Un perro muere, pero la Rueda de la Vida sigue su curso
ME encontraba transportando un viejo ventilador eléctrico de pie que nos había entregado un compañero del periódico que había sido ascendido y trasladado a una nueva sede. Chunmiao llevaba un viejo microondas, que también era un regalo de ese compañero. Nos acabábamos de apear de un abarrotado autobús y estábamos sudando abundantemente. Hacía mucho calor y nos sentíamos agotados, aunque encantados de contar con esos artículos que para nosotros resultaban nuevos sin haber gastado un solo céntimo. Desde la parada del autobús hasta donde vivíamos había unos tres li de distancia, pero no estábamos dispuestos a gastar nuestros limitados fondos para contratar un triciclo público, así que fuimos andando y nos deteníamos a menudo para descansar.
La oscuridad estaba comenzando a caer cuando alcanzamos nuestro apartamento, que parecía una perrera. Nuestra gruesa casera estaba increpando a otros dos huéspedes por utilizar agua del grifo para refrescar la acera situada delante del edificio. Esos dos jóvenes huéspedes, nuestros vecinos de puerta, le devolvían los insultos a la casera entre gritos. Un hombre alto y delgado estaba de pie junto a nuestra puerta. La marca de nacimiento azul que le cubría la mitad de su rostro aparecía bronceada bajo el crepúsculo. Dejé el ventilador en el suelo, de golpe, mientras me recorría un escalofrío por todo el cuerpo.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Chunmiao.
—Es Kaifang —dije—. A lo mejor deberías marcharte.
—¿Para qué? Ya es hora de arreglar esta situación.
Nos pusimos lo más presentables posible y, tratando por todos los medios de parecer relajados, avanzamos hacia mi hijo sin dejar nuestras nuevas pertenencias.
Kaifang se había quedado muy delgado, pero ya era más alto que yo y estaba ligeramente encorvado. A pesar del calor, llevaba una camisa gruesa negra de manga larga, unos pantalones negros y un par de zapatillas de deporte de un color indefinido. Su cuerpo desprendía un olor rancio y tenía la ropa empapada en sudor. Su equipaje consistía únicamente en una bolsa de plástico transparente. Entristecido al ver a un hijo que parecía ser mucho mayor de lo que decía su edad, estuve a punto de echarme a llorar. Avancé corriendo hasta él, pero la mirada poco amistosa que se dibujaba en su rostro me frenó y no me atreví a abrazarle. Dejé caer pesadamente los brazos.
—Kaifang…
Me miró sin mostrar el menor signo de afecto, visiblemente disgustado hasta por las lágrimas que resbalaban por mi rostro. Frunció el ceño, y varios pliegues aparecieron en su frente por encima de una línea de cejas apenas rota, como la de su madre. Se rio burlonamente.
—No está mal que vosotros dos hayáis acabado en un lugar como este.
Mi lengua estaba demasiado azorada como para poder decir nada.
Chunmiao abrió la puerta y metió el ventilador y el microondas. Después de encender la bombilla de veinticinco vatios que colgaba sobre su cabeza, dijo:
—Ya que estás aquí, Kaifang, será mejor que entres. Podemos hablar dentro.
—No tengo nada que decirte —dijo recorriendo su cuerpo con una rápida mirada—. ¡No pienso entrar en vuestra casa!
—Pase lo que pase, Kaifang, sigo siendo tu padre —dije—. Has recorrido un largo camino y a la tía Chunmiao y a mí nos gustaría invitarte a cenar.
—Id vosotros dos, yo me quedaré aquí —dijo mientras balanceaba la bolsa que tenía en la mano—. He traído mi propia comida.
—Kaifang… —repliqué derramando más lágrimas—, ¿puedes mostrar un poco de consideración por tu padre?
—Muy bien, ya es suficiente —dijo con evidente repulsa—. No os penséis que os odio, porque no es así, ni siquiera un poco. La idea de venir aquí ha sido de mi madre, no mía.
—Ella…, ¿cómo se encuentra? —dije con tono dubitativo.
—Tiene cáncer. —Su voz era baja. Luego se hizo el silencio por unos instantes antes de proseguir—. No le queda mucho de vida y le gustaría veros a los dos. Dice que tiene muchas cosas que le gustaría deciros.
—¿Cómo es posible que tenga cáncer? —dijo Chunmiao, llorando abiertamente.
Mi hijo miró a Chunmiao y se limitó a sacudir la cabeza vagamente.
—Bueno, ya os he transmitido su mensaje —dijo—. Ahora, si decidís ir o no, es cosa vuestra.
Se dio la vuelta y se dispuso a marcharse.
—Kaifang… —le apremié, sujetándole del brazo—, podemos ir juntos. Saldremos mañana.
Kaifang se zafó de mi mano.
—No pienso viajar con vosotros. Tengo billete de vuelta para esta noche.
—En ese caso, iremos contigo.
—He dicho que no pienso viajar con vosotros.
—Entonces te acompañaremos a la estación —dijo Chunmiao—. No —replicó mi hijo con firme determinación—. No hace falta.
Después de que tu esposa se enterara de que tenía cáncer, insistió en regresar a la aldea de Ximen. Tu hijo, que no había acabado sus estudios en el instituto, pensó en dejar de estudiar y hacerse policía. Su solicitud fue aceptada por tu viejo amigo Du Luwen, que una vez fue el secretario del Partido del condado de Lüdian y ahora era comisionado de la policía del condado, tanto como consecuencia de la amistad que tenía contigo como de las excelentes notas de tu hijo. Lo destinaron a la división criminal.
Tras la muerte de tu madre, tu padre regresó al extremo meridional de la pequeña habitación que se encontraba en el anexo occidental, donde retomó su estilo de vida solitaria y excéntrica de los tiempos en los que practicaba la agricultura independiente. Nadie volvió a verle salir del recinto durante el día, tampoco se veía salir humo de su chimenea, aunque preparaba sus propias comidas. No solía probar los alimentos que le llevaban Huzhu o Baofeng; prefería dejar que se pudrieran en la encimera o junto a los fogones o sobre su mesa. En mitad de la noche, solía abandonar su lecho, el kang, y regresar a la vida. Hervía un cazo de agua en el fogón y preparaba un poco de arroz caldoso, que ingería antes de que llegara a cocerse del todo. Eso o simplemente se comía el grano crudo y crujiente y lo regaba con agua fría. A continuación, regresaba a su kang.
Cuando tu esposa volvió a la aldea, se mudó al extremo septentrional del anexo occidental, que anteriormente estaba ocupado por tu madre. Su hermana gemela, Huzhu, cuidaba de ella. Aunque estaba enferma, nunca le escuché el menor quejido. Se limitaba a tumbarse inmóvil en la cama, con los ojos cerrados, mientras trataba de dormir un poco, o con los ojos abiertos mientras miraba fijamente al techo. Huzhu y Baofeng probaron todo tipo de remedios caseros, como cocer un sapo en arroz caldoso o preparar pulmones de cerdo con una hierba especial o piel de serpiente con huevos revueltos o salamanquesa en licor. Hezuo se negó a probar ninguno de esos remedios. Su habitación estaba separada de la de tu padre tan sólo por una fina pared de tallos de sorgo y barro, de tal modo que podían escuchar sus respectivas toses y suspiros; pero nunca intercambiaron una sola palabra.
En la habitación de tu padre había una tina de trigo crudo, otra de alubias y dos trenzas de trigo que colgaban de los travesaños. Después de la muerte del Perro Dos, me encontré con que no tenía nada que hacer y no disponía del ánimo suficiente para probar algo nuevo, así que, o bien dormía durante el día en mi perrera o bien me dedicaba a vagar por el recinto. Tras la muerte de Jinlong, Ximen Huan comenzó a frecuentar sus malas amistades de la capital, sin apenas venir a la aldea, nada más que para pedir dinero a su madre. Después de que Pang Kangmei fuera detenida, la empresa de Jinlong pasó a manos de los oficiales del condado, así como el puesto de secretario del Partido de la aldea de Ximen. Por entonces, la compañía que poseía Jinlong sólo existía sobre el papel y todos los millones que había en el banco desaparecieron. No quedó nada para Huzhu ni para Ximen Huan. Por tanto, después de que su hijo dilapidara todos los ahorros personales de Huzhu, dejó de aparecer por la aldea definitivamente.
Huzhu vivía en el edificio principal. Cada vez que yo entraba en la casa estaba sentada en su mesa cuadrada, recortando figuras de papel. Todas las que hacía —plantas y flores, insectos y peces, pájaros y animales— estaban cargadas de un notable realismo. Montaba las figuras entre hojas de papel blanco y, cuando había acabado un centenar de ellas, las llevaba a la ciudad para venderlas junto a las tiendas que ofrecían todo tipo de recuerdos, y eso le permitía llevar una vida sencilla. De vez en cuando, la veía peinarse el cabello, de pie sobre un banco, para dejar que cayera hasta el suelo. Observar el modo en el que tenía que doblar el cuello para pasar el cepillo por el cabello hacía que me pusiera muy triste.
Otra de las personas a la que procuraba ver cada día era a tu suegro. Huang Tong padecía una enfermedad en el hígado y lo más probable era que no le quedara demasiado tiempo de vida. Tu suegra, Wu Qiuxiang, parecía gozar de buena salud, aunque su cabello se había teñido de blanco y su mirada había perdido fuerza. No quedaba el menor rastro de su joven coqueteo.
Pero la mayoría de las veces iba a ver a tu padre a su habitación, donde me tumbaba en el suelo junto al kang, y el anciano y yo nos limitábamos a mirarnos mutuamente, comunicándonos con nuestros ojos, y no con nuestra boca. Había momentos en los que pensaba que Lan Lian sabía perfectamente quién era yo; solía empezar a farfullar, como si hablara en sueños:
—Viejo Amo, no deberías haber muerto de aquella manera, pero el mundo ha cambiado mucho en los últimos diez años o más y mucha gente murió sin necesidad…
Sollocé suavemente, lo cual hizo que me respondiera de inmediato:
—¿Por qué lloras, viejo perro? ¿He dicho algo malo?
Las ratas mordisqueaban sin vergüenza el maíz que colgaba de los travesaños. Eran granos de maíz, algo que un granjero valora casi tanto como su propia vida. Pero no tu padre. A él ya no le importaba nada.
—Adelante, coméoslo. Hay más alimento en las tinas. Venid a ayudarme a acabar con todo, así podré marcharme…
Por las noches, cuando la luna relucía con todo su esplendor, tenía la costumbre de salir con una azada sobre los hombros a trabajar bajo su luz, tal y como había hecho durante años, algo que sabía todo el mundo en el concejo de Gaomi del Noreste.
Y cada vez que lo hacía, yo le acompañaba, sin importarme lo cansado que estuviera. No trabajaba en cualquier lugar, sino en sus uno coma seis acres de tierra, una parcela que, a lo largo de cincuenta años, había evolucionado hasta casi convertirse en un cementerio. Ximen Nao y Ximen Bai se encontraban allí, tu madre estaba enterrada en esa parcela, al igual que el burro, el buey, el cerdo, mi madre perra y Ximen Jinlong. Las malas hierbas cubrían los puntos donde no había tumbas, y era la primera vez que allí sucedía algo así.
Una noche, ejercitando mi deteriorada memoria, encontré el lugar que había elegido. Me tumbé sobre él y sollocé patéticamente.
—No es necesario llorar, viejo perro —dijo tu padre—. Sé lo que estás pensando. Si mueres antes que yo, te voy a enterrar aquí. Si yo abandono primero este mundo, les diré que te entierren aquí, aunque tenga que emplear en ello mi último aliento.
Tu padre levantó la tierra que se encontraba detrás de la tumba de tu madre.
—Este hoyo es para Hezuo.
La luna era un objeto melancólico que colgaba del cielo, con sus rayos translúcidos y fríos. Seguí a tu padre mientras merodeaba por los alrededores. Asustó a un par de perdices, que salieron volando hasta la tierra de otro campesino. Los gritos desgarradores que lanzaron a la luz de la luna pronto quedaron ahogados. Tu padre avanzó unos diez metros hacia el cementerio de la familia Ximen y miró a su alrededor. Dejó caer con fuerza el pie sobre el suelo.
—Este es mi lugar —dijo.
A continuación, comenzó a cavar y no paró hasta que consiguió un hoyo de noventa por ciento ochenta y dos centímetros y sesenta centímetros de ancho. Se metió en él y se quedó mirando hacia la luna durante aproximadamente media hora.
—Viejo perro —dijo tras de salir de él—, la luna y tú sois testigos de que he dormido en este lugar. Es mío y nadie puede arrebatármelo.
A continuación, avanzó hacia donde me había tumbado, midió mi cuerpo y cavó un hoyo para mí. Sabía lo que tenía en la cabeza, así que salté a su interior. Después de tumbarme allí durante unos minutos, salí.
—Este es el lugar donde vas a reposar, viejo perro. La luna y yo somos tus testigos.
En compañía de la melancolía de la luna, nos dirigimos a casa sin separarnos de la orilla del río; llegamos al recinto de la familia Ximen justo antes de que los gallos comenzaran a cantar. Docenas de perros, influidos por los demás perros de la ciudad, estaban celebrando una reunión en la plaza situada frente a la puerta del recinto de la familia Ximen. Se encontraban sentados en círculo alrededor de una hembra que llevaba un pañuelo de seda rojo abrochado en el cuello y que estaba cantando a la luna. No hace falta decir que para los humanos aquel canto sonaba como un puñado de ladridos enloquecidos. Pero para mí eran sonidos claros y musicales, acompañados de una maravillosa y conmovedora melodía y de unos versos cargados de poesía. En esencia, esto era lo que decían:
—Luna, oh, luna, haces que me sienta tan triste… Muchacha, ah, muchacha, me vuelves loco…
Aquella noche, tu padre y tu esposa hablaron por primera vez a través de la pared. Tu padre dio unos golpecitos en la fina pared y dijo:
—Madre de Kaifang.
—Te escucho, padre, adelante.
—Ya he elegido tu lugar de reposo. Se encuentra diez pasos por detrás de la tumba de tu madre.
—En ese caso, ya puedo descansar en paz, padre. Nací siendo una Lan y, tras mi muerte, seré un fantasma Lan.
Sabíamos que Hezuo no comería nada de lo que le trajimos, pero compramos todos los alimentos nutritivos que pudimos. Kaifang, vestido con un uniforme de policía que le quedaba demasiado grande, nos llevó a través de la aldea de Ximen en una motocicleta con sidecar. Chunmiao iba sentada en el sidecar, con todas las latas y las bolsas que habíamos comprado entre los brazos y empaquetadas alrededor de su cuerpo. Yo me senté detrás de mi hijo, agarrando con las dos manos una barra de acero. Kaifang tenía un aspecto sombrío y la mirada que lucían sus ojos era heladora. Tenía un aspecto impresionante con su uniforme, aunque era demasiado grande para su cuerpo. Su marca de nacimiento azul encajaba perfectamente con su uniforme azul. Hijo, has elegido la profesión más adecuada. Esas marcas de nacimiento que lucimos son un símbolo perfecto del incorruptible rostro de la ley.
Los árboles de gingko que se alineaban a lo largo de la carretera tenían un grosor equivalente al de un cuenco común. Los tallos de la glicina que se habían plantado en la mediana estaban doblados por el peso de la abundancia de flores blancas y rojas que los poblaban. La aldea había cambiado espectacularmente durante los años que había estado fuera y pensé que si alguien afirmaba que Ximen Jinlong y Pang Kangmei no habían hecho nada bueno, era que no había visto el resultado final de su proyecto.
Mi hijo se detuvo delante de la puerta del recinto familiar y nos condujo a su interior.
—¿Vas a ver primero a mi madre o al abuelo? —preguntó con frialdad.
Yo dudé durante unos instantes.
—La tradición exige que vea primero al abuelo.
La puerta de mi padre estaba cerrada. Kaifang se acercó y llamó. No salió ningún ruido del interior, así que nos dirigimos a la diminuta ventana y miramos el interior.
—Soy Kaifang, abuelo. Tu hijo está aquí.
Un suspiro triste y pesado acabó por romper el silencio.
—Papá, tu indigno hijo ha venido a casa —dije, dejándome caer de rodillas delante de la ventana. Chunmiao se arrodilló junto a mí. Llorando y gimoteando, añadí—: Por favor, abre la puerta, papá, y déjame verte…
—No tengo humor para verte —dijo—, pero hay algunas cosas que quiero decirte. ¿Me estás escuchando?
—Te escucho, papá…
—La tumba de la madre de Kaifang se encuentra diez pasos más allá de la tumba de tu madre. He acumulado un poco de tierra para marcar el lugar. La tumba del viejo perro se encuentra justo al oeste de la del cerdo; ya la he marcado. La mía está treinta pasos al norte de la de tu madre; también la he señalado. Cuando muera no quiero un ataúd, y nada de músicos. No se lo digas a los amigos ni a los familiares. Sólo trae una esterilla de junco, envuélveme en ella y deposítame despacio en mi tumba. A continuación, coge el grano que hay en la tina que se encuentra en mi habitación y viértelo en el hoyo hasta cubrir mi rostro y mi cuerpo. Todo ese grano procede de mi parcela de tierra, así que allí es donde debería regresar. Nadie debe llorar mi muerte, ya que no hay nada por lo que llorar. En cuanto a la madre de Kaifang, haz los preparativos que quieras para ella, ya que ese asunto no me incumbe. Si todavía te queda un hueso digno en el cuerpo harás exactamente lo que te he pedido.
—Así lo haré, papá, no lo olvidaré. Pero, por favor, abre la puerta y déjame verte.
—Ve a ver a tu esposa, ya que no le quedan más que unos días de vida. A mí todavía me debería quedar un año, más o menos. No me voy a morir pronto.
Por tanto, Chunmiao y yo nos colocamos junto al kang de Hezuo. Kaifang llegó y luego salió de la habitación. Como sabía que iríamos a verla, Hezuo estaba preparada para recibirnos. Llevaba una chaqueta azul con aperturas en los costados que había pertenecido a mi madre. Su cabello estaba perfectamente peinado y le habían lavado el rostro. Se encontraba sentada en el kang, pero estaba monstruosamente delgada. Su rostro no era más que un puñado de huesos cubierto por una capa de piel amarillenta. Con lágrimas en los ojos, Chunmiao la llamó Hermana Mayor y dejó las latas y las bolsas sobre el kang.
—Habéis tirado el dinero comprando todas estas cosas —dijo Hezuo—. Lleváoslas y pedid que os devuelvan el importe.
—Hezuo… —las lágrimas resbalaban por mi rostro—, te he tratado pésimamente.
—Llegados a este punto, palabras como esas carecen de todo sentido —dijo—. Vosotros también habéis sufrido durante estos años. —Luego se dirigió a Chunmiao—: Has envejecido. —A continuación, se dirigió hacia mí—: Ya no te quedan apenas cabellos negros…
Comenzó a toser y su cara se puso roja. Percibí el olor de la sangre. Pero, unos minutos después, recuperó su tono amarillento.
—¿Por qué no te tumbas, Hermana Mayor? —dijo Chunmiao—. No me voy a marchar, me quedaré aquí y cuidaré de ti.
—No puedo pedirte que hagas eso —dijo Hezuo haciendo un gesto con la mano—. Ordené a Kaifang que os pidiera que vinierais para deciros que no me quedan más que unos días de vida y que ya no hay razón para que os sigáis escondiendo tan lejos. Fui una estúpida. No sé cómo entonces no estuve de acuerdo con lo que queríais hacer…
—Hermana Mayor… —Chunmiao lloraba amargamente—, todo es culpa mía.
—No es culpa de nadie —dijo Hezuo—. Todo está determinado por el destino y no hay manera de escapar de él.
—No te rindas, Hezuo —dije—. Té llevaremos al hospital y encontraremos un buen médico.
Hezuo lució con esfuerzo una sonrisa triste.
—Jiefang, tú y yo fuimos marido y mujer y, cuando muera, quiero que cuides bien de ella…, es una buena persona. Las mujeres que se quedan contigo no están bendecidas por la buena fortuna… Lo único que pido es que cuides de Kaifang. Ha sufrido tanto por nuestra culpa…
Escuché a Kaifang sonarse la nariz en el patio.
Hezuo falleció tres días después.
Después del funeral, mi hijo pasó los brazos alrededor del cuello del viejo perro y se sentó delante de la tumba de su madre desde el mediodía hasta la puesta de sol, sin llorar y sin tampoco moverse.
Al igual que hizo mi padre, Huang Tong y su esposa se negaron a verme. Me puse de rodillas frente a su puerta e hice tres reverencias, golpeando la cabeza con la fuerza suficiente como para que me pudieran escuchar.
Dos meses después, Huang Tong había muerto.
La noche de su muerte, Wu Qiuxiang se ahorcó de una rama muerta del albaricoquero que se levantaba en mitad del patio.
Después de que se celebraran los funerales por mi suegro y mi suegra, Chunmiao y yo nos mudamos al recinto de la familia Ximen. Las dos habitaciones que habían ocupado mamá y Hezuo ahora se habían convertido en nuestras dependencias, separadas de mi padre sólo por una fina pared. Al igual que sucedía antes, él nunca salía durante el día, pero si mirábamos por la ventana durante la noche, algunas veces veíamos su espalda torcida avanzar con el viejo perro, que nunca se apartaba de su lado.
Siguiendo los deseos de Qiuxiang, enterramos su cuerpo a la derecha de Ximen Nao y de Ximen Bai. De ese modo, Ximen Nao y todas sus mujeres ahora estaban unidos bajo tierra. En cuanto a Huang Tong, lo enterramos en el cementerio público de la aldea de Ximen, a no más de dos metros de donde reposaba el cadáver de Hong Taiyue.
El cinco de octubre de 1998, el decimoquinto día del octavo mes del calendario lunar, se celebró durante el Festival de Mediados de Otoño una reunión de todas las personas que habían vivido en el recinto de la familia Ximen. Kaifang regresó en su motocicleta de la capital del condado, con el sidecar ocupado con dos cajas de pastel de luna y una sandía. Baofeng y Ma Gaige se encontraban allí. Gaige, que había trabajado en una fábrica privada de Procesamiento de Algodón, había perdido el brazo izquierdo en una máquina cortadora y su manga colgaba vacía sobre un costado. Al parecer, quisiste expresar tus condolencias a tu sobrino, pero cuando tus labios se movieron no salió ninguna palabra. También fue el día en el que tú, Lan Jiefang, y Pang Chunmiao recibisteis el permiso formal para casaros.
Después de muchos años de penalidades, tu amante por fin se convirtió en tu esposa y hasta un perro viejo como yo se alegró por vosotros. Te arrodillaste fuera de la ventana de tu padre y, con tono de súplica, dijiste:
—Papá…, nos hemos casado, ya somos una pareja legalmente desposada y ya no te ocasionaremos más vergüenza… Papá…, abre la puerta y deja que tu hijo y tu nuera te presenten sus respetos…
Finalmente, la puerta desvencijada de tu padre se abrió y entraste en su habitación de rodillas; allí sujetaste el certificado de matrimonio sobre tu cabeza.
—Padre —dijiste.
—Padre —repitió Chunmiao.
Lan Lian apoyó su mano en el marco de la puerta. Su rostro azul se retorció, su barba azul tembló, sus lágrimas azules emanaron de sus azules ojos. La luna de mediados de otoño envió rayos de luz de color azul.
—Levántate —dijo tu padre con voz temblorosa—. Al menos habéis conseguido los papeles adecuados… Mi corazón está libre de toda preocupación.
El banquete de mediados de otoño se celebró debajo del albaricoquero, con pasteles de luna, sandía y una variedad de refinados platos dispuestos sobre la mesa. Tu padre se sentó en el extremo septentrional y yo estaba recostado detrás de él. Tú y Chunmiao estabais sentados en el este, frente a Baofeng y Gaige. Kaifang y Huzhu se sentaron en el sur. La luna, que era perfectamente redonda, enviaba sus rayos sobre el recinto de la familia Ximen. El viejo árbol había muerto años atrás pero, durante la luna de agosto, habían aparecido algunas hojas nuevas en las ramas. Tu padre levantó un vaso de licor hacia la luna, que se estremeció; los rayos se oscurecieron repentinamente, como si una capa de niebla hubiera cubierto el rostro de la luna. Pero sólo por un instante, ya que su nueva luz fue más intensa, más cálida y más limpia que nunca. Todo lo que había en el recinto —los edificios, los árboles, las personas y el perro— parecía estar bajo un baño de tinta de color azul claro.
Tu padre derramó el segundo vaso en el suelo. Vertió el tercer vaso en mi boca. Era un vino tinto seco que Mo Yan había encargado elaborar a un amigo suyo alemán que era un maestro bodeguero. Era de un color rojo intenso, con un maravilloso buqué y un sabor ligeramente amargo, y cuando entró en contacto con mi garganta, despertó en mí toda una serie de recuerdos.
Era mi primera noche y la de Chunmiao como marido y mujer y nuestros corazones estaban tan llenos de emociones que no podíamos dormir. Nos bañamos con la luz de la luna que atravesaba las rendijas. Yacimos desnudos sobre el kang en el que habían dormido mi madre y Hezuo, mirándonos nuestros rostros y cuerpos como si fuera la primera vez.
—Madre, Hezuo —dije a modo de bendición silenciosa—, sé que nos estáis viendo, os habéis sacrificado para traernos felicidad. Chunmiao —exclamé en voz baja—, hagamos el amor. Cuando mi madre y Hezuo vean que estamos en perfecta armonía, por fin podrán marcharse, ya que sabrán que todo está bien…
Nos abrazamos y comenzamos a movernos a la luz de la luna como un pez sumergido en el agua. Hicimos el amor con los ojos llenos de lágrimas de agradecimiento. Nuestros cuerpos parecían flotar y salir por la ventana, ascendiendo hasta la luna, dejando en la lejanía las luces de infinitas lámparas y el suelo púrpura. Y allí vimos a mamá, a Hezuo, a Huang Tong, a Qiuxiang, a la madre de Chunmiao, a Ximen Jinlong, a Hong Taiyue, a Ximen Bai… Todos ellos se encontraban sentados a lomos de pájaros blancos, volando hacia un vacío que no podíamos ver. Hasta el brazo perdido de Ma Gaige, oscuro como una anguila, los seguía en su despertar.
A última hora de aquella noche tu padre me sacó del recinto. En aquel momento no cabía duda de que sabía quién era yo. Cuando salimos, nos quedamos en la puerta y, sintiendo una intensa nostalgia, aunque aparentemente sin la menor melancolía, nos quedamos mucho tiempo mirando el interior. A continuación, nos dirigimos hacia la parcela de tierra, donde la luna, que colgaba baja en el cielo, nos estaba esperando.
Cuando llegamos a los uno coma seis acres de tierra de su parcela, que nos pareció que se habían grabado en oro, la luna comenzó a cambiar de color; primero mostró un tono berenjena claro y luego, lentamente, adoptó un tono azulado. En aquel momento, todo lo que nos rodeaba se tiñó de un azul océano que se mezcló perfectamente con el inmenso cielo; éramos dos criaturas diminutas que se encontraban en el fondo de aquel océano.
Tu padre se tumbó en el hoyo que había cavado y, con voz suave, dijo:
—Tú también puedes partir, mi Señor.
Avancé hacia mi hoyo y salté a su interior. Comencé a caer, más y más, hasta llegar al vestíbulo donde brillaban miles de luces azules. Los sirvientes del inframundo estaban susurrando aquí y allá. El rostro del señor Yama, sentado en el vestíbulo principal, me resultó desconocido. Pero antes de que pudiera abrir la boca, dijo:
—Ximen Nao, lo sé todo de ti. ¿Todavía tienes el corazón lleno de odio?
Dudé unos instantes antes de sacudir la cabeza.
—Hay muchas personas, muchísimas personas en el mundo que tienen el corazón lleno de odio —dijo el señor Yama con tono compungido—. No tenemos intención de dejar que los espíritus que albergan odio se reencarnen como seres humanos. Pero, inevitablemente, algunos se nos cuelan por los agujeros de la red.
—¡Todo mi odio ha desaparecido, Gran Señor!
—No, todavía percibo en tu mirada algunos restos de él —dijo el señor Yama—. Así que te voy a enviar una vez más de vuelta como miembro del reino animal. Sin embargo, esta vez te reencarnarás en una de las especies superiores, en una que está muy próxima al hombre, en un mono, pero sólo durante un breve periodo de tiempo: dos años. Espero que durante esos dos años seas capaz de purgar el odio que alberga tu corazón. Una vez que lo hayas hecho, te habrás ganado el derecho a regresar al reino de los seres humanos.
Siguiendo los deseos de mi padre, extendimos el trigo y las alubias que guardaba en su habitación, así como el maíz que colgaba de los travesaños, por encima de su tumba, y cubrimos su rostro y su cuerpo con esos codiciados granos. También extendimos algunos en la tumba del perro, aunque eso no lo expresó mi padre en sus últimos deseos. Al principio nos resistimos a hacerlo, pero en última instancia decidimos hacer caso omiso a la voluntad de mi padre y levantamos una lápida sobre su tumba. Mo Yan fue el encargado de escribir las palabras y la piedra la cortó Han Shan, el picapedrero de la época en la que vivía el burro.
Todo lo que viene de la tierra acabará regresando a ella.