Hong Tiyue organiza una protesta gubernamental
LA reunión para hablar sobre la disparatada propuesta de Jinlong se prolongó hasta el mediodía. El anciano secretario del Partido, Jin Bian —que antaño fue el herrero que colocó las herraduras al burro de Papá— había sido ascendido al cargo de vicepresidente del Congreso Municipal del Pueblo y se llegó a la conclusión de antemano de que Pang Kangmei fuera la siguiente en la línea por el puesto del Partido. Era la hija de un héroe nacional y una camarada que se había licenciado y que contaba con una amplia experiencia en los niveles inferiores. Apenas tenía cuarenta años y seguía siendo atractiva. Contaba con el apoyo entusiasta de sus superiores y con el de todos los que estaban detrás de ella. En otras palabras, tenía todo lo necesario para triunfar. La reunión fue extraordinariamente complicada, ya que ninguno de los dos bandos estaba dispuesto a renunciar a su posición. Por tanto, Pang Kangmei se limitó a golpear su mazo y anunció:
—¡Muy bien, lo haremos! Para sacar adelante la fase inicial necesitaremos trescientos millones de yuan. Hablaremos con los bancos para tratar de reunir esa cantidad. Formaremos un Grupo de Inversión de Empresarios para atraer capital de inversión tanto de fuentes locales como internacionales.
Yo permanecí distraído durante toda la reunión, utilizando las visitas al cuarto de baño como excusa para realizar llamadas telefónicas a la librería Nueva China. La mirada de Pang Kangmei me seguía como un láser. Yo me limitaba a sonreír a modo de disculpa y señalar a mi estómago.
Llamé tres veces a la librería. Al final, al tercer intento, la dependienta que tenía una voz ronca dijo acaloradamente:
—Otra vez tú. Deja de llamar. Ha salido con la esposa tullida del jefe adjunto del condado Lan y todavía no ha regresado.
Llamé a casa. No obtuve respuesta.
La silla sobre la que me encontraba sentado me quemaba como una parrilla caliente y soy consciente del mal aspecto que debía ofrecer mientras permanecía en la reunión, ya que por mi mente se sucedía una imagen aterradora tras otra. La más trágica de todas era la de mi esposa asesinando a Chunmiao en una aldea aislada o en un lugar remoto y luego suicidándose. En mi ensoñación, una multitud de curiosos se había congregado alrededor de los cuerpos, y los coches de la policía, con las sirenas rugiendo, llegaban a toda velocidad a la escena. Lancé una mirada furtiva a Kangmei, que estaba describiendo con soltura los distintos aspectos del anteproyecto de Jinlong mientras manejaba un puntero, al tiempo que mi embotado cerebro sólo era capaz de pensar cómo, al minuto siguiente, al próximo segundo, en cualquier momento, ese enorme escándalo iba a aterrizar en mitad de esa reunión como una bomba suicida que haría volar por los aires multitud de fragmentos de acero y de carne…
La reunión fue suspendida entre aplausos que contenían una serie de consecuencias complejas. Salí precipitadamente de la sala, seguido por un comentario malicioso que me dedicó uno de los presentes:
—El jefe del condado debe tener la vejiga llena.
Corrí hacia el coche y cogí por sorpresa a mi chófer, pero antes de que pudiera salir para abrirme la puerta, yo ya me había lanzado al asiento trasero.
—¡Vámonos! —dije con impaciencia.
—No podemos —contestó, denotando cierta impotencia.
Tenía razón, no podíamos irnos. La sección administrativa había aparcado los vehículos en fila por orden de graduación. La berlina plateada modelo Crown Victoria de Pang Kangmei se encontraba a la cabeza de la hilera de coches desplegada delante del edificio. El siguiente en la cola era el Nissan del jefe del condado, luego estaba el Audi negro del presidente de la Conferencia Consultiva del Pueblo, luego el Audi blanco del director municipal del Congreso Nacional del Pueblo…, mi Volkswagen Santana era el vigésimo. Todos estaban holgazaneando. Al igual que yo, algunos de los asistentes ya estaban sentados dentro de sus vehículos, mientras que otros se encontraban cerca de la puerta, enfrascados en serenas conversaciones. Todo el mundo estaba esperando a Pang Kangmei, que salió del edificio con una sonrisa. Llevaba un traje de negocios azul zafiro de cuello alto con una reluciente insignia en la solapa. Le dijo a todo el mundo que las únicas joyas que poseía eran de bisutería y que, según su hermana, se podía llenar un cubo con ellas. Chunmiao, ¿dónde estás, mi amor? Estaba a punto de salir del coche y correr hacia la calle, pero Kangmei por fin entró en el coche y se marchó, seguida por una procesión de automóviles que salía del recinto. Los centinelas permanecían atentos a ambos lados de la puerta, con el brazo derecho levantado a modo de saludo. Todos los coches torcieron hacia la derecha.
—¿A dónde van todos, Pequeño Hu? —pregunté invadido por la ansiedad.
—Al banquete que celebra Ximen Jinlong —dijo, y me entregó una enorme invitación roja y dorada.
Recordé vagamente que alguien había comentado durante la reunión:
—¿De qué sirve prolongar por más tiempo esta discusión? El banquete de celebración nos está esperando.
—Da la vuelta —dije impaciente.
—¿A dónde vamos? —De regreso a la oficina.
Aquello no le agradó. Yo sabía que en esa clase de acontecimientos a los chóferes no sólo se les agasajaba con una buena comida, sino que también les daban regalos. Además, el presidente de la junta, Ximen Jinlong, tenía fama de mostrarse especialmente generoso en este sentido. Para tratar de consolar a Pequeño Hu, y para disculparme por mi comportamiento, le dije:
—Deberías ser consciente de cuál es mi relación con Ximen Jinlong.
Sin responder, giró ciento ochenta grados y se dirigió de vuelta a mi edificio de oficinas. Tuve la mala suerte de que era día de mercado en Nanguan. Una multitud de personas montadas en bicicletas y tractores, en carros tirados por burros y a pie, se agolpaba en la avenida del Pueblo. A pesar del uso generoso que hizo de la bocina, Pequeño Hu se vio obligado a avanzar despacio entre el tráfico.
—Los malditos guardias de tráfico están todos bebiendo en algún lugar —protestó.
Yo le ignoré. ¿A mí qué me importaba si los guardias de tráfico estaban bebiendo? Por fin, conseguimos llegar a la oficina, donde mi coche rápidamente se vio rodeado por una multitud de personas que parecía haber brotado del suelo.
Algunas ancianas vestidas con harapos se sentaron delante de mi coche, dando palmas con las manos en el suelo y llenando el aire de lamentos, aunque sin derramar una sola lágrima. Al igual que hacen los magos cuando se encuentran en el escenario, varios hombres de mediana edad desplegaron estandartes que contenían proclamas: Devolvednos nuestra tierra, abajo con los oficiales corruptos, y cosas así. Una docena de hombres estaba de rodillas detrás de las ancianas y sujetaban pedazos de tela blancos que contenían algunas palabras. A continuación, algunas personas se colocaron detrás del coche entregando octavillas, tal y como solían hacer los Guardianes Rojos durante la Revolución Cultural o los plañideros profesionales que sacaban dinero durante los funerales rurales. La gente se agolpó a nuestro alrededor y nos impedía salir del vehículo. Mi mirada se tropezó con el pelo canoso de Hong Taiyue. Apoyado por un par de jóvenes, avanzaba hacia mí desde el pino que se levantaba al este de la puerta principal. Se detuvo justo delante de los campesinos y detrás de las ancianas que estaban sentadas, en un espacio que era evidente que habían reservado para él. Aquella era una multitud de demandantes organizada y disciplinada, conducida, por supuesto, por Hong Taiyue, que añoraba desesperadamente el espíritu colectivo de la Comuna del Pueblo y la testaruda perseverancia de Lan Lian, el campesino independiente. Esas dos figuras excéntricas del concejo de Gaomi del Noreste habían sido como un par de bombillas de tamaño gigante, esparciendo su luz en todas las direcciones, como dos banderas voladoras, una roja y la otra negra. Hong Taiyue se dio la vuelta y sacó su hueso de cadera de buey, que por entonces se había teñido de amarillo por los años, pero conservaba las nueve monedas de cobre que colgaban alrededor del borde. Lo levantó en el aire, luego lo bajó, una y otra vez, cada vez más rápido, creando un sonido rítmico que sonaba hua langlang, hua langlang. Aquel hueso suponía un recuerdo importante de su gloriosa historia, como la espada empleada por un guerrero contra su enemigo. La habilidad principal de Hong Taiyue era sacudirlo, al igual que su hablar de forma rítmica:
Hua langlang, hua langlang, el hueso canta y yo comienzo mi tema.
¿Cuál es mi historia de hoy? El proyecto de restauración de Ximen Jinlong.
Comenzó a llegar más gente y llenaban el recinto de ruido, pero guardaban silencio casi al unísono.
Hay una aldea de Ximen situada en el concejo de Gaomi del Noreste, pintoresca como un sueño.
Donde se encontraba el famoso Jardín del Albaricoque, en el que se criaban cerdos, formando un equipo.
El grano era abundante, los animales prosperaban, la línea revolucionaria del Presidente Mao brillaba como el sol.
Llegado a este punto, Hong Taiyue lanzó el hueso al aire, se dio la vuelta y, ante el asombro de todos, lo atrapó antes de que cayera al suelo. Mientras se encontraba en el aire, emitió su particular sonido, casi como si fuera un ser vivo. ¡Asombroso! La multitud rugió. Se escuchó un aplauso. La expresión que se dibujaba en el rostro de Hong Taiyue había sufrido un cambio notable. Luego prosiguió:
El tirano terrateniente de la aldea, Ximen Nao, nos dejó a un lobo bastardo de ojos blancos.
El nombre de aquel camarada es Jinlong, que desde niño ocultaba con sus buenas palabras sus depravados actos.
Se abrió paso en la Liga de Jóvenes y en el Partido Comunista.
Usurpando la autoridad, se convirtió en secretario del Partido para ajustar viejas cuentas como si fuera un lunático.
Dividió las tierras en parcelas para fomentar la agricultura independiente y robó la propiedad de la Comuna del Pueblo.
Restauró a los terratenientes, rehabilitó a los elementos nocivos, haciendo felices a los demonios de los bueyes y a los espíritus de la serpiente.
Se me parte el corazón cuando hablo de estas cosas, ya que hacen que las lágrimas y el llanto resbalen por mi rostro…
Lanzó el hueso al aire y lo atrapó con la mano derecha mientras se secaba las lágrimas con la izquierda. La siguiente vez lo atrapó con la mano izquierda y se secó los ojos con la derecha. Aquel hueso parecía una comadreja que saltaba de una mano a otra. El aplauso era ensordecedor y ahogaba prácticamente el sonido de las sirenas de la policía.
Hong, cada vez con más pasión, prosiguió:
Entonces, en 1991, el pequeño canalla apareció con otro malvado complot.
Quiere expulsarnos de la aldea para convertirla en una urbanización turística.
Quiere destruir la buena tierra de cultivo para convertirla en un campo de golf, en un casino de juego, en un burdel, en un baño público, y convertir a la socialista aldea de Ximen en una cúpula del placer imperialista.
Camaradas, aldeanos, golpeaos el pecho y pensad que ha llegado la hora de que se produzca una lucha de clases.
¿Deberíamos asesinar a Ximen Jinlong? Aunque tenga mucho dinero, mucho prestigio, muchos apoyos; aunque su hermano, Jiefang, sea el jefe adjunto del condado. Si nos unimos, seremos fuertes. Acabemos con los reaccionarios, acabemos con todos ellos, acabemos con todos ellos…
La multitud respondió con un rugido. El pueblo maldijo y juró. Todos se rieron, patearon el suelo con los pies y comenzaron a dar saltos invadidos por la rabia. El caos reinó en la puerta. Yo sólo trataba de encontrar la oportunidad de salir del coche y, como un aldeano más, escapar de allí. Pero en el discurso rítmico que en aquel momento estaba lanzando Hong Taiyue me acusaba de apoyar a Jinlong y eso hizo que mi cuerpo se estremeciera al pensar lo que podría suceder si me enfrentaba a esa multitud enfervorecida.
Lo único que podía hacer era ponerme las gafas de sol para ocultar mi rostro y recostarme en el asiento hasta que llegara la policía y dispersara aquella manifestación.
Observé cómo una docena de policías se encontraba en el perímetro de la manifestación blandiendo sus porras: oh, no, ahora me encontraba en mitad de la multitud, estaba rodeado.
Me puse las gafas, me coloqué en la cabeza una gorra azul, hice todo lo que pude por cubrir mi marca de nacimiento azul y abrí la puerta del coche.
—No salgas, jefe —dijo mi chófer, claramente alarmado.
Pero lo hice y avancé agazapado, hasta que me tropecé y caí de bruces en el suelo. Las patillas de mis gafas se habían roto, se me había caído la gorra de la cabeza y mi rostro permanecía pegado al cemento caliente por el sol del mediodía. Me dolían los labios y la nariz. De repente, me encontraba atrapado por una desesperación que me inmovilizaba y pensé que lo fácil habría sido morir ahí mismo. Era posible que hasta me despidieran preparando un funeral con honores de héroe. Pero entonces pensé en Pang Chunmiao. No podía morir sin verla una vez más, aunque mi última imagen de ella fuera en su ataúd. Mientras conseguía ponerme de pie, un coro de gritos se precipitó a mi alrededor:
—¡Es Lan Jiefang, mirad su rostro azul! ¡Es el avalista de Ximen Jinlong!
—¡Atrapadlo, que no se escape!
Todo se tiñó de negro, luego sobrevino una luz cegadora y los rostros que me rodeaban se crisparon, como herraduras hundidas en el agua después de salir de la forja, emitiendo rayos azules de acero. Me retorcieron los brazos bruscamente detrás de la espalda. Tenía la nariz caliente y me dolía y sentía como si un par de gusanos se estuviera enroscando en mi labio superior. Alguien me dio un rodillazo en el trasero, otro me lanzó una patada en la espinilla y otro me golpeó en la espalda. Vi cómo mi sangre se vertía sobre el asfalto y se convertía inmediatamente en un humo negro.
—¿Eres tú, Jiefang? —dijo una voz familiar que venía de algún lugar por encima de mi cabeza, y rápidamente recobré la compostura. Me obligué a expulsar mis telarañas de la cabeza para poder pensar, y concentré la mirada todo lo que pude.
Delante de mí tenía el rostro de Hong Taiyue, que era la viva imagen del sufrimiento y del odio. Por alguna extraña razón, me empezó a doler la nariz, mis ojos se calentaron y comenzaron a derramarse las lágrimas, lo mismo que sucede cuando ves a un amigo que se encuentra en peligro.
—Buen Tío —sollocé—. Diles que me suelten…
—Soltadle, os he dicho que le soltéis… —escuché sus gritos y le vi agitar su hueso de buey como si fuera la batuta de un director de orquesta—. ¡No quiero violencia! ¡Esta es una manifestación pacífica! Jiefang, eres el jefe adjunto del condado, el oficial del pueblo, así que tienes que luchar por nosotros, los aldeanos, e impedir que Ximen Jinlong lleve a cabo su disparatado proyecto —suplicó Hong Taiyue—. Tu padre iba a hacer una petición en nuestro nombre, pero tu madre se ha puesto enferma, así que no ha podido venir.
—Tío Hong, puede que Jinlong y yo hayamos nacido de la misma madre, pero nunca nos hemos llevado bien, ni siquiera cuando éramos niños. Lo sabes tan bien como yo —dije, restregándome la sangre de la nariz—. Yo me opongo a su plan tanto como tú, así que déjame marchar.
—¿Habéis oído eso? —dijo Hong Taiyue, sacudiendo su hueso de buey—. El jefe adjunto del condado Lan está de nuestra parte.
—Voy a remitir vuestras quejas siguiendo el proceso formal. Pero ahora os tenéis que dispersar —dije apartando a las personas que se encontraban delante de mí. Y con la mayor serenidad que pude, añadí—: ¡Estáis incumpliendo la ley!
—¡No le dejéis marchar hasta que no firme un compromiso!
Aquello me puso tan furioso que estiré el brazo y arrebaté el hueso del buey de las manos de Hong Taiyue. Lo blandí por encima de mi cabeza como si fuera una espada, haciendo retroceder a la multitud, a todos salvo a una persona a la que golpeé en el hombro y a otra a la que golpeé en la cabeza.
—¡El jefe adjunto del condado está atacando al pueblo!
Aquello me favoreció, estuviera bien o mal. Y, estuviera bien o mal, me abrí un camino con el hueso del buey, avancé a través de la multitud y conseguí llegar hasta el edificio. Subí las escaleras de tres en tres hasta llegar a mi oficina. Miré por la ventana a todas esas cabezas relucientes que se encontraban al otro lado de la puerta, luego escuché unos golpes sordos y vi una nube de humo rosa ascender por el aire; en ese momento me di cuenta de que la policía por fin había recurrido al uso de gases lacrimógenos. Se desató un tumulto. Arrojé desde lo alto el hueso de cadera de buey, cerré la ventana y di por finalizado mi trato con el mundo exterior. No era un representante del gobierno demasiado bueno, ya que estaba más preocupado por mis propios problemas que por el sufrimiento del pueblo. De hecho, me agradaba ver a esas pobres gentes presentando sus reclamaciones al gobierno, ya que sería tarea de Pang Kangmei y de sus camaradas arreglar todo ese desaguisado. Descolgué el teléfono y marqué el número de la librería. No obtuve respuesta. Llamé a casa. Respondió mi hijo, que aplacó un poco mi ira.
—Kaifang —dije mostrando toda la calma que pude—, déjame hablar con tu madre.
—¿Qué os pasa a mamá y a ti? —preguntó con voz triste.
—Nada —dije—. Déjame hablar con ella.
—No se encuentra aquí y el perro no ha venido a recogerme al colegio —dijo—. No me ha preparado el almuerzo y lo único que ha dejado es una nota.
—¿Qué dice la nota?
—Te la leeré —dijo—. «Kaifang, prepárate algo de comer. Si papá llama, dile que estoy en la tienda de salsa de chile que se encuentra en la avenida del Pueblo». ¿Qué significa todo esto?
No se lo expliqué.
—Hijo mío, no te lo puedo decir, al menos por ahora.
Colgué el teléfono y miré por mi despacho. El hueso de buey estaba sobre mi mesa y tenía la vaga sensación de que debía llevarme algo, pero no fui capaz de averiguar qué era. Bajé corriendo las escaleras. El espacio cercano a la puerta estaba inmerso en el caos, ya que todo el mundo se había agolpado para escapar de ese humo que picaba en la nariz y quemaba los ojos. Toses, maldiciones, gritos, todos los sonidos se mezclaban en el aire. El clamor parecía terminarse cerca del edificio, pero comenzaba en la puerta. Me tapé la nariz, corrí alrededor del edificio, me escabullí por la puerta de atrás y me dirigí rápidamente hacia el este. Pasé corriendo por delante del cine que se encontraba en el callejón Curtidores de Piel, luego torcí hacia el sur y me dirigí hacia la avenida del Pueblo. Los distraídos zapateros remendones de las tiendas que se alineaban a lo largo del callejón enseguida asociaron la huida del jefe adjunto con la conmoción que se vivía en el edificio de oficinas del condado. Era muy probable que los residentes del condado no fueran capaces de reconocer a Pang Kangmei si la veían por la calle, pero todo el mundo me reconocía a mí.
La encontré en la Avenida del Pueblo, a Hezuo y al perro que iba a su lado, a ese hijo de puta. La multitud corría por todas partes, haciendo caso omiso a las leyes del tráfico, y los coches y la gente se unían, mientras las bocinas bramaban. Crucé la calle como si fuera un niño jugando a la rayuela. Algunas personas me reconocieron, pero la mayoría de ellas no lo hicieron.
Corrí hacia ella, sin aliento; Hezuo se limitó a mirar al árbol. Pero tú, hijo de puta, me miraste a mí, con una mirada de desolación en los ojos.
—¿Qué has hecho con ella? —le imploré.
Sus mejillas se retorcieron y su boca se torció en algo que se asemejaba a una sonrisa. Pero su mirada permaneció clavada en el árbol.
Al principio, lo único que vi era algo negro, unos borrones negros en el tronco, pero cuando miré con atención observé unos enjambres de desagradables moscas azules. Por tanto, miré todavía con mayor atención y vi la palabra y los signos de exclamación que había pintado. Percibí el olor de la sangre. Mis ojos se nublaron y casi se quedaron en blanco. Al parecer, lo que más temía de todo había sucedido. La había matado y había escrito en el árbol algunas letras con su sangre. Sin embargo, conseguí preguntar a duras penas:
—¿Qué le has hecho?
—No le he hecho nada —dijo dando una patada al árbol, que hizo que las moscas salieran volando con un zumbido que te revolvía las tripas. Me enseñó su dedo envuelto en un emplasto—. Es mi propia sangre. Lo he escrito con mi sangre para convencerla de que te abandone.
Como un hombre al que han aliviado de una insoportable carga, me sentí superado por el agotamiento. Me senté en cuclillas y, aunque notaba calambres en los dedos, que estaban retorcidos como garras, conseguí sacar un paquete de cigarrillos del bolsillo, encender uno y dar una profunda calada. El humo pareció abrirse paso hasta mi cerebro, donde serpenteó entre sus valles y sus canales hasta crear en mi cuerpo una sensación de bienestar. Cuando las moscas salieron volando del árbol, la palabra que había pintado en él penetró trágicamente en mis ojos. Pero las moscas regresaron enseguida y la cubrieron de nuevo, haciendo que resultara casi invisible.
—Le dije —prosiguió mi esposa con cierta monotonía, sin siquiera mirarme—, que si te abandona, no diré una palabra. Se puede enamorar, casar, tener un hijo y disfrutar de una vida decente. Pero si no te abandona, entonces ella y yo nos veremos las caras.
Se giró bruscamente y me apuntó con el dedo índice que se había herido y tapado. Sus ojos resplandecían mientras, con una voz heladora que me recordaba a un perro arrinconado, dijo:
—Me voy a morder de nuevo este dedo y a exponer públicamente vuestro escándalo con letras de sangre en la puerta del edificio de oficinas del condado, en el edificio del Comité del Partido, en el edificio de la Conferencia Consultiva del Pueblo, en el edificio local del Congreso del Pueblo, en la comisaría de policía, en el juzgado, en la oficina del procurador, en el teatro, en el cine, en el hospital y en todos los árboles y paredes que pueda…, hasta que me quede sin sangre.