XL. Pang Chunmiao derrama lágrimas como perlas

Lan Jiefang disfruta del sabor de unos labios de cereza

DURANTE seis años, ascendí de forma casi meteórica en el escalafón de los oficiales: de director de la Sección Política de la Cooperativa de Comercio y Aprovisionamiento del condado a Secretario Adjunto del Partido de la cooperativa, y de ahí a Jefe Simultáneo y Secretario del Partido de la cooperativa; y de ahí a Jefe Adjunto del condado a cargo de la cultura, la educación y la higiene. Se dijeron muchas cosas acerca de mi meteórico ascenso, pero tenía la conciencia tranquila. No tenía que agradecérselo a nadie más que a mí mismo: mi constante trabajo, mi talento, los contactos que había establecido entre los colegas y una base de apoyo entre las masas que había organizado. En una línea más rimbombante, déjame añadir que, por supuesto, fui nutrido por la organización y recibí la ayuda de los camaradas y no traté de ganarme los favores de Pang Kangmei. Ella no parecía mostrar el menor interés por mí, así que poco después de que me hubieran ascendido, nos encontramos casualmente en el recinto del Comité del Partido del condado y cuando vio que no había nadie a su alrededor que la pudiera escuchar, dijo:

—He votado en contra de ti, sucia rata, pero has conseguido el ascenso de todos modos.

Fue como si me golpearan con un puño en el vientre y no fui capaz de pronunciar una palabra durante unos instantes. Yo era un valiente hombre de cuarenta años con una prominente barriga. Ella tenía la misma edad, pero lucía una figura juvenil y un rostro radiante, hasta el punto de que daba la sensación de que el tiempo no había dejado huella en ella. Con la mente todavía en blanco, observé cómo se alejaba. A continuación, la imagen de su ajustada falda marrón, de sus tacones marrones de media altura, de sus pantorrillas prietas y de su fina cintura dejó mi mente sumida en un embrollo sin salida.

Si no hubiera sido por mi romance con Pang Chunmiao, podría haber ascendido fácilmente mucho más en el escalafón, ya fuera como jefe del condado de algún lugar o como secretario del Partido. En última instancia, habría conseguido acudir al Congreso Nacional del Pueblo o a la Conferencia de Consulta Política del Pueblo y me habrían nombrado adjunto de alguien, con lo que hubiera podido disfrutar al máximo de la vida en mis últimos años. No habría acabado como lo hice, con la reputación mancillada, marcado para siempre y tratando de salir adelante en este pequeño espacio al que llamo hogar. Pero no me arrepiento de ello.

—Si lo miramos desde cierta perspectiva —dijo Cabeza Grande—, saber que no te arrepientes de lo que hiciste hace que te ganes mi respeto como hombre.

Luego se echó a reír, parecía una risita tonta. La expresión de mi perro comenzó a asomarse en su cara, como si se hubiera formado del negativo de una fotografía.

Hasta que Mo Yan no la llevó a mi oficina, el significado de la expresión «el tiempo vuela» no tenía ningún sentido para mí. Siempre había pensado que me encontraba muy próximo a la familia Pang y que los veía a menudo. Pero si echo la mente atrás, la impresión que me había quedado de ella era la de una niña haciendo el pino en la entrada de la Planta de Procesamiento de Algodón Número Cinco.

—Tu… has crecido mucho —dije mientras la miraba atentamente, como si fuera un viejo tío—. Aquel día… tus piernas… se enderezaron en el aire…

La piel clara de su rostro se enrojeció. Una gota de sudor resbaló desde la punta de su nariz. Era un domingo, el primer día de julio de 1990. Hacía mucho calor, así que dejé abierta la ventana de mi oficina situada en el tercer piso. Las cigarras que se encontraban posadas en la frondosa copa del árbol de parasol francés que se levantaba frente a mi ventana llenaban el aire con su chirrido como si fuera un día de lluvia. Llevaba un vestido rojo con un discreto escote y un ribete de encaje. Lucía un cuello fino por encima de sus prominentes clavículas, realzado por una diminuta pieza de joyería verde, tal vez de jade, sujeta por una cuerda roja. Tenía unos ojos grandes y una boca pequeña con labios gruesos; no llevaba maquillaje. Sus dientes incisivos, de marfil blanco, parecían estar ligeramente apretados. Como si fuera una chica pasada de moda, llevaba el pelo recogido en una coleta, lo cual hacía que mi corazón se agitara con fuerza.

—Por favor, siéntate —dije mientras le servía un té—. La verdad es que el tiempo vuela, Chunmiao. Has crecido y te has convertido en una jovencita encantadora.

—Por favor, no te molestes, Tío Lan. Me encontré con Mo Yan en la calle y me invitó a un refresco —dijo, y se sentó tímidamente en el borde del sofá.

—No le llames tío —dijo Mo Yan—. El jefe Lan y tu hermana mayor nacieron el mismo año. Y su madre era la madre nominal de tu hermana.

—¡Tonterías! —dije arrojando un paquete de cigarrillos de marca china sobre la mesa, delante de Mo Yan—. Madre nominal, madre normal, esas formas tan vulgares de ver las relaciones nunca han tenido la menor importancia en nuestra familia —exclamé, depositando una taza de té Pozo del Dragón delante de ella—. Llámame como te apetezca y no escuches a este tipo. He oído que trabajas en la librería Nueva China.

—Jefe del condado Lan, siempre la burocracia —dijo Mo Yan mientras se metía un paquete de cigarrillos en el bolsillo y sacaba un cigarrillo de la cajetilla que estaba sobre mi mesa—. La señorita Pang es dependienta en la sección infantil de la librería, pero en su tiempo libre es una artista. Toca el acordeón, ejecuta con primor la danza del pavo real, sabe cantar canciones románticas y sus artículos se han publicado en el suplemento literario del periódico del condado.

—¿Es eso cierto? —pregunté—. Diría que todo tu talento se está desperdiciando en esa librería.

—¡Tú lo has dicho! —remarcó Mo Yan—. Le dije: «Vamos a ver al jefe del condado Lan. El te conseguirá un trabajo en la cadena de televisión».

El rostro de la joven enrojeció todavía más.

—Eso no es lo que pretendía, señor Mo.

—Según mis cálculos, debes tener unos veinte años —dije—. En ese caso, ¿por qué no haces el examen de ingreso a la universidad? Podrías especializarte en arte.

—No tengo talento para eso… —dijo a la vez que dejaba caer la cabeza—. Sólo hago esas cosas para divertirme. Además, no aprobaría el examen de ingreso. Me aturdo en cuanto entro en una sala de examen. De hecho, me desmayo…

—¿Quién necesita ir a la universidad? —dijo Mo Yan—. Los verdaderos artistas no cuentan con una educación importante. Mírame a mí, por ejemplo.

—Tú eres un sinvergüenza y cada vez vas a peor —dije—. Los fanfarrones como tú nunca consiguen nada.

—Muy bien, ya hemos hablado bastante de mí —dijo Mo Yan—. Y como no hay extraños aquí, te voy a llamar Hermano Mayor Lan y te pido que hagas todo lo que esté en tu mano para ayudar a nuestra joven hermana aquí presente.

—Por supuesto —dije—. Pero ¿qué puedo hacer yo que no pueda mejorar la secretaria del Partido Pang?

—Eso es lo que hace a la joven Chunmiao tan especial —dijo Mo Yan—. Nunca ha pedido un favor a su hermana.

—Muy bien, dinos, escritor del futuro, ¿en qué has estado trabajando últimamente?

Llegados a ese punto, Mo Yan comenzó a hablarnos de la novela que estaba escribiendo y, aunque traté de fingir que escuchaba, en realidad estaba recordando mis asuntos con la familia Pang. Juro que aquel día no pensaba en ella como mujer ni tampoco lo hice tiempo después. Simplemente me sentía bien mirándola.

Pero dos meses después, todo cambió. También era una tarde de domingo. Había hablado con ella acerca de la posibilidad de trabajar en la televisión. Podría haberlo conseguido si era lo que quería. Sólo habría necesitado hacer el comentario adecuado. Y no lo digo porque mi palabra tuviera mucho peso, sino porque era la hermana de Pang Kangmei. Ella se precipitó a defenderse:

—No escuches a Mo Yan. En realidad eso no es lo que tenía pensado hacer.

Me dijo que no quería ir a ninguna parte, que se contentaba con vender libros para niños.

A lo largo de esos dos meses vino a verme seis veces. Aquella era su séptima visita. Las primeras veces se sentó en el mismo lugar del sofá que ocupó el día en el que nos conocimos. También llevaba el mismo vestido rojo y se sentaba igual de tímidamente que de costumbre, todo ello muy adecuado. Al principio, Mo Yan la solía acompañar, pero luego comenzó a venir sola. Cuando Mo Yan estaba presente, nunca cerraba la boca. Pero ahora no estaba, así que había un extraño silencio en el ambiente. Para romper el hielo en una de las anteriores ocasiones, yo había cogido un libro de mi estantería y le dije que se lo podía llevar prestado. Después de echarle un rápido vistazo me comentó que ya lo había leído, así que le entregué otro. También lo había leído. Por tanto, le indiqué que podía buscar uno que no hubiera leído. Sacó un libro titulado Cómo tratar a un animal doméstico enfermo. Ese libro no lo había leído. No pude evitar echarme a reír.

—Niña —dije—, ¡eres un caso! Muy bien, si ese es el que quieres, léelo.

Cogí una pila de documentos y comencé a ojearlos, mirándola de vez en cuando con el rabillo del ojo. Se recostó en el sofá, con las piernas juntas, apoyando el libro en las rodillas, absorta en lo que estaba leyendo y articulando lentamente las palabras.

Pero la séptima vez que vino, su rostro estaba teñido de un blanco fantasmal. Se sentó con aspecto de estar desconcertada.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

Ella me miró, con los labios temblorosos y ¡buaaa!, se echó a llorar. Como aquel día alguien estaba haciendo horas extras en el edificio, eché a correr y abrí la puerta. El sonido de su llanto inundó el pasillo como los pájaros en vuelo. Regresé corriendo y cerré la puerta. Para mí, aquello era una nueva, y extraordinariamente problemática, experiencia. Frotándome las manos nervioso, paseé por la estancia, como un mono que ha sido arrojado a una jaula, y dije una y otra vez:

—Chunmiao, Chunmiao, Chunmiao, no llores, no llores, no llores…

Pero no sirvió de nada, porque siguió llorando a moco tendido, cada vez de forma más escandalosa. Pensé en la posibilidad de volver a abrir la puerta, pero enseguida me di cuenta de que no era una buena idea. Así que me senté junto a ella y agarré su mano fría como el hielo con la mía sudorosa y pasé mi otro brazo por encima de sus hombros. Luego le di unas palmaditas en la espalda:

—No llores —dije—. Por favor, no llores. Cuéntame qué te pasa. Quiero saber quién ha tenido valor para poner tan triste a nuestra pequeña Chunmiao. Dime quién ha sido y le retorceré el pescuezo hasta que se le quede la cabeza mirando hacia atrás…

Pero ella seguía llorando, con los ojos cerrados, la boca abierta, como si fuera una niña pequeña, mientras unas lágrimas como perlas resbalaban por sus mejillas. Me puse de pie de un salto, pero me volví a sentar. Una mujer joven llorando en la oficina del jefe adjunto del condado un domingo por la tarde no era algo para tomarse a broma. Ojalá, pensé, pudiera ser uno de esos secuestradores que aparecen en las novelas, de esos que enrollan un calcetín y lo meten en la boca de sus víctimas para hacerlas callar. Lo que en realidad hice algunos lo podían considerar como el paradigma de la locura y otros el colmo de la inteligencia. Agarré una de sus manos, la acerqué a mí y tapé su boca con la mía.

Tenía una boca muy pequeña y yo una demasiado grande. La mía cubría completamente la suya. Sus llantos retumbaron en el interior de mi boca y produjeron un sonoro murmullo en mis oídos internos. Los llantos pronto se convirtieron en sollozos y luego dejó de llorar. En aquel momento me vi invadido por una emoción extraña que nunca había sentido antes.

Era un hombre casado con un hijo y podrías pensar que estoy mintiendo cuando te digo que en catorce años de matrimonio habíamos tenido sexo (esa es la única forma de describir el contacto carnal en el que el amor no apareció por ninguna parte) un total de diecinueve veces. En cuanto a besarnos, te diré que sólo lo hicimos una vez, y no fue un beso verdadero. Fue después de ver una película extranjera. Yo estaba muy afectado por las escenas de amor cargadas de pasión que contenía, pasé los brazos alrededor de Hezuo y la apreté con fuerza. Mi esposa torció la cara para evitar el contacto, pero al final nuestras bocas se tocaron, levemente, y lo único que sentí fueron sus dientes, y no sólo eso, sino también su aliento, que olía a carne podrida. Aquello hizo que me diera vueltas la cabeza. La solté y nunca más me invadió un pensamiento parecido. En cada uno de nuestros escasos encuentros sexuales dejé la mayor distancia posible entre su boca y la mía. Traté de convencerla para que le revisaran los dientes, pero me lanzó una mirada gélida y dijo:

—¿Por qué iba a hacerlo? Mis dientes están bien.

Cuando le dije que me parecía que sufría halitosis, respondió enfadada:

—Tu boca sí que está llena de mierda.

Más tarde, le dije a Mo Yan que el beso que le di a Chunmiao aquella tarde fue el primero para mí y que agitó mi alma. Lo único que deseaba era chupar sus labios carnosos, casi como si quisiera tragarla entera. Ahora sabía por qué Mo Yan siempre utilizaba aquella frase en particular cuando hacía que sus personajes masculinos se enamoraran de los pies a la cabeza en sus novelas. En el momento en el que mi boca estuvo en la suya, ella se puso rígida y su piel se volvió fría. Pero sólo durante un instante. Cuando se relajó, su cuerpo pareció crecer y ablandarse; luego vino el calor, como un horno. Al principio mis ojos estaban abiertos, pero no durante mucho tiempo. Comencé a explorar con mi lengua, algo que no había hecho antes y en cuanto se encontraron nuestras lenguas, comenzaron a juguetear juntas. Podía sentir cómo su corazón latía contra mi pecho mientras envolvía sus brazos alrededor de mi cuello. Mi mente estaba completamente despejada de todo lo que no fueran sus labios, su lengua, su aroma, su calor y sus suaves gemidos. No sé durante cuánto tiempo permanecimos así, hasta que el sonido del teléfono invadió nuestro mundo. Nos separamos mientras me disponía a contestar al teléfono, pero inmediatamente caí de rodillas y me sentí ligero como una pluma, y todo por un solo beso. No respondí al teléfono. Tiré de la clavija y el aparato dejó de sonar. Chunmiao estaba tumbada en el sofá, boca arriba, tan pálida y con los labios tan rojos e hinchados que cualquiera habría pensado que se había muerto allí mismo. Naturalmente, yo sabía que no estaba muerta, y no sólo porque las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Las sequé con un pañuelo. Chunmiao abrió los ojos y rodeó mi cuello con sus brazos. —Estoy mareada— murmuró.

Me puse de pie y la llevé conmigo. Apoyó la cabeza en mi hombro y me hacía cosquillas en la oreja con sus cabellos. De repente, la voz del conserje de la oficina llenó el pasillo y rápidamente volví a recobrar la cordura. La aparté con delicadeza, abrí un poco la puerta y, supongo que hipócritamente, dije:

—Perdóname, Chunmiao, no sé lo que me ha sucedido. Con los ojos todavía llenos de lágrimas, respondió: —¿Eso significa que no te gusto?— Oh, no —espeté—. Me gustas mucho… Se acercó de nuevo a mí, pero le cogí la mano y dije: —Querida Chunmiao, el empleado de la limpieza va a entrar dentro de un minuto. Debes irte ahora mismo. Tengo muchas cosas que decirte, pero tendrán que esperar unos días.

Chunmiao salió de mi oficina y yo me derrumbé en la silla giratoria de cuero; escuché los pasos de aquella joven hasta que se ahogaron al final del vestíbulo.