El Perro Cuatro vigila a un estudiante
SI quieres saber la verdad, cuando llegaste a casa aquella tarde desprendías un olor distinto, un aroma que podría hacer felices a un hombre y a un perro. No se parecía al olor que traes a casa después de haber dado la mano a una mujer o de haber compartido una comida o de haber bailado con una dama. Ni siquiera era el olor que se percibe después de haber tenido sexo. No hay nada que se le pase por alto a mi olfato.
Los ojos de Cabeza Grande Lan Qiansui se iluminaron cuando dijo eso.
Su expresión y la mirada que había en sus ojos me hicieron constatar que en aquel momento no era el niño excepcional de Pang Fenghuang con el que tenía una relación tan increíblemente complicada el que estaba hablando conmigo, sino mi perro, que llevaba mucho tiempo muerto. Nada se le escapa a mi olfato, había dicho.
Aquella fragancia nueva y fresca se mezcló con tu aroma personal, que cambió de forma radical. Ese indicio me decía que había surgido un amor profundo y duradero entre tú y aquella mujer. Se metió entre tus huesos y se mezcló con tu sangre y, después ya me di cuenta de que ninguna fuerza sobre la tierra podría separaros.
El espectáculo que representaste aquella noche fue, la verdad, un esfuerzo en vano. Después de cenar entraste en la cocina y lavaste los platos, luego preguntaste a tu hijo qué había aprendido en el colegio aquel día: era el tipo de cosas que nunca hacías. Tu esposa estaba tan conmovida que entró y te preparó una taza de té. Aquella noche tuvisteis sexo. A juzgar por la intensidad del olor, no tuve la menor duda de que el sexo no fue malo, aunque no tenía un verdadero significado. Impulsado por tu sentido de la obligación moral, los sentimientos de culpabilidad ocultaron durante un tiempo la repulsa física que normalmente sentías por tu esposa. Mientras tanto, el olor de esa otra mujer estaba comenzando a germinar, como una semilla en la tierra, y cuando sus capullos salieron a la superficie, ninguna fuerza en el mundo podría arrastrarte de vuelta a los brazos de tu esposa. Mi olfato me decía que habías experimentado un renacimiento, un renacimiento que presagiaba la muerte de esta familia.
Habían pasado siete años desde que llegué a tu casa hasta el día en el que tú y Pang Chunmiao os disteis el primer beso. Durante ese tiempo yo había pasado de ser un pequeño cachorrito a ser un perro grande y fuerte. Tu hijo había pasado de ser un pequeño bebé a convertirse en un estudiante de cuarto curso. Todo lo que había sucedido durante ese periodo habría bastado para escribir una novela o se podría haber escrito con el simple trazo de una pluma.
Ahora creo que ha llegado el momento de hablar de tu hijo.
Era un muchacho cariñoso, de eso no había duda. Cuando comenzó a ir al colegio, tu esposa lo llevaba hasta la escuela y lo recogía en su bicicleta. Pero el horario de las clases interfería en su trabajo, lo cual hacía que se sintiera muy presionada. Y cada vez que algo hacía que tu esposa se sintiera presionada, comenzaba a quejarse; y cuando comenzaba a quejarse, te lanzaba una retahíla de insultos; y cada vez que te lanzaba una retahíla de insultos, tu hijo fruncía el ceño. Y, por tanto, te diste cuenta de que el niño realmente te quería.
—Mamá —decía—. No hace falta que me lleves al colegio ni que me vayas a recoger. Puedo ir solo.
Ella no aceptó ninguna de las dos cosas.
—¿Y qué pasaría si te atropella un coche o si te muerde un perro o si te atraparan los matones de clase o si te secuestran y piden un rescate por ti?
Vaya cuatro supuestos seguidos más desagradables, sin siquiera respirar. La seguridad pública era un grave problema a principios de los noventa. La gente sabía que había algunas mujeres del sur —conocidas en la calle «como damas que dan palmadas»— que comercializaban con niños. Fingían ser vendedoras de flores o de caramelos o de pelotas de bádminton hechas con coloridas plumas de pollo, escondían una droga paralizante en su ropa y, cuando veían a un niño apuesto, le daban una palmada en la cabeza y el niño se marchaba con ellas. Pues bien, tu hijo se dio una palmada en su propio rostro, justo en la marca de nacimiento, y dijo:
—Las señoras que dan palmadas sólo comercian con niños atractivos. Si alguien que tuviera mi aspecto se presentara voluntariamente a que se lo llevaran, sería rechazado al instante. ¿Y qué podrías hacer tú, una mujer, si alguien intentara secuestrarme? No podrías escapar… —añadió, mirando su cadera lesionada, lo cual entristeció tanto a tu esposa que sus ojos se enrojecieron y comenzó a sollozar.
—Hijo mío —dijo—, no eres feo, tu madre es la única persona grotesca que hay aquí, que ha perdido la mitad de su trasero…
Entonces, tu hijo abrazó a Hezuo por la cintura.
—No eres fea, mamá, eres la madre más hermosa del mundo. En serio, no tienes que llevarme al colegio. Me llevaré a Pequeño Cuatro conmigo.
Se giraron para mirarme y les recompensé con un par de ladridos autoritarios como queriendo decir:
«Yo me encargaré. No hay problema, dejádmelo a mí».
—Pequeño Cuatro —dijo tu hijo mientras pasaba sus brazos por mi cuello—. Me vas a llevar al colegio, ¿verdad?
¡Guau! ¡Guau! ¡Guau! Ladré con tanta fuerza que las hojas del árbol de parasol chino se agitaron y asustaron a un par de avestruces que estaba criando nuestro vecino.
Tu esposa me acarició la cabeza y yo le agité la cola.
—Todo el mundo tiene miedo de nuestro Pequeño Cuatro, ¿no es así, hijo?
—Sí, mamá.
—Pequeño Cuatro, Kaifang será responsabilidad tuya. Los dos sois de la aldea de Ximen y habéis crecido juntos, así que sois como hermanos. ¿No es cierto?
¡Guau! ¡Guau! Es verdad. Me acarició la cabeza de nuevo, con la mirada cargada de melancolía, antes de quitarme mi collar de cadena y hacerme una señal para que la siguiera. Cuando llegamos a la puerta de entrada, se detuvo y dijo:
—Pequeño Cuatro, escucha con atención: tengo que estar en el trabajo a primera hora de la mañana para preparar los buñuelos. Te dejaré preparado el desayuno. A las seis y media despierta a Kaifang. A las siete y media, después de que hayáis desayunado, marchaos al colegio. No tomes atajos. No te apartes de las calles principales. No pasa nada porque tardéis un poco más, porque lo más importante es la seguridad. Caminad por el lado derecho de la calle, mirad a ambos lados antes de cruzar y luego a la izquierda cuando estéis a mitad de la misma, tened cuidado con las motos y especialmente con los motoristas que llevan chaquetas de cuero negras, ya que pertenecen a bandas y se comportan como si no supieran la diferencia entre un semáforo en rojo y un semáforo en verde. Una vez que hayas dejado a Kaifang en la puerta del colegio, dirígete hacia el este, cruza la calle, luego vete hacia el norte directamente al restaurante de la estación de autobuses. Allí me encontrarás preparando los buñuelos. Asómate y ladra dos veces. Así sabré que todo ha ido bien. A continuación, regresa a casa. Esta vez puedes tomar un atajo. La puerta estará cerrada, así que tendrás que esperar en la entrada hasta que yo regrese. Si es un día caluroso, puedes cruzar el callejón y tumbarte detrás del pino de pagoda que se encuentra al otro lado del muro. Puedes echarte bajo la sombra, pero no te duermas. En vista de todos los ladrones que hay por los alrededores, no puedes quitar ojo a nuestra casa. Los ladrones tienen llaves maestras y, si encuentran una casa que está vacía, entran en ella y se llevan lo que quieren. Conoces de vista a todos nuestros parientes, así que si ves que un extraño entra en nuestra casa, no lo dudes, corre a por él y dale un buen mordisco. Yo llegaré a casa a eso de las once y media, así que a esa hora puedes entrar y beber un poco de agua antes de regresar rápidamente al colegio y traer a casa a Kaifang para almorzar. Luego tienes que volver a llevarlo al colegio por la tarde, pero esta vez, después de que me hayas informado, corres a casa a asegurarte de que todo está bien y después vuelves al colegio a recogerlo, ya que sólo tiene dos clases por la tarde. Regresa a casa con él y vigílalo mientras hace los deberes.
No dejes que se ponga a jugar hasta que no haya terminado. ¿Has entendido todo lo que te he dicho, Pequeño Cuatro?
Guau, guau, guau, guau. En-ten-di-do.
Antes de que tu esposa se fuera a trabajar, siempre ponía el despertador sobre el alféizar de la ventana y me dedicaba una sonrisa. La sonrisa de una dama es algo muy hermoso.
—No te preocupes. Haré mis rondas por el patio, sintiéndome el amo de la casa.
Cuando sonaba la alarma, yo entraba corriendo en la habitación del chico, donde el olor a juventud era intenso. Como no quería despertarle de forma repentina con un ladrido, me ponía sobre él y le lamía la cara; sentía el cosquilleo de su pelusa de melocotón. Él abría los ojos y preguntaba:
—¿Ya es hora de levantarse, Pequeño Cuatro?
—Guau, guau —esta vez le respondía suavemente.
A continuación, Kaifang se vestía, se cepillaba rápidamente los dientes, se lavaba la cara como un gato y se sentaba a desayunar. La mayor parte de las veces el desayuno consistía en leche de soja y buñuelos, o en leche animal y buñuelos. Algunas veces yo comía con él y otras no.
El primer día cumplimos al pie de la letra las instrucciones de tu esposa, en parte porque su aroma nos estuvo siguiendo la mayor parte del camino. Nos estaba vigilando. Resultaba algo perfectamente comprensible ya que, después de todo, era una madre. Yo avanzaba aproximadamente a un metro por detrás de tu hijo, manteniendo los ojos y los oídos bien abiertos, sobre todo cuando cruzábamos la calle. Un coche avanzó hacia nuestra dirección, circulaba con normalidad y todavía se encontraba a doscientos metros de distancia, así que teníamos mucho tiempo para cruzar. Tu hijo quería hacerlo, pero yo le agarré por la camisa con mis dientes y no le dejé avanzar.
—¿Qué te pasa, Pequeño Cuatro? —dijo tu hijo—. No seas gallina.
Pero no le dejé avanzar. Mi obligación consistía en que mi ama no tuviera de qué preocuparse. Una vez que pasó el coche, le solté, pero permanecí en guardia, preparado para proteger a tu hijo con mi propia vida, si fuera necesario, mientras cruzábamos la calle. Podía asegurar por el olor que desprendía que el corazón de tu esposa estaba tranquilo. Ella nos siguió hasta el colegio. Observé cómo se bajó de su bicicleta y luego la seguí, manteniendo una distancia de un centenar de metros entre los dos. Esperé hasta que aparcó la bicicleta y comencé a ladrar suavemente para hacerle saber que todo había salido bien. Ella me dedicó una mirada de agradecimiento y el olor a amor era intenso.
El tercer día comenzamos a tomar atajos, después de dejar que tu hijo durmiera hasta las siete en punto. Podíamos llegar a la puerta del colegio en veinticinco minutos si íbamos despacio y en quince minutos si corríamos. Después de que te echaran a patadas de la casa solías apostarte en la ventana de tu oficina con unos prismáticos rusos para observar cómo pasábamos por un callejón próximo.
Por tardes no teníamos ninguna prisa por llegar a casa.
—Pequeño Cuatro, ¿dónde está mamá ahora? —me solía preguntar.
Yo olisqueaba el aire para captar su esencia. No necesitaba más que un minuto para saber dónde se encontraba. Si estaba en el trabajo, miraba hacia el norte y ladraba; si estaba en casa, miraba hacia el sur y ladraba. Cuando estaba en casa, íbamos hacia allá, sin perder un minuto. Pero si estaba trabajando, podíamos divertirnos un poco.
Tu hijo era un buen muchacho. Nunca siguió el ejemplo de esos niños revoltosos que salían del colegio con sus mochilas y se iban a los puestos de la carretera o a los grandes almacenes. Lo único que le gustaba hacer era ir a la librería Nueva China y sacar prestados libros infantiles a cambio de una pequeña cantidad de dinero. De vez en cuando compraba alguno, pero la mayor parte del tiempo sólo pagaba para sacarlos prestados. ¿Quién era la persona que estaba encargada de vender y prestar libros infantiles? Tu amante, ella misma. Pero por entonces todavía no era tu amante. Se mostraba muy amable con tu hijo. Yo podía percibir a través de mi olfato los buenos sentimientos que albergaba y no sólo porque éramos clientes habituales. Yo no prestaba demasiada atención a su aspecto, ya que su aroma ya era lo bastante embriagador. Por entonces, era capaz de distinguir un par de cientos de miles de esencias flotando alrededor de la ciudad, desde plantas hasta animales, desde minerales a elementos químicos, y desde alimentos a productos cosméticos. Pero ninguno de ellos me agradaba tanto como la esencia de Pang Chunmiao. Para ser completamente sinceros, en el vecindario había unas cuarenta mujeres hermosas que emitían una fragancia deliciosa. Pero todas ellas tenían impurezas. Todas salvo Chunmiao. Su fragancia era como las flores de una montaña o como un bosque de pinos, frescos, sencillos, inmutables. Cómo anhelaba su tacto; no el tipo de anhelo que se asocia a las mascotas sino…, maldita sea, hasta un enorme perro como yo puede experimentar una debilidad pasajera. Como norma general, a los perros no se nos permitía entrar en la librería, pero Pang Chunmiao hacía una excepción conmigo. No podías encontrar otra tienda en toda la ciudad que estuviera tan desierta como la librería Nueva China, que contaba con tres empleadas, dos mujeres de mediana edad y Pang Chunmiao. Las otras dos mujeres hacían todo lo que podían por adular a Pang Chunmiao, por evidentes razones. Mo Yan, que era uno de los escasos clientes de la librería, una vez vio a Lan Kaifang sentado en una esquina leyendo absorto un libro, así que se acercó a él y le dio un pellizco en la oreja. Luego se lo presentó a Pang Chunmiao, diciéndole que era el hijo del director Lan, de la Cooperativa de Comercio y Aprovisionamiento del condado. Ella comentó que era exactamente quien pesaba que era. Justo en ese momento, lancé un ladrido para recordar a Kaifang que su madre había salido de trabajar, que su aroma se dirigía hacia la ferretería y que si no nos marchábamos en ese momento, no llegaríamos a casa antes que ella.
—Lan Kaifang —dijo Chunmiao—, será mejor que te vayas a casa ahora. Escucha a tu perro. —Y luego dijo a Mo Yan—: Es un perro muy inteligente. Algunas veces Kaifang está tan absorto leyendo que se olvida de todo. Cuando eso sucede, el perro entra corriendo, le agarra por la ropa con los dientes y le arrastra hacia de la tienda.