XLIX. Hezuo limpia un cuarto de baño debajo de una tempestad de agua

Jiefang toma una decisión después de recibir una paliza

UN tifón de categoría nueve trajo consigo por la noche una tempestad de agua casi sin precedentes. Siempre me siento apático cuando se avecina un tiempo lluvioso y no me apetece nada más que tumbarme y dormir, Pero aquella noche, dormir era lo último que tenía en la cabeza. Mis sentidos del oído y del olfato estaban muy agudizados; mi sentido de la vista, debido a los constantes fogonazos de intensa luz blanca azulada que había recibido, estaba muy mermado, aunque no lo suficiente como para que afectara a mi capacidad para discernir hasta la última brizna de hierba y gota de agua que había en todas las esquinas del patio. Tampoco afectó a mi capacidad para contemplar a las acobardadas cigarras que se escondían entre las hojas del árbol de parasol.

Aquella noche, la lluvia cayó sin cesar desde las siete hasta las nueve. Los relámpagos me permitían ver cómo, desde los aleros del edificio principal, caían chorros que parecían cataratas. El agua salía de las tuberías de plástico situadas sobre las habitaciones laterales como pilares que se arqueaban hacia abajo sobre el suelo de cemento. La zanja que se abría junto al camino estaba abarrotada de todo tipo de cosas y el agua tenía que desbordarse por los laterales, así que inundó el camino y los escalones que se hallaban delante de la puerta. Una familia de erizos que vivía en una pila de troncos situada junto a la pared se vio obligada a huir por la crecida del agua; sus vidas corrían un serio peligro.

Yo estaba a punto de lanzar la voz de alarma a tu esposa, pero antes de que el ladrido saliera de mi boca, se encendió un farol debajo de los aleros e iluminó todo el patio. Hezuo salió a la intemperie, se protegía del agua con un sombrero de paja cónico y un gorro de plástico para lluvia. Sus finas pantorrillas asomaban por debajo de sus pantalones cortos; llevaba sandalias de plástico con las trabillas rotas. El agua que caía en cascada por los aleros envió de un golpe su sombrero de paja hacia un lado, y el viento acabó de mandarlo lejos. Su cabello estuvo empapado en cuestión de segundos. Corrió a la habitación del ala oeste, cogió una pala del montón de carbón que se elevaba detrás de mí y salió corriendo de nuevo bajo la lluvia. El agua que inundaba el patio le llegaba hasta las pantorrillas mientras corría; un relámpago sofocó la luz de la lámpara y tiñó su rostro, sobre el que caían mechones de pelo mojado, de un blanco fantasmal. Aquella era una imagen aterradora.

Hezuo llevó la pala hasta el pasillo que se abría a través de la puerta que daba al sur. Casi de forma inmediata se escucharon unos sonidos de golpes que procedían del interior. Era la parte más sucia y descuidada del patio, ya que estaba repleta de hojas caídas, bolsas de plástico volando con el viento y excrementos de gato. Se escuchó el sonido del agua al salpicar; el nivel del agua estancada en el patio fue bajando y las zanjas de drenaje comenzaron a tragarse el agua. Pero tu esposa permaneció dentro, mientras el aire arrastraba los sonidos de una pala chocando con los ladrillos y las baldosas, así como sobre la superficie del agua. El olor de Hezuo empapaba aquel lugar; era una mujer muy trabajadora y resistente.

Finalmente, el agua salió a través de una zanja de drenaje. El gorro de plástico para la lluvia todavía seguía atado alrededor de su cuello, pero estaba empapada de pies a cabeza. Los relámpagos hacían que su rostro pareciera más pálido que nunca y que sus pantorrillas fueran todavía más delgadas. Avanzaba arrastrando la pala y con la espalda encorvada, un poco con el aspecto que presentan los demonios femeninos que se describen en las historias. Tenía una mirada cargada de satisfacción. Recogió su sombrero de paja y lo sacudió varias veces, pero en lugar de ponérselo en la cabeza, lo colgó de un clavo que estaba sujeto en la pared de la habitación auxiliar. A continuación, apuntaló un rosal chino, y creo que se pinchó. Se metió el dedo en la boca, y mientras la lluvia escampaba un poco, levantó la mirada hacia el cielo y dejó que el agua golpeara directamente en su rostro. ¡Más fuerte, más fuerte, vamos, más fuerte! Se desató el chubasquero y dejó al descubierto su escuálido cuerpo bajo la lluvia. Después, avanzó dando tumbos hacia el cuarto de baño que estaba ubicado en la esquina sureste del patio, donde retiró una tapa de cemento.

Tu hijo salió corriendo con un paraguas y lo sostuvo sobre la cabeza de Hezuo.

—Entra en casa, mamá, estás empapada de pies a cabeza —dijo llorando.

—¿Por qué estás tan preocupado? Deberías alegrarte de que llueva tanto —dijo, empujando el paraguas hasta dejarlo encima de la cabeza de su hijo—. No había llovido así desde hacía mucho tiempo, y nunca lo había hecho desde que nos mudamos a la ciudad. Es maravilloso. Nuestro patio nunca ha estado tan limpio. Y no sólo el nuestro, sino el de todas las familias. Si no fuera por la lluvia, toda la ciudad apestaría.

Ladré dos veces para aprobar su actitud.

—¿Has oído eso? —dijo—. No soy la única a la que le hace feliz la lluvia. Al perro también le gusta.

Pero al final Hezuo entró en casa, donde mi olfato me dijo que se secó el cuerpo y el cabello. A continuación escuché cómo abría su armario y me vino un intenso aroma a ropa seca impregnada de bolas de alcanfor. Lancé un suspiro de alivio.

—Métete en la cama, mi dueña. Que tengas felices sueños.

Poco después de que el reloj diera la medianoche, un aroma familiar era arrastrado por el aire procedente de la avenida Limin; le seguían el olor de un jeep que perdía aceite y el rugido de un motor. Tanto el olor como el sonido avanzaban hacia el lugar donde me encontraba. Se detuvo delante de tu puerta que, por supuesto, también era la mía.

Comencé a ladrar ferozmente antes de que el conductor llegara a llamar y me abalancé tan rápido como pude hacia la entrada; una docena de murciélagos que vivía en dintel de la puerta de entrada salió volando hacia la oscuridad de la noche. El tuyo fue el único olor que pude reconocer. El martilleo de la lluvia sobre la puerta producía sonidos huecos y aterradores.

La luz que se colaba por debajo de los aleros iluminó aquel lugar y tu esposa, con un abrigo sobre los hombros, salió al patio.

—¿Quién es? —gritó.

La respuesta fue más martilleante. Apoyando mis pezuñas en la puerta, me puse a dos patas y ladré a las personas que se encontraban al otro lado. Tu olor era intenso, pero lo que me hizo ladrar de forma excitada fueron los malignos olores que te rodeaban, como si se tratara de una manada de lobos que estuviera acosando a una oveja cautiva. Tu esposa se abrochó el abrigo y avanzó hacia la puerta de la entrada, donde encendió la luz eléctrica. Una familia de gordas salamanquesas estaba suspendida de la pared de la puerta y los murciélagos que no habían salido volando permanecían colgados boca abajo.

—¿Quién es? —preguntó Hezuo por segunda vez.

—Abre la puerta —dijo una voz apagada que procedía del otro lado—. Sabrás quiénes somos en cuanto abras.

—¿Cómo se supone que voy a saber quién viene a llamar a mi puerta en mitad de la noche?

Con voz suave, la persona que se encontraba al otro lado dijo:

—El jefe adjunto del condado ha recibido una paliza. Lo traemos a casa.

Tras unos momentos de duda, tu esposa descorrió el cerrojo y abrió una rendija. Tu rostro, horriblemente desfigurado, y tu pelo revuelto aparecieron frente a ella. Tu esposa lanzó un grito de terror y abrió del todo la puerta. Dos hombres te tiraron como un cerdo muerto al patio, lo que hizo que tu mujer se cayera al suelo y se golpeara. Bajaron los escalones de un salto y yo corrí como un rayo tras uno de ellos. Le clavé mis colmillos en la espalda. Los tres hombres llevaban chubasqueros negros de goma y gafas oscuras. Se dirigían al jeep, donde un tercer hombre que se encontraba sentado en el asiento del conductor los esperaba. Como lo había dejado arrancado, el olor a gasolina y a aceite golpeó mi olfato a través de la lluvia. El chubasquero era tan resbaladizo que el hombre se soltó de mi alcance mientras saltaba en mitad de la calle y se subía corriendo al jeep. Me dejó bajo la lluvia, como un depredador sin su presa. El agua, que me llegaba hasta el vientre, me impedía avanzar con mayor velocidad, pero puse todo mi empeño en perseguir al otro hombre, que aún estaba subiendo al vehículo. Como su chubasquero le protegía el trasero, hundí mis dientes en su pantorrilla. Lanzó un grito de dolor mientras cerraba la puerta y se enganchó el dobladillo del chubasquero. Me golpeé el hocico contra la puerta cerrada. Mientras tanto, el primer hombre ya se había subido por el otro lado y el jeep avanzó a toda velocidad, esparciendo miles de gotas de agua a su paso. Salí corriendo tras él, pero el agua sucia que salpicaba mi rostro me detuvo.

Cuando conseguí desembarazarme del agua sucia, vi a tu esposa con la cabeza metida debajo de tu axila izquierda; tenías el brazo izquierdo caído y colocado sobre su pecho como si fuera una calabaza vieja. El brazo derecho de Hezuo estaba alrededor de tu cintura y tu cabeza permanecía apoyada contra la suya. Trataba con esfuerzo de que avanzaras. Te tambaleabas, pero todavía te podías mover, lo cual no sólo le hizo saber que seguías vivo, sino también que tu mente estaba relativamente lúcida.

Después de ayudarla a cerrar la puerta, me paseé alrededor del patio para tratar de controlar mis emociones. Tu hijo apareció corriendo vestido sólo con su ropa interior.

—¡Papá! —gritó, comenzando a sollozar.

Corrió hacia tu otro costado para ayudar a tu madre a sujetarte y los tres avanzasteis los treinta pasos aproximados que había desde el patio hasta la cama de tu esposa. Aquel tortuoso camino pareció durar una eternidad.

Olvidé que era un perro rebozado en barro y sentí que mi destino estaba ligado al tuyo. Te seguí, sollozando amargamente, hasta que alcanzaste la cama de tu esposa. Estabas cubierto de barro y sangre y tenías las ropas hechas jirones. Parecías un hombre al que habían dado mil latigazos. El olor a orina de tus pantalones era intenso y estaba claro que te lo habías hecho encima mientras te golpeaban. Aunque tu esposa valoraba la limpieza por encima de casi todas las cosas, no dudó un instante en tumbarte en su cama, como muestra de afecto.

No sólo no le importaba lo sucio que estabas cuando te tumbó sobre su cama, sino que incluso me dejó permanecer en la habitación contigo, a pesar de que estaba cubierto de barro. Tu hijo se arrodilló junto a la cama, llorando.

—¿Qué te ha pasado, papá? ¿Quién te ha hecho esto?

Abriste los párpados, estiraste un brazo y le acariciaste la cabeza. Tenías lágrimas en los ojos.

Tu esposa trajo una palangana llena de agua caliente y la depositó sobre la mesilla de noche. Mi olfato me decía que le había añadido un poco de sal. Después de introducir una toalla en el agua, comenzó a quitarte la ropa. Trataste por todos los medios de incorporarte.

—No —le ordenaste, pero ella echó tus brazos hacia atrás, se arrodilló junto a la cama y te desabrochó la camisa.

Estaba claro que no querías la ayuda de tu esposa, pero estabas demasiado débil como para poder resistirte. Tu hijo la ayudó a quitarte la camisa y te tumbaste, desnudo de cintura para arriba, sobre la cama de tu esposa, mientras ella te limpiaba el cuerpo con agua salada y mientras algunas de sus lágrimas, también saladas, goteaban sobre tu pecho. Los ojos de tu hijo estaban húmedos, al igual que los tuyos. Las lágrimas resbalaban por los lados de tu cara.

Tu esposa no te hizo una sola pregunta durante todo ese tiempo y tú no le dijiste una sola palabra. Pero de vez en cuando, tu hijo te preguntaba:

—¿Quién te ha hecho esto, papá? ¡Voy a vengarte!

Tú no respondiste y tu esposa tampoco dijo nada, como si tuvierais un acuerdo secreto. Como no veía otra alternativa, tu hijo se dirigió hacia mí.

—¿Quién ha golpeado a mi padre, Pequeño Cuatro? ¡Llévame a donde estén para poder vengarle!

Ladré con suavidad, a modo de disculpa, ya que los vientos del tifón habían esparcido los olores y no era capaz de identificarlos.

Con la ayuda de tu hijo, tu esposa consiguió ponerte ropas secas, un pijama de seda, muy suelto y cómodo; pero el contraste hizo que tu rostro pareciera todavía más oscuro y la marca de nacimiento pareciera todavía más azul. Después de arrojar tus ropas sucias a la palangana y de secar el suelo con una fregona, dijo a tu hijo:

—Vete a la cama, Kaifang, va a amanecer pronto. Mañana tienes que ir al colegio.

Cogió la palangana, luego la mano de tu hijo, y salió de la habitación. Yo la seguí.

Después de lavar las ropas sucias, Hezuo se dirigió a la habitación que estaba situada en el ala este, donde encendió la luz y se sentó en el taburete, de espaldas a la tabla de cortar. Con los codos sobre las rodillas, apoyó la cabeza en las manos y miró al frente, parecía absorta en sus pensamientos.

Tu esposa se encontraba en la luz y yo en la oscuridad, de tal modo que podía ver su rostro con total claridad, sus labios color púrpura y sus ojos vidriosos. ¿En qué estaba pensando? No había manera de saberlo. Pero permaneció sentada allí hasta que despuntó el día.

Era la hora de preparar el desayuno. Me dio la sensación de que estaba cociendo fideos. Sí, eso era lo que estaba haciendo. El olor de la harina solapó todos los demás olores putrefactos que me rodeaban. Escuché los ronquidos que procedían del dormitorio. Estupendo, por fin habías conseguido dormir. Tu hijo se levantó con los ojos llenos de sueño, y corrió al cuarto de baño. Mientras escuchaba el sonido de Kaifang aliviándose, el olor de Pang Chunmiao se coló entre todos los olores pegajosos y lóbregos que flotaban en el aire y rápidamente se acercó, directo a nuestra puerta, sin ofrecer un momento de duda. Ladré una vez y luego bajé la cabeza, superado por las intensas emociones, con una mezcla de tristeza y abatimiento, como si una mano gigante me estuviera apretando la garganta.

Chunmiao dejó escapar en la puerta un sonido estridente, cargado de determinación, casi de enfado. Tu esposa salió corriendo a abrir y las dos mujeres se quedaron mirándose la una a la otra. Debiste haber pensado que tendrían muchas cosas que decirse, pero no abrieron la boca. Chunmiao avanzó hacia el patio, aunque habría sido más preciso decir que se arrojó a él. Tu esposa cojeó detrás de ella y estiró el brazo como si fuera a agarrarla por la espalda. Tu hijo salió precipitadamente al pasillo y corrió en círculos, con el rostro tenso, parecía que era un niño que simplemente no sabía qué hacer. Al final, se marchó y cerró la puerta.

Miré por la ventana y fui capaz de contemplar a Chunmiao corriendo por el vestíbulo y entrando en el dormitorio de tu esposa. Casi de inmediato se escucharon sus sollozos. Tu esposa entró a continuación, y sus lamentos superaron en intensidad a los de Chunmiao, Tu hijo estaba parapetado junto al pozo, llorando y salpicando agua sobre su rostro.

Después de que las mujeres dejaran de llorar, comenzaron las arduas negociaciones. No fui capaz de descifrar todo lo que decían, por culpa de los sollozos y los gimoteos que lanzaban, pero me enteré de casi todo.

—¿Cómo puedes haber sido tan cruel y haberle dado semejante paliza? —dijo Chunmiao.

—Chunmiao, no hay ninguna razón para que tú y yo seamos enemigas. Teniendo en cuenta todos los solteros libres que hay por ahí, ¿por qué estás decidida a destruir esta familia?

—Sé lo injusto que es esto para ti y ojalá pudiera abandonarle, pero no puedo. Te guste o no, es mi destino…

—Tú eliges, Jiefang —dijo tu esposa.

Después de un momento de silencio, te escuché decir:

—Lo siento, Hezuo, pero quiero estar con ella.

Vi cómo Chunmiao te ayudó a ponerte de pie y observé cómo los dos avanzabais hacia el vestíbulo, salíais por la puerta y entrabais en el patio, donde tu hijo sujetaba una palangana llena de agua. La vació en el suelo junto a tus pies, se puso de rodillas y dijo entre lágrimas:

—No abandones a mi madre, papá… Tía Chunmiao, puedes quedarte… Vuestras abuelas se casaron con mi abuelo, ¿no es cierto?

—Aquella era la sociedad de antes, hijo —dijiste compungido—. Cuida de tu madre, Kaifang. No ha hecho nada malo, todo es culpa mía y, aunque me marcho, haré todo lo que esté en mi mano para hacer que estéis atendidos.

—Lan Jiefang, puedes marcharte si quieres —dijo tu esposa desde la puerta—. Pero no olvides que de la única manera que podrás conseguir el divorcio será pasando por encima de mi cadáver.

Había una sonrisa burlona en su rostro, aunque las lágrimas inundaban sus ojos. Cuando trató de bajar los escalones, se cayó, pero consiguió ponerse de pie, dio un amplio rodeo alrededor de vosotros y se dirigió a tu hijo, que seguía a tus pies.

—¡Levántate! —gritó—. Ningún niño se pone de rodillas, ni aunque hubiera oro a sus pies.

A continuación, ella y el chico se quedaron en el cemento regado por la lluvia junto al pasillo para dejar paso y permitir que los dos os marcharais.

Empleando casi el mismo método al que había recurrido tu esposa para ayudarte a avanzar desde la puerta de entrada hasta su dormitorio, Chunmiao metió su brazo izquierdo por debajo del tuyo, que colgaba flácido delante de su pecho, y pasó su brazo derecho alrededor de tu cintura, de tal modo que los dos conseguisteis salir con dificultad por la puerta. Teniendo en cuenta su esbelta figura, Chunmiao parecía estar en constante peligro de perder el equilibrio por el enorme peso de tu cuerpo. Pero consiguió enderezarse y demostrar una fuerza que incluso a mí, a un perro, le pareció extraordinaria.

Una emoción extraña e inexplicable me llevó a la puerta después de que te fueras. Me quedé en los escalones y observé cómo te marchabas. Pisaste un charco tras otro de la avenida Tianhua y en poco tiempo tu pijama de seda blanco estaba salpicado de barro, al igual que las ropas de Chunmiao, una falda roja que resultaba especialmente llamativa entre la niebla. Caía una ligera lluvia lateral; algunas de las personas que salieron a la calle llevaban chubasqueros, otras sujetaban paraguas y todas ellas os lanzaban miradas curiosas mientras avanzabais.

Desbordado por la emoción, regresé al patio y me dirigí a mi perrera, donde me tumbé en el suelo y miré hacia la habitación del ala este. Tu hijo estaba sentado en un taburete, llorando; tu esposa colocó un cuenco de fideos calientes y humeantes en la mesa, delante de él.

—¡Come! —le ordenó.