Huan Hezuo escribe un mensaje en sangre
DESPUÉS de dejar a tu hijo en el colegio, un vehículo plateado modelo Crown Victoria se detuvo y aparcó delante de la puerta de la escuela. Una chica vestida elegantemente bajó del coche y tu hijo la saludó con la mano, tal y como haría cualquier chico americano:
—¡Hola, Fenghuang!
Ella le devolvió el saludo.
—¡Hola, Jiefang!
Los dos entraron juntos por la puerta.
Crucé la calle, torcí hacia el este y luego me dirigí hacia el norte, avanzando lentamente hacia la estación de ferrocarril. Aquella mañana, tu esposa me había entregado cuatro rollos de cebollas y, para no parecer desagradecido, me los comí. Ahora reposaban pesadamente en mi estómago. Cuando el perro lobo húngaro que vivía detrás del restaurante olió mi rastro, lanzó un ladrido amistoso a modo de saludo. No me apetecía responder. Aquella mañana no me sentía un perro feliz. Tenía la corazonada de que, antes de que acabara el día, iban a suceder cosas terribles tanto al hombre como al perro. Como era de esperar, me había encontrado a tu esposa por el camino antes de que llegara a su lugar de trabajo. La saludé emitiendo algunos sonidos perrunos para hacerle saber que tu hijo había llegado sano y salvo al colegio. Se bajó de la bicicleta y dijo:
—Pequeño Cuatro, lo has visto con tus propios ojos, él ya no nos quiere.
Dedicándole una mirada de complicidad, avancé hacia ella y moví la cola para tratar de que se sintiera mejor. El hecho de que no soportara el olor a grasa que se había aferrado a su cuerpo no alteraba el hecho de que fuera mi ama. Dejó la bicicleta junto al bordillo y me hizo una señal para que la acompañara, cosa que hice al instante. El borde de la carretera estaba abarrotado de flores blancas que caían de las sóforas del Japón. Un desagradable olor procedente del cubo de la basura en forma de oso panda estaba suspendido en el ambiente. Los tractores de la granja, que empujaban remolques llenos de verduras y expulsaban humo negro por sus tubos de escape, bajaban rugiendo por la calle hasta que eran detenidos en la intersección por un policía. Un par de perros había encontrado su fin el día anterior por culpa de las condiciones caóticas del tráfico. Tu esposa me tocó el hocico.
—Tiene a otra mujer, Pequeño Cuatro —dijo—. Lo puedo oler en él. Tú tienes mejor olfato que yo, así que seguro que también lo sabes.
A continuación, sacó de la cesta de su bicicleta su monedero de cuero negro, que en algunas partes se había vuelto blanco por el uso, extrajo una hoja de papel y la desplegó. En ella había dos largos mechones de pelo. Los cogió y los sujetó delante de mi hocico.
—Son de esa mujer —dijo—. Estaban en sus ropas. Quiero que me ayudes a encontrarla.
Sus ojos estaban húmedos, pero pude ver una llamarada en ellos.
No lo dudé un instante. Era mi trabajo. Lo cierto es que no me hizo falta olisquear esos cabellos para saber a quién tenía que buscar. Bien, comencé a trotar en busca de un olor que se asemejaba a los fideos de alubias, mientras tu esposa me seguía en su bicicleta. Por culpa de su lesión, mantenía mejor el equilibrio cuando pedaleaba deprisa que si avanzaba despacio.
Cuando llegamos a la librería Nueva China, dudé unos instantes, ya que la esencia que emanaba del cuerpo de Pang Chunmiao me produjo una sensación agradable. Pero cuando miré hacia atrás y vi a tu esposa cojeando hacia mí, tomé la decisión de seguir adelante. Después de todo, yo no era más que un perro y se supone que los perros deben ser fieles a sus amos. Ladré un par de veces en la entrada y tu esposa empujó la puerta para dejarme pasar primero. Ladré dos veces a Pang Chunmiao, que estaba limpiando un mostrador con un paño húmedo, y bajé la cabeza. No me sentía capaz de mirarla a los ojos.
—¿Cómo es posible que sea ella? —dijo tu esposa.
Mantuve la cabeza agachada y gimoteé. Hezuo miró el rostro enrojecido de Pang Chunmiao.
—¿Cómo es posible que seas tú? —dijo de forma vacilante, delatando en su voz sus sentimientos traicionados y cargados de agonía y desesperación—. ¿Por qué eres tú?
Las dos dependientas de mediana edad lanzaron a la recién llegada y a su perro una mirada cargada de sospecha. La que tenía el rostro enrojecido, cuyo aliento apestaba a puerros y a doufu en adobo, gritó con enfado:
—¿De quién es ese perro? ¡Sacadlo de aquí!
La otra dependienta, cuyo trasero olía a ungüento para las hemorroides, dijo con suavidad:
—¿No es el perro del jefe del condado Lan? En ese caso, esta mujer debe ser su esposa…
Tu esposa se volvió y le lanzó una mirada cargada de odio. Las dos bajaron la cabeza. A continuación, en voz alta, tu esposa se enfrentó a Pang Chunmiao.
—Sal fuera —dijo—. El monitor de clase de mi hijo me ha enviado a hablar contigo.
Después de que tu esposa abriera la puerta para dejarme salir, pasó por el lateral de la puerta y, sin mirar a su espalda, caminó hacia su bicicleta, le quitó el candado y la empujó por la calle, avanzando hacia el este. Yo iba justo detrás de ella. Escuché abrir y cerrar la puerta de la librería Nueva China y no me hizo falta mirar para saber que Pang Chunmiao había salido. Su olor era más intenso que nunca, tal vez producto de los nervios.
Delante de una tienda de salsa de chile, tu esposa se detuvo y se agarró con las dos manos a un árbol del plátano francés, mientras le temblaban las piernas. Chunmiao apareció con evidentes signos de duda y se detuvo tres metros antes de llegar a nosotros. Tu esposa miraba de frente al tronco del plátano. Yo tenía un ojo puesto en cada una de las dos mujeres.
—No tenías más que seis años cuando comenzamos a trabajar en la planta de procesado del algodón —dijo tu esposa—. Somos veinte años mayores que tú, pertenecemos a distintas generaciones. Está claro que mi marido te ha engañado —prosiguió—. Es un hombre casado y tú eres una jovencita. Es un hombre completamente irresponsable, un bruto que te ha hecho daño.
Tu esposa se dio la vuelta, apoyó la espalda en el árbol y miró a Pang Chunmiao.
—Con esa marca de nacimiento azul parece tener tres partes de humano y siete partes de demonio. ¡Saber que estás con él es como plantar una flor fresca en una montaña de excrementos de vaca!
Un par de coches patrulla, con las sirenas encendidas, pasó a toda velocidad atrayendo las miradas de curiosidad de todas las personas que se encontraban en la calle.
—Ya le he dicho que la única forma en la que puede conseguir la libertad es pasando por encima de mi cadáver —dijo tu esposa emocionada—. Ya sabes cómo son estas cosas. Tu padre, tu madre y tu hermana son figuras públicas. Si corriera la voz de vuestra relación, la vergüenza que sentirían sería abrumadora y no tendrían un lugar donde ocultar su rostro. En cuanto a mí, ¿qué me importa nada? He perdido la mitad de mi trasero y no poseo ninguna reputación que salvaguardar, así que no tengo nada que perder.
Los niños del jardín de infancia estaban cruzando en ese momento la calle, con una niñera por delante y otra por detrás, y dos más corriendo arriba y abajo y gritando sin parar para mantener a los niños en fila. Los coches que avanzaban en las dos direcciones se detenían en el paso de cebra.
—Te aconsejo que le abandones y encuentres a otra persona de la que enamorarte. Cásate, ten un hijo y te doy mi palabra de que nunca voy a hablar a nadie de esto. Huang Hezuo puede resultar grotesca y despertar lástima, pero siempre cumple su palabra.
En ese momento, tu esposa se limpió los ojos con el dorso de la mano antes de ponerse un dedo la boca. Vi cómo se tensaban los músculos de la mandíbula. Se quitó el dedo de la boca y percibí el olor a sangre. La punta de su dedo estaba sangrando y observé cómo escribió una palabra en sangre sobre el tronco pulido del árbol del plátano francés:
ABANDÓNALO.
Tras lanzar un gemido, Pang Chunmiao se tapó la boca con la mano, se giró y se alejó por la calle, corrió unos cuantos pasos, luego caminó, corrió y caminó, corrió y caminó, tal y como suelen avanzar los perros, sin quitarse la mano de la boca ni un instante. Aquella escena me entristeció. En lugar de regresar a la librería Nueva China, se dio la vuelta y desapareció por un callejón. Dirigí la mirada hacia el rostro demacrado de tu esposa y me quedé helado. Estaba claro que Pang Chunmiao, que todavía era una niña, no era rival para tu esposa, la víctima de todo este asunto; sus lágrimas se negaban a salir de la seguridad de sus ojos. Había llegado la hora, pensé, de que me llevara a casa, pero no lo hizo. Su dedo todavía sangraba, estaba perdiendo demasiada sangre, así que rellenó los trazos que faltaban y repasó las partes que estaban un poco borrosas. Todavía había sangre, así que añadió un signo de exclamación. Luego otro, y otro…
¡¡¡ABANDÓNALO!!!
Una declaración perfectamente válida, aunque daba la sensación de que quería escribir más. Pero ¿qué necesidad había de adornar algo que ya era hermoso? Por tanto, se sacudió el dedo y se lo puso en la boca, luego se metió la mano por el cuello y sacó un emplasto medicinal de su hombro para envolver el dedo herido. Sólo se lo llegó a aplicar aquella mañana.
Después de retroceder unos pasos para admirar su declaración, escrita en sangre para incitar a Chunmiao a que tomara una decisión y también para que le sirviera de advertencia, sonrió satisfecha antes de avanzar con su bicicleta por la calle; yo iba tres o cuatro metros detrás de ella. Se detuvo a mirar de nuevo el árbol un par de veces, como si tuviera miedo de que alguien llegara y borrara lo que había escrito.
Al llegar a una intersección esperamos a que se abriera el semáforo, aunque lo cruzamos con el corazón en la boca, por culpa de los motoristas de chaquetas negras para los que el semáforo en rojo no era más que un adorno y de los conductores de los automóviles que apenas prestaban atención a los semáforos. En los últimos días, un puñado de adolescentes había formado lo que llamaban una «Banda de demonios a velocidad de Honda», cuyo propósito era atropellar con sus motocicletas Honda a la mayor cantidad posible de perros. Cada vez que impactaban con uno, pasaban por encima de él una y otra vez, hasta que sus intestinos acababan esparcidos por toda la calle. Después, lanzando un agudo silbido, iban a por el siguiente. Nunca acabé de comprender por qué odiaban tanto a los perros.