LII. Jiefang y Chunmiao convierten la farsa en algo real

Hong Taiyue y Jinlong parten juntos de este mundo

LAN Jiefang, renunciaste a tu futuro y a tu reputación por amor. Abandonar a tu familia fue algo que la gente recta no vio con buenos ojos, si bien algunos escritores como Mo Yan cantaron tus alabanzas. Pero no acudir al funeral de tu madre fue un acto indigno de un hijo que me temo que ni siquiera Mo Yan, que tiene fama de dar la vuelta a la lógica, podría defender.

Nunca me dijeron una palabra acerca de la muerte de mi madre. Yo vivía de forma anónima en Xi’an como una especie de criminal que se oculta de la justicia. Sabía que ningún juzgado me iba a conceder el divorcio mientras Pang Kangmei siguiera ostentando un cargo en el poder. Como me negaron el divorcio y vivía con Chunmiao, la única opción que tenía era residir oculto lejos de mi casa.

Al principio los dos trabajamos en una fábrica que se creó empleando capital extranjero y que producía muñecas con pelo. Todo el mundo pensaba que el director era Chino, un hombre calvo de prominente barriga y dientes amarillos, un amante de la poesía que era amigo de Mo Yan. Aprobaba nuestra aventura y, de hecho, sacó provecho de nuestra experiencia y estuvo dispuesto a encontrarme un trabajo de oficina y a contratar a Chunmiao para que llevara los libros de contabilidad del taller. El aire era bastante apestoso y Chunmiao constantemente sentía cosquillas en la nariz por culpa de los pelos que había sueltos. La mayoría de los trabajadores de la fábrica eran chicas que procedían de las zonas rurales, algunas no aparentaban tener más de trece o catorce años. Entonces, un día la fábrica se quemó, llevándose por delante muchas vidas y dejando a la mayoría de los supervivientes horriblemente desfigurados. Chunmiao consiguió salvarse del incendio porque, por fortuna, ese día estaba enferma y se quedó en casa. Mucho tiempo después, el trágico destino de las chicas de la fábrica nos impedía dormir por las noches. Al final, Mo Yan nos encontró un trabajo en su periódico local.

En muchas ocasiones me encontraba por la calle con rostros que me resultaban familiares y me invadía la tentación de llamar a quien quiera que fueran. Pero, en lugar de hacerlo, bajaba la cabeza y escondía la cara. Algunas veces, cuando estábamos en nuestro pequeño apartamento, el recuerdo de nuestra casa y de nuestra familia hacía que nos echáramos a llorar amargamente. Nuestro amor era la razón por la que tuvimos que abandonar nuestros hogares y ese amor era lo que hacía imposible que pudiéramos regresar a casa. Una y otra vez descolgábamos el teléfono, pero enseguida volvíamos a colgarlo, una y otra vez echábamos cartas al buzón y luego encontrábamos una excusa para que nos las devolvieran cuando el cartero venía a recoger el correo. Todas las noticias que recibíamos de casa procedían de Mo Yan, que nos transmitía las buenas y nos ocultaba las que eran malas. Su mayor temor era no tener algo de lo que hablar y pensábamos que nos consideraba un material muy valioso para sus novelas. Y, por tanto, cuanto más cruel era nuestro destino, más enrevesada se volvía nuestra historia, y cuanto más dramáticas eran nuestras circunstancias, más despertaban su interés. Aunque no me permitieron acudir al funeral de mi madre, en aquellos tiempos llegué a desempeñar de verdad el papel de buen hijo gracias a que se produjeron una serie de extrañas circunstancias.

Uno de los compañeros de clase de Mo Yan del taller de escritores dirigía una serie de televisión que trataba de una campaña de aniquilación de la delincuencia por parte del Ejército de Liberación del Pueblo. Un personaje recibía el apodo de Lan Lian, o Rostro Azul, un bandido que troceaba a los seres humanos como si fueran briznas de hierba, pero que era un hijo afectuoso y fiel con su madre.

Mo Yan me presentó a su amigo para que pudiera conseguir un poco de dinero extra. El director lucía una poblada barba, una calva parecida a la de Shakespeare y una nariz tan torcida como la de Dante. En cuanto me vio, se dio una palmada en el muslo y dijo:

—¡Madre mía! ¡No tenemos que preocuparnos más por el maquillaje!

Nos recogió el Cadillac de Ximen Jinlong para llevarnos de regreso a la aldea de Ximen. El conductor de rostro rojizo se negó a dejarme subir, así que tu hijo se enfadó mucho y le dijo:

—Crees que no es más que un perro, ¿no es eso? ¡Pues bien, es un apóstol que amó a mi abuela más que cualquier otro miembro de la familia!

Apenas habíamos dejado la capital del condado cuando comenzó a caer la nieve y el aire se llenó de diminutos copos que se asemejaban a cristales de sal. Cuando llegamos a la aldea, el suelo estaba cubierto por un manto de color blanco y escuchamos gritar entre lágrimas a un pariente lejano que había venido a dar el pésame por la muerte de la abuela:

—El Cielo y la Tierra están llorando por ti, Tía Segunda. ¡Tu bondad ha conmovido al mundo!

Como si fuera un solista de un coro, sus lamentos resultaron contagiosos. Podía escuchar el ronco llanto de Ximen Baofeng, el majestuoso sollozo de Ximen Jinlong y el melodioso lamento de Wu Qiuxiang.

Cuando bajaron del coche, Huzhu y Hezuo se cubrieron los rostros con las manos y comenzaron a llorar. Tu hijo y Ximen Huan abrazaron a sus madres. Invadido por la angustia, avancé detrás de ellos. Mi hermano mayor perro ya había fallecido, pero el anciano Perro Dos, que estaba tumbado bajo la tapia, me saludó con un apenas imperceptible quejido. Yo me sentía demasiado abatido como para devolver el saludo. Las corrientes de aire frío parecían trepar por mis patas y penetrar en mi cuerpo, donde convirtieron mis entrañas en hielo. Estaba temblando, mis extremidades se habían quedado rígidas como una tabla y mis reacciones eran desesperadamente lentas. Sabía que había envejecido mucho.

Tu madre ya que se encontraba metida en su ataúd, cuya tapa permanecía apoyada en un lado. Sus ropas de funeral de color púrpura estaban hechas de satén con oscuros caracteres de longevidad dorados bordados en ellas. Jinlong y Baofeng se encontraban arrodillados en cada uno de los extremos del ataúd. El cabello de Baofeng aparecía despeinado. Los ojos de Jinlong estaban enrojecidos e hinchados y tenía la pechera de su camisa cubierta de lágrimas. Huzhu y Hezuo se arrojaron sobre el ataúd, golpearon sus laterales y comenzaron a llorar amargamente.

—Madre, oh, madre, ¿por qué nos has tenido que dejar antes de que llegáramos a casa? Madre, eras tú la que nos sostenías y ahora ya no nos queda nada. ¿Cómo vamos a poder seguir viviendo?

Era el lamento de tu esposa.

Sus lágrimas empaparon las ropas de funeral de tu madre y el papel amarillo que cubría su rostro. Parecía como si el papel se hubiera mojado por las lágrimas vertidas por la propia fallecida.

Tu hijo y Ximen Huan se arrodillaron junto a sus madres; el rostro de uno estaba oscuro como el hierro, el del otro estaba blanco como la nieve.

Xu Xuerong y su esposa se habían ocupado de los preparativos del funeral. Dejando escapar un grito de alarma, la señora Xu apartó los rostros de Huzhu y de Hezuo del ataúd.

—Oh, no, plañideras, no debéis derramar lágrimas sobre su cuerpo. Si se lleva las lágrimas de los vivos, puede quedarse atrapada en un ciclo constante de vida y muerte…

El maestro Xu miró a su alrededor.

—¿Estos son todos los parientes cercanos de la difunta?

No encontró respuesta.

—Os estoy preguntando si estos son todos los parientes más próximos de la difunta.

Los parientes lejanos se intercambiaron miradas, pero nadie respondió.

Un primo lejano señaló al lado occidental de la habitación y dijo con voz suave:

—Ve a preguntar al viejo señor.

Seguí al maestro Xu hacia el interior de la habitación del ala oeste, donde tu padre estaba sentado, apoyado contra la pared, sujetando la tapa de una cacerola con tallos de sorgo y cáñamo. Una lámpara de queroseno colgaba de la pared e iluminaba aquella pequeña sección de la habitación. Su rostro parecía borroso, salvo por sus ojos, en los cuales relucían dos luces brillantes. Se encontraba sentado en un taburete, sujetando entre las rodillas la tapa de una cacerola que estaba casi finalizada. Se escuchaba una especie de susurro mientras tejía el cáñamo alrededor de los tallos de sorgo.

—Señor —dijo el maestro Xu—, ¿has enviado una carta a Jiefang? Si no puede llegar en las próximas horas, creo que…

—¡Cierra el ataúd! —dijo tu padre—. ¡Criar un perro es mejor que criar un hijo!

Cuando se enteró de que yo iba a participar en una serie de televisión, Chunmiao dijo que ella también quería trabajar. Así que acudió a Mo Yan, que fue a ver al director, el cual, en cuanto tuvo delante a Chunmiao, dijo que podía representar el papel de la hermana pequeña de Rostro Azul. Estaba previsto que la serie constara de treinta capítulos, con diez historias autónomas, donde en cada una de ellas se relataba la campaña de aniquilación de un bandido. El director nos entregó un resumen de lo que teníamos que hacer: después de que se hubiera dispersado la banda liderada por Rostro Azul, este se veía obligado a huir solo a las montañas. El Ejército de Liberación del Pueblo, sabiendo que tenía fama de ser un hijo fiel, convenció a su hermana y a su madre para que fingieran la muerte de su madre y envió a su hermana a las montañas para que le transmitiera la triste noticia. Rostro Azul descendió de las montañas vestido con sus ropajes de luto y se dirigió directamente al féretro de su madre. Una vez allí, los soldados del Ejército de Liberación del Pueblo, que se encontraban mezclados entre los asistentes al funeral, se precipitaron sobre él y le inmovilizaron en el suelo. En ese momento, su madre salió del ataúd y dijo:

—Hijo, el Ejército de Liberación del Pueblo siempre trata con humanidad a sus prisioneros así que, por favor, ríndete a ellos…

—¿Lo habéis comprendido? —nos preguntó el director.

—Perfectamente —dijimos.

Antes de sellar el ataúd, la señora Xu levantó el papel amarillo del rostro de tu madre y dijo:

—Fieles dolientes, miradla por última vez. Pero, por favor, os ruego que os controléis y no derraméis lágrimas sobre su rostro.

El rostro de tu madre estaba hinchado y daba la sensación de que padecía ictericia, como si le hubieran aplicado una fina capa de polvo dorado. Tenía los ojos ligeramente entreabiertos, lo suficiente como para emitir un par de destellos fríos, como si estuviera reprendiendo a todos lo que observaban su rostro muerto.

—Madre, ¿por qué me has dejado para que viva como un huérfano?… —Ximen Jinlong estaba llorando tan amargamente que dos de los primos tuvieron que venir para apartarle del ataúd.

—Madre, mi querida madre, llévame contigo… —Baofeng golpeó su cabeza contra el lateral del ataúd, que emitió un ruido sordo. La gente la apartó a rastras. Ma Gaige, con su cabello prematuramente gris, abrazó a su madre para impedir que se arrojara sobre el cuerpo.

Tu esposa se agarró al borde del ataúd y lloró, con la boca abierta, hasta que se le pusieron los ojos en blanco y se cayó de espaldas. Varios de los presentes se abalanzaron sobre ella y la arrastraron a un lado, donde varias personas le frotaron la piel que tenía entre sus dedos índice y pulgar y otras le pellizcaron debajo de la nariz para reavivarla. Poco a poco, fue recobrando la conciencia.

El maestro Xu hizo una seña a los carpinteros para que entraran con sus herramientas. Cogieron la tapa con cuidado y la colocaron sobre el cuerpo de aquella mujer que había fallecido con los ojos todavía ligeramente abiertos. Cuando acabaron de poner los clavos, los coros de llantos alcanzaron otro crescendo.

A lo largo de los siguientes dos días, Jinlong, Baofeng, Huzhu y Hezuo se sentaron sobre unas esterillas de hierba para velar el ataúd desde extremos opuestos, día y noche. Lan Kaifang y Ximen Huan se sentaron en unos taburetes que habían sido colocados a la cabeza del ataúd, mirándose el uno al otro, y quemaron dinero espiritual en una bandeja de terracota; en el otro extremo, dos gruesas velas rojas se consumían delante de la tablilla conmemorativa de tu madre, mientras el humo emergía con solemnidad y las cenizas de papel flotaban en el aire.

Un flujo constante de asistentes pasó junto al maestro Xu, que registró meticulosamente todas las donaciones de dinero espiritual y las apiló de inmediato debajo del albaricoquero. Era un día tan extraordinariamente frío que tuvo que soplar en la punta de su bolígrafo para hacer que la tinta siguiera fluyendo. Una capa de hielo cubría su barba; el hielo se había acumulado en las ramas de los árboles, tiñéndolas de plata.

Siguiendo los consejos del director, nos metimos en el papel de nuestros personajes. Tuve que recordarme constantemente a mí mismo que no era Lan Jiefang, sino el cruel bandido Rostro Azul, un hombre que había colocado una bomba en su propia cocina con la intención de que explotara en la cara de su esposa cuando esta encendiera el fogón para preparar el desayuno y que había cortado la lengua a un muchacho que le había llamado por su apelativo, Rostro Azul. Yo me sentía apesadumbrado por la muerte de mi madre, pero tuve que contener las lágrimas y enterrar el dolor en mi corazón. Mis lágrimas eran demasiado preciosas como para dejar que fluyeran como el agua que sale de un grifo. Pero al ver a Chunmiao en actitud doliente, con su rostro oscurecido, mi dolor personal se impuso al papel que estaba representando y mis emociones suplantaron a las suyas. Así que volví a intentarlo, pero el director todavía no se sentía satisfecho. Mo Yan se encontraba aquel día en el estudio de grabación y el director se acercó a él y le dijo algo. Escuché cómo Mo Yan le respondía:

—Te lo estás tomando demasiado en serio, Calvo He. Si no me ayudas con esto, tú y yo dejamos de ser amigos.

A continuación, Mo Yan nos apartó a un lado y me dijo:

—¿Qué demonios te pasa? ¿Tienes las glándulas lacrimales demasiado desarrolladas o qué? Chunmiao puede llorar si así lo desea, pero tú lo único que tienes que hacer es derramar unas cuantas lágrimas. No es tu madre la que se ha muerto, sino la del bandido. Tres capítulos, a tres mil renmimbis cada uno para ti y dos mil para Chunmiao. Esa cantidad es suficiente como para que los dos viváis cómodamente. Este es el truco; no mezcles a esta mujer que se encuentra en el ataúd con tu propia madre, porque esta se ha vuelto a casa vistiendo sedas y satenes y comiendo buenos alimentos. ¡Lo único que tienes que hacer es imaginar que el ataúd está lleno de quince mil renmimbis!

Cuarenta berlinas llegaron a la aldea de Ximen el día del entierro. Aunque la carretera estaba cubierta de nieve, sus tubos de escape la tiñeron de negro. Aparcaron frente al recinto de la familia Ximen, donde el tercer hijo de la familia Sun, con un brazalete rojo envuelto alrededor de la manga, dirigía el tráfico. Los conductores permanecieron en sus vehículos y dejaron los motores encendidos; un manto de niebla blanca se fue formando.

Todos los asistentes que llegaron tarde eran personas que disfrutaban de medios y de poder, la mayoría de ellos eran oficiales del condado; unos cuantos eran amigos de Ximen Jinlong y vivían en otros condados. Los aldeanos se enfrentaron al frío y permanecieron al otro lado de la puerta esperando el clamor que suele acompañar a la salida del ataúd. A lo largo de varios días, todo el mundo pareció olvidarme, así que me limité a merodear por la zona con el Perro Dos, husmeando aquí y allá. Tu hijo me dio de comer dos veces: una vez me lanzó un bollo al vapor, la otra me dio unas alas de pollo congeladas. Me comí el bollo, pero no las alas. Los tristes acontecimientos del pasado cuando era Ximen Nao seguían emergiendo de las profundidades de mi memoria. Cuando algunas veces olvidaba que me encontraba en mi cuarta reencarnación, me sentía como si fuera el cabeza de familia de aquel hogar, un hombre cuya esposa acababa de fallecer; otras veces comprendía que el yin y el yang eran mundos distintos y que los asuntos que son propios del mundo de los humanos no guardaban relación conmigo, un perro.

La mayoría de las personas que salieron a ver la procesión o eran ancianos o eran unos mocosos; los hombres y las mujeres más jóvenes se encontraban trabajando en la ciudad. Los más viejos contaron a los niños cómo Ximen Nao había visto a su propia madre salir en un ataúd de ciprés de doce centímetros de grosor transportado por veinticuatro fornidos hombres. Las coronas y las guirnaldas funerarias se habían colocado en fila a ambos lados de la calle y cada cincuenta pasos se había levantado una tienda para realizar sacrificios de cerdos enteros y con sandías, bollos al vapor de gran tamaño… No me quedé a escuchar una palabra más. Aquellos eran recuerdos demasiado dolorosos como para desear acordarse de ellos. En aquel momento no era más que un perro, un animal al que no le quedaban muchos años de vida. Todos los oficiales que habían decidido acudir al entierro llevaban abrigos negros con bufandas del mismo color. Algunos de ellos —los que se estaban quedando calvos o los que ya lo estaban— se habían puesto gorros negros de marta. Los que no llevaban gorros tenían la cabeza cubierta de pelo. La nieve que cubría sus cabezas hacía perfectamente juego con las flores blancas de papel que portaban en la solapa.

A mediodía, una berlina modelo Bandera Roja, seguida por un Audi negro, apareció en el recinto Ximen. Ximen Jinlong, vestido de luto, salió para recibir a los recién llegados. El conductor abrió la puerta y del vehículo se bajó Pang Kangmei vestida con un abrigo de lana negro. Su rostro parecía todavía más pálido de lo habitual, debido al contraste con su abrigo. Mostraba unas profundas arrugas en las comisuras de la boca y en los ojos que no tenía la última vez que la había visto. Un hombre, probablemente su secretario, le colocó una flor funeraria en el abrigo. Aunque lucía una impresionante figura, sus ojos estaban llenos de una mirada de profunda tristeza, algo que resultaba imperceptible para la mayoría de las personas. Extendió la mano, enfundada en un guante negro, y saludó a Jinlong, que le cogió la mano entre las suyas. Su comentario estaba impregnado de un significado oculto:

—Controla todo tu pesar, guarda la calma, no pierdas el control.

Jinlong, mirándola con la misma solemnidad, asintió con la cabeza.

La buena chica Pang Fenghuang siguió a Kangmei fuera del coche. Ya era más alta que su madre; no sólo estaba preciosa, sino que también iba a la moda, con un anorak blanco por encima de los pantalones vaqueros azules y un par de mocasines de piel de cordero. Llevaba un gorro de lana blanco sobre la cabeza y no se había maquillado, aunque tampoco lo necesitaba.

—Este es tu tío Ximen Jinlong —dijo Kangmei a su hija.

—¿Cómo estás, Tío? —dijo Fenghuang con desgana.

—Quiero que vayas al ataúd de la abuela y le presentes tus respetos —dijo Kangmei con profunda emoción—. Ella nos ayudó a criarte.

Imaginé que lo que había dentro del ataúd eran quince mil renmimbis, esparcidos por su interior, no atados en fajos, listos para salir volando en cuanto se retirara la tapa. Y aquella táctica funcionó. Entré en el patio, sujetando a Chunmiao por el brazo; noté cómo avanzaba dando tumbos detrás de mí, como un niño que es arrastrado en contra de su voluntad. Entré precipitadamente en la habitación, donde de inmediato me tropecé con un ataúd de caoba cuya tapa estaba apoyada contra la pared, esperando a ser colocada encima de él. Una docena aproximada de personas se encontraba de pie alrededor del ataúd; algunas iban vestidas con ropa de luto, otras de calle. Sabía que la mayoría de ellas eran miembros disfrazados del Ejército de Liberación del Pueblo y que en cualquier momento iban a inmovilizarme en el suelo. Vi cómo la madre de Rostro Azul se encontraba en el interior del ataúd, con el rostro cubierto por una hoja de papel amarillo. Sus ropas púrpuras de funeral estaban hechas de satén con oscuros caracteres de longevidad dorados bordados en ellas. Me derrumbé de rodillas delante del ataúd.

—Madre —sollocé—. Tu indigno hijo ha llegado demasiado tarde…

El ataúd de tu madre por fin salió por la puerta de entrada, acompañado por los sollozos de todos los que la habían sobrevivido y por la música fúnebre que tocaba un afamado grupo musical formado por un puñado de campesinos. La excitación cundió entre los transeúntes, que llevaban mucho tiempo esperando a que llegara este momento. Los músicos iban precedidos por dos hombres que transportaban unas largas varas de bambú para limpiar el camino delante de ellos. Un paño blanco de luto colgaba de los extremos de las varas, como si fueran postes contra los gorriones. Les seguían diez o quince muchachos que llevaban banderas funerarias, por las que serían recompensados con generosidad, una razón más que suficiente para que resplandecieran de felicidad. Detrás de esta joven guardia de honor iban dos hombres que cubrían la ruta de la procesión con dinero espiritual. A continuación avanzaba un baldaquín púrpura sujetado por cuatro hombres que protegía la tablilla espiritual de tu madre en la cual se había escrito con caracteres antiguos: Esposa de Ximen Nao, apodada Bai, llamada Yingchun. Todos los que veían esa tablilla sabían que Ximen Jinlong había establecido el linaje de su madre no como la esposa fallecida de Lan Lian, sino de su padre biológico, Ximen Nao, y no como concubina de este, sino como su esposa legal. Esto, por supuesto, no era nada convencional, ya que una mujer que se había casado dos veces normalmente tenía permiso para yacer cerca de las tumbas de los familiares de su primer marido, pero Jinlong rompió con esta tradición. A continuación iba el ataúd de caoba de tu madre, seguido por los descendientes directos de la fallecida, todos ellos avanzando con bastones de lamentación hechos de sauce. Tu hijo, Ximen Huan y Ma Gaige simplemente se habían puesto una tela de saco funeral de color blanco sobre su ropa de calle y se habían envuelto la cabeza con un tejido del mismo color. Cada uno de ellos sujetaba a sus apenadas madres, que derramaban lágrimas en silencio. Jinlong arrastraba su bastón de las lamentaciones y se detenía a menudo para ponerse de rodillas y sollozar, derramando lágrimas de color rojo. La voz de Baofeng era áspera, aunque difícilmente audible. Sus ojos estaban vidriosos y tenía la boca abierta, pero no había lágrimas ni sonidos. Tu hijo, con su complexión delgada, tenía que soportar todo el peso de tu esposa y necesitó la asistencia de algunos de los dolientes. No caminaba hacia el cementerio, sino que era conducida hacia él. El cabello suelto y oscuro de Huzhu captaba la atención de todos los presentes. Normalmente lo llevaba recogido en una coleta y encerrado en una redecilla negra pero ahora, siguiendo el protocolo del funeral, dejaba que cayera suelto alrededor de los hombros, como una catarata negra que se extiende sobre el suelo, y se le embarraban las puntas. Una sobrina lejana de la fallecida, que tenía su propia opinión acerca de ella y avanzaba en cabeza, cogió el cabello de Huzhu y lo depositó en su codo doblado. Muchos de los transeúntes susurraron todo tipo de comentarios acerca del milagroso cabello de Huzhu. Alguien dijo que Ximen Jinlong vivía entre una nube de mujeres hermosas, pero que no estaba dispuesto a pedir el divorcio a su esposa. ¿Por qué? Porque la vida que llevaba se la había otorgado su propia esposa. Era su milagroso cabello el que le había traído riqueza y prosperidad.

Pang Kangmei avanzaba a la altura de Pang Fenghuang con el grupo de autoridades, detrás de los descendientes directos. Tan sólo estaba a tres meses de ser juzgada por doble delito. Su ciclo en la oficina había acabado, pero todavía no la habían recolocado, lo cual era una clara señal de que se iba a encontrar con un problema. ¿Por qué entonces había elegido participar en un funeral que más tarde sería divulgado con profusión en los medios de comunicación? En aquel momento yo era un perro que había experimentado muchas vicisitudes de la vida, pero aquel era un problema demasiado complicado para mí. No obstante, creo que la respuesta no radicaba en nada que tuviera que ver con la propia Kangmei, sino que tenía que guardar relación con Pang Fenghuang, una chica encantadora aunque rebelde que, después de todo, era la nieta de tu madre.

—Madre, tu indigno hijo ha llegado demasiado tarde…

Después de recitar a gritos mi parte del diálogo, todas las instrucciones que me había dado Mo Yan desaparecieron sin dejar rastro, al igual que mi conciencia de que estaba representando el papel de Rostro Azul en una serie de televisión. En aquel momento, sufrí una alucinación: no, no fue una alucinación, fue un sentimiento relacionado con la vida real. Sentí que la persona que se encontraba en el ataúd vestida con ropajes funerarios y una hoja de papel amarillo cubriéndole el rostro era, en realidad, mi propia madre. Las imágenes de la última vez que la había visto, seis años atrás, pasaron como un relámpago ante mis ojos, y un lado de mi rostro se inflamó y se puso caliente. Había sentido un zumbido en mis oídos después de que mi padre me hubiera abofeteado con la suela de su zapato. Cada detalle que mis ojos captaron de aquella escena —el cabello blanco de mi madre; su rostro, bañado en espesas lágrimas; su boca hundida y sin dientes; sus manos venosas y casi inútiles moteadas por el paso del tiempo; su bastón de aralia, que estaba tirado en el suelo; su grito de angustia mientras trataba de protegerme— apareció ante mí y las lágrimas brotaron de mis ojos. Madre, he llegado demasiado tarde. Madre, ¿cómo fuiste capaz de seguir viviendo a pesar de tener un hijo tan indigno al que todos insultaban y vituperaban por lo que había hecho? Y, sin embargo, los sentimientos filiales de tu hijo hacia ti nunca habían menguado. Ahora te he traído a Chunmiao para que te vea, Madre, así que, por favor, acéptala como tu nuera…

La tumba de tu madre estaba situada en el extremo meridional de la famosa porción de tierra de Lan Lian. Ximen Jinlong no tuvo el suficiente valor de abrir la tumba en la que estaban enterrados Ximen Nao y Ximen Bai y que servía para recompensar un tanto a su padre y a su suegra. En su lugar, construyó una espléndida tumba a la izquierda de la tumba de sus padres biológicos. Las puertas de piedra parecieron abrirse hacia un pasadizo profundo y oscuro. La tumba estaba rodeada por una columna impenetrable de transeúntes excitados. Miré a la tumba del burro, y a la tumba del buey, y a la tumba del cerdo, y a la tumba de un perro, y miré al suelo, cuya superficie era dura como una roca. Una sucesión de pensamientos se agolparon en mi cabeza. Podía percibir el olor de un crepitante chorro de orina sobre las lápidas de Ximen Nao y Ximen Bai que se había echado años atrás y mi corazón se sintió sacudido por los sentimientos apocalípticos de un destino funesto. Avancé despacio sobre el lugar de enterramiento del cerdo y lo rocié con mi orina. A continuación, me tumbé junto a él y, mientras mis ojos se inundaban de lágrimas, reflexioné: descendientes de la familia Ximen y todos aquellos que están íntimamente relacionados con ella, espero que seáis capaces de interpretar mis deseos y enterrar el cadáver del perro de esta encarnación en el lugar que ha elegido.

Casi me desmayé del llanto. Escuché a alguien gritar a mis espaldas, pero no pude discernir lo que decía. Oh, madre, déjame verte una vez más… Me incliné sobre ella y retiré el papel que cubría el rostro de mi madre. Una mujer que no se parecía nada a ella se incorporó y dijo con una seriedad extraordinaria:

—Hijo, el Ejército de Liberación del Pueblo siempre trata a sus prisioneros con humanidad así que, por favor, entrega las armas y ríndete a ellos.

Me senté de golpe, con la mente en blanco, mientras las personas que se encontraban alrededor del féretro se apiñaron y me inmovilizaron en el suelo. Unas manos frías pasaron por mi cintura y me quitaron un par de pistolas.

Justo cuando estaban colocando el ataúd de tu madre en la tumba, un hombre vestido con un pesado abrigo forrado salió de la multitud que lo rodeaba. Se tambaleaba ligeramente y apestaba a alcohol. Mientras avanzaba de manera inestable, se quitó su abrigo acolchado y lo arrojó a su espalda; aterrizó en el suelo como un cordero muerto. Utilizando ambas manos y ambos pies, escaló la tumba de tu madre, donde comenzó a bascular hacia un lado y estuvo a punto de resbalarse. Pero no lo hizo. Se puso de pie. ¡Era Hong Taiyue! Estaba de pie, firme, encima de la tumba de tu madre, vestido con un montón de harapos: llevaba un uniforme del ejército de color amarillo marrón, con un detonador colgando del cinturón. Levantó la mano en el aire y gritó:

—¡Camaradas, hermanos proletarios, soldados de a píe de Vladimir Ilych Lenin y Mao Zedong, ha llegado la hora de declarar la guerra a los descendientes de la clase terrateniente, al enemigo del movimiento proletario mundial y al destructor de la Tierra, Ximen Jinlong!

La multitud estaba sorprendida. Por un momento, todos permanecieron en silencio antes de que algunas personas se dieran la vuelta y salieran corriendo, otras se cayeran al suelo de bruces y otros simplemente no supieran qué hacer. Pang Kangmei escondió a su hija a su espalda, parecía que estuviera frenética, pero rápidamente recobró la compostura. Avanzó varios pasos y dijo, con aspecto inusualmente áspero:

—Hong Taiyue, soy Pang Kangmei, secretaria del Comité del Partido Comunista del Condado de Gaomi y te ordeno que pongas fin inmediatamente a esta conducta estúpida.

—¡Pang Kangmei, no me vengas con esos aires tan apestosos! Secretaria del Partido Comunista, ¡y una mierda! Tú y Ximen Jinlong estáis unidos por la misma cadena, en coalición mutua cuyo único fin es restaurar el capitalismo en el concejo de Gaomi del Noreste, tiñendo de negro a un concejo rojo. ¡Habéis traicionado al proletariado y os habéis convertido en enemigos del pueblo!

Ximen Jinlong se puso de pie y echó hacia atrás su gorro funerario, que cayó al suelo. Como si tratara de calmar a un toro furioso, se acercó lentamente a la tumba.

—¡No te acerques más! —gritó Hong Taiyue mientras buscaba la espoleta del detonador.

—Tío, buen tío —dijo Jinlong con una sonrisa amable—, me has alimentado como a un hijo. Recuerdo todas y cada una de las lecciones que me has dado. Nuestra sociedad ha ido evolucionando a lo largo del tiempo. Dime la verdad. Tío, a lo largo de la última década ¿la vida del pueblo ha ido a mejor o no?

—¡No quiero escuchar más palabras amables de tu boca!

—Baja de ahí, tío —dijo Jinlong—. Si dices que he hecho las cosas mal, dimitiré y dejaré que alguien más capaz que yo asuma el control. O, si lo prefieres, puedes ser el único que ostente el sello oficial de la aldea de Ximen.

Mientras tenía lugar este intercambio de palabras entre Jinlong y Hong Taiyue, los policías que habían conducido a Pang Kangmei y a los demás hasta el funeral avanzaban a rastras hacia la tumba. Justo mientras se ponían de pie, Hong Taiyue bajó de un salto de la tumba y abrazó a Jinlong.

Se produjo una explosión apagada que provocó una cortina de humo e hizo que un hedor a sangre volara por los aires.

Después de que pasaran unos segundos, que parecieron una eternidad, la sorprendida multitud rápidamente se congregó y separó los dos cuerpos mutilados. Jinlong había fallecido de forma instantánea, pero Hong Taiyue todavía respiraba y nadie sabía qué hacer con aquel hombre que había quedado mortalmente herido. Se limitaron a quedarse en el sitio, mirándole con la boca abierta. Su rostro estaba amarillento.

—Esta es —tartamudeó con una voz tenue y apenas perceptible mientras la sangre brotaba de su boca— la última batalla…, la unidad para el futuro…, la Internacional…, tiene que…

La sangre salía a borbotones de su boca, formaba un surtidor de un metro de altura y salpicaba el suelo que se extendía a su alrededor. Sus ojos se iluminaron, como plumas de pollo ardiendo, una vez, dos veces, y luego se oscurecieron, extinguiendo el fuego para siempre.