El Perrito Cuatro echa de menos su vieja perrera
LA primera noche que pasé en tu casa recibí el mejor trato que nadie podría esperar. Aunque era un perro, dormía bajo techo. Cuando tu hijo fue enviado de vuelta a la aldea de Ximen para que lo cuidara tu madre, sólo tenía un año y desde entonces no había regresado. Al igual que yo, sentía curiosidad por conocer su nuevo hogar. Lo seguí al interior de la casa e inmediatamente comencé a merodear para familiarizarme con la distribución de la misma.
Era un hogar tranquilo, un palacio en comparación con la perrera bajo los aleros que había dispuesto Lan Lian en su casa de la aldea de Ximen. El suelo de la sala de estar era de mármol de Laiyang y estaba tan encerado que podía deslizarme sobre él; cuando tu hijo lo pisó por primera vez, se quedó asombrado al ver que parecía un espejo. Bajó la mirada para contemplar su reflejo y yo también lo hice. Luego comenzó a patinar por el suelo como si fuera una pista de hielo. Las paredes, con sus rodapiés de madera de textura fina, estaban pintadas de blanco, al igual que el techo, de donde colgaba una lámpara de color azul claro con bombillas en forma de capullos de flor.
Una fotografía ampliada de un par de cisnes en un estanque de aguas verdes rodeado de tulipanes en una zona boscosa colgaba de la pared que se encontraba frente a la puerta de entrada. Al este se hallaba un estudio largo y estrecho con una librería que cubría toda una pared, pero que tan sólo contenía una docena de libros. También había una cama en una esquina y, junto a ella, una mesa y una silla. Al oeste de la sala de estar se hallaba un vestíbulo que conducía a una habitación situada directamente encima y a otra a la derecha, cada una de ellas amueblada con una cama y con suelo de roble. La cocina se encontraba al fondo. Aquella casa era la prueba evidente de que las cosas te habían ido bien, Lan Jiefang. No ascendiste demasiado en el escalafón oficial, pero tu talento hizo que fueras un hombre de reconocido prestigio.
No obstante, como yo era un perro, tenía una responsabilidad canina que llevar a cabo. ¿Cuál era? Tenía que marcar mi nuevo hogar con mi aroma personal, en parte para que sirviera como una especie de baliza en caso de que me perdiera y no supiera el camino de vuelta a casa.
Dejé mi primera orina a la derecha de la puerta de entrada, la segunda en el zócalo de la sala de estar y la tercera en la biblioteca de Lan Jiefang. La última de ellas me costó un puntapié por tu parte, lo cual hizo que lo que me quedaba de líquido no saliera. El recuerdo de aquella patada pervivió en mí a lo largo de la siguiente década y más. Por mucho que fueras el padre de familia de aquel hogar, nunca llegué a considerarte mi amo. De hecho, acabé considerándote mi enemigo. Mi primer amo —que, de hecho, era una mujer— fue aquella señora a la que le faltaba un pedazo del trasero como consecuencia de un mordisco. Mi segundo amo fue el chico de la enorme marca de nacimiento azul. ¿Y tú? ¡Mierda, para mí no eras nada!
Tu esposa colocó una cesta en el vestíbulo, llena de periódicos. Tu hijo añadió una pequeña pelota y me dijeron que allí era donde tenía que dormir. A mí me pareció bien. Como incluso tenía un juguete, pensé que había tenido suerte. Pero los buenos tiempos no duraron mucho. En mitad de la primera noche, sacaste mí cama y la llevaste a la caseta del carbón. ¿Por qué lo hiciste? Porque yo seguía pensando en mi perrera de la aldea de Ximen o en el vientre cálido de mi madre, o en el olor de aquella amable anciana, y no podía dejar de llorar. Incluso tu hijo, que dormía en los brazos de tu esposa, se despertaba en mitad de la noche llorando por su abuela. Niño y perro eran lo mismo. Tu hijo tenía tres años y yo tres meses y no se me permitía echar de menos a mi madre. Además, no sólo echaba de menos a mi madre canina, sino que también echaba de menos a tu madre. Pero no merece la pena comentarlo, ya que abriste la puerta de un fuerte golpe, cogiste mi cesta y me exiliaste en la caseta del carbón, donde me dejaste después de exclamar enfadado:
—Como hagas un solo ruido más, pequeño bastardo retrasado, te voy a estrangular.
Ni siquiera estabas en la cama. No, estabas oculto en el estudio, fumando sin parar hasta que la habitación se teñía de amarillo por el humo, así no tendrías que dormir con tu esposa.
Mi caseta del carbón era oscura como la boca de un lobo, pero había en ella suficiente luz como para que un perro distinguiera una cosa de otra. El olor del carbón impregnaba el aire: grandes y relucientes pedazos de buen carbón. En aquella época, la mayoría de las familias no podía quemar carbón de tanta calidad. Salí de la cesta de un salto y corrí hacia el patio, donde me sentí hechizado por el olor del agua fresca del pozo y por el aroma de las flores del árbol de parasol. Dejé mi marca en cuatro árboles de parasol distintos, así como en la puerta y en todos los demás lugares donde me apeteció. El sitio se estaba convirtiendo en mío. Había abandonado el pecho de mi madre y había llegado a un nuevo lugar extraño. De ahora en adelante no podía confiar en nadie más que en mí mismo.
Di una vuelta por el patio para aprenderme su disposición. Pasé por delante de la puerta principal e impulsado por una debilidad temporal me precipité sobre ella y la empecé a arañar, además de lanzar algunos gritos agónicos. Pero rápidamente conseguí controlar mis sentimientos y regresé a mi lecho en la cesta, con el convencimiento de que había madurado en poco tiempo. Levanté la mirada al rostro de color rojo intenso de la media luna, que se asemejaba a una tímida campesina. Las estrellas cubrían el cielo hasta donde mi vista llegaba a alcanzar y las flores de color púrpura claro que asomaban en los cuatro árboles de parasol chino parecían mariposas vivientes bajo la turbia luz de la luna, a punto de salir volando. En las primeras horas de la mañana escuché unos sonidos extraños y misteriosos que procedían de la ciudad y detecté una compleja mezcla de aromas. En general, me sentía como si acabara de aparecer en un extenso y nuevo mundo. Deseaba con todas mis fuerzas que llegara el día de mañana.