LI. Ximen Huan tiraniza la capital del condado

Lan Kaifang se corta un dedo para hacer una prueba con el cabello

CUANDO llegamos al verano de 1996, ya hacía cinco años que habías huido. Durante todo ese tiempo, Mo Yan, que había ascendido al puesto de director editorial del periódico local, te dio un empleo como editor y encontró trabajo para Pang Chunmiao en el comedor. Tu esposa y tu hijo eran conscientes de todas esas novedades pero, al parecer, se habían olvidado de ti. Hezuo todavía freía buñuelos y su olor a fritura era más intenso que nunca, mientras que tu hijo era un aplicado alumno de primer año del instituto local. Pang Fenghuang y Ximen Huan estaban en el mismo curso que él. Ninguno de los dos tenía una inteligencia que se pudiera comparar a la de tu hijo, pero uno de ellos era la hija de la oficial de mayor graduación del condado, y el otro era el hijo del hombre que había creado la Fundación para la Beca Jinlong, a la que donaba medio millón de yuan de su propio bolsillo. Las puertas del instituto habrían estado abiertas para ellos aunque hubieran sacado un cero en sus exámenes.

A Ximen Huan lo habían enviado a la capital del condado durante su primer año de instituto y su madre, Huzhu, lo acompaño para cuidar de él. Vivían con tu esposa y tu hijo, y aportaban un poco de vida a un hogar sin alegría que se había quedado desierto: un poco de demasiada vida, dirían algunos.

Ximen Huan no era un alumno modelo y había causado más problemas y hecho más travesuras durante esos cinco años de las que nadie era capaz de recordar. El primer año se comportó relativamente bien, pero luego se juntó con tres jóvenes gamberros que en aquella época llegaron a ser conocidos por la policía como los «Cuatro Caperucitos». Más allá de demostrar la conducta antisocial que uno asocia a su edad, Huan era culpable de muchos delitos propios de adultos. Pero, si lo vieras, nunca pensarías que era un mal muchacho. Sus ropas —que siempre eran de marca— estaban limpias y relucientes y flotaba una agradable fragancia a su alrededor. Llevaba el pelo corto y la cara lavada; lucía un fino y oscuro bigote para demostrar que ya había superado la infancia e incluso su estrabismo había desaparecido. Se mostraba accesible con la gente y amable con los animales, su discurso estaba repleto de elegantes palabras y de frases almibaradas y se mostraba especialmente educado cuando trataba con tu esposa, como si ella fuera su pariente preferida. Por tanto, cuando tu hijo le pidió: «Mamá, echa a Huanhuan, es un mal chico», ella no tuvo más remedio que defenderlo.

—Pues a mí me parece que es un buen muchacho. Tiene una manera especial de ocuparse de las cosas y de tratar con la gente, además de que habla muy bien. Admito que no le van bien, las cosas en el colegio, pero no está dotado para los estudios. Tú eres como tu padre, siempre andáis con trapicheos, como si el mundo os debiera algo.

—No lo conoces, mamá. Todo lo que ves en él es una pose.

—Kaifang —dijo—, aunque sea un mal chico, como dices, aunque se meta en problemas, su padre siempre puede pagar su fianza. Además, su madre y yo somos hermanas, gemelas de hecho, por tanto, ¿cómo iba a decirle que se fuera? Sólo tendrás que aguantarle unos años más. Cuando llegues al instituto, seguirás tu propio camino y aunque quisiéramos que se quedara con nosotros, probablemente él no querría. Tu tío es tan rico que puede construir una mansión para él en la ciudad sin echar nada de menos el dinero. La única razón por la que se encuentra aquí con nosotros es para que podamos cuidarnos los unos a los otros. Así es como lo quieren tus abuelos.

Nada de lo que dijera tu hijo podía echar por tierra los prácticos argumentos de tu esposa.

Es posible que Huanhuan hubiera podido engañar a tu esposa y a su madre con sus artimañas, pero mi olfato sabía muy bien qué clase de persona era. Por aquel entonces, yo era un perro de trece años y, aunque mi sentido del olfato comenzaba a notar los efectos de la edad, no tenía ningún problema en diferenciar los olores de las personas que me rodeaban y los rastros que dejaban por todas partes. También debo decirte que ya había abandonado mi presidencia de la Asociación de Perros del Condado. Mi sucesor era un pastor alemán llamado Negrito que debía su nombre al color del pelo de su lomo. Desde el punto de vista canino del condado, los pastores alemanes disfrutaban de una condición de líderes indiscutibles. Después de mi renuncia, apenas acudía a las reuniones que se celebraban en la plaza Tianhua, ya que las pocas veces que iba tenían muy poco que ofrecerme. Mi generación solía celebrar las reuniones con cantos, bailes, bebidas, comidas y apareamientos. Pero la nueva hornada de jóvenes demostraba una conducta extraña y, a mi parecer, inexplicable. Te pondré un ejemplo: una vez Negrito me pidió que fuera para, según sus propias palabras, formar parte del acontecimiento más excitante, más misterioso y más romántico que se había imaginado jamás. Así pues, me dejé caer por la plaza para ver llegar a cientos de perros desde todas las direcciones. No hubo gritos ni saludos, no hubo ligues ni bromas y casi daba la sensación de que todos fueran extraños. Después de congregarse alrededor de la recién sustituida estatua de Venus de Milo, levantaron la cabeza y ladraron todos juntos, tres veces. Luego se dieron la vuelta y salieron corriendo, incluyendo su presidente, Negrito. Habían aparecido como un rayo y desaparecido casi inmediatamente como si los hubiera barrido el viento. Y allí estaba yo, solo en la plaza bañada por la luz de la luna. Levanté la mirada hacia Venus, cuyo cuerpo esculpido desprendía un suave brillo azul, y me pregunté si estaba soñando. Más tarde, me di cuenta de que los perros habían estado jugando a un juego llamado Flash, que por entonces era un pasatiempo que estaba de moda. Ellos se llamaban a sí mismos «muchedumbre Flash». Me dijeron que hacían todo tipo de cosas estúpidas, pero me negué a unirme a ellos. No pude evitar sentir que los tiempos de la fiesta del Perro Cuatro habían pasado y que nos encontrábamos en el amanecer de una nueva época, una época caracterizada por la excitación sin restricciones y por una imaginación desbordada. Así estaban las cosas con los perros y, en gran media, también con los humanos. Pang Kangmei todavía ostentaba su puesto en el condado y corría la voz de que pronto la iban a ascender a otro puesto mejor en el gobierno de la provincia. Pero antes de que eso sucediera, fue acusada por el Comité Disciplinario del Partido de haber cometido un «doble delito» y, consecuentemente, fue juzgada por el Procurador y condenada a muerte dos años después.

Después de que tu hijo entrara en el instituto, dejé de acompañarle. Podría haberme quedado en casa a dormir o haberme sumergido en los recuerdos del pasado, pero aquello no tenía el menor atractivo para mí. Sólo podía acelerar el proceso de envejecimiento, del cuerpo y de la mente, y tu hijo no me iba a necesitar más. Así que comencé a acompañar a tu esposa cuando iba a trabajar a la plaza. Mientras me encontraba allí observándola freír y vender buñuelos, capté la esencia de Ximen Huan en los salones de peluquería, en los mesones de los callejones y en los bares de más postín de la ciudad. Por las mañanas solía salir de casa con la mochila a la espalda, pero en cuanto se le perdía de vista, se subía de un salto al asiento de atrás de una vespa-taxi que le esperaba en la intersección y se dirigía a la plaza donde se encontraba la estación de ferrocarril. Su «chófer», un compañero enorme que lucía una espesa barba, estaba encantado de llevar a un estudiante de instituto por toda la ciudad, especialmente a Huanhuan, que siempre hacía que su espera mereciera la pena. La plaza era el territorio de los Cuatro Caperucitos, un lugar donde solían comer, beber, ir de putas y jugar. La relación que había entre ellos era como el clima de junio, siempre cambiante. Algunas veces eran como cuatro buenos hermanos, bebiendo y jugando juntos en los bares, perdiendo el tiempo con las «nenas» salvajes de los salones de peluquería, jugando al Mahjong y fumando, abrazados, en la plaza pública, como cuatro cangrejos unidos. Pero luego, otras veces se dividían en dos grupos hostiles y se enfrentaban entre sí como gallos de pelea. También había veces en las que tres de ellos se unían contra el cuarto. Al final, cada uno de ellos formó su propia banda, que algunas veces se unían y otras se peleaban entre sí. La única constante era que contaminaban la atmósfera de la plaza pública.

Tu esposa y yo fuimos testigos de sus enfrentamientos a mano armada, aunque ella no se dio cuenta de que Ximen Huan, el buen chico, fue el instigador de las disputas. Sucedió durante un día soleado alrededor del mediodía, a plena luz del día, como se suele decir. Comenzó con una discusión en un bar llamado Taberna El Regreso que estaba situado en el extremo meridional de la plaza, pero mucho antes, cuatro chicos con la cabeza ensangrentada fueron perseguidos hasta la puerta de salida por otros siete chicos armados con palos. Uno de ellos incluso arrastraba una fregona. Los muchachos que habían sido heridos corrieron alrededor de la plaza, sin demostrar el menor temor ni los efectos de la pelea que habían mantenido. Y no se observaba furia en los rostros de los chicos que los perseguían. De hecho, varios de ellos se estaban riendo. Al principio la batalla parecía más una obra de teatro que una escena real. Los cuatro chicos que estaban siendo perseguidos de repente se detuvieron y lanzaron un contraataque, en el que uno de ellos sacó un cuchillo para demostrar que era el líder de la banda. Los otros tres se quitaron el cinturón y lo hicieron girar por encima de la cabeza. Lanzando unos gritos ensordecedores, comenzaron a correr detrás de sus perseguidores y, en poco tiempo, los palos golpeaban cabezas, los cinturones rajaban mejillas y la plaza se había sumido en un caos lleno de gritos y alaridos de dolor. Los transeúntes huían mientras la policía estaba en camino. Vi al líder de la banda hundir su cuchillo en el vientre del chico que tenía la fregona, que lanzó un grito de dolor mientras se caía al suelo. Cuando vieron lo que le había sucedido a su colega, los demás perseguidores se dieron la vuelta y salieron corriendo. El líder de la banda limpió la sangre del cuchillo en las ropas del muchacho al que había herido y, lanzando una atronadora exclamación, condujo a su banda hacia el borde occidental de la plaza y salió corriendo hacia el sur.

Mientras la pelea se estaba llevando a cabo en el exterior, observé a Ximen Huan, con sus gafas de sol oscuras, sentado en una ventana dentro del Inmortal, un bar que estaba contiguo a la Taberna El Regreso, fumando despreocupadamente un cigarrillo. Tu esposa, que observaba la pelea con el corazón en la boca, nunca llegó a verlo pero, aunque lo hubiera hecho, nunca habría creído que su niño de piel pálida pudiera haber sido el instigador de la pelea. Huanhuan metió la mano en el bolsillo y sacó un teléfono móvil último modelo, lo abrió, marcó algunos números y se lo acercó a la boca. No dijo más que unas cuantas palabras antes de volver a sentarse para seguir disfrutando de su cigarrillo, con elegancia y experiencia, tal y como hacen los jefes de las bandas de las películas de Hong Kong y Taiwan.

Ahora deja que te relate otro incidente en el que estuvo implicado Ximen Huan y que ocurrió en tu patio, después de que pasara tres días en la comisaría de policía local por culpa de una pelea.

Huang Huzhu estaba tan enfadada que le agarró por la solapa y le sacudió.

—Huanhuan —dijo entre lágrimas de angustia—, mi Huanhuan, no sabes cómo me has decepcionado. He hecho todo lo que he podido y me he sacrificado para estar aquí y cuidar de ti. Tu padre no ha reparado en gastos para darte todo lo que necesitabas para poder ir al colegio, pero tú nos lo pagas así…

Mientras tu madre lloraba, Ximen Huan le daba palmaditas en el hombro y decía despreocupadamente:

—No llores, madre, sécate los ojos. No es lo que piensas. No he hecho nada malo. No era culpable, digan lo que digan. Mírame, ¿acaso parezco un mal chico? No lo soy madre, soy un buen muchacho.

Pues bien, este buen muchacho salió y bailó y cantó como si fuera la viva imagen de la inocencia. Y aquello dio resultado. Las lágrimas de Huzhu enseguida se sustituyeron por sonrisas. En cuanto a mí, me sentía profundamente disgustado.

Cuando Ximen Jinlong escuchó la noticia, vino corriendo, fuera de sí. Pero las palabras almibaradas de tu hijo pronto le hicieron sonreír también. Hacía muchos años que no veía a Ximen Jinlong. El tiempo no había sido amable con él: pobre o rico, todo el mundo envejece. Su cabello era mucho más fino, su mirada estaba mucho más apagada y su barriga era mucho más prominente.

—No te preocupes por mí, padre. Tienes cosas mucho más importantes de las que preocuparte —dijo Ximen Huan con una sonrisa embaucadora—. Como se suele decir, nadie conoce mejor a un hijo que su propio padre. Tú me conoces bien. Tengo mis defectos: soy demasiado almibarado al hablar, me gusta comer, soy un poco perezoso y las chicas guapas me vuelven loco, pero ¿acaso eso me hace ser distinto de ti?

—Hijo, podrás engañar a tu madre, pero no a mí. Sería un idiota si no me diera cuenta de que no es más que una de tus artimañas. A lo largo de los últimos años, has perpetrado todas las maldades de las que has sido capaz. Hacer alguna cosa mala es sencillo. Lo difícil es pasarse la vida haciendo únicamente cosas malas. Por tanto, ya es hora de que empieces a hacer algo bueno.

—Qué gran manera de expresarlo, padre. De ahora en adelante voy a convertir las malas acciones en buenos actos —dijo, abrazándose a Jinlong y quitándole su lujoso reloj de la muñeca—. Este reloj es de imitación, padre. No puedo permitir que mi padre lleve una cosa así. Por tanto, me lo voy a poner yo y a sufrir la vergüenza por ti.

—No me vengas con esas. Es un Rolex auténtico.

Varios días después, la cadena de televisión local informó de la siguiente noticia: el estudiante del instituto de nuestra ciudad Ximen Huan encontró una importante suma de dinero pero, en lugar de guardarse los diez mil yuan, se los entregó a su instituto. El brillante y auténtico Rolex nunca más volvió a lucir en su muñeca.

Un día Ximen Huan, el buen muchacho, trajo a casa a otra buena pieza, Pang Fenghuang. Por entonces, ella se había convertido en una jovencita atractiva con una elegante figura, una mirada lánguida en sus ojos y espuma en el pelo. Todos pensábamos que iba hecha un desastre. Huzhu y Hezuo, que sin lugar a dudas eran ajenas a la moda, no podían soportar el aspecto que tenía, pero Ximen Huan les susurró:

—Mamá, tía, estáis anticuadas. Las chicas de ahora visten así.

Pero sé que no son Ximen Huan ni Pang Fenghuang las que te preocupan, sino tu hijo, Lan Kaifang. Pues bien, debo decirte que está a punto de aparecer en escena.

Era una espléndida tarde de otoño cuando tu esposa y Huzhu estaban fuera de casa. Los jóvenes les habían pedido que se fueran para poder celebrar una reunión. Se sentaron en la mesa repleta de fruta fresca, que incluía una sandía cortada en rodajas. La habían colocado debajo del árbol de parasol que se elevaba en la esquina noreste del patio. Ximen Huan y Pang Fenghuang estaban vestidos a la última moda y sus rostros relucían. Tu hijo llevaba ropa de paseo y su rostro era, como siempre, desagradable a la vista.

No había un solo chico vivo que no pudiera sentirse atraído por los encantos de una chica hermosa y sexy como Pang Fenghuang, y tu hijo no era una excepción. Recuerda aquel día en el que llenó tu rostro de barro y luego el día en el que siguió tu rastro hasta el concejo de Lüdian. Ahora te das cuenta de lo que quiero decir. Incluso a aquella temprana edad, era el pequeño esclavo de Pang Fenghuang, alguien que hacía su voluntad. Las semillas de la tragedia que ocurriría más adelante ya se habían plantado por entonces.

—No viene nadie, ¿verdad? —preguntó Fenghuang perezosamente, mientras se recostaba en su silla.

—Hoy el patio nos pertenece a los tres —dijo Ximen Huan.

—¡No te olvides de él! —dijo Fenghuang señalando con su dedo a la figura durmiente que se encontraba en la base de la tapia. Es decir, a mí—. Ese perro viejo —añadió incorporándose en la silla—. Nuestra perra es su hermana.

—También tiene un par de hermanos —dijo tu hijo, haciendo ver que no estaba de buen humor—. Están en la aldea de Ximen, uno en su casa —añadió, señalando a Ximen Huan— y otro en la de mi tía.

—Nuestra perra murió —dijo Fenghuang—. Murió en el parto de su camada. Lo único que recuerdo es que no hacía más que parir, una camada tras otra. —Luego levantó la voz—: El mundo es injusto. Después de que el perro macho acaba su tarea, se marcha y la deja ahí sufriendo.

—Por esa razón todos cantamos alabanzas a nuestras madres —dijo tu hijo con cierto tono de resentimiento.

—¿Has oído eso, Ximen Huan? —dijo Fenghuang entre risas—. Ni tú ni yo podríamos decir jamás algo tan profundo. Aquí sólo puede hacerlo el Viejo Lan.

—No hace falta que te burles de mí —dijo tu hijo, avergonzado.

—Nadie se está burlando de ti —dijo Fenghuang—. ¡Sólo trataba de dedicarte un cumplido! —añadió mientras metía la mano en su bolso blanco y sacaba un paquete de Marlboro y un encendedor de oro macizo con incrustaciones de diamante—. Ahora que las viejas están fuera de juego, podemos relajarnos y divertirnos un poco.

Cuando dio unos golpecitos al paquete con su elegante dedo rematado con una uña pintada, sólo salió un cigarrillo, que acabó entre sus labios teñidos de carmín. Encendió el mechero, que emitió una llama azul en el aire, luego lo colocó junto al paquete sobre la mesa y dio una profunda calada a su cigarrillo. Recostándose en su asiento hasta que el cuello estuvo apoyado en el respaldo de la silla, boca arriba, con los labios fruncidos, levantó la mirada hacia el cielo azul intenso y soltó el humo como si fuera una actriz de las que aparecen en las series de televisión y no saben fumar.

Ximen Huan cogió un cigarrillo del paquete y se lo entregó a tu hijo, que sacudió la cabeza. Un buen muchacho, sin duda alguna. Pero Fenghuang resopló y dijo sarcásticamente:

—No finjas que eres un buen chico. Adelante, fúmatelo. Cuanto más joven empieces, más fácil le resultará a tu cuerpo adaptarse a la nicotina. El primer ministro de Inglaterra, Winston Churchill, comenzó a fumar de la pipa de su abuelo cuando tenía ocho años y se murió pasados los noventa. Así que ya lo ves, comenzar tarde es peor que hacerlo pronto.

Tu hijo cogió el cigarrillo y dudó unos instantes, pero al final se lo puso en la boca y Ximen Huan lo encendió. Era su primer cigarrillo. No podía dejar de toser y su rostro se puso negro. Pero en poco tiempo se convirtió en un fumador empedernido.

Ximen Huan dio vueltas al encendedor de oro de Fenghuang.

—Maldita sea, es de primera calidad —dijo.

—¿Te gusta? —preguntó Fenghuang con cierta indiferencia—. Pues quédatelo. Me lo regaló uno de esos gilipollas que quieren conseguir un puesto de oficial o una licencia de construcción.

—Pero tu madre…

—¡Mi madre también es una gilipollas! —dijo, sujetando su cigarrillo refinadamente con tres dedos. Con la otra mano señaló a Ximen Huan—. ¡Tu padre es un gilipollas todavía mayor! ¡Y tu padre! —añadió, mientras su dedo señalaba ahora a tu hijo—. ¡También es un gilipollas! —Se echó a reír—. Esos gilipollas no son más que un puñado de farsantes, siempre adoptando una pose, dándonos consejos y diciéndonos que no hagamos esto o aquello. ¿Pero qué pasa con ellos? ¡Siempre hacen lo que les da la gana!

—¡Eso es lo que haremos nosotros! —dijo Ximen Huan con entusiasmo.

—Exacto —asintió Fenghuang—. Quieren que seamos buenos chicos, que no cometamos maldades. Pues bien, ¿qué es lo que hace que uno sea un buen chico y qué es lo que hace que sea malo? Nosotros somos buenos chicos. ¡Los mejores, mejores que ningún otro! —Lanzó la colilla de su cigarro hacia el árbol de parasol, pero fue a parar a una de las tejas del alero, donde se consumió lentamente.

—Puedes llamar gilipollas a mi padre si quieres —dijo tu hijo—, pero no es ningún farsante y no adopta ninguna pose. Si lo hiciera, no tendría tantos problemas.

—Todavía lo proteges, ¿verdad? —dijo Fenghuang—. Os abandonó a ti y a tu madre y se fugó para cometer adulterio con otra mujer. Ah, es verdad, me olvidaba: ¡esa tía mía también es una gilipollas!

—Yo admiro a mi tío segundo —dijo Ximen Huan—. Tuvo agallas para renunciar a su trabajo como jefe adjunto del condado, abandonar a su esposa y a su hijo y fugarse con su amante para vivir una aventura romántica. ¡Eso mola!

—Empleando las palabras de nuestro astuto escritor del condado, Mo Yan, tu padre es el tipo más valiente del mundo, el mayor gilipollas, el mayor bebedor y el mejor amante. Tapaos los oídos los dos. No quiero que escuchéis lo que voy a decir.

Los chicos hicieron lo que Fenghuang dijo.

—Perro Cuatro, ¿has oído que Lan Jiefang y mi tía hacen el amor diez veces al día durante una hora cada vez?

Ximen Huan lanzó un bufido y se echó a reír. Fenghuang le dio una patada en la pierna.

—Estabas escuchando, tramposo —se quejó.

Tu hijo no dijo una palabra, pero su rostro se había ensombrecido.

—La próxima vez que volváis a la aldea de Ximen, llevadme con vosotros. He oído que tu padre la ha convertido en el paraíso del capitalismo.

—¡Qué bobadas! —respondió Ximen Huan—. No puedes tener un paraíso del capitalismo en un país socialista. Mi padre es un reformador, un héroe de su tiempo.

—¡Menuda mierda! —dijo Fenghuang—. No es más que un cabronazo. Los verdaderos héroes de su tiempo son tu tío y mi tía.

—No hables de mi padre —dijo tu hijo.

—Cuando se fugó con mi tía, casi mata a mi abuela e hizo que mi abuelo cayera enfermo, así que tengo todo el derecho del mundo a hablar de él. Un día me voy a enfadar de verdad y los voy a sacar a rastras de Xi’an para que desfilen por la calle como escarnio público.

—Oye, ¿por qué no les hacemos una visita? —sugirió Ximen Huan.

—Buena idea —dijo Fenghuang—. Llevaré otro cubo de pintura y cuando vea a mi tía, le voy a decir: «Toma, Tía, he venido a pintarte».

Aquel comentario hizo reír a Ximen Huan. Tu hijo bajó la cabeza y no dijo nada.

Fenghuang le dio una patada en la pierna.

—Alegra esa cara, Viejo Lan. Iremos juntos, ¿qué te parece?

—No contéis conmigo.

—Qué aburrido eres —dijo ella—. Ya no os aguanto más. Me marcho de aquí.

—No te vayas aún —replicó Ximen Huan—. Todavía no ha empezado el espectáculo.

—¿Qué espectáculo?

—El del cabello milagroso, el cabello milagroso de mi madre.

—Mierda, lo había olvidado por completo —dijo Fenghuang—. ¿Qué fue lo que me dijiste? Que puedes cortar la cabeza a un perro, cosérsela de nuevo con un cabello de tu madre y que el perro podría seguir comiendo y bebiendo, ¿no era eso?

—No es necesario hacer un experimento tan complicado —respondió Ximen Huan—. Puedes cortarte un dedo y luego quemar un cabello de su cabeza y esparcir las cenizas sobre la herida. Estarás como nuevo en diez minutos y no te quedará ninguna cicatriz.

—Dicen que no se puede cortar el pelo porque sangraría.

—Efectivamente.

—Todo el mundo dice que su corazón es tan especial que si uno de los aldeanos resultara herido, se arrancaría un pelo de su cabello por él.

—Así es.

—Entonces, ¿cómo es que no se ha quedado calva?

—Porque el cabello le vuelve a crecer.

—En ese caso, tú nunca pasarás hambre —dijo Fenghuang con admiración—. Si un día tu padre pierde su empleo y se convierte en un indigente, tu madre podrá seguir dando alimento y casa a vuestra familia vendiendo su cabello.

—Antes me pongo a pedir limosna que dejar que haga eso —dijo Ximen Huan enfáticamente—. Aunque en realidad no es mi auténtica madre.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Fenghuang—. Si ella no es tu verdadera madre, entonces, ¿quién es tu madre?

—Me dijeron que era una estudiante de instituto.

—Así que eres el hijo bastardo de una estudiante de instituto —dijo Fenghuang—. ¡Cómo me gusta eso!

—Entonces, ¿por qué no tienes tú un bebé? —dijo Ximen Huan.

—Porque soy una buena chica.

—¿Acaso tener un bebé te convierte en una mala chica?

—Buena chica, mala chica. ¡Todos somos buenos chicos! —dijo—. Hagamos la prueba. ¿Le cortamos la cabeza al Perro Cuatro?

Yo ladré enfadado. ¿Qué quería decir aquel ladrido? Inténtalo, pequeña zorra, y te arranco la cabeza de un mordisco.

—Nadie va a tocar a mi perro —dijo tu hijo.

—En ese caso —dijo Fenghuang—, me estáis haciendo perder el tiempo con vuestros ridículos trucos. Me voy.

—Espera —dijo tu hijo—. No te vayas.

Kaifang se levantó y se dirigió a la cocina.

—¿Qué estás haciendo, Viejo Lan? —le gritó Fenghuang.

Kaifang salió de la cocina sujetando medio dedo de su mano izquierda con la mano derecha. La sangre le manaba entre los dedos.

—¿Estás loco, Viejo Lan? —gritó Fenghuang.

—Es el hijo de mi tío, no cabe duda —dijo Ximen Huan—. Puedes contar con él cuando las cosas pintan mal.

—Deja de decir tonterías, hijo bastardo —dijo Fenghuang con ansiedad—. ¡Entra y consigue uno de los cabellos milagrosos de tu madre, y date prisa!

Ximen Huan corrió al interior de la casa y salió rápidamente con siete hebras de grueso cabello. Las dejó sobre la mesa y dejó que se quemaran y se convirtieron rápidamente en cenizas.

—Veamos ese dedo, Viejo Lan —dijo Fenghuang mientras le agarraba la mano por la que sangraba.

El corte era profundo. Observé cómo Fenghuang se quedaba pálida. Tenía la boca abierta, las cejas levantadas, como si le doliera a ella.

Ximen Huan recogió las cenizas con un billete nuevo y crujiente y las esparció por encima del dedo cortado de tu hijo.

—¿Te duele? —preguntó Fenghuang.

—No.

—Suéltale la muñeca —dijo Ximen Huan.

—La sangre esparcirá las cenizas —dijo Fenghuang.

—No pasa nada, no te preocupes.

—Si eso no hace que deje de sangrar —dijo Fenghuang con tono amenazador—, voy a trocear las patas de tu perro.

—He dicho que no te preocupes.

Lentamente, Fenghuang soltó la muñeca de tu hijo.

—¿Y bien? —preguntó orgulloso Ximen Huan.

—¡Ha funcionado!