Capítulo 1

El investigador criminal Ding Gou’er de la Procuraduría General se montó en un camión de Liberación y se dirigió hacia la mina de carbón del Monte Luo para llevar a cabo una misión especial. Estaba tan concentrado durante todo el trayecto que se le hinchó la cabeza hasta alcanzar la talla 58 de su sombrero marrón de ala ancha; normalmente solía sobrarle mucho espacio por los lados, pero ahora parecía que le comprimía el cerebro. No se puso muy contento cuando se quitó el sombrero, examinó las manchas de sudor de la tela y las olió. No era un olor familiar. Ligeramente nauseabundo. Consiguió taparse la nariz y reprimir las arcadas.

El camión disminuyó de velocidad a medida que los baches se hacían más amenazadores y hacían que los neumáticos chirriaran sin parar. El investigador se siguió dando golpes en la cabeza con el techo del camión. La conductora maldijo la carretera y a la gente que estaba en medio; esas palabras tan vulgares escupidas por la boca de una mujer, y además de una hermosa mujer, crearon una escena cómica pero un poco agridulce. Él no podía parar de mirarla furtivamente. Una camiseta rosa asomaba por el cuello de su camisa vaquera y le protegía el cuello nacarado; tenía los ojos oscuros, con un tinte esmeralda, y un pelo muy corto, enmarañado y brillante.

Sus guantes blancos estrangulaban el volante mientras el camión me balanceaba de un lado a otro para esquivar los baches. Cuando daba un bandazo a la izquierda su boca se torcía a la izquierda; cuando giraba a la derecha, se torcía a la derecha. Y mientras su boca se movía de un lado a otro, le corría sudor por la nariz, siempre fruncida. Su frente era estrecha, su barbilla bien marcada y algo le decía que estaba o que había estado casada; una mujer para la que el sexo no parecía ser algo desconocido. Era alguien con quien no le importaría intimar. Para un investigador de cuarenta y ocho años y perro viejo en su oficio, ese tipo de sensaciones eran un poco absurdas a estas alturas. Sacudió su enorme cabeza.

El estado de la carretera seguía empeorando y la conductora redujo tanto la velocidad que el camión parecía una tortuga, hasta que finalmente pararon detrás de una fila de camiones ya estacionados. Ella levantó el pie del acelerador, apagó el motor, se quitó los guantes y dio un manotazo en el volante. Tenía una mirada de pocos amigos.

—Menos mal que no llevo un niño dentro —comentó.

El hombre no dijo nada durante unos segundos, entonces, tratando de agradarla comentó:

—De haber sido así, ahora mismo ya estaría fuera, con tanta sacudida.

—No lo permitiría, no si gano dos mil la noche —contestó con seriedad.

Una vez dicho esto ella le miró fijamente y le lanzó lo que podría considerarse una mirada seductora; parecía estar esperando una reacción. Ding Gou’er, en cambio, estaba escandalizado por su brusco y poco elegante comentario y sintió como si ella estuviera tratando de provocarle y como si él hubiera entrado en su juego.

En el momento en el que los misterios prohibidos del sexo se revelaron con su comentario ambiguo y provocador, la distancia entre ellos casi desapareció por completo. Con una sensación de irritación y de incertidumbre invadiendo poco a poco su corazón, no le quitaba el ojo de encima, vigilante. Ella volvió a poner un mohín, lo que le hizo sentirse muy incómodo y entonces notó que era una mujer arisca, evasiva, imprudente, superficial, que no era desde luego alguien con quien andarse con rodeos.

—¿Así que no estás embarazada? —dijo sin pensar.

Ahora que había decidido no hablar de las típicas cosas banales, la pregunta se presentaba como un plato de carne cruda. Pero ella se obligó a tragarse la pregunta y dijo con ligero descaro:

—Tengo un problema, lo llaman tierra árida.

«Puede que tu vida personal sea importante, pero ningún investigador criminal digno de su reputación permitiría que su trabajo se complicase por una mujer. De hecho, mantener a las mujeres al margen es parte de tus obligaciones».

Mientras recordaba estas frases, que eran muy populares entre sus compañeros de trabajo, sintió cómo un pensamiento lujurioso le roía el corazón como un insecto. Ding Gou’er sacó una petaca de su bolsillo, le quitó el tapón de plástico y le dio un buen trago. A continuación le pasó la petaca a la camionera.

—Soy un agrónomo especializado en la mejora de la tierra.

La camionera le dio un golpe a la bocina con la palma de la mano bien abierta, pero sólo fue capaz de conseguir un débil y suave sonido. El conductor del remolque Río Amarillo que estaba frente a ellos se bajó de la cabina y le lanzó una mirada asesina desde el borde de la carretera. Ding Gou’er pudo sentir la ira que emanaba de los ojos del hombre, que atravesaban el cristal brillante de sus gafas de sol. Ella le arrebató la petaca de las manos, saboreó el aroma como si midiera la calidad del contenido y entonces se bebió a su salud hasta la última gota. Ding Gou’er iba a felicitarla por su capacidad para beber, pero enseguida cambió de opinión. Elogiar a alguien por sus habilidades con la bebida en un lugar llamado la Tierra del vino y los licores era demasiado absurdo, por lo que se tragó sus palabras. Mientras se limpiaba la boca miró fijamente sus labios gruesos y húmedos y, arrojando el decoro al viento dijo:

—Quiero besarte.

La cara de la camionera se sonrojó. Con una voz estridente, aguda, metálica, ella bramó feroz.

—¡Y yo quiero besarte a ti, joder!

Boquiabierto por la respuesta, Ding Gou’er analizó la zona y echó un vistazo al otro camión. El conductor del remolque Río Amarillo se había vuelto a montar en el vehículo. Una larga fila serpenteante de automóviles se extendía delante de ellos, mientras que un camión de lona y un carro tirado por un burro esperaban detrás. La frente enorme del burro estaba decorada con una borla roja. Una pequeña maraña de árboles y zanjas, abarrotadas de semillas con alguna que otra flor salvaje, bordeaba el margen de la carretera. Unas manchas de un color negruzco desfiguraban las hojas y las semillas. Más allá de las zanjas se extendían campos secos otoñales, con sus marchitos tallos amarillos y grises levantados celestialmente bajo el viento cambiante, sin parecer ni alegres ni tristes. Ya era media mañana. Una montaña de deshechos de la mina rasgaba el cielo que tenían delante, liberando nubes de humo amarillo. El torno que estaba a la entrada de la mina giraba lentamente. Sólo podía ver una parte de la grúa; el remolque Río Amarillo bloqueaba la vista de la parte inferior.

La camionera le repitió una y otra vez a Ding Gou’er la misma frase de antes, y la verdad es que el investigador se había quedado de piedra, pero ella no se atrevió a dar un paso más. Por lo tanto Ding Gou’er alargó la mano para tocarle el pecho, con las puntas de los dedos. Sin previo aviso ella se acercó a él, le puso la barbilla en la palma de su mano helada, y fundió su boca con la suya. Él sintió sus labios fríos y flácidos, nada resistentes contra los suyos; era una sensación extraña, parecían borras de algodón. Su deseo se apagó y le dio asco, por lo que la empujó y la apartó. Pero, como si fuera una pelea de gallos, ella saltó encima de él con fuerza y valentía, lo que le pilló desprevenido e hizo que le resultara imposible oponer resistencia. Se vio obligado a tratarla como trataba a los criminales e hizo todo lo posible para que mantuviera la compostura. Por fin se sentaron en la cabina del camión, respiraron profundamente, y el investigador criminal la inmovilizó por los brazos para evitar que ofreciera resistencia. Ella siguió tratando de lanzarse sobre él, con el cuerpo retorcido como una espiral, con la espalda arqueada como un muelle; gruñía por el esfuerzo, como un toro cogido por los cuernos. La verdad es que tenía un aspecto tan gracioso que Ding Gou’er no pudo evitar reírse.

—¿De qué te ríes? —le requirió ella.

Ding Gou’er le soltó las muñecas y sacó una tarjeta de visita de su bolsillo.

—Me voy, señorita. Si me echas de menos me puedes encontrar en esta dirección. Ni una palabra a nadie.

Ella le analizó de arriba abajo, observó su tarjeta durante unos segundos y luego examinó su cara, con la misma intensidad y entusiasmo que un guardia fronterizo examina el pasaporte de un forastero.

Ding Gou’er alargó la mano y le pellizcó la nariz a la camionera, entonces se metió el maletín debajo del brazo y abrió la puerta del copiloto.

—Hasta luego, joven —dijo—. Recuerda, tengo el fertilizante para la tierra árida. —Cuando estaba a medio camino de la puerta ella le agarró la parte trasera de la camisa.

La mezcla de timidez y curiosidad en sus ojos le convencieron de que debía de ser muy joven, soltera e inocente, alguien sin contaminar. Adorable y digna de compasión al mismo tiempo. Le acarició el dorso de la mano y dijo con sinceridad:

—Si vienes a verme pregunta por tu «tío».

—Eres un mentiroso —dijo—. Me dijiste que trabajabas en una Estación de control de vehículos.

—¿Dónde está la diferencia? —se rio.

—¡Eres un espía!

—Algo parecido.

—Si lo hubiera sabido no te habría llevado en el camión.

Ding Gou’er sacó un paquete de cigarrillos y se lo tiró a las rodillas.

—No te enfades.

Ella lanzó la petaca al borde de la cuneta.

—Nadie bebe de una cosa tan diminuta —remarcó ella.

Ding Gou’er saltó de la cabina, cerró la puerta de un portazo y se marchó carretera abajo. Oyó a la mujer del camión gritarle a su espalda.

—¡Oye, espía! ¿Sabes por qué la carretera está en tan malas condiciones?

Ding Gou’er se giró y vio que ella estaba asomada por la ventanilla del copiloto; él sonrió pero no dijo una palabra.

Al investigador se le quedó grabada en la cabeza la cara de la mujer del camión durante unos segundos, igual que semillas de lúpulo secas enterradas en la tierra, como la espuma de un vaso de cerveza antes de evaporarse. La carretera estrecha serpenteaba y se retorcía como el tracto intestinal. Camiones, tractores, carros de caballos y de bueyes… vehículos de todas las formas y colores, como una fila de bestias extrañísimas, pegadas a la cola de la que está delante. Algunas habían apagado el motor, otras todavía estaban al ralentí. Una nube de humo de un color azul pálido salía de los tubos de escape y se dirigía al cielo; el olor continuo a gasolina y a gasoil se mezclaba con la peste del aliento de los bueyes, caballos y burros y formaba un miasma nauseabundo que flotaba libremente en el ambiente. Algunas veces Ding se apoyaba en los vehículos para abrirse camino por el borde de la carretera. Otras veces se tenía que apoyar sobre los arbustos achaparrados y desperdigados. Casi todos los conductores estaban bebiendo alcohol. ¿No hay una ley que prohíbe beber y conducir a la vez? Pero todos los conductores bebían visiblemente, por lo que no debía existir ninguna ley, o por lo menos no aquí. La siguiente vez que levantó la mirada pudo ver dos tercios del altísimo armazón de hierro de la grúa en la entrada de la mina de carbón.

Un cable de acero gris plateado giraba alrededor de la grúa haciendo un gran ruido. Bajo la luz del sol el armazón de hierro era de un color rojizo intenso, podía ser por la capa de pintura o porque simplemente estaba oxidado. Era un color sucio, un maldito rojo sucio. El enorme tambor giratorio era negro, el cable de acero que daba vueltas desprendía un brillo inofensivo pero aterrador. Cuando sus ojos asimilaron los colores y la luz resplandeciente, sus oídos retumbaron por el chirrido de la grúa, por los gemidos del cable y los sonidos sordos de las explosiones subterráneas.

Un claro ovalado rodeado de pinos con forma de pagoda estaba frente a la mina, abarrotado de vehículos que esperaban transportar el carbón. Un burro salpicado de barro había metido el morro entre las agujas de un pino, en busca de un aperitivo o porque le picaba algo, quién sabe. Un grupo de hombres mugrientos, cubiertos de hollín y con la ropa hecha jirones, con pañuelos alrededor de la cabeza y cuerdas de cáñamo atadas a sus cinturas se habían apretujado en uno de los carros tirado por un caballo, y mientras el animal comía de su cebadera, ellos bebían de una botella grande de color morado, pasándosela los unos a los otros con gran alegría. Ding Gou’er no era un gran bebedor, pero le gustaba beber, y podía diferenciar entre la buena bebida y la mala. El olor acre del ambiente hacía evidente que la botella morada había sido rellenada con alcohol de mala calidad, y dado el aspecto de los hombres que la bebían, pensó que eran granjeros de la campiña de la Tierra del vino y los licores.

Cuando pasó por delante del carro tirado por el caballo, uno de los granjeros le gritó con la voz ronca:

—Oye, camarada ¿qué hora pone en ese reloj que llevas puesto? Ding levantó el brazo, bajó la mirada y le dijo al hombre lo que quería saber. El granjero, que tenía los ojos inyectados en sangre, tenía una mirada intimidatoria y daba bastante miedo. A Ding se le paró el corazón; apresuró el paso.

A sus espaldas el granjero dijo malhumorado:

—Dile a esa panda de cerdos gorrones que abran la puerta de la mina.

Algo en el grito malintencionado del infeliz y joven granjero hizo que Ding Gou’er se estremeciera, a pesar de que no se podía negar que lo que pedía era algo razonable. Eran casi las diez y cuarto y la puerta de hierro seguía asegurada con un candado grande, negro y sólido, como el caparazón de una tortuga. En unas planchas redondeadas de acero había unas letras rojas desteñidas que formaban las siguientes palabras: «La seguridad es lo primero. Celebrad el primero de mayo». La luz de principios del otoño, cálida y resplandeciente, calentaba la tierra y hacía que todo brillase como si fuera nuevo. Un muro grisáceo de la talla de una persona seguía los niveles y desniveles del terreno, convirtiendo las curvas en un dragón alargado. Una pequeña puerta secundaria estaba cerrada pero sin candar; un perro lobuno de color marrón estaba repanchigado perezosamente, una libélula daba vueltas alrededor de su cabeza.

Ding Gou’er empujó la pequeña puerta, lo que hizo que el perro se incorporara de golpe. Su hocico húmedo, sudoroso, estaba a unos milímetros del dorso de su mano. De hecho, seguramente la había tocado sin darse cuenta porque sintió algo gelatinoso en la mano y le recordó a una sepia morada o al hueso de un lichi. A la vez que el perro ladraba con nerviosismo salió corriendo, buscando refugio en la sombra de la garita de seguridad, entre algún arbusto de índigo. Entonces, los ladridos se volvieron frenéticos.

El investigador quitó el pestillo, empujó la puerta y se quedó ahí de pie durante un momento, apoyado contra la puerta metálica mientras miraba con perplejidad al perro. Entonces bajó la vista a su mano huesuda y delgada con venas oscuras y gruesas, que transportaban sangre ligeramente diluida por el alcohol que había ingerido. No había un incendio, ni una trampa, por lo que ¿qué hizo salir corriendo al perro cuando me tocó?

Una cascada de agua caliente salió despedida por los aires encima de él. Una cascada multicolor, como un arcoíris con una de las franjas difuminándose. Espuma y luz solar. Esperanza. En cuanto notó el agua en su cuello se sintió más despejado. Un minuto después le empezaron a quemar los ojos, su boca desprendía un sabor agridulce y su cara se contraía como si estuviera llena de mugre. Durante un momento el investigador criminal se olvidó completamente de la mujer del camión. Se olvidó de sus labios como borras de algodón. Pero pasados unos segundos se tensó visiblemente al recordar la imagen de la mujer con la tarjeta de visita en la mano, a la vez que miraba absorto el paisaje montañoso a través de una bruma pesada.

—¡Hijo de puta! ¿Eres imbécil? —El guardián, con una palangana en las manos, estaba de pie maldiciendo y dando patadas al suelo. Ding Gou’er en seguida se dio cuenta de que él era el blanco de sus insultos. Después de sacudirse el agua del pelo y secarse el cuello lanzó un escupitajo, parpadeó unas cuantas veces y trató de enfocar la cara del guardián de la mina. Vio un par de ojos de un color negro carbón, sin brillo, de diferente tamaño y misteriosos, junto a una nariz protuberante, de un rojo encendido como el espino, y unos dientes postizos y torcidos detrás de sus labios oscuros y descoloridos.

Unas punzadas de ira se clavaban en su cerebro y se deslizaban por sus arterias. De repente sintió el despertar de las llamas de ira en su interior, como si se encendiera una cerilla. Brasas al rojo vivo le quemaban la cabeza, como brasas en un horno, como rayos y relámpagos. Su cráneo era transparente; olas de valor rompían en la playa de su pecho.

El pelo negro del guardián, que era duro como el pelaje erizado de un perro, estaba rígido y de punta. No había ninguna duda, cuando el guardia vio a Ding Gou’er casi se muere del susto. Ding Gou’er podía ver los pelos de la nariz del hombre, que se arqueaban hacia arriba como las colas de una golondrina. Una golondrina negra y malvada debía de estar escondida en su cabeza, donde debía de haber formado un nido y puesto sus huevos. Ding apuntó a la golondrina, apretó el gatillo. Apretó el gatillo. El gatillo.

¡Pum, pum, pum!

Tres disparos secos acabaron con la tranquilidad de la entrada de la mina de carbón Monte Luo, silenciando al enorme perro marrón y atrayendo la atención de los granjeros. Los conductores se bajaron de sus vehículos, las agujas de pino pincharon el hocico del burro; fue un momento de parálisis e indecisión, entonces, todo el mundo se abalanzó en tropel hacia la mina. A las diez y treinta y cinco de la mañana el guardián de la mina de carbón Monte Luo se derrumbó en el suelo antes de que los disparos hubieran siquiera acabado. Se quedó ahí tendido, sujetándose la cabeza con las manos.

Ding Gou’er tenía una pistola blanca en la mano, una sonrisa en la cara, y estaba de pie, tieso como un palo, más o menos como un pino de navidad. Las volutas de humo verde que salieron de la boca de la pistola se disiparon después de sobrepasar su cabeza.

La gente se amontonó alrededor de la valla metálica, estupefacta. El tiempo se detuvo, hasta que alguien gritó de manera estridente.

—¡Socorro, un asesinato! ¡Viejo Lü, el guardián, ha sido asesinado!

Ding Gou’er seguía pareciendo un pino de navidad verde oscuro, casi negro.

—Ese perro viejo era un maldito cabrón.

—Mira a ver si lo puedes vender a la Sección Gourmet de la Academia Culinaria.

—La carne de ese perro viejo es demasiado dura.

—La Sección Gourmet solamente quiere niños pequeños, carne tierna, no productos rancios como él.

—Entonces llévale al zoo para alimentar a los lobos.

Ding Gou’er lanzó la pistola al aire, donde dio vueltas bajo la luz del sol como si fuera un espejo de plata. La cogió con la mano y se la enseñó a la gente que estaba amontonada alrededor de la puerta de la entrada. Era un arma pequeña y magnífica, con el mismo diseño de un revólver de primera calidad. Él se rio.

—Amigos —dijo—. No os alarméis. Es un arma de juguete, no es de verdad. Apretó el botón de apertura y el cañón se abrió; sacó un disco rojo de plástico y lo enseñó a todo el mundo. Había un pequeño papel con pólvora dentro de cada agujero del tambor.

—Cuando aprietas el gatillo —dijo—, el tambor gira, el martillo golpea el papel con la pólvora y, ¡pum! Es un juguete lo bastante bueno para usarlo como atrezzo en un escenario y lo puedes comprar en cualquier gran almacén. Volvió a meter el disco, volvió a cerrar el cañón y apretó el gatillo.

¡Pum!

—Así —dijo—, como un vendedor dando su discurso. —Si seguís sin creerme, mirad aquí—. Apuntó la pistola a su propia manga y apretó el gatillo.

¡Pum!

—¡Es el traidor Wang Lianju! —gritó un conductor que había visto la obra revolucionaria La linterna roja.

—No es un arma de verdad. —Ding Gou’er levantó el brazo para enseñárselo a todo el mundo—. ¿Veis?, si hubiera sido real mi brazo tendría un disparo, ¿no? Su manga tenía una mancha circular del impacto, del que se desprendía hacia el cielo un olor aromático a pólvora.

Ding Gou’er se guardó de golpe la pistola en el bolsillo, empezó a caminar y dio una patada al guardián que yacía en el suelo.

—Levántate, viejo farsante —dijo—. Ya puedes parar de actuar.

El guardián se puso de pie, aunque todavía se sujetaba la cabeza ion las manos. Tenía la tez cetrina, del color de una tarta china de arto nuevo.

—Sólo quería asustarte —dijo—, no voy a malgastar una bala contigo. Puedes dejar de esconderte detrás de tu perro. Son más de las diez, hace mucho que deberías haber abierto la puerta de la mina.

El guardián de la mina bajó las manos y las examinó. Entonces, no muy convencido de lo que creer, sacudió la cabeza y se volvió a mirar las manos. No había sangre. Como un hombre que ha escapado de las garras de la muerte suspiró hondo y, todavía temblando mucho, preguntó.

—¿Qué, qué es lo que quieres?

Con una risita burlona Ding Gou’er dijo:

—Soy el nuevo director de la mina, las autoridades municipales me han mandado aquí.

El guardián de la mina corrió hacia la garita y volvió con una llave brillante de color amarillo, con la que abrió la entrada de la mina de manera ruidosa y rápida. La multitud corrió de vuelta a sus vehículos y en cuestión de segundos el claro empezó a vibrar con el sonido de los motores al encenderse.

Una marea de camiones y carros avanzaba lenta, inexorablemente hacia la puerta de entrada, que ahora estaba abierta; se daban golpes los unos a los otros, hacían mucho ruido, a medida que se abrían paso con dificultad. El investigador se apartó de en medio y a medida que observaba cómo avanzaba hacia el frente esta especie de insecto, con sus incontables recodos y con sus partes constantemente en movimiento notó un sentimiento extraño y poderoso de ira. A ese arrebato de furia le siguieron unos espasmos en el ano, donde unos vasos sanguíneos irritados empezaban a latir de forma dolorosa, y entonces supo que iba a tener un ataque de hemorroides. Pero esta vez iba a llevar a cabo la investigación, con hemorroides o sin ellas, como en los viejos tiempos. Este pensamiento alivió su furia y la disminuyó considerablemente, de hecho. Nada podía evitar lo inevitable. Ni la confusión generalizada ni las hemorroides. Sólo la respuesta de un acertijo es eterna. ¿Pero cuál era la respuesta esta vez?

La cara del guardián estaba arrugada y esbozaba una sonrisa ridícula y antinatural. Se inclinó y le hizo un gesto con la mano.

—¿Le importaría a nuestro nuevo jefe seguirme hasta la garita?

Ding estaba listo para seguir la corriente —así era como había vivido toda su vida— por lo que caminó detrás del hombre hasta el interior de la garita.

Era una habitación grande y espaciosa con una cama cubierta por un edredón negro. Además, había un par de botellas vacías en el suelo. Y una fantástica estufa muy grande. Y una montaña de carbón, cada trozo era tan grande como la cabeza de un perro. De la pared colgaba la imagen de un niño desnudo muy sonriente, con la piel rosada; tenía un melocotón de la longevidad entre sus manos —en un pergamino de año nuevo—, y la ricura de su pene asomaba como la crisálida de un gusano de seda rosa y serpenteante. Toda la imagen era increíblemente real. El corazón de Ding Gou’er se paró de la impresión y sus hemorroides le estaban haciendo polvo.

En la habitación hacía un calor insoportable y el ambiente estaba muy cargado por el carbón que rugía en la estufa. La parte inferior de la estufa y la superficie se habían vuelto de un color rojo intenso por el fuego feroz. El aire caliente se arremolinaba alrededor de la habitación y originaba unas telarañas de polvo que danzaban en las esquinas del techo. De repente a Ding Gou’er le picaba todo el cuerpo y la nariz le dolía muchísimo.

El guardián de la garita le observó atentamente la cara con zalamería.

—¿Tiene frío, director?

—¡Un frío polar! —contestó irónicamente.

—No se preocupe, no se preocupe por nada, echaré más carbón… —A la vez que murmuraba con tono de preocupación, el guardián de la garita alargó la mano y sacó de debajo de la cama un hacha afilada con el mango de color rojo dátil. La mano del investigador se fue de manera instintiva a su pistola, justo en el momento en el que vio al hombre arrastrar los pies hacia el montículo que contenía el carbón. El guardián se agachó y cogió un trozo de carbón negro brillante del tamaño de una almohada; mientras lo sujetaba con una mano, levantó el hacha con la otra por encima de su cabeza, y— crac, —el carbón se partió en dos trozos de aproximadamente el mismo tamaño, brillantes como el mercurio. Crac, crac, crac, crac, crac, los trozos se seguían haciendo más pequeños, formando una montaña pequeña. Abrió la rejilla de la estufa y salieron despedidas unas llamas al rojo vivo de por lo menos medio metro de altas: zas. El investigador estaba sudando de la cabeza al dedo gordo del pie, pero el guardián seguía echando carbón a la estufa, y seguía pidiéndole disculpas.

—En un minuto entraremos en calor. Este carbón es demasiado blando, quema demasiado rápido, hay que poner más.

Ding Gou’er se desabrochó el botón de la camisa y se secó el sudor de la frente con el sombrero.

—¿Por qué enciende la estufa en septiembre?

—Hace frío, director, mucho frío… —El guardián de la garita estaba tiritando—. Mucho frío… Hay carbón de sobra, una montaña entera…

El guardián de la garita tenía la cara seca, como un panecillo recocido.

Una vez que decidió que ya había asustado bastante al hombre, Ding Gou’er confesó que no era el nuevo director y le dijo que era libre de calentar el lugar todo lo que quisiera porque él tenía trabajo que hacer. El niño de la pared se reía de una manera increíblemente verosímil. Ding entrecerró los ojos para tener una imagen más nítida de niño. El guardián de la garita agarró el hacha con firmeza y dijo:

—Te has hecho pasar por el director de la mina y me has atacado con una pistola. Acompáñame, te voy a llevar al Departamento de Seguridad.

Ding Gou’er sonrió y le preguntó.

—¿Qué hubiera hecho si realmente hubiera sido el nuevo director?

El guardián de la garita metió el hacha debajo de la cama y sacó una botella de alcohol. Después de quitarle el corcho con los dientes 1c dio un considerable trago y le pasó la botella a Ding Gou’er. Una hoja amarilla de ginseng estaba suspendida en el líquido, junto a siete escorpiones negros, que enseñaban los dientes, con las pinzas listas para atacar. Ding agitó la botella y los escorpiones se revolvieron en el líquido con ginseng. Un olor extraño emanó de la botella. Ding Gou’er le dio un pequeño sorbo y luego se la pasó de vuelta al guardián de la garita.

El hombre miró a Ding Gou’er con recelo.

—¿No quieres un poco? —preguntó.

—No soy un gran bebedor —contestó al guardián de la garita.

—No eres de por aquí ¿estoy en lo cierto? —preguntó el guardián de la garita.

—Oye viejo, eso es un niño regordete de piel blanca —dijo Ding Gou’er cambiando de tema.

Estudió la cara del guardián de la garita. Estaba decepcionado por sus evasivas. El hombre le dio otro gran trago y murmuró suavemente.

—¿Qué más da si quemo un poco de carbón? Una tonelada no cuesta más de…

En este momento Ding Gou’er estaba tan acalorado que no podía pasar más tiempo de pie. Aunque le resultaba difícil apartar los ojos de la imagen del niño, abrió la puerta y salió a la calle, donde hacía fresco y el día era agradable.

Ding Gou’er nació en 1941 y se casó en 1965. Fue una boda corriente; la novia y el novio se llevaban bien y tuvieron un solo niño, una ricura de niño. Él tenía una amante, que a veces era encantadora y otras veces era totalmente espeluznante. Unos días era como el sol, otros como la luna. A veces era un felino seductor, otras un perro completamente loco. La idea de divorciarse de su mujer le seducía pero no lo suficiente como para, de hecho, llevarla a cabo. Quedarse con la amante era tentador, pero no lo suficiente como para dar el paso. Cada vez que se ponía enfermo fantaseaba con la aparición de un cáncer, aunque al mismo tiempo le aterraba la idea de padecer una enfermedad; le encantaba vivir pero estaba muy cansado de ello. Tenía problemas para tomar decisiones. A menudo se pegaba la boca de la pistola a la sien aunque enseguida la volvía a retirar; otro lugar habitual para realizar este juego era en su pecho, sobre todo en la zona encima del corazón. Una cosa, y sólo una le gustaba sin duda ni excepción: investigar y resolver casos criminales. Era un investigador de rango superior, uno de los mejores y más conocidos entre los altos mandos. Medía un metro setenta y tres, era delgado, moreno, y ligeramente bizco. Un gran fumador al que le gustaba beber, pero que se emborrachaba con demasiada facilidad. Tenía once dientes, y no se le daban mal los combates cuerpo a cuerpo. Su puntería era muy mala: cuando estaba de buen humor hacía buenos tiros; de la otra manera no daba ni a un elefante. Era en cierta manera supersticioso, creía en el azar y el azar parecía seguirle a todas partes.

El Procurador General de la Procuraduría General le dio un cigarrillo de una marca china y cogió otro para él. Ding sacó el mechero y encendió el cigarrillo del Procurador General, y luego el suyo. El humo que inundaba su boca sabía a caramelo de crema, dulce y empalagoso. Ding Gou’er se fijó en lo mal que se le daba fumar al Procurador General. Este abrió un cajón y sacó una carta. Primero le echó un vistazo y luego se la dio a él.

Ding Gou’er leyó rápidamente la carta garabateada por un denunciante de su propia compañía. Estaba firmada por alguien que se hacía llamar la Voz del Pueblo. Falso, obviamente. El contenido le sorprendió al principio, pero luego le entraron dudas. Volvió a leer la carta por encima, centrándose en las anotaciones puntuales que estaban hechas con una caligrafía un tanto recargada de un oficial superior que le conocía bien.

Analizó los ojos del Procurador General, que estaban fijos en una maceta con jazmines situada en el alféizar de la ventana. Las delicadas llores exudaban un perfume sutil.

—¿Piensa que es creíble? —preguntó—. ¿Tendrán realmente las agallas de cocer a fuego lento a los niños y comérselos? —El Procurador General sonrió de manera ambigua—. El secretario Wang quiere que lo descubras.

Su entusiasmo crecía dentro de su pecho y todo lo que dijo fue:

—Este no debería ser asunto de la Procuraduría. ¿Qué me dice de la Agencia de Seguridad Pública? ¿Están en Babia?

—No es mi culpa que tenga al famoso Ding Gou’er en mi plantilla ¿no?

Ligeramente ruborizado, Ding Gou’er le preguntó:

—¿Cuándo me tendría que ir?

—Cuando quieras —contestó el Procurador General—. ¿Te has divorciado ya? Sea como sea es sólo una formalidad. No hace falta decir que esperamos que ni una sola palabra sea verdad de esta acusación. Aun así no puedes decirle nada a nadie. Utiliza todos los medios necesarios para llevar a cabo esta misión, siempre que sean legales.

—¿Entonces me puedo ir? —Ding Gou’er se levantó para marcharse.

El Procurador General también se levantó y lanzó un cartón sin abrir de cigarrillos chinos sobre la mesa.

Después de coger los cigarrillos y salir de la oficina del Procurador General, Ding se subió en el ascensor, bajó hasta la planta baja y salió del edificio, decidido a ir en primer lugar al colegio de su hijo. El célebre Bulevar de la Victoria, con su flujo interminable de automóviles, le bloqueó el paso. Por lo que tenía que esperar a cruzar. Al otro lado de la acera, a su izquierda, un grupo de niños esperaba en fila india en el paso de peatones. Con el sol en sus caras parecían un manto de girasoles. Se sentía atraído por ellos. Las bicicletas pasaban a toda prisa, como un banco de anguilas. Las caras de los conductores eran poco más que borrones. Los niños, vestidos con ropas coloridas, tenían las caras redondas y suaves y unos ojos sonrientes. Estaban atados los unos a los otros con una cuerda gruesa y roja, como espetos de pescado o pinchos de frutas. Se levantaban nubes de humo alrededor de ellos por los gases de los tubos de escape de los automóviles que brillaban como el carbón bajo el sol e invadían la atmósfera con su olor; los niños eran como brochetas de cordero asado, en su jugo y condimentados. Los niños son el futuro de la nación, sus flores y tesoros. ¿Quién se atrevería a atropellarlos? Los coches paraban. ¿Qué más podían hacer? Los motores de los coches rugían y petardeaban mientras cruzaban los niños y las dos mujeres vestidas de uniforme blanco que les custodiaban a cada lado de la fila. Sus caras eran como lunas llenas que encerraban unos labios de color bermellón y unos dientes blancos y afilados; podían ser gemelas… Tiraban de la cuerda hasta que estaba tirante y así bruscamente conseguían mantener el orden de la fila.

—¡Agarraos bien! ¡No os soltéis!

Mientras Ding Gou’er esperaba debajo de un árbol al borde de la carretera, recubierta de hojas amarillas, los niños cruzaron la calle y oleadas de coches pasaron zumbando segundos después. La fila empezó a torcerse y deshacerse; los niños piaban y gorjeaban como una bandada de gorriones. Tenían unas cintas de color rojo alrededor de las muñecas y estaban atadas a la cuerda roja. La fila ya no era recta, pero como los niños seguían sujetos a la cuerda las mujeres sólo tenían que tirar de ella para enderezarlos. Entonces oyó los mismos gritos de antes: «¡Agarraos a la cuerda! ¡No la soltéis!», y le enfurecieron. ¡Qué gilipollez! ¿Cómo… —pensó—… iban a soltarla si estaban atados a ella?

Se apoyó en el árbol y le preguntó a una de las mujeres con frialdad:

—¿Por qué les atáis de esa manera?

Ella le lanzó una mirada gélida.

—¡Lo-co! —dijo ella.

Los niños le examinaron.

—¡Loco! —repitieron al unísono.

Por el modo en el que alargaron las sílabas no podía saber si lo dijeron de manera espontánea o si lo tenían ensayado. Sus voces agudas y musicales se alzaron como pájaros al vuelo. Ding, además de esbozar una sonrisa falsa le hizo un gesto de disculpa con la cabeza a la mujer que estaba más alejada, pero esta le respondió apartándole la vista. El investigador siguió la fila de niños con la mirada hasta que desaparecieron por un callejón flanqueado por dos muros altos y rojos.

Fue costoso, pero al final consiguió cruzar al otro lado de la calle, donde un vendedor de Xinjiang con un pronunciado acento se dirigió a él para venderle brochetas de cordero asado. No se sintió tentado. Pero una chica de cuello largo se acercó y compró diez. Sus labios eran rojos como el chile y embadurnaba las brochetas de carne crujientes y grasientas en un tarro de pimienta y aceite, y enseñaba los dientes al comer para que no se le fuera el pintalabios. Como le abrasaba la garganta, el investigador se dio la vuelta y se marchó enseguida.

Un poco más tarde Ding estaba enfrente de la escuela de Primaria fumando un cigarrillo mientras esperaba a su hijo, que no le vio hasta que salió corriendo por la puerta con su mochila a la espalda. Tenía manchas de tinta en la cara, las marcas de un estudiante. Ding pronunció el nombre de su hijo. Cuando el niño finalmente se acercó a regañadientes, le dijo que le habían destinado a la Tierra del vino y los licores por asuntos de trabajo.

—¿Y qué?

Ding Gou’er le preguntó a su hijo que quería decir con «¿Y qué?».

—¿Y qué significa y qué? ¿Qué quieres que te diga?

—¿Y qué? Estupendo… ¿Y qué? —dijo haciéndose eco de las palabras de su hijo.

Ding Gou’er entró en el Departamento de Seguridad del Comité del Partido de la mina, donde le recibió un joven con la cabeza rapada. Enseguida abrió un mueble bar que iba del suelo al techo. Le sirvió una copa y se la dio. La habitación tenía una gran estufa, que mantenía la habitación con calor, aunque no era tan sofocante como la de la garita. Ding Gou’er pidió algo de hielo; el joven le insistió en que probara la bebida así.

—Bebe un poco; te entonará.

La mirada suplicante del chico hizo que a Ding Gou’er le fuera imposible decir que no; aceptó y bebió lentamente.

La oficina estaba cerrada herméticamente con puertas y ventanas encajadas a la perfección. A Ding Gou’er le volvió a picar todo el cuerpo y ríos de sudor le corrían por la cara. Cabeza rapada trataba de consolarle:

—No te preocupes, se te pasará cuando te calmes.

Un zumbido penetró en los oídos de Ding Gou’er. Estaba pensando en abejas y miel, y en niños cubiertos de miel. Esta misión era demasiado importante como para dejarla a medias por falta de atención o por un descuido. El cristal de las ventanas parecía vibrar.

Fuera de la habitación unas grúas grandes se movían de manera lenta y silenciosa y abarcaban el espacio entre el cielo y la tierra. Ding se sintió como si estuviera en un acuario, como si fuera un pececillo. Las grúas de la mina estaban pintadas de amarillo, no muy chillón, pero era un color que intoxicaba la vista. Trató de escuchar el ruido que hacían, pero no hubo suerte.

Ding Gou’er se escuchó a sí mismo decir.

—Quiero ver al Director de la mina y al Secretario del partido.

Cabeza rapada dijo:

—Termínate la copa primero, termínatela.

Dado el entusiasmo de Cabeza rapada, Ding Gou’er echó la cabeza para atrás y vació el vaso.

No había terminado de dejar el vaso en la mesa cuando Cabeza rapada se lo había vuelto a rellenar.

—No más para mí —dijo—. Llévame a ver al Director de la mina y al Secretario del Partido.

—¿A qué viene tanta prisa, jefe? Una copa más y vamos. Me acusarán por incumplimiento del deber si no lo haces. Con las buenas noticias se bebe el doble… Venga, termínate la copa.

La imagen de la copa llena puso un poco nervioso a Ding Gou’er, pero tenía trabajo que hacer y no quería perder más tiempo, así que cogió la copa y se la bebió de un trago.

Dejó la copa y de nuevo en cuestión de segundos estaba llena otra vez.

—Es la política de la mina —dijo Cabeza rapada—. Si no te bebes tres, a saber lo nervioso que te pones.

—No bebo mucho —se quejó Ding Gou’er.

Cabeza rapada cogió la copa con las dos manos y se la acercó a los labios de Ding Gou’er.

—Te lo suplico —dijo con lágrimas en los ojos—. Bébetela. No querrás que me ponga nervioso ¿no?

Ding Gou’er vio una expresión tan amenazadora en la cara de Cabeza rapada que se le paró el corazón, luego se tranquilizó. Ding cogió la copa y se la bebió de un trago.

—Gracias —dijo Cabeza rapada con gratitud—. Gracias. Ahora, ¿qué me dices de otras tres copas más?

Ding Gou’er tapó el vaso con la mano.

—No más para mí. Ya está bien —dijo—. Ahora llévame con tus jefes inmediatamente.

Cabeza rapada se miró el reloj de la muñeca.

—Es un poco temprano para ir a verlos ahora —dijo.

De repente Ding Gou’er sacó su placa de identificación.

—Estoy aquí por asuntos importantes de trabajo —dijo malhumorado—, por lo que no trates de interrumpirme.

Cabeza rapada vaciló durante unos segundos, luego dijo:

—Vamos.

Ding siguió a Cabeza rapada fuera de la oficina del Departamento de Seguridad y entraron en un pasillo que tenía puertas a los lados, con unas placas de madera que tenían escritos diferentes nombres.

—Las oficinas del Secretario del Partido y del Director de la mina no están en este edificio, me temo —dijo Ding Gou’er.

—Tú, ven conmigo —dijo Cabeza rapada—. Te has bebido tres copas para hacerme un favor, por lo que no te tienes que preocupar de que te vaya a llevar por mal camino. Si no hubieras bebido esas tres copas te hubiese llevado a la oficina del Secretario del Partido y te hubiese dejado con su secretaria.

Mientras salían del edificio vio la cara de Cabeza rapada reflejarse débilmente en la puerta de cristal y se quedó impresionado por lo demacrada que estaba y por la mirada tan extraña que tenía. Las bisagras chirriaron cuando se abrió la puerta, entonces se cerró de golpe y le dio tan fuerte en el trasero que se tambaleó hacia delante. Cabeza rapada le agarró para sujetarlo. Los rayos de sol eran bastante penetrantes. Las piernas empezaron a temblarle, sus hemorroides cada vez eran más punzantes y le zumbaban los oídos.

—¿Estoy borracho? —le preguntó a Cabeza rapada.

—No estás borracho, jefe —respondió Cabeza rapada—. ¿Cómo alguien como usted puede estar borracho? La gente que se emborracha por aquí es la escoria de la sociedad, la gente inculta. La gente intelectual, aquellos que son la «nieve primaveral» no pueden emborracharse. Tú eres un intelectual, por lo que no puedes estar borracho.

Esta lógica aplastante convenció por completo a Ding Gou’er, que siguió al chico por un claro que tenía muchos troncos esparcidos por el suelo. Era un poco desconcertante, dada la variedad de tamaños. Los más gruesos tenían un par de metros de diámetro, los delgados no más de cinco centímetros. Pinos, abedules, tres clases de robles, y otros de los que no se sabía el nombre. Dado que poseía un escaso conocimiento de botánica estaba contento de haber reconocido unos pocos. Los troncos agujereados y deteriorados apestaban a alcohol. Los hierbajos que habían empezado a marchitarse habían germinado entre y alrededor de los troncos. Una polilla blanca revoloteaba perezosamente en el aire. Golondrinas negras planeaban por encima, con un aspecto ligeramente ebrio. Trató de abrazarse a un viejo roble, pero era demasiado grueso. Entonces le dio un golpe con el puño en los anillos de crecimiento rojos y un líquido corrió por su mano. Suspiró.

—¡Qué árbol más magnífico debió de haber sido en su día! —le remarcó.

—El año pasado un vinicultor autónomo ofreció tres mil por él, pero no lo vendimos —le contó Cabeza rapada.

—¿Para qué lo quería?

—Barriles de vino —respondió Cabeza rapada—. Tienen que ser de roble para que el vino sea de alta calidad.

—Se lo deberíais haber vendido. No vale tres mil ni de cerca.

—No estamos de acuerdo con ser autónomo. Preferimos que se pudra antes de apoyar una economía de emprendedores.

Mientras que Ding Gou’er aplaudía en silencio la concienciación de la mina de carbón del Monte Lou sobre el sistema de propiedad pública, un par de perros se perseguían el uno al otro alrededor de unos troncos, corriendo y resbalándose como si estuvieran un poco locos, o como si estuvieran borrachos. El más grande se parecía un poco al perro de la garita, pero no demasiado. Corretearon alrededor de un montón de leños, y luego alrededor de otro montón, como si estuvieran en una selva virgen. Muchas setas crecían profusamente en la gran sombra del enorme roble caído, capas de hojas de roble y de corteza desconchada exudaban el olor seductor de la savia fermentada de la bellota. Sobre uno de los troncos, uno viejo, enorme y descolorido, había cientos de setas con forma de niños pequeños: eran de color rosado, con la piel limpia y ligeramente arrugada.

Y todos eran niños, sorprendentemente, con pequeñas colitas rosas del tamaño de un cacahuete. Ding Gou’er sacudió la cabeza para aclararse las ideas; unas sombras misteriosas, espeluznantes y diabólicas parpadeaban en su mente y se le extendían por el cuerpo. Se reprochó a sí mismo que llevaba mucho tiempo en este lugar y todavía no había dedicado ni un segundo a su investigación. Pero entonces le vinieron otros pensamientos. Se tranquilizó al pensar que habían pasado menos de veinticuatro horas desde que empezó el caso y que ya había encontrado un camino en el laberinto; eso era algo productivo. Su paciencia volvió, así que siguió al joven de cabeza rapada. «Vamos a ver dónde tiene pensado llevarme».

Al pasar al lado de un montón de troncos de madera de abedul vio un bosque de girasoles. Todas las flores que miraban al sol formaban un manto dorado sobre el césped de color verde oscuro. Mientras respiraba el aroma único y embriagador del abedul su corazón se llenó de imágenes de montañas otoñales. La corteza de abedul blanca como la nieve se aferraba a la vida, seguía húmeda, fresca. En la parte por la que el tronco se había partido asomaba pulpa muy carnosa y muy tierna, como si quisiera probar que el tronco todavía estaba vivo. Un grillo de color lavanda se agachó sobre el tronco de abedul, parecía que estuviera desafiando a alguien para que fuera a cazarlo. Incapaz de contener su entusiasmo, el joven de cabeza rapada anunció.

—¿Ves esa fila de edificios de tejas rojas allí en el bosque de girasoles? Ahí es donde encontrarás al Secretario del Partido y al Director de la mina.

Parecía como si una docena de edificios con tejas rojas se acurrucara entre los verdes y amarillos del bosque de girasoles, que tenían el tallo grueso, amplias hojas y que se alimentaban de la tierra fértil y húmeda. Bajo los brillantes rayos de sol el amarillo era extraordinariamente reluciente. Y a medida que Ding Gou’er entraba en el maravilloso paisaje, una sensación de aturdimiento, que rozaba la intoxicación, se difuminó por su cuerpo: delicada, vaga, y profunda. Cuando el aturdimiento desapareció por completo Cabeza rapada se había desvanecido. Ding saltó sobre una montaña de troncos de abedul para ganar una posición estratégica y de forma inmediata sintió que cabalgaba sobre las olas; la montaña de troncos de abedul era un barco que navegaba en un mar revuelto. A lo lejos la montaña de gravilla seguía ardiendo, aunque el humo había perdido mucha de la densidad que llevaba al mediodía.

Hombres negros pululaban sobre montañas de carbón de fácil acceso, debajo de los cuales los vehículos trataban de aparcar. Los gritos humanos y los ruidos de los animales eran tan débiles que pensó que le había pasado algo a su oído; estaba incomunicado del mundo material por una barrera invisible. Las grúas de color albaricoque extendían sus largos miembros en el hoyo de la mina de carbón, sus movimientos eran terriblemente lentos aunque muy precisos. De repente se sintió mareado, se agachó y se tumbó boca abajo sobre uno de los leños de abedul. Todavía naufragaba entre las olas. Cabeza rapada se había, en efecto, desvanecido en el ligero aire. Ding se deslizó por un leño de abedul y caminó hacia el bosque de girasoles.

No podía dejar de pensar en su comportamiento. Un investigador criminal, muy reputado entre los altos mandos de su país estaba en cuclillas sobre una montaña de leños como un cachorro tan aterrorizado del agua que no es capaz de apreciar el paisaje; este comportamiento se estaba convirtiendo en un problema para la investigación de un caso que se transformaría en un escándalo internacional si las acusaciones demostraban que todo era cierto. Sería tan increíble, que si fuera parte de una película la gente se burlaría y no se lo creería. Ding Gou’er llegó a la conclusión de que estaba un poco borracho, pero eso no alteraba el hecho de que no se podía fiar de Cabeza rapada y que no era completamente normal, no, decididamente no era una persona normal. La imaginación del investigador empezó a elevarse como un pájaro, sus alas y plumas seguían las ráfagas del viento. Pensó que el chico de la cabeza rapada era parte de esa gentuza que come niños y que había planeado su huida mientras le guiaba por el laberinto de leños. El camino estaba lleno de trampas y peligros. Pero había desestimado la inteligencia de Ding Gou’er.

Ding sujetaba el maletín en su pecho, porque dentro había algo pesado como el acero, su pistola. De mala gana le echó un vistazo por última vez a los leños de abedul y de roble, sus queridos leños de colores. Sus cortes transversales los convertían en objetivos, y mientras fantaseaba con dar en el blanco sus piernas le llevaron al final del bosque de girasoles.

Que un lugar así de silencioso y solitario pudiera existir en mitad de una furiosa mina de carbón le hizo pensar en el poder de la voluntad humana. Los girasoles se movieron y parecían saludarle sonrientes. Él percibió cierta hipocresía y cierta traición en aquellas sonrisas de un verde esmeralda y un amarillo pálido. De repente oyó una risilla antipática, muy leve, a la vez que el viento hacía que las hojas danzaran y susurraran. Primero metió la mano en su maletín para tocar a su fría y pesada compañera y luego dio grandes zancadas con determinación hacia los edificios rojos, con la cabeza alta. Con la mirada fija en los edificios, Ding se sintió amenazado por los girasoles de alrededor. Eran muy agresivos y tenían ramas espinosas.

Ding Gou’er abrió la puerta y entró en el edificio. Había sido un largo camino, lleno de experiencias nuevas, pero finalmente tenía delante al Secretario del Partido y al Director de la mina. Los dignatarios tenían unos cincuenta años y poseían una cara redonda e hinchada, como roscas de pan horneado; su piel era casi roja, como el color de un huevo de más de cien años y cada uno tenía la barriga de un general. Llevaban puestas unas túnicas grises y elegantes. Sus sonrisas eran agradables, magnánimas, como la mayoría de los hombres de alto rango. Y podían haber sido gemelos. Agarraron la mano de Ding Gou’er y la apretaron con ganas. Eran expertos en dar apretones de manos: no demasiado flojos, no demasiado fuertes; no demasiado suaves, no demasiado firmes. Ding Gou’er sintió una oleada de calor por el cuerpo con cada apretón de mano, como si estuviera agarrando unos carnosos boniatos recién sacados del horno. Se le cayó el maletín al suelo. La pistola se disparó sola.

«¡Pum!».

El maletín echaba humo; un ladrillo se desmoronó de la pared. El susto de Ding Gou’er se manifestó en espasmos de dolor de sus hemorroides. Entonces vio cómo la bala destrozaba la vidriera de cristal de la pared; el título de la vidriera era «Natha levanta el caos en el océano». El artista había convertido al celestial Natha en un bebé gordo y tierno y el disparo accidental del investigador había destrozado la colita de Natha.

—¡Eso sí que es un buen disparo!

—¡«El pájaro que asoma la cabeza recibe un tiro»!

Ding Gou’er estaba muerto de vergüenza. Cogió el maletín, sacó la pistola y le puso rápidamente el seguro.

—Hubiese jurado que puse el seguro —dijo.

—Hasta un purasangre se tropieza a veces.

—Las armas se disparan solas todo el tiempo.

Las magnánimas y consoladoras palabras del Director de la mina y del Secretario del Partido sólo acentuaron su bochorno; la seguridad en sí mismo con la que había entrado por la puerta se evaporó como la espuma. Avergonzado y con la cabeza gacha, buscó torpemente su placa de identificación y la carta de presentación.

—¡Usted debe de ser el Camarada Ding Gou’er!

—¡Estamos encantados de que haya venido a evaluar nuestro trabajo!

Demasiado avergonzado para preguntar que cómo sabían que iba a venir, Ding Gou’er simplemente se frotó la nariz.

—Camarada Director —dijo—, y Camarada Secretario del Partido, me manda un camarada de alto rango para investigar los informes que dicen que en su apreciada mina están cocinando y se están comiendo niños. Este caso tiene implicaciones de amplio alcance por lo que hay que mantener la mayor discreción.

El Director de la mina y el Secretario del Partido se miraron fijamente (durante al menos diez segundos) antes de aplaudir y romper a reír de manera escandalosa.

Ding Gou’er frunció el ceño y dijo con tono de reproche.

—Debo pedirles que se tomen esto en serio. El Subdirector de Propaganda, Diamante Jin, que es el sospechoso principal, trabaja para su apreciada mina.

Uno de ellos, el Director de la mina o el Secretario del Partido dijo:

—Eso es cierto, el Subdirector Jin era profesor de la escuela de primaria asociada a la mina. Pero él es un camarada de talento y de principios, uno entre un millón.

—Me gustaría que me informara de todo.

—Podemos hablar mientras comemos y bebemos algo.

Antes de que pudiera abrir la boca para protestar le metieron a empujones en el comedor.