Capítulo 2

El Director de la mina y el Secretario del Partido estaban de pie, con la mirada puesta en él; tenían el brazo izquierdo cruzado en el pecho y el derecho extendido al frente, con la mano doblada, como un par de agentes de tráfico. Sus caras eran tan parecidas que uno era el espejo del otro. Entre ambos se abría un pasillo de alrededor de un metro de ancho, con una alfombra escarlata en el suelo, que se cruzaba con otro pasillo iluminado. El heroico temple de Ding Gou’er se desvaneció ante tal muestra de cortesía, y mientras se encogía de miedo por estar tan cerca de los dos dignatarios, no sabía si tenía que continuar avanzando o no. Sus miradas eran como perfumes asediando su nariz, cada vez más penetrantes, y no disminuían ni se diluían ante la indecisión de Gou’er. Los dioses nunca hablan, qué cierto es. Pero aunque estos dos hombres no hablaban, su porte era más eficaz y más poderoso que las palabras más dulces y melosas jamás dichas, por lo que le dejaban indefenso, incapaz de oponer resistencia. En parte porque sentía que tenía que hacerlo y en parte porque estaba muy agradecido. Ding Gou’er adelantó al Director de la mina y al Secretario del Partido, que inmediatamente se quedaron detrás de él; los tres hombres formaban un triángulo. El pasillo parecía interminable. Ding Gou’er estaba absorto pero trató de memorizar la distribución del lugar: alrededor de una docena de habitaciones ocupaban el lugar que estaba rodeado de girasoles, aunque eran muy pocas para un pasillo tan largo. Cada tres pasos había un par de lámparas rojas forradas de un papel blanco lechoso. Los brazos dorados de las lámparas eran brillantes y relucientes y parecían estar vivos, como si nacieran de las paredes. De repente se imaginó que había dos filas de hombres al final del pasillo y sintió que caminar por ese pasadizo de alfombra escarlata era como marchar entre una falange de guardias armados.

Me había convertido en un prisionero y el Secretario del Partido y el Director de la mina eran mis escoltas militares. Ding Gou’er se quedó paralizado cuando le asaltó a la mente por qué estaba ahí. Se recordó a sí mismo la importancia de su misión, su deber sagrado. El haber estado jugando a las casitas con una mujer no le iba a impedir llevar a cabo esta misión sagrada, aun así sabía que la bebida podría impedírselo. Se detuvo, se dio la vuelta y dijo:

—Estoy aquí para llevar a cabo mi investigación, no para beberme su alcohol.

Había más que un mero tinte de inhospitalidad en el tono de su voz. El Director de la Mina y el Secretario del Partido se intercambiaron la misma mirada; sin rastro de irritación me dijeron con la misma cordialidad y amabilidad con la que se habían dirigido a mí desde el principio:

—Ya lo sabemos, ya. No le estamos diciendo que beba.

El pobre Ding Gou’er seguía sin poder reconocer cuál de los dos hombres era el Secretario del Partido y cuál era el Director de la mina pero, preocupado de que la pregunta pudiera ofenderles, decidió seguir adelante; los dos hombres eran la viva imagen el uno del otro a pesar de que uno era el Secretario del Partido y el otro el Director de la mina.

—Después de usted, por favor. Beba o no, eso no altera el hecho de que tiene que comer.

Por lo que Ding Gou’er continuó caminando, aunque incómodo, en esa posición triangular, uno delante y dos a la espalda, como si el pasillo no condujese a un comedor sino a la sala de un tribunal. Trató de caminar más lento para que formaran una línea recta. ¡Imposible! Cada vez que lo hacía ellos aminoraban el paso, conservando la integridad del triángulo y dejándole siempre en la misma posición: bajo escolta.

El pasillo cambió de dirección de manera abrupta y la alfombra roja empezó a descender; las lámparas brillaban más que nunca, los brazos las agarraban con fuerza, como si estuvieran vivas de verdad. Una maraña de pensamientos alarmantes revoloteaban por su mente, como moscas doradas, a lo que reaccionó instintivamente agarrando con más fuerza si cabe su maletín bajo el brazo hasta que el frío de los cierres de metal penetró en sus costillas y le calmó un poco. Le hubiese llevado dos segundos apuntar con la pistola a esos dos hombres en el pecho, pero eso le hubiese mandado directamente al infierno o a la tumba.

Por ahora, él lo sabía, estaban bajo tierra y aunque las antorchas y la alfombra roja brillaban y relucían más que nunca, dando la sensación de calidez, seguía haciendo fresco.

Una chica de ojos luminosos y dentadura reluciente que llevaba puesto un uniforme escarlata y un sombrero de marinero de ala ancha les esperaba al final del pasillo. Su sonrisa de bienvenida, perfecta tras años de experiencia y el fuerte aroma de su cabello surtió el efecto deseado y calmaron a Ding Gou’er. Reprimiendo las ganas de besarle el pelo, empezó a autocriticarse en silencio y luego se exculpó a sí mismo. La chica abrió la puerta que tenía un pomo reluciente de acero inoxidable. Por fin el triángulo se desintegró y Ding Gou’er suspiró con alivio.

Un salón lujoso se abrió ante ellos. Los colores y las luces eran lo bastante suaves como para evocar pensamientos de amor y felicidad así sería si no fuera por el olor tan extraño que había. Los ojos de Ding Gou’er se encendieron al observar la habitación perfectamente decorada: empezando por los sofás de color crema hasta las cortinas beige, por el impecable techo de color blanco con grabados de flores hasta un mantel blanco impoluto. La iluminación era exquisita y delicada, como una cadena de perlas labradas; el suelo tenía un acabado perfecto, obviamente estaba recién encerado. Mientras analizaba la sala, el Secretario del Partido y el Director de la mina le analizaban a él, sin darse cuenta de que el investigador estaba tratando de encontrar el origen de ese olor.

La mesa circular tenía tres niveles. El primero era para poner vasos de cerveza, copas de vino, e incluso vasos con el cuello más alargado para un licor fuerte, además de tazas de té de cerámica, unos palillos pintados que imitaban el marfil, una variedad de platos blancos de porcelana, utensilios de acero inoxidable, cigarrillos de una marca china, cerillas de madera con cabezas de un rojo brillante y un cenicero de cristal de imitación con forma de cola de pavo real. Ocho platos fríos adornaban el segundo nivel: huevos revueltos y fideos de arroz con gambas deshidratadas, tiras de carne picante, coliflor al curry, rodajas de pepino, muslos de pato, raíz de loto azucarada, corazones de apio, y escorpiones fritos. Como buen hombre de mundo a Ding Gou’er no le resultó nada especial. El tercer nivel estaba ocupado únicamente por una maceta con un cactus cubierto de espinas. Sólo con verlo hizo que Ding Gou’er se estremeciera. ¿Por qué no una maceta con flores?, se preguntó.

Guardaron el típico protocolo alrededor de la mesa antes de sentarse, y Ding Gou’er pensó que como la mesa era circular no había ningún sitio presidencial del que preocuparse. Aun así le pusieron en esa tesitura cuando, tanto el Secretario del partido como el Director de la mina, insistieron en que se sentara lo más cerca de la ventana, que de hecho era el sitio de honor. Él lo consintió e inmediatamente estaba encajonado entre el Secretario del Partido y el Director de la mina.

Un gran grupo de chicas revoloteó por la habitación como un sinfín de banderas rojas, levantando corrientes de aire fresco al pasar y emanando ese extraño olor por cada rincón de la sala; estaba mezclado con la fragancia del maquillaje y del olor amargo a sudor que desprendían sus axilas, además de los olores de sus otras partes del cuerpo. Cuanto más se fundían todos los olores, menos evidentes se volvían estos, y Ding Gou’er estaba ligeramente desconcertado.

De repente tenía delante de sus ojos una toalla de mano humeante de color albaricoque, que colgaba de un par de pinzas de acero inoxidable. A Ding Gou’er le pilló por sorpresa. Antes de coger la toalla para limpiarse las manos, permitió que sus ojos siguieran el curso de las pinzas hasta llegar a la mano blanca como la nieve de la joven y más tarde a un rostro redondo con unos ojos negros debajo de un velo de largas pestañas. Las arrugas en los ojos de la chica le hacían parecer como si tuviera dobleces en los párpados. Ahora que había disfrutado de una buena vista se secó la cara con la toalla, luego las manos; entonces notó que la toalla perfumada olía ligeramente a manzanas podridas. Apenas había terminado sus abluciones cuando las pinzas le retiraron la toalla.

En cuanto al Secretario del Partido y al Director de la mina, uno le dio un cigarrillo y el otro se lo encendió.

El fuerte e incoloro licor era Maotai auténtico, el vino era del Monte Tonghya, y la cerveza de Tsingtao. O el Secretario del Partido o el Director de la mina, uno de los dos dijo:

—Como patriotas boicoteamos el alcohol extranjero.

Ding Gou’er contestó:

—Dije que no iba a beber.

—Camarada Ding, viejo amigo, ha hecho un largo camino para estar aquí. ¿Qué imagen damos si no bebes? Hemos prescindido de las formalidades, como ve esto es una mera comida. No podemos mostrar un trato así de cercano entre oficiales a no ser que bebamos todos ¿no cree? Beba un poco, sólo un poco, para guardar las apariencias.

Una vez dicho eso los hombres levantaron las copas y le sirvieron una a Ding Gou’er; el líquido caía suavemente y su aroma distintivo era muy tentador. A Ding le empezó a picar la garganta y sus glándulas gustativas, activadas, empezaron a salivar, lo que le inundó la boca y le humedeció el paladar. Tartamudeó:

—Demasiado lujoso… más de lo que merezco.

—¿Qué quiere decir con lujoso, Camarada Ding y viejo amigo? ¿Está siendo sarcástico? Aquí tenemos una mina pequeña, poco dinero, pocas florituras y un chef mediocre. Mientras que usted, viejo Ding, viene de la gran ciudad, ha viajado mucho, ha visto y ha hecho todo en la vida. Imagino que no debe de haber ningún sitio con un vino de primera calidad que no haya catado o un animal de caza que no haya probado. No nos avergüence, por favor —comentó el Secretario del Partido o el Director de la mina—. Trate de disfrutar de esta precaria comida lo mejor que pueda. Como miembros de la élite, tenemos que hacer caso al Comité del Partido Municipal y apretarnos los cinturones y arreglárnoslas con poco. Espero que lo entienda y que sea comprensivo.

Un torrente de palabras fluyó de la boca de los dos hombres mientras le acercaban sus copas a los labios de Ding Gou’er. Con dificultad se tragó el nudo que tenía en la garganta, cogió su vaso y se lo acercó a la boca, sintiendo el peso del cristal y la cantidad de líquido que contenía. El Secretario del Partido y el Director de la mina brindaron con Ding Gou’er, al que le tembló la mano durante un segundo y derramó unas cuantas gotas entre su dedo gordo y su dedo índice, a la vez que le refrescaron la piel. En el momento en el que ese frescor penetró en su piel oyó voces a cada lado de su cuerpo que decían: «¡Un brindis por nuestro invitado de honor! ¡Un brindis!».

El Secretario del Partido y el director de la mina se bebieron de un trago el vino y luego dejaron la copa boca abajo para mostrar que no quedaba ni una gota. Ding Gou’er era más que consciente de que si dejabas una sola gota en el vaso te multaban con tres copas más. Primero se bebió de un trago la mitad del vaso y su boca de repente se sintió inundada de ambrosía. No recibió ninguna crítica de ninguno de los dos hombres, que simplemente levantaron sus copas vacías para incentivarle. Sucumbió al terrible poder de la presión de sus colegas y Ding Gou’er se bebió la otra mitad de la copa de un trago.

Las tres copas vacías fueron rellenadas rápidamente.

—No más para mí —objetó Ding Gou’er—. Demasiado vino hace que sea imposible trabajar.

—¡Los grandes acontecimientos merecen doble celebración! ¡Los grandes acontecimientos merecen doble celebración!

Ding Gou’er rápidamente tapó la copa con la mano.

—He dicho que no —dijo—. Ya he bebido suficiente.

—Tres copas antes de empezar a comer. Es una costumbre local. Después de las tres copas de vino entre pecho y espalda Ding Gou’er estaba un poco achispado, por lo que cogió sus palillos y alargó la mano a la mesa para coger unos cuantos fideos de arroz, que al estar mezclados con huevo estaban resbaladizos. Tanto el Secretario del Partido como el Director de la mina, tan serviciales como siempre, le sujetaron los finos fideos con sus propios palillos y le ayudaron a llevárselos a la boca.

—¡Beba! —le ordenó una voz firme.

Ding Gou’er aspiró con todas sus fuerzas y sorbió ruidosamente los fideos escurridizos hasta que por fin se deslizaron en su boca. Una de las chicas se tapó la boca y trató de contener la risa. Otra se rio abiertamente, lo que creó una atmósfera relajada y de regocijo entre los hombres. De repente el ambiente alrededor de la mesa se había animado.

Rellenaron las copas; el Secretario del partido o el Director de la mina levantaron su vaso y dijeron:

—Es un honor que el investigador criminal Ding Gou’er visite nuestra humilde mina y de parte de todos los trabajadores y mineros vamos a hacer tres brindis. Rechazarlo sería como despreciar a la clase trabajadora, a los mineros que cavan para sacar carbón con el sudor de su frente.

Ding Gou’er notó cómo se encendía a causa de la excitación el hombre de cara pálida y contempló el elocuente brindis tan cargado de significado que no pudo rechazarlo. Era como si los ojos de miles de mineros con sus cascos y sus cinturones de herramientas bien apretados estuvieran clavados en él, generando un motín en su corazón. En una muestra de bravuconería se bebió los tres vasos de golpe, uno detrás de otro.

El otro hombre no perdió un segundo y levantó el vaso para desearle al investigador criminal Ding Gou’er una buena salud y mucha felicidad de parte de su madre de ochenta y tres años. Ahora Ding Gou’er se había convertido en una especie de hijo de esa anciana de pelo cano que debía vivir en el campo, por lo que ¿cómo podía rechazar el brindis?

Después de que nueve vasos de licor cayeran en su estómago, el investigador sintió que su consciencia se separaba de su cuerpo. No, separarse no es la imagen correcta. Estaba seguro de que su consciencia se había convertido en una mariposa cuyas alas se habían doblado hacia dentro y que estaba destinada a emerger con una belleza sublime desde el meridiano centro de su cuero cabelludo, y a echar a volar las alas. El caparazón vacío, abandonado, de la mariposa de su consciencia, sería su capullo, carente de peso, ligero como una pluma.

Ante la insistencia de sus anfitriones no tenía más opción que beber, una copa tras otra, como si tratase de rellenar un agujero sin fondo, sin dejar estela ni eco alguno. Mientras bebían sin parar, una sucesión interminable de platos humeantes y deliciosos entraron lentamente en la sala gracias a tres chicas vestidas de rojo, tres lenguas en llamas, tres bolas que ruedan de un lado a otro, tan rápidas como un relámpago. De repente cayó en la cuenta de que se estaba comiendo un cangrejo rojo del tamaño de su mano; unas gambas gordas y jugosas cubiertas de aceite rojo; un caparazón de tortuga macerado en caldo de apio; pollo estofado de color dorado, con ojos reducidos a diminutas rendijas, como tanques de camuflaje; una carpa roja bañada en aceite, con la boca abierta y todavía moviéndose; vieiras al vapor amontonadas en forma de pequeña pagoda; también había nabos de piel roja, tan frescos que podían haber sido recién cogidos del huerto y le despertaron unos sabores muy aromáticos: dulce, amargo, agrio, picante, salado, aceitoso; una confusión de pensamientos abordó su mente y miró la habitación a través del vaho humeante y aromático. Sus ojos se suspendieron en el aire y vieron moléculas de colores y percibieron todo tipo de olores moviéndose con infinita libertad en el espacio finito hasta formar cuerpos tridimensionales del tamaño del comedor. Para ser sincero, también había moléculas pegadas al papel de la pared, pegadas a las cortinas de las ventanas, pegadas a las fundas de los sofás, pegadas a las lámparas, pegadas a las pestañas de las chicas, pegadas a todos esos haces titilantes de luz, una vez sin forma que ahora eran siluetas retorcidas en movimiento…

Después de un rato sintió que una mano repleta de dedos le ofrecía otra copa de licor. Los últimos posos de consciencia que le quedaban en el caparazón que delimitaba su cuerpo hicieron un último esfuerzo hercúleo para ayudar a su fragmentado ser a seguir los virajes de esa mano, como los pétalos al abrirse de una flor de loto. La copa de licor también tenía diferentes capas, como una foto retocada, formando una neblina de color escarlata. No era una copa de licor, era el sol que se levanta en la mañana, una bola de fuego de belleza helada, el corazón de un amante. Pronto sentiría que había adquirido la forma turbia de una luna llena, que pendía en el cielo antes de entrar en el comedor, o la forma de un pomelo hinchado, o de una bola amarilla cubierta de pelusa o del espíritu de un zorro. Su consciencia miró con desdén mientras colgaba del techo y vio que salía una ráfaga de aire templado del aire acondicionado, que poco a poco se fue enfriando y donde se formaron alas de mariposa de una belleza incomparable. Como su cuerpo se había escapado de su mente, su consciencia extendió las alas y se elevó por el comedor. A veces rozaba las cortinas de seda; por supuesto que sus alas eran más finas, suaves y brillantes que el material de la cortina; a veces rozaba la lámpara de araña, con su luz reflectante; a veces rozaba los labios de color cereza y los pezones de color albaricoque de las chicas de rojo, y otras veces, todavía partes más íntimas, más juguetonas. Su rastro estaba por todas partes: en las teteras, en las botellas de alcohol, entre las grietas del suelo, entre el pelo, en los agujeros microscópicos de los cigarrillos de marca china… Como un animal voraz, territorial y salvaje dejó su rastro en todas partes. Para una consciencia alada no había barreras; no tenía forma; se colaba feliz y libremente entre los recovecos de la luz de araña del techo, desde el punto A hasta el punto B y desde el punto B hasta el C. Iba donde quería, trazaba círculos alrededor, delante y detrás, serpenteaba dentro y fuera sin molestar. Pero al final, cansado de su juego, se dirigió debajo de la falda de una de las voluptuosas chicas de rojo, acarició sus piernas como si fuera una ligera brisa, lo que le puso la piel de gallina a la chica; de repente notó algo húmedo y aceitoso entre las piernas. Se elevó a gran velocidad, cerró los ojos como si volase por un bosque, sintió que las copas de los árboles verdes chocaban contra sus alas y hacían mucho ruido. Esta habilidad para volar y cambiar de forma le permitió sobrevolar montañas y vadear anchos ríos. Jugueteó con un pequeño lunar rojo en el valle entre los dos pechos de una de las chicas y se divirtió con una docena de gotas de sudor. Al final se introdujo en el orificio de su nariz, y le hizo cosquillas con las antenas.

La chica estornudó con fuerza, expulsándole fuera como un proyectil y fue a parar al cactus que estaba en la mesa de tres niveles del comedor. Rebotó como si una mano con púas le hubiera dado un tortazo. Ding Gou’er tenía un fuerte dolor de cabeza, el estómago revuelto y le picaba terriblemente la piel, como si estuviera cubierta de ortigas. Su consciencia se detuvo en su cuero cabelludo para descansar, para coger aliento y para sollozar. Los ojos de Gou’er entonces volvieron a funcionar y vio al Secretario del Partido y al Director de la mina levantar sus copas para un nuevo brindis. Sus voces rebotaban por las paredes, como olas al romperse en las rocas antes de ser arrastradas de nuevo al mar o como un pastor en la cima de una montaña llamando a su rebaño: «Yija, yija, ya, eh, eh eh, yija».

—Aquí estamos de nuevo, treinta copas… en nombre del subsecretario Jin… treinta copas… a beber, a beber a beber, cualquier persona que no beba no merece que le llamen hombre… Diamante, Diamante, Diamante Jin sabe cómo beber… este viejo amigo puede beberse un océano de alcohol, vasto y sin fin.

«¡Diamante Jin!». El nombre taladró el corazón de Ding Gou’er como una broca de diamante, y a medida que su estómago se desgarraba de dolor abrió la boca y vomitó un líquido asqueroso a la vez que dijo con un tono hiriente:

—¡Ese lobo, erp, que come bebés estofados, erp, ese lobo!

De repente recuperó la conciencia; se sentía como un pájaro asustado; tenía los intestinos hechos un nudo, lo que le estaba provocando una agonía inexplicable. Sintió unos golpes en la espalda. Erp, erp, vomitó más líquido pegajoso; lágrimas y mocos cayeron a cántaros al suelo: las lluvias otoñales tiñeron la tierra y el cielo gris y un manto de agua cubría sus ojos.

—¿Se encuentra mejor, Camarada Ding Gou’er?

—Camarada Ding Gou’er, ¿se encuentra algo mejor?

—Vamos, vomite, sáquelo todo. Se encontrará mejor cuando saque todo el líquido amargo de su estómago.

—Todo el mundo tiene que vomitar, es parte de una buena higiene.

El investigador estaba apoyado en el Secretario del Partido por un lado y en el Director de la mina por el otro, y ambos le daban golpecitos en la espalda mientras le susurraban comentarios en los oídos para animarle, como médicos tratando de salvar a un niño ahogado o profesores tratando de educar a un niño caprichoso.

Después de que Ding Gou’er vomitara el líquido verde, una de las camareras de rojo le puso una taza de té en los labios con un dragón dibujado para que se le calmase el dolor de estómago, luego otra chica de rojo trató de hacer lo mismo con un vaso con vinagre amarillento de Shanxi, y el Secretario del Partido o el Director de la mina le metió en la boca un trozo de raíz de loto recubierta de azúcar mientras que el otro le puso un trozo de guisante debajo de la nariz y una chica de rojo le limpió la cara con una toalla fresca empapada en aceite de menta, y mientras otra chica de rojo limpiaba el suelo y otra chica de rojo que estaba detrás terminaba de recoger los restos del vómito con una fregona sumergida en desinfectante, y otra chica de rojo retiraba mientras los platos y vasos de la mesa, y otra chica de rojo lo volvía colocar todo en la mesa de nuevo.

Ding Gou’er estaba profundamente agradecido por tanta ayuda y deseaba que no se le hubiera escapado ninguna acusación entre arcada y arcada. Estaba a punto de disculparse por cualquier ofensa o molestia que pudiera haber causado cuando el Secretario del Partido o el Director del Partido dijo:

—Ding, viejo amigo, ¿qué piensas de nuestras chicas? Avergonzado por la pregunta, Ding Gou’er miró a la cara de esos capullos en flor y dijo con rotundidad:

—¡Muy buenas! ¡Geniales! ¡Maravillosas!

Obviamente como estaban muy bien formadas, las chicas de rojo se apresuraron a la mesa como una camada de cachorros hambrientos o como una tropa del Cuerpo de Jóvenes Pioneros[4] y les ofrecieron a los invitados unas botellas de licor. Los tres niveles de la mesa estaban llenos de copas vacías, por lo que las chicas cogieron las que estaban más cerca, ya fueran grandes o pequeñas y las rellenaron con vino tinto, cerveza y con un licor incoloro y las levantaron para brindar con Ding Gou’er.

La piel de Ding Gou’er estaba pegajosa de sudor, sus labios parecían estar congelados y su lengua se había vuelto tiesa. Era incapaz de pronunciar una palabra, por lo que apretó los dientes y se tragó el mágico elixir. Tal y como dicen, incluso los generales valerosos se derriten ante una cara bonita.

En este momento no se encontraba muy bien porque el pequeño demonio alborotador de su consciencia se estaba agitando y de nuevo volvía a dominar su mente. Ahora entendía qué quería decir la gente cuando afirmaba que el cuerpo no puede contener el alma. El pensamiento atroz de que su alma se colgara boca abajo de una viga le aterrorizaba, así que se agarró la cabeza con fuerza con las manos para impedir que su consciencia se escapara. Como sabía que eso sería una falta de decoro se acordó del sombrero que llevaba puesto cuando intentó seducir a la conductora del camión. El sombrero, de hecho, le hizo acordarse de su maletín y de la pistola que había dentro, un pensamiento que hizo que sus glándulas sudoríparas de debajo de sus axilas empezaran a trabajar a causa del nerviosismo. Miró por todas partes y le llamó la atención una de las chicas de rojo, la que parecía más inteligente, y justo en ese momento sacó su maletín de la nada. Después de quitárselo de las manos y comprobar que su amiga de metal, «mi respuesta a todos los problemas» seguía dentro, dejó de sudar. Su sombrero, sin embargo, no estaba ahí y le vino de nuevo a la mente la imagen del perro y del guardián de la garita, el joven del Departamento de Seguridad, los troncos de madera y los girasoles del bosque; estas imágenes y las personas que las protagonizaban parecían tan remotas en ese momento que se preguntó si realmente las había vivido o si habían sido parte de un sueño. Cuando dejó el maletín apoyado entre sus rodillas con cuidado, su espíritu titubeante y revoltoso que tendía a formar motines desprendió un destello de luz delante de sus ojos, alternando entre la nitidez extrema y la imagen completamente borrosa; vio que tenía las rodillas cubiertas de manchas de aceite. Durante un segundo parecía un mapa iluminado de China y al segundo siguiente parecía un mapa oscuro de Java. Aunque a veces estaban ligeramente mal distribuidos, se esforzaba para enderezarlos, deseando que el mapa de China estuviera siempre nítido e iluminado y el mapa de Java estuviera siempre oscuro y borroso.

Un momento antes Diamante Jin, Subsecretario del Departamento de Propaganda del Comité del Partido Municipal de la Tierra del vino y los licores, entró por la puerta. Ding Gou’er sintió un fuerte dolor abdominal. Una maraña de serpientes se movía y se retorcía en sus entrañas: punzante, ah, era muy punzante, pegajosa, ah, muy pegajosa, enmarañada, entrelazada, ilícita, resbaladiza, una maraña real de serpientes venenosas tiraba de él y le arrastraba, sibilante, y supo que sus intestinos le estaban haciendo daño. La sensación iba hacia arriba, como si una llama encendida y una escoba con pocas hebras de bambú barrieran las paredes de su estómago —rasca que rasca— como si fuera un orinal pintado con una montaña de mugre. ¡Ay, madre querida —gruñó el investigador para sus adentros—, esto es más de lo que puedo soportar! He caído en unas redes malvadas. He caído en la trampa siniestra de la mina de carbón del Monte Luo. ¡He caído en la trampa de la comida y la bebida! ¡En la trampa de la belleza femenina!

Ding Gou’er se puso de pie, doblado por la cintura, y se dio cuenta de que seguía sin sentir las piernas. Nunca podría saber quién o qué fue lo que le llevó de nuevo a su sitio. ¿Fueron sus piernas o su mente? ¿Fueron las dulces y deslumbrantes chicas de rojo? ¿Fue el Secretario del Partido o el Director de la mina el que le llevó arrastrándole por los hombros?

Cuando se volvió a sentar en la silla se oyó una pequeña explosión que salió de su trasero. Las chicas de rojo se taparon la boca y soltaron unas risitas. No tenía fuerza para reaccionar; su cuerpo y su consciencia estaban pidiendo el divorcio. Por eso o por el viejo truco de desaparecer, su traidora consciencia estaba a punto de salir huyendo de nuevo. En este momento extraño y doloroso, el subsecretario Diamante Jin, cuyo cuerpo brillaba como un diamante, desprendió un delicioso aroma. Justo entonces abrió la puerta insonorizada recubierta de cuero que daba al comedor; fue como un aliento de aire fresco en primavera, como un rayo de sol. En ese momento entró en la sala la personificación de los ideales, una promesa de esperanza.

Era un hombre fino, de mediana edad y de tez morena, con un gran puente en la nariz, la cara alargada y los ojos protegidos por unas gafas de color té y los bordes de plata. La luz de sus ojos los convertía en pozos negros sin fondo. Llevaba puesto un traje de chaqueta azul oscuro ceñido sobre una camisa blanca arreglada y una corbata de rayas azules y blancas. Sus zapatos de cuero negro brillaban como el cristal. Tenía el pelo hacia un lado, ni muy grueso ni muy fino. El hombre poseía un rasgo característico: un empaste de bronce en un diente (quizá era de oro). Así era, en resumen, Diamante Jin.

Ding Gou’er volvió en sí a toda prisa y se dio cuenta de que, como si fuera cosa del destino, estaba cara a cara con su verdadero adversario.

El Secretario del Partido y el Director de la mina se levantaron de golpe y ni se inmutaron cuando se dieron en las rodillas con el borde de la mesa al incorporarse. La manga de uno de los dos volcó un vaso de cerveza, el líquido amarillo empapó el mantel y goteó en sus rodillas. No les importó. Echaron las sillas hacia atrás y se apresuraron a saludar a su nuevo invitado. Unos gritos de felicidad salieron despedidos de la boca del subsecretario Jin incluso antes de que el vaso de cerveza golpeara la mesa: «¡Estáis aquí!».

La risa del hombre condensó el aire de la habitación y la bella mariposa del interior de la cabeza de Ding Gou’er se comprimió. El investigador se puso de pie a pesar de que no quería hacerlo. También sonrió a pesar de que quería estar serio. Este sonriente Ding Gou’er se alzaba para dar la bienvenida a esta inminencia.

Al unísono, el Secretario del Partido y el Director de la mina dijeron:

—Este es el subsecretario Diamante Jin del Departamento de Propaganda del Comité del Partido Municipal, y este es el investigador Ding Gou’er de la Procuraduría General.

Diamante Jin se agarró las manos, sonrió y dijo:

—Disculpadme el retraso.

Estiró la mano hacia Ding Gou’er, que le saludó con un apretón de manos a pesar de que no quería hacerlo. «La mano de este demonio come niños tendría que estar fría como el hielo —pensó—. Pero entonces ¿por qué es tan cálida y suave? ¿Y agradable y húmeda?». En ese momento escuchó a Diamante Jin decir educadamente:

—¡Bienvenido! He oído cosas maravillosas de usted.

Una vez que todos se hubieron sentado a la mesa Ding Gou’er apretó los dientes con determinación para no beber más y así poder mantener el control de todas sus facultades. «¡Es hora de trabajar!», se ordenó a sí mismo para sus adentros.

Ding estaba sentado hombro con hombro con Diamante Jin y la verdad es que estaba preparado para todo. «Diamante Jin, ah, Diamante Jin. Puede que seas una fortaleza impenetrable, puede que intimes con los gobernantes, que tus raíces sean profundas y fuertes, pero una vez que te tenga en mi poder, tus días estarán contados».

Diamante Jin dijo:

—¡Cómo he llegado tarde pagaré una multa de treinta copas!

Ding Gou’er no esperaba oír esas palabras. Se giró para mirar al Secretario del Partido o al Director de la mina y vio que ambos sonreían con complicidad. Una chica de rojo entró con una botella de licor dulce y unas copas en una bandeja. El cristal emitía dulces destellos de luz mientras colocaba las copas delante de Diamante Jin. Otra chica de rojo entró con una licorera y rellenó las copas, inclinándose como un ave fénix cuando movía la cabeza con elegancia. Dada su experiencia rellenó las copas con confianza y determinación, sin derramar una gota. Las burbujas de la primera copa, que eran puras perlas, no habían llegado a la superficie cuando ya estaba rellena la última copa. Un suspiro salió del interior de Ding Gou’er. En primer lugar por las habilidades extraordinarias y la gracia de la chica de rojo y en segundo lugar por la seguridad de Diamante Jin. Esto probó el dicho de: «Sin un diamante no se pueden hacer bellas joyas».

Diamante Jin se quitó el abrigo y una de las chicas de rojo se lo retiró enseguida.

—Camarada Ding, viejo amigo —mencionó—. ¿Dirías que estas treinta copas están llenas de agua mineral o de alcohol?

Ding Gou’er trató de olerlo pero su sentido del olfato estaba anestesiado.

—Si quieres saber a qué sabe una pera tienes que comerte una. Si quieres determinar si es alcohol de verdad tienes que probarlo tú mismo. Por favor coge tres de estas copas.

Ding Gou’er sabía por el material que había leído de su investigación que Diamante Jin era famoso por su capacidad de beber, pero aun así seguía teniendo dudas. Se sintió tan presionado que cogió tres copas y probó el contenido de una con la punta de la lengua. El líquido tenía un sabor dulce y fermentado. Era de muy buena calidad.

—Camarada Ding, viejo amigo —dijo Diamante Jin—. Son para ti.

—Es la costumbre —dijo uno de los dos dignatarios—. Ya lo has catado.

Entonces dijeron:

—No nos importa si te lo bebes o no, pero sí que nos importa si lo tiras. El despilfarro es el mayor pecado que existe.

A Ding Gou’er no le quedó otra opción que beberse las tres copas.

—Gracias —dijo Diamante Jin—. Muchas gracias. Ahora me toca a mí.

Cogió una copa de licor y se la bebió de golpe, sin hacer el mínimo ruido y sin derramar una gota; su sencillo pero elegante estilo demostró que era un bebedor habitual. Aceleró el ritmo con las siguientes copas pero sin empeorar la precisión ni el estilo, la cadencia o el ritmo. Por fin levantó la última de las treinta copas y dibujó un semicírculo, como un arco deslizándose por las cuerdas de un violín; el suave y elegante sonido de este instrumento se arremolinó en el aire del comedor y fluyó por las venas de Ding Gou’er. Las sospechas del investigador hacia Diamante Jin empezaron a desaparecer y empezó a sentir buenas vibraciones hacia él, como las plantas que florecen en los arroyos tras el deshielo en primavera. Vio a Diamante Jin llevarse la última copa a los labios y percibió un destello de melancolía en los ojos negros y brillantes del hombre; se había transformado en un ser generoso y bueno, que emanaba un aura de sentimentalismo, lírico y poético. El sonido de los violines era muy tenue, como la ligera brisa otoñal que hace susurrar las hojas doradas y caídas, como una pequeña flor frente a un mercadillo silencioso. Los ojos de Ding Gou’er se volvieron húmedos, estaban fijos en la copa, como si fuera una corriente de agua enfurecida que arrasa una roca para fundirse en un lago verde y profundo. Le había cogido cariño a este hombre.

El Secretario del Partido y el Director de la mina aplaudieron y alabaron la misión cumplida de Diamante Jin. Ding Gou’er, inmerso en poéticas emociones seguía quieto y en calma. El silencio invadió la escena. Las cuatro chicas de rojo estaban de pie, inertes, como estatuas de color añil, cada una con una posición diferente, como si escucharan atentamente o estuvieran absortas. Un extraño ruido salió del aire acondicionado de la esquina, haciendo añicos la tranquilidad. El Secretario del Partido y el Director de la mina pidieron a gritos que el subsecretario Jin se bebiera otras treinta copas de alcohol, pero él negó con la cabeza.

—No más para mí —dijo—. Sería un desperdicio, aunque como es mi primer encuentro con el Camarada Ding debo brindar tres veces con él con tres copas cada vez.

Ding Gou’er se quedó mirando estupefacto a este hombre que podía beberse de golpe treinta copas de alcohol sin inmutarse, y estaba tan embriagado por su decoro, por su melosa voz y por el ligero destello de su diente de bronce o de oro, que perdió de vista su lógica matemática y olvidó que tres veces por tres copas es igual a nueve.

Le pusieron nueve copas en frente de Ding Gou’er, y otras nueve enfrente de Diamante Jin. Ding Gou’er era incapaz de llevarle la contraria a este hombre; su consciencia y su cuerpo se movían en direcciones opuestas. Su consciencia gritó: «¡No deberías beber!», mientras que su mano cogía la copa y vaciaba el contenido en su boca.

Nueve copas de un licor fuerte efectuaron su viaje al estómago, y sus conductos lacrimales estaban trabajando de más. No sabía por qué le caían lágrimas, especialmente en medio de este banquete. «Nadie te ha pegado, nadie te ha echado la bronca, entonces ¿por qué lloras? No, no estoy llorando. Sólo porque haya lágrimas no significa que esté llorando». Más y más lágrimas cayeron por sus mejillas hasta que su cara parecía un charco repleto de hojas de loto empapadas.

—¡Traed el arroz! —oyó decir a Diamante Jin—. Que el Camarada Ding coma algo.

—¡Todavía queda el plato más importante!

—Oh —dijo Diamante Jin pensativamente—. Entonces traedlo.

Una chica de rojo apartó el cactus de en medio de la mesa. Entonces otras dos chicas de rojo entraron con una gran fuente en la que estaba sentado un niño asado que desprendía un aroma irresistible.