a sus dos mujeres. Entonces cogió al niño y la lámpara y se fue corriendo.

Alcanzó el río abarrotado de tarays justo cuando el sol salió por encima de la montaña. Esos arbustos bordeaban el río y parecían de cristal; el agua era de un color rojo brillante. Entonces el hombre apagó la lámpara y la escondió entre las ramas de los tarays. A continuación caminó hasta el embarcadero para esperar a que viniera la barca del otro lado del río.

En cuanto el niño se despertó empezó a berrear. Temeroso de que tanto consumo de energía le hiciera perder peso, Yuanbao supo que necesitaba tranquilizar al niño. A su edad el pequeño ya había empezado a caminar, por lo que le llevó hasta la orilla de arena, arrancó una rama de un taray cercano y se la dio como juguete provisional. Sacó la pipa y sintió un dolor en los brazos cuando se la llevó a la boca. Justo entonces el niño estaba aplastando unas hormigas negras en la arena con su nuevo juguete, que era tan pesado que casi se le cayó encima cuando lo levantó sobre su cabeza una de las veces. El rojo del sol que estaba escalando el cielo no sólo iluminó la superficie del río sino que también iluminó la cara del niño. Yuanbao estaba contento de que su hijo jugara por su cuenta. El río sólo medía medio li de ancho más o menos y sus aguas eran pantanosas y ampulosas. Cuando el sol hizo por fin su aparición en el cielo, se reflejó en el río como un poste caído sobre una sábana de satén de color ocre. Ninguna persona en su sano juicio construiría un puente sobre un río como este.

La barca seguía amarrada en la orilla contraria, meciéndose arriba y abajo en la parte llana; vista desde lejos parecía muy pequeña. No era una barca grande —ya había subido en ella antes— y la capitaneaba un hombre viejo y sordo que vivía en una choza de adobe junto al río. Yuanbao vio una nube de humo de color verde salir de la choza y supo que el viejo sordo encargado de la barca se estaba preparando el desayuno. Todo lo que podía hacer era esperar.

A medida que pasaba el tiempo se acercaron otros pasajeros, incluidos dos vejestorios, un adolescente y una mujer de mediana edad con un niño en brazos. La pareja de vejestorios, aparentemente marido y mujer, estaban sentados en silencio, mirando al agua pantanosa con los ojos en blanco como dos canicas. El niño, semidesnudo de camisa para arriba y descalzo, sólo llevaba puestos unos pantalones cortos azules; su cara, igual que su cuerpo, estaba pálida y reseca. Después de apresurarse a la orilla del río para liberar un riachuelo de orina en el agua se acercó hacia el hijo de Jin Yuanbao a observar las hormigas negras que estaba haciendo picadillo con la rama del arbusto. Le dijo algo ininteligible al niño, quien, sorprendentemente, pareció entenderle porque se rio y le enseñó los dientes de leche. El adolescente tenía la cara cetrina y su alborotado pelo estaba recogido con una cinta blanca. Llevaba atada una chaqueta azul a los pantalones negros, que estaban recién lavados. Jin Yuanbao observó alarmado a la mujer, que en este momento sostenía al niño para que hiciera pis. ¡Un niño! Un rival. Pero al volver a analizarle vio que estaba mucho más delgado que su hijo; tenía la piel morena y el pelo de un marrón apagado. Confiado porque este niño no era rival para Pequeño Tesoro se sintió seguro.

—Señora —dijo con indiferencia—. ¿Usted también va para allá?

La mujer le miró desconfiada y abrazó fuerte a su hijo. Le temblaron los labios, pero no dijo nada.

Con desaire Jin Yuanbao se alejó para mirar el paisaje al otro lado del río.

El sol se había alejado tres metros del río, que había pasado de ser de un amarillo sucio a un dorado cristalino. La barca seguía amarrada en la otra orilla y el humo seguía saliendo de la chimenea de la choza; no había rastro del viejo encargado de la barca.

Pequeño Tesoro y el niño de piel reseca se habían ido de la mano por la orilla del río. Yuanbao, preocupado, corrió tras ellos y cogió a Pequeño Tesoro en brazos, dejando solo al niño de piel agrietada con una mirada de no entender nada. Pequeño Tesoro empezó a berrear y a forcejear para bajarse de los brazos de su padre.

—No llores —le dijo el padre para calmarlo—, no llores ahora. Vamos a ver cómo desamarra la barca el viejo de la embarcación.

Volvió a mirar a la orilla contraria y, como si le hubieran leído el pensamiento, la silueta de un hombre que brillaba a lo lejos se acercó cojeando a la barca, donde se habían juntado algunos pasajeros.

Jin Yuanbao cogió fuerte a Pequeño Tesoro, que enseguida se calmó y dejó de llorar. Con la voz entrecortada se quejó de que tenía hambre, por lo que su padre cogió un puñado de semillas de soja del bolsillo, las masticó, y le metió la pasta a Pequeño Tesoro en la boca. El niño volvió a llorar, como si protestase por la calidad de la comida, aunque, sin embargo, se la tragó.

La barca estaba a mitad de camino cuando un hombre alto, con barba, irrumpió de detrás de un matorral de taray. Llevaba en brazos a un niño que debía de medir más de medio metro y enseguida se unió al grupo de gente esperando.

Jin Yuanbao, al que le olía el aliento a frutos secos rancios, se puso tenso por alguna razón cuando vio al hombre de barba, que estaba analizando a la gente de la orilla del río. Tenía los ojos grandes y muy oscuros, la nariz puntiaguda y ligeramente torcida. El niño que tenía en las manos —un varón— estaba vestido con un traje nuevo de marca de color rojo con puntadas doradas por todas partes, lo que hacía que llamara la atención a pesar de que era muy mediocre. Su pelo era grueso y fosco, su cara suave y blanca, pero sus ojos parecían los de un anciano. Definitivamente no eran los ojos de un niño. Y tenía las orejas demasiado grandes y carnosas. Era imposible no fijarse en él, a pesar de que estaba entre los brazos del hombre de barba.

La proa de la barca favoreció la corriente para acercarse a la orilla. Todos los pasajeros estaban apretujados y tenían los ojos fijos en la barca, que poco a poco alcanzaba la orilla. El hombre viejo dejó a un lado un remo, cogió una caña de bambú y maniobró con la barca hacia la orilla. La proa levantó olas de color rojizo hasta que por fin se puso paralela a la tierra. Un grupo variopinto de siete personas se bajó de la barca después de echar unos billetes pequeños o unas cuantas monedas brillantes en una calabaza que colgaba a un lado de la cabina; el hombre viejo y sordo estaba ahí de pie, con la caña de bambú en la mano, observando el río y siguiendo con los ojos la corriente que iba en dirección Este.

Una vez que los pasajeros desembarcaron, la gente que esperaba en la orilla salió disparada a bordo. Jin Yuanbao debería haber subido en primer lugar pero esperó un poco para que pasara primero el hombre de barba. La mujer de mediana edad que llevaba al niño en brazos estaba justo detrás de él, seguida de la pareja, a la que ayudó el adolescente a subir: primero ayudó a la vieja señora y luego al anciano, antes de saltar él mismo a la barca.

Jin Yuanbao se sentó justo enfrente del hombre de barba. Le asustaban sus ojos penetrantes y oscuros, pero sobre todo le asustaba la mirada siniestra del niño vestido de rojo que acunaba entre sus brazos. Eso no era un niño, era un pequeño demonio, así de simple. La mirada perturbó tanto a Yuanbao que no pudo seguir sentado, por lo que se levantó y caminó nervioso por todas partes; tanto que hizo que la barca se tambalease. El viejo barquero podía estar sordo pero indudablemente no era estúpido.

—Tú, ese de ahí —dijo en voz alta—. Siéntate.

Para esquivar la mirada del pequeño demonio Yuanbao se giró para mirar el agua, el sol y a una gaviota gris que apenas rozaba la superficie del río. Pero seguía sintiéndose incómodo y una serie de escalofríos le recorrían el cuerpo. Al final se obligó a sí mismo a fijar la vista en la espalda desnuda del barquero y observó cómo hundía el remo en el agua. Aunque tenía la espalda encorvada, tenía bastantes músculos; tantos años viviendo junto al río habían hecho que su piel se volviera brillante y bronceada. La imagen de su cuerpo le trajo a Jin Yuanbao una mezcla de bienestar y calma, por lo que se negó a apartar los ojos de él. El viejo remaba con un ritmo constante, movía con delicadeza el remo por la popa de la barca; agitaba el agua detrás de ellos, como si fuera un pez grande y marrón que les estuviera persiguiendo. Los crujidos y el chirriar del remo, el chocar de las olas contra la proa y el esfuerzo del barquero al respirar se fundieron en una canción de tranquilidad; pero Jin Yuanbao estaba de todo menos tranquilo. Pequeño Tesoro empezó a berrear, y sintió cómo la cabeza del niño le apretaba con tanta fuerza el pecho que le hacía daño; parecía aterrado. Entonces levantó la mirada y se sintió inmóvil por la mirada punzante del pequeño demonio. Yuanbao sintió un espasmo en el corazón y se le puso el vello de punta. Apartó la mirada y abrazó fuerte a su hijo, a la vez que le empapaba un sudor frío que le calaba la ropa.

Llegaron a la otra orilla, por fin. Tan pronto como la barca estuvo amarrada, Yuanbao sacó un billete empapado en sudor de su bolsillo y lo metió en la calabaza del viejo sordo, luego bajó de la barca y pisó la tierra húmeda de la otra orilla. Sin ni siquiera mirar hacia atrás atravesó corriendo la arena con el niño en brazos. Después de subir por un terraplén encontró la carretera que llevaba al pueblo y despegó como un rayo; sus pies aceleraron de golpe. Tenía mucha prisa por llegar al pueblo y mucha más prisa si cabía en poner toda la distancia posible entre el pequeño demonio vestido de rojo y ellos.

La carretera era amplia y nivelada, y parecía interminable. Sólo quedaban unas cuantas hojas amarillas en las ramas de los álamos del borde de la carretera; un gorrión o un cuervo piaba o graznaba por todas partes. El cielo de finales de otoño estaba muy alto, el aire limpio; no había ni una sola nube, pero Yuanbao no tenía tiempo para disfrutar del paisaje porque iba a toda prisa, como un conejo tratando de escapar de un lobo.

Era mediodía cuando llegó al pueblo. Estaba exhausto y sediento; Pequeño Tesoro estaba tan caliente como un carboncillo entre sus brazos. Yuanbao metió la mano en el bolsillo de su pantalón, vio que todavía le quedaban unas cuantas monedas y se dirigió a una tasca, donde se sentó en una mesa de la esquina y pidió un vaso del peor vino. La mayor parte del líquido la vertió en la garganta de Pequeño Tesoro, dejando tan sólo un trago para él. Cuando levantó la mano para apartar unas moscas que revoloteaban encima de la cabeza de Pequeño Tesoro se le congeló la mano de repente, como si le hubiera partido un rayo. En ese mismo lugar, pero en la otra esquina, estaba sentado el hombre de barba y el pequeño demonio que tanto había aterrado a Jin Yuanbao; ahora el niño estaba sobre la mesa y bebía un vaso de vino como si fuera agua. Sus movimientos, expertos y ágiles demostraban que entendía de bebida y sabía lo que hacía. Su cuerpo no era acorde a sus movimientos o sus ademanes. Era una imagen extraña y todas las personas de la sala, camarero y clientes, tenían la vista fija en el pequeño demonio. Pero el hombre de barba no parecía inmutarse ante las miradas que les rodeaban; estaba demasiado ocupado bebiendo su vino, «Fragancia penetrante», como para darse cuenta. Yuanbao enseguida se acabó la bebida, dejó dos monedas en la mesa, cogió a Pequeño Tesoro y salió corriendo de la tasca, con la cabeza tan gacha que su barbilla casi le tocaba el pecho. Aunque era materialista por naturaleza y era conocido en el pueblo por su coraje hoy era diferente: se había convertido en un hombre aterrado por sus propias sospechas.

Era la hora de la siesta cuando Yuanbao se encontró de pie enfrente del Departamento de Selección Especial de la Academia Culinaria, situado en un edificio de un blanco impecable con un tejado abovedado y cercado por un muro alto de ladrillo que daba a un jardín. Estaba lleno de plantas y flores exóticas de hoja perenne y con setos poblados que rodeaban un estanque ovalado junto a una montaña artificial que erupcionaba agua como un volcán, pero con la forma de un crisantemo, como un géiser interminable de cascadas de agua. El agua caía ruidosamente sobre la superficie del estanque, que era el hogar de unas cuantas tortugas con caparazones de complejos diseños. A pesar de que esta era la segunda vez que Jin Yuanbao venía, seguía muy nervioso, como un hombre a punto de entrar en una cueva de hadas; cada poro de su cuerpo estaba tembloroso por la posibilidad de recibir una gran recompensa.

Treinta personas o más estaban en fila al lado de la verja de acero; Yuanbao se fue al final, detrás del hombre de barba y del pequeño demonio de rojo, cuya cabeza emergía sobre los hombros del hombre, y sus ojos malévolos irradiaban la misma mirada siniestra. Yuanbao abrió la boca para gritar. Pero no se atrevió, no aquí.

Al cabo de dos insufribles horas sonó una campana dentro del edificio, lo que animó a la gente aburrida y cansada que estaba de pie en la fila. Todo el mundo empezó a limpiarse la cara o a sonarse la nariz o a colocarles bien la ropa a los niños que tenían en los brazos. Unos pocos hasta empolvaban la cara de sus hijos con un algodón y le añadían colorete humedecido con saliva en las mejillas. Yuanbao le secó la cara sudorosa a Pequeño Tesoro con la manga de su chaqueta y le pasó los dedos por el pelo. Sólo el hombre de barba se mantuvo quieto, y el pequeño demonio siguió tumbado en sus brazos, viendo la escena con sus ojos malvados: estaban muy tranquilos.

La puerta de acero principal se abrió, las bisagras chirriaron y dieron paso a una habitación espaciosa y brillante. El proceso de compra iba a empezar y los únicos sonidos que reinaban eran los sollozos y llantos de los niños. Los agentes de compras hablaban con los clientes con un tono muy bajo, haciendo que la escena fuera tranquila y armoniosa. Yuanbao se echó un poco hacia atrás de la fila, temeroso de la mirada de pequeño diablo. Sabía que una vez dentro no le podría hacer nada porque pasada la verja sólo había espacio para un niño en brazos de un adulto. Nadie se le podía colar. El ruido del agua de la fuente aumentaba y disminuía, pero nunca paraba del todo; los pájaros piaban en los árboles.

Después de que saliera una mujer de la habitación con los brazos vacíos, el hombre de barba y el pequeño demonio pasaron a la entrevista. Yuanbao y Pequeño Tesoro estaban a unos tres metros de distancia de ellos, demasiado lejos para escuchar lo que decían. Yuanbao echó sus miedos a un lado y les observó con discreción. Vio cómo un hombre con un uniforme blanco y con un gorro de cocina ribeteado de rojo cogió al pequeño diablo de los brazos del hombre de barba. La habitual mirada sombría del pequeño diablo fue reemplazada por una sonrisa que aterró todavía más a Yuanbao; el empleado, en cambio no parecía inmutarse, a pesar de que la sonrisa pretendía despertar en él un sentimiento de ternura. Después de quitarle la ropa al pequeño demonio, el hombre le clavó una varilla de cristal en la piel, lo que le hizo cosquillas. Un segundo después, Yuanbao oyó al gran hombre gritar:

—¿Segundo grado? ¡Tratáis de engañarme, maldita sea!

El empleado levantó ligeramente la voz.

—Sé de lo que hablo, amigo, y sé cómo juzgar la calidad. Este niño es enorme, eso lo admito. Pero tiene la piel correosa y la carne es dura. ¡Si no fuera por su dulce sonrisa no pasaría de tercer grado!

El hombre de la barba refunfuñó enfadado antes de agarrar los billetes que le ofrecían. Después de contarlos rápidamente se los metió en el bolsillo y salió de la habitación con la cabeza gacha. Yuanbao oyó al niño, que tenía pegada a la piel una etiqueta con «Segundo grado», cómo maldecía al hombre de barba mientras se iba:

—¡Maldito asesino! Espero que te atropelle un camión en cuanto salgas por esa puerta. ¡Jodido cabrón!

Su voz era estridente y ronca, y nadie en el mundo podría pensar que esas horribles palabras salían de la boca de un niño que no medía ni medio metro de altura. Yuanbao examinó su cara, que había estado sonriendo sólo unos minutos antes y que ahora fruncía el ceño con furia. Los cinco trabajadores se pusieron de pie de golpe asombrados, con cara de miedo; durante un momento no supieron qué hacer. El pequeño demonio, con las manos en las caderas, les lanzó un escupitajo y luego gateó hasta un grupo de niños apretujados que también tenían etiquetas pegadas al cuerpo.

Los trabajadores estupefactos se intercambiaron miradas de asombro y trataban de calmarse los unos a los otros: No es nada importante, ¿verdad? No, nada importante.

El trabajo volvió a su curso. Un hombre de mediana edad y de cara rubicunda, que tenía puesto un gorro de cocina y que estaba sentado detrás de una mesa le hizo gestos a Jin Yuanbao, que se apresuró hasta él. Tenía el corazón en la boca. Pequeño Tesoro volvió a llorar otra vez y Yuanbao hizo todo lo que pudo para calmarle. Se acordó de lo que le había pasado la vez anterior: había llegado tarde, y el cupo estaba lleno. Podría haber suplicado en la puerta pero Pequeño Tesoro empezó a berrear tanto que casi les vuelve locos. Ahora volvía a pasar lo mismo.

—Pequeño, sé bueno y no llores —dijo implorándole—. A la gente no le gustan los niños que lloran todo el rato.

El trabajador preguntó con tacto:

—¿Ha nacido este niño específicamente para el Departamento Especial de Compras?

Yuanbao tenía la garganta tan seca que le dolía mucho y su respuesta afirmativa sonó un tanto forzada.

—Entonces no es una persona, ¿no? —prosiguió el trabajador.

—Eso es, no es una persona.

—Lo que está vendiendo es un producto especial y no una persona, ¿verdad?

—Verdad.

—Nos da la mercancía, nosotros le pagamos. Usted es un vendedor que viene por voluntad propia, nosotros somos los compradores y esto es un negocio justo de transacción. Una vez realizado el intercambio no habrá objeciones, ¿está eso claro?

—Claro.

—Está bien, deje aquí su huella dactilar. —El hombre deslizó un documento por la mesa y una almohadilla de tinta.

—No sé leer, camarada —dijo Yuanbao—. ¿Qué pone?

—Es la versión escrita de la transacción que acabamos de completar —contestó el trabajador.

Yuanbao dejó su huella dactilar enorme y roja en el lugar que le señalaba el trabajador. Se sintió aliviado, como si ya hubiera terminado lo que venía a hacer.

Una empleada se acercó y le quitó a Pequeño Tesoro de los brazos. El niño seguía berreando y la mujer le calló apretándole el cuello. Yuanbao se inclinó para ver cómo le quitaban la ropa a Pequeño Tesoro y cómo le examinaban rápida pero eficientemente, de la cabeza a los pies, incluyendo una revisión en el ano y un tirón a su prepucio para comprobar el estado del glande de su pene diminuto.

La mujer le dio unas palmadaditas en el trasero y le anunció al hombre de detrás de la mesa.

—¡Grado superior!

Yuanbao casi explotó de la alegría; maldita sea, casi hasta lloró.

Otro empleado cogió a Pequeño Tesoro y lo puso en una báscula.

—Veintiún jin, cuatro onzas —anunció con suavidad.

Otro empleado dio un golpe a una pequeña máquina, de la que salió un papelito, a la vez que hacía un runruneo. Movió a Yuanbao a un lado.

—Grado superior equivale a cien yuanes el jin —le dijo a Yuanbao cuando se acercó a la máquina—. Veintiún jin, cuatro onzas equivale a dos mil ciento cuarenta yuanes, la «moneda del pueblo».

Le dio a Yuanbao un montón de billetes y el papelito.

—Cuéntelo —dijo.

Yuanbao estaba temblando tanto que apenas podía contar los montones de billetes. Tenía la mente en blanco. El hombre se aferró al dinero como si le fuera la vida en ello, luego preguntó con la voz entrecortada:

—¿Todo esto es para mí?

El hombre afirmó con la cabeza.

—¿Me puedo ir ya?

El hombre afirmó con la cabeza.