XLIII. Huan Hezuo, tremendamente enfadada, hornea pan

El Perro Cuatro, completamente borracho, se muestra melancólico

MIENTRAS ponías las cartas sobre la mesa con tu esposa, todavía envuelto en la abrumadora fragancia que te dejó haber hecho el amor con Pang Chunmiao, yo me encontraba en el exterior del edificio, acurrucado debajo del alero, mirando a la luna, absorto en mis pensamientos. Los rayos de luna resultaban completamente irracionales. Como había luna llena, todos los perros del condado habían sido convocados para que se reunieran en la plaza Tianhua. El primer punto del orden del día era hacer un homenaje al mastín tibetano que no pudo adaptarse a la vida por debajo del nivel del mar, lo cual le provocó que sus órganos internos fallaran, padeciera un derrame interno y se muriera. El siguiente fue preparar la celebración para mi tercera hermana, que se había casado cuatro meses atrás con un husky noruego que pertenecía al presidente de la Conferencia de Consulta Política del condado y hacía un mes que había tenido una camada de tres cachorros bastardos de cara blanca y ojos amarillos.

Lan Jiefang, saliste precipitadamente de la casa y me dedicaste una mirada significativa mientras pasaste a mi lado. Te devolví la mirada con una serie de ladridos: viejo amigo, creo que los tiempos felices se han acabado para ti. Siento cierta hostilidad hacia ti. El olor de Pang Chunmiao que llevabas contigo conseguía reducir un poco toda la hostilidad que sentía hacia ti.

Mi olfato me decía que te dirigías hacia el norte, a pie, siguiendo la misma ruta que yo empleaba cuando llevaba a tu hijo al colegio. Gracias a que la puerta estaba abierta, me llegó un fuerte ruido desde el interior de la casa producido por tu esposa y, a través de la rendija, pude verla levantar el cuchillo de carnicero y, con un fuerte golpe, destrozar las cebollas y los buñuelos que estaban extendidos sobre la tabla de cortar. El olor acre de las cebollas troceadas y el hedor rancio de los buñuelos se extendieron rápidamente por toda la habitación. En aquel momento, tu olor te colocó en el puente Tianhua y se mezcló con el hedor putrefacto del agua sucia que corría por debajo de él. A cada sacudida del cuchillo, su pierna izquierda se tambaleaba ligeramente, acompañada por una sola palabra: «¡Odio!».

Tu hijo salió corriendo de la casa principal para ver qué estaba pasando en la habitación auxiliar.

—¡Mamá! —gritó alarmado—, ¿qué estás haciendo?

Realizó dos cortes violentos más, que por fin le permitieron descargar todo el odio que sentía. Dejó el cuchillo sobre la tabla, le dio la espalda para secarse las lágrimas y dijo:

—¿Por qué no estás en la cama? ¿No tienes colegio mañana?

Lan Kaifang se acercó a ella.

—¡Estás llorando, mamá! —gritó con fuerza.

—¿Cómo que estoy llorando? ¿Acaso hay algún motivo para llorar? Es por culpa de las cebollas.

—¿Por qué estás cortando cebollas en mitad de la noche?

—Vete a la cama. Si mañana llegas tarde al colegio, te voy a enseñar lo que significa llorar.

El enfado que se percibía en su voz era inconfundible. Cogió el cuchillo y eso asustó a su hijo, que retrocedió y comenzó a murmurar para sus adentros.

—¡Vuelve aquí! —dijo Hezuo, mientras le acariciaba la cabeza con una mano y sujetaba el cuchillo con la otra—. Quiero que estudies mucho y seas un chico de provecho. Voy a prepararte tortitas con cebolla.

—No me apetece, mamá —dijo—. Estás cansada, trabajas tanto…

Pero ella le empujó hacia la puerta.

—No estoy cansada. Ahora sé un buen chico y vete a la cama.

Lan Kaifang dio unos cuantos pasos, luego se detuvo y se giró.

—Papá va a volver a casa, ¿verdad?

Hezuo no dijo nada durante unos segundos. Luego respondió:

—Sí, pero ha salido. Esta noche tiene que hacer horas extras.

—¿Cómo es que siempre tiene que hacer horas extras?

Todo aquel episodio me resultó deprimente. Cuando me encontraba entre los perros, yo podía mostrarme completamente insensible. Pero en una familia de humanos, las emociones me llegaban de todas partes.

Tal y como había prometido, tu esposa se puso a trabajar preparando tortitas con cebolla. Elaboró la masa, en tanta cantidad que acabó con una pila del tamaño de media almohada. ¿Qué estaba pensando, que iba a dar de comer a todos los compañeros de clase de tu hijo con pan recién horneado? Sus hombros huesudos subían y bajaban según trabajaba mientras el sudor oscurecía la parte de atrás de su chaqueta. De vez en cuando, algunos gritos mezclados con llantos delataban su ira, su tristeza y muchos de sus recuerdos. Algunas de las lágrimas cayeron sobre la pechera de su chaqueta, otras sobre el dorso de las manos y otras directamente en la masa, que cada vez era más blanda y producía un aroma ligeramente dulce. Después de añadir un poco de harina, continuó elaborándola. De vez en cuando comenzaba a sollozar, pero de pronto se paraba y se secaba las lágrimas con las mangas. Enseguida su rostro estuvo salpicado de harina blanca, lo que le daba una apariencia cómica, aunque lastimosa. De vez en cuando hacía un alto en el trabajo, dejaba caer las manos a los costados y caminaba alrededor de la habitación, como si estuviera buscando algo. En una de esas ocasiones se resbaló con una de las alubias que estaba en el suelo y se cayó. Permaneció sentada durante unos instantes, mirando hacia el frente, como si estuviera contemplando un lagarto en la pared. Luego, golpeó las manos contra el suelo y se echó a llorar, pero sólo durante unos instantes, antes de ponerse de pie y regresar al trabajo.

Cuando acabó de elaborar la masa, colocó la sartén encima del fogón, abrió la llave del gas y encendió la llama. Después de verter con cuidado un poco de aceite, depositó dentro de la sartén la primera tortita, que comenzó a crepitar y a inundar el aire de la cocina con bocanadas de su fragancia que salieron hacia el patio y hacia la calle que se extendía al otro lado. Después de que se expandiera a través de la ciudad pude relajarme un poco, ya que había estado muy inquieto. Levanté la mirada hacia el cielo occidental, donde ahora colgaba la luna, y escuché lo que estaba sucediendo en el puente Tianhua. La fragancia que llegaba hasta mi olfato me decía que nuestro encuentro habitual estaba listo para empezar y que estaban esperándome.

Los cientos de chuchos que se encontraban sentados alrededor de la fuente central se pusieron de pie cuando hice mi entrada en la plaza Tianhua y me dieron la bienvenida bulliciosamente.

Los presidentes adjuntos Ma y Lü me escoltaron hasta el podio del presidente, una base de mármol sobre la cual había una réplica de la Venus de Milo antes de que alguien se marchara con ella. Mientras me recostaba sobre el mármol para recobrar el aliento, desde la distancia, debí parecer una estatua erigida en memoria de un perro valiente. Vais a tener que perdonarme, pero no soy ninguna estatua. Soy un perro vivo, que respira, y poderoso; con los genes de una gran perra blanca local y de un pastor alemán: en resumen, que soy el rey de los perros del condado de Gaomi. Durante un par de segundos, hice acopio de mis pensamientos antes de comenzar mi discurso. Durante ese primer segundo, mi sentido del olfato todavía estaba concentrado en tu esposa. El intenso aroma de las cebollas que procedía de tu casa me decía que todo estaba normal. En el último segundo me giré hacia ti, miré hacia la ventana de tu humeante oficina y te vi contemplando la luna como si estuvieras soñando. Todo aquello era perfectamente normal. Miré a los ojos centelleantes y al pelo lustroso de todos esos animales que tenía ante mí y anuncié en voz alta:

—Hermanos, hermanas, ¡doy por inaugurada la decimoctava reunión bajo la luna llena!

Un rugido se elevó por encima de la multitud.

Levanté mi pezuña derecha para que guardaran silencio.

—Durante el mes pasado falleció nuestro hermano el mastín tibetano. ¡Despidámonos por tanto de su alma con tres fuertes ovaciones!

El coro de ovaciones que formaron varios cientos de perros sacudió la ciudad. Mis ojos se humedecieron: de tristeza por el fallecimiento de nuestro hermano y de agradecimiento por su expresión de amistad.

A continuación invité a los perros a que cantaran y bailaran y hablaran y comieran y bebieran para celebrar que la camada de tres cachorros de mi hermana mayor cumplía un mes.

Se escucharon multitud de gritos y aullidos.

Ella me pasó su cachorro macho. Le di un beso en la mejilla y lo levanté por encima de la cabeza para que todos lo vieran. La multitud rugió. Se lo devolví y ella me entregó a una hembra. Le di un beso y la levanté por encima de la cabeza y la multitud volvió a rugir. Luego me entregó a su tercer cachorro, otra hembra. Le cepillé la mejilla con mis labios, la levanté por encima de mi cabeza. La multitud rugió por tercera vez y se la devolví. Todos comenzaron a aullar.

Me bajé del estrado. Mi hermana se acercó a mí y dijo a sus cachorros:

—Decid hola al tío. Es el hermano de vuestra madre.

Hola Tío, hola Tío, hola Tío.

—Me habían dicho que los habían vendido. ¿Es eso cierto? —le pregunté fríamente.

—Has oído bien —dijo orgullosa—. En cuanto nacieron, la gente vino a llamar a nuestra puerta. Mi ama los vendió al secretario del Partido Ke, del Condado Burro, al jefe del Departamento de Comercio e Industria Hu y al jefe del Departamento de Salud Tu. Han pagado ochenta mil yuan por ellos.

—¿Estás segura de que no fueron cien mil? —le pregunté, de nuevo con frialdad.

—Trajeron un centenar, pero nuestro amo sólo aceptó ochenta. Mi amo no es un hombre codicioso.

—Mierda —dije—. Eso no es vender perros, eso es vender…

Ella me cortó con un grito ensordecedor:

—¡Tío!

—Muy bien, no lo voy a decir —prometí con voz suave. A continuación, anuncié a la multitud—: ¡Vamos, bailad! ¡Cantad! ¡Comenzad a beber!

Un perro salchicha alemán delgado, con las orejas puntiagudas y con una cola sin pelo se acercó a mí con dos botellas de cerveza. Cuando las abrió con los dientes, la espuma se derramó por los lados y liberó un delicioso aroma.

—Toma una, señor Presidente.

Cogí una de las botellas y la hice chocar con la que él sujetaba.

—¡Salud! —dije. Y él hizo lo mismo.

Sujetando las botellas con dos pezuñas, las levantamos y vaciamos su contenido. Cada vez se acercaban más y más perros a beber conmigo y no eché de mi lado a ninguno de ellos. Una pila de botellas vacías se agolpaba detrás de mí. Una pequeña perra pekinesa, con trenzas en el pelo y un lazo atado alrededor del cuello, apareció donde me encontraba rodando como si fuera una pequeña pelota, con un pedazo de salchicha en la boca. Se había puesto Chanel N.º 5 y su abrigo relucía como la plata.

—Presidente…, señor Presidente —dijo tartamudeando un poco—. Esta salchicha es para ti.

Deshizo el envoltorio con sus pequeños dientes y con dos garras llevó la salchicha hasta mi boca. Acepté su regalo y di un pequeño bocado, luego lo mastiqué lentamente como señal de respeto. El vicepresidente Ma se acercó con una botella de cerveza y brindó con la mía.

—¿Qué tal estaba la salchicha?

—No estaba mal.

—Maldita sea. Les dije que sólo trajeran una caja, pero trajeron veinte cajas de lo mismo. El viejo Wei, que está en el almacén, mañana se va a enterar de lo que es bueno —dijo con un evidente tono de orgullo en su voz.

Observé a un chucho agazapado en un lateral con tres botellas de cerveza alineadas delante de él, junto con tres pedazos de salchicha y algunos dientes de ajo. Tomó un trago de cerveza, luego dio un mordisco a la salchicha y se metió un diente de ajo en la boca. Mientras masticaba, chasqueaba los labios, como si fuera el único perro que se encontrara por los alrededores. Estaba disfrutando inmensamente. Los otros perros cruzados por entonces ya estaban borrachos. Algunos aullaban a la luna, otros eructaban ruidosamente y otros estaban echando por la boca peroratas ininteligibles. El espectáculo no me satisfacía lo más mínimo, por supuesto, pero no hice nada por impedirlo.

Levanté la mirada hacia la luna y vi que la noche estaba llegando a su fin. Durante los meses de verano, los días son largos, las noches son cortas y en una hora, no más, los pájaros estarán lanzando sus trinos; la gente saldrá a la calle para airear a sus pájaros enjaulados y otros estarán practicando Tai Chi con sus espadas. Di un golpecito al vicepresidente Ma en el hombro.

—Disuelve la reunión —dije.

Ma arrojó la botella de cerveza que sujetaba entre sus pezuñas, estiró el cuello y lanzó un agudo grito hacia la luna. Todos los participantes caninos arrojaron sus botellas y, tanto los borrachos como los sobrios, me prestaron una atención unánime. Me subí de un salto a la plataforma.

—Desde este momento, queda disuelta la reunión de la noche. Todos tenéis que evacuar la plaza en los próximos tres minutos. La fecha de nuestro próximo encuentro se anunciará más adelante. ¡Marchaos!

El vicepresidente lanzó otro grito y los perros comenzaron a dirigirse a sus casas con la mayor rapidez que les permitieron sus hinchados vientres. Aquellos que habían bebido demasiado se tambaleaban de un lado a otro y perdían a menudo el equilibrio en su urgencia de abandonar la plaza cuanto antes. Mi tercera hermana y su marido el husky noruego amontonaron a sus tres cachorros en un elegante cochecito japonés de importación y se marcharon a toda velocidad, uno tirando, el otro empujando. Los cachorros se pusieron de pie apoyados en sus patas sobre el borde exterior y gritaron excitados. Tres minutos después, la clamorosa plaza estaba desierta, abarrotada de botellas de cerveza vacías y de apestosos pedazos de salchicha abandonados y salpicada de numerosos charcos de orina de perro. Asentí lleno de satisfacción, choqué las pezuñas con el vicepresidente Ma y me fui.

Después de regresar tranquilamente a casa, miré en la habitación auxiliar del este, donde tu esposa todavía estaba haciendo tortitas, una tarea que parecía proporcionarle paz y felicidad. Una sonrisa enigmática iluminaba su rostro. Una golondrina lanzó su trino sobre el árbol de parasol y en diez o quince minutos toda la ciudad estaba cubierta por los cantos de los pájaros. La luna llena se fue debilitando a medida que la mañana estaba a punto de romper.