Oreja Rajada siembras el caos en el trono del rey
EN sus «Cuentos de la crianza de cerdos», Mo Yan escribió con todo detalle sobre cómo arranqué los testículos de Hong Taiyue de un mordisco y le convertí en un tullido. En ellos cuenta que estuve esperando hasta que Hong Taiyue estuvo en cuclillas detrás del albaricoquero haciendo sus necesidades y le ataqué por la espalda. Hizo una gran demostración de cómo se debe informar con total veracidad, describiendo la luz de la luna, la fragancia que desprendía el albaricoquero, las abejas de la miel zumbando alrededor de las flores del albaricoquero en busca de néctar, y su relato acabó con lo que aparentemente debía ser una frase cargada de belleza: «Bañada en los rayos de luna, la carretera serpenteaba como un riachuelo que refrescaba las gargantas de los búfalos». Acabé pareciendo un cerdo subnormal que padecía una extraña adicción a comer testículos de seres humanos. Yo, el Cerdo Dieciséis, que había sido un verdadero héroe durante la mitad de mi vida, ¿cómo se podía pensar que iba a lanzar un ataque por sorpresa a alguien que estaba defecando? Debía tener la mente trastornada cuando escribió eso y yo me llevé un gran disgusto cuando lo leí. También escribió que durante aquella primavera yo corría alrededor del concejo de Gaomi del Noreste cometiendo actos despreciables y que mordí hasta la muerte a dieciséis cabezas de ganado que pertenecían a un campesino. Dijo que tenía por costumbre esperar a que estuvieran haciendo sus necesidades y que luego salía corriendo, clavaba mis dientes en su ano y tiraba de sus intestinos retorcidos de color blanco grisáceo. «Los frenéticos animales corrían muertos de dolor, arrastrando tras de sí sus entrañas por el barro hasta que caían muertos». La rata exprimió su malvada imaginación para hacerme parecer una especie de monstruo. ¿Sabes quién mató realmente a esos animales? Un viejo lobo demente que llegó del monte Changbai, ese fue. Era tan sigiloso que no dejaba huellas, así que todo el mundo me echaba la culpa a mí. Más tarde, ese lobo se deslizó hasta la Boca Arenosa de la Familia Wu y mis hijos y nietos salvajes, sin siquiera tener que asomarme por allí, lo atacaron y lo destrozaron en mil pedazos.
Esto fue lo que sucedió realmente: aquella noche la pasé en compañía de la solitaria luna, vagando por las calles y por los callejones de la aldea de Ximen. Cuando llegamos al Jardín del Albaricoque, vi a Hong Taiyue bajo el albaricoquero torcido haciendo pis. Su aplastada, cantimplora colgaba alrededor del cuello, apoyada sobre su pecho. Apestaba a alcohol. Ese hombre, que antiguamente era conocido por su capacidad para soportar el licor, ahora era un borracho, así de claro y así de simple. Mientras se estaba abrochando los pantalones, soltó una maldición:
—Dejadme marchar, atajo de retrasados mentales… Pensáis que podéis hacerme callar atándome las manos y los pies y poniendo una mordaza en la boca. ¡Ni lo soñéis! Podéis cortarme en mil pedazos, pero nunca aplacaréis el corazón de un verdadero comunista. Creedme, pequeños bastardos. A quién le importa. Lo único que cuenta es que creo…
La luna y yo, atraídos por sus diatribas, nos colocamos a su espalda, pasando de un albaricoquero a otro, y cada vez que uno de los árboles chocaba contra él, levantaba el puño y lo miraba fijamente:
—Debo estar maldito, porque hasta tú me persigues. Pues bien, prueba un poco del puño de acero de un comunista…
Estuvo vagando hasta llegar al criadero de gusanos de seda, donde golpeó la puerta con su puño. Se abrió la puerta del interior y la luz de la lámpara se derramó hacia la noche, mezclándose con los rayos de luna y permitiéndome contemplar el brillante rostro de Ximen Bai. Había abierto la puerta mientras sujetaba una cesta con hojas de morera. La fragancia de las hojas y el sonido de los gusanos de seda masticando su alimento, que recordaba al repiqueteo de una lluvia de otoño, salió a través de la puerta con la luz. Por la expresión de sus ojos, me di cuenta de que aquella visita la había cogido por sorpresa.
—Secretario del Partido…, ¿qué estás haciendo aquí?
—¿Quién pensabas que era? —Hong Taiyue evidentemente tenía problemas para mantener el equilibrio y sus hombros golpeaban los criaderos de capullos de gusano de seda—. He oído que te has despojado de la orejas de burro de tu terrateniente —dijo con una voz extraña—, y he venido para felicitarte.
—Tengo que darte las gracias por eso —respondió Ximen Bai mientras depositaba en el suelo su cesta y se frotaba los ojos con la manga—. Si no hubiera sido por tu ayuda durante todos estos años, me habrían golpeado hasta la muerte hace mucho tiempo…
—¡Bobadas! —dijo Hong Taiyue, claramente enfadado—. Nosotros, los comunistas, nunca hemos dejado de tratarte con humanitarismo revolucionario.
—Lo comprendo, secretario Hong, lo entiendo todo de corazón —dijo, y luego prosiguió incoherentemente—. Había pensado hablar contigo entonces, pero todavía tenía en la cabeza las orejas de burro y no me atrevía a acercarme a ti. Pero ahora, se acabaron las orejas de burro. Soy un miembro de la cooperativa.
—¿Eso era lo que querías decirme?
—Jinlong envió a alguien a decirme que debería cuidar de ti… —dijo, sonrojándose—. Le dije que si el secretario Hong no ponía objeciones, me sentiría muy feliz de cuidar de él desde ahora…
—Bai Xing, oh, Bai Xing, ¿por qué fuiste una terrateniente? —murmuró Hong con dulzura.
—Ya no llevo esas orejas —dijo—. Ahora soy una ciudadana, un miembro de la cooperativa. Ya no hay más clases…
—¡Bobadas! —Ahora Hong estaba agitado. Avanzó hasta acercarse a ella—. Que no lleves las orejas no significa que no seas una terrateniente. Lo llevas en la sangre. Es un veneno que corre por tus venas.
Bai Xing retrocedió, hasta toparse con el criadero de gusanos. Las hirientes palabras que habían salido de la boca de Hong desvelaron la profundidad de los sentimientos que se reflejaban en sus ojos.
—Siempre serás nuestra enemiga —maldijo. Pero un destello de luz líquida iluminó sus ojos mientras estiraba el brazo y acariciaba el pecho de Bai Xing.
Con un gemido desafiante, ella dijo:
—Secretario Hong, no dejes que el veneno que corre por mis venas te contamine…
—Todavía eres el objetivo de la dictadura. Te lo vuelvo a repetir: aunque te hayas deshecho de tus orejas, seguirás siendo una terrateniente.
Hong Taiyue pasó sus brazos alrededor de la cintura de Bai Xing y apretó su apestosa boca cubierta de mugre contra su rostro. Los dos cuerpos chocaron contra los criaderos de gusano hechos con tallos de sorgo trenzado, que cayeron al suelo. Los gusanos de seda de Bai Xing se retorcieron debajo de sus cuerpos. Los que no fueron aplastados se limitaron a seguir masticando sus hojas de morera.
De repente, una nube flotó delante de la luna y, en mitad de la bruma, todo tipo de reminiscencias de la era de Ximen Nao —dulces, amargas, agrias, calientes— aparecieron en mi cabeza. Como cerdo, tenía la mente clara, pero como ser humano, no había más que confusión. Sí, sabía que a pesar de que había muerto hacía muchos años, justamente o no, merecidamente o no, Ximen Bai tenía todo el derecho del mundo a intimar con otro hombre, pero no podía soportar ver a Hong Taiyue hacerlo con ella mientras la estaba maldiciendo. Menudo insulto, tanto para Ximen Bai como para Ximen Nao. Para mí era como si una docena de luciérnagas revoloteara por mi cabeza y que, a continuación, se juntaran para formar una bola de fuego que quemaba mis ojos y hacía que todo lo que veía pareciera un sueño. Los gusanos de seda se habían teñido de verde fosforescente, al igual que las personas. Lancé un ataque, al principio con la intención de apartarlo del cuerpo de Ximen Bai. Pero sus testículos entraron en contacto con mi boca y, sinceramente, no encontré ninguna razón para no arrancárselos de un mordisco…
Sí, fue un momento de rabia que tuvo consecuencias incalculables. Aquella noche, Ximen Bai se ahorcó de una viga que estaba suspendida en el techo del cobertizo de los gusanos de seda. Hong Taiyue fue enviado al centro médico del condado, con su vida pendiente de un hilo. Consiguió sobrevivir, pero se convirtió en una especie de bicho raro de temperamento monstruoso. En cuanto a mí, me colgaron la etiqueta de terrible asesino con la ferocidad de un tigre, la crueldad de un lobo, la astucia de un zorro y la fiereza de un jabalí.
Mo Yan escribió que después de morder a Hong Taiyue comencé una campaña de conducta violenta en el concejo de Gaomi del Noreste, llevando la destrucción a los bueyes de los campos de los granjeros, e incluso llegó a escribir que durante mucho tiempo los habitantes del lugar tenían miedo de aliviarse en los bosques, ya que temían que les extrajeran los intestinos a través de su ano. Como señalé antes, no eran más que mentiras. Esto fue lo que realmente pasó. Después de que, en un momento de confusión, hubiera dado un mordisco mortal a Hong Taiyue, salí corriendo hacia la Boca Arenosa de la Familia Wu. Un puñado de puercas se paseaba junto a mí, pero las aparté de un empujón. Sabía que había ido demasiado lejos, así que fui en busca de Diao Xiaosan para diseñar una estrategia que me permitiera afrontar la situación.
Le hice un rápido resumen de lo que había sucedido. Diao suspiró y dijo:
—Hermano Dieciséis, desde mi punto de vista, el amor es algo difícil de olvidar. Supe desde el primer día que Ximen Bai y tú teníais algo especial. Lo hecho, hecho está, y no sirve de nada tratar de averiguar qué está bien y qué está mal. Vayamos a divertirnos, ¿qué te parece?
La precisión de Mo Yan mejoró con los acontecimientos que tuvieron lugar en los días siguientes. Diao Xiaosan me pidió que congregara a todos los sementales en el banco de arena donde, como un comandante de prestigio, relató la gloriosa historia de sus antepasados y sus luchas contra los seres humanos y los animales depredadores. A continuación, describió las estrategias que habían ideado esos antepasados:
—Explica a estos jóvenes, Gran Rey, que deben cubrirse con resina de pino, luego rebozarse en el polvo y repetir este proceso una y otra vez…
Un mes después, nuestros cuerpos estaban cubiertos de una armadura dorada natural que ningún cuchillo podía atravesar y que sonaba como una roca o como un árbol cuando chocas contra él. Al principio, el peso de la armadura de resina hacía que avanzáramos más despacio, pero rápidamente nos acostumbramos a cargar con ella. Diao Xiaosan también nos enseñó algunas técnicas de batalla: cómo preparar una emboscada, cómo lanzar un ataque sorpresa, cómo realizar un asedio, cómo salir en retirada, etcétera. Habló con la autoridad propia de una persona que tenía experiencia en la guerra. Los demás suspiramos de admiración. Preguntamos al viejo Diao si había sido un militar en su encarnación anterior. Él se limitó a soltar una risa disimulada. A continuación, aquel inmoral viejo lobo nadó atolondradamente hacia el banco de arena. Al principio es probable que pensara que no tenía ni para empezar con nosotros, pero después de intentar lanzar un mordisco a nuestro prácticamente impenetrable pellejo, que nos dejaba a salvo de cualquier magulladura, su fiereza le abandonó. Como ya dije antes, mis hijos y mis nietos lo derribaron y lo descuartizaron.
Agosto era la temporada de lluvias, que hacía aumentar el nivel del agua del río hasta provocar una inundación. En las noches de luna llena, una gran cantidad de peces, atraída hacia la superficie por el reflejo de la luna, acababa encallada en el banco de arena. Aquella era la temporada en la que nos cebábamos con los exquisitos manjares del mar. Cada vez se congregaban más animales salvajes en el banco de arena, lo cual daba pie a que se produjeran violentos combates por la comida. Comenzó una terrible batalla por el territorio entre los cerdos y los zorros que terminó cuando el líder armado expulsó a los zorros de los dorados terrenos de caza del banco de arena y monopolizó la protuberancia triangular que sobresalía en mitad del río. Pero no sin pagar un precio por ello: muchos de mis descendientes padecieron graves lesiones, que algunas veces incluso los dejaron tullidos, tras la batalla con los zorros. ¿Por qué? Porque resultaba imposible proteger los ojos y las orejas con la armadura que cubría nuestro cuerpo, y esas partes quedaban vulnerables a los ataques de los zorros, cuya desesperada táctica consistía en lanzar repugnantes gases con sus anos, que resultaban letales cuando entraban en los ojos y en la nariz. Los cerdos más fuertes consiguieron sobrevivir a los ataques, pero los demás cayeron redondos al suelo y fueron inmediatamente atacados por los zorros, que les mordieron las orejas y les sacaron los ojos con las garras. Después de aquello, bajo el mando de Diao Xiaosan, nos dividimos en dos grupos, uno para lanzar un ataque, el otro para permanecer a la espera. Cuando los zorros lanzaron sus gases, los valientes guerreros que llevaban artemisa pegajosa colocada en su hocico contraatacaron. Nuestro comandante, Diao Xiaosan, sabía que los zorros no podían mantener el nivel de toxicidad y que, aunque los primeros gases resultaban letales, los siguientes eran bastante menos pestilentes. Y, por encima de todo, los cerdos que habían sobrevivido a la primera nube tóxica lucharon valientemente, deseando lanzarse sobre su enemigo, aunque aquello supusiera que les pudieran sacar los ojos y arrancar las orejas de un mordisco. Se produjo un asalto tras otro hasta que al menos la mitad de los zorros cayó muerta o herida. Sus cadáveres y sus cuerpos mutilados permanecieron esparcidos por el banco de arena. Las peludas colas de los zorros colgaban por todas partes de las puntas de sauces rojos. Las moscas saciadas oscurecieron las ramas de los sauces y las combaron con su peso, como una jugosa fruta, hasta que casi llegaron a tocar el suelo. La batalla con los zorros convirtió a las tropas de cerdos en una veterana fuerza de combate, sirvió como ejercicio de entrenamiento para los cerdos y fue el preludio de una guerra contra los humanos.
El viejo Diao y yo estábamos preparados para recibir un ataque por parte de los cazadores del concejo de Gaomi del Noreste, pero dos semanas después del Festival de Mediados de Otoño todavía estábamos esperando, así que el viejo Diao Xiaosan envió a algunos de los cerdos más inteligentes para que exploraran el río. Nunca regresaron, lo cual me llevó a pensar que habían caído en alguna especie de trampa, para ser desollados, destripados y troceados con el fin de convertirlos en carne de consumo humano. En aquella época, el nivel de vida de los seres humanos estaba mejorando y el pueblo, que se había cansado de comer alimentos domésticos, iba en busca de un juego salvaje y comestible. A medida que fuimos entrando en el otoño, aquella costumbre acabó convirtiéndose en una campaña para «erradicar el látigo de los verracos salvajes», cuando el objetivo real era poner carne salvaje en la mesa del pueblo.
Tal y como sucede con muchos acontecimientos importantes que ocurrieron durante la infancia, la temporada de caza de cerdos, de seis meses de duración, comenzó bajo un clima de alegría. Todo empezó la primera tarde del día de la Fiesta Nacional, un soleado día de invierno en el que el banco de arena estaba bañado con la fragancia de los crisantemos salvajes mezclada con el aroma de la resina de los pinos y el agradable olor medicinal de la artemisa pegajosa. Naturalmente, también había algunos olores que no resultaban tan agradables. El prolongado periodo de paz había acabado con nuestra tensión.
Por tanto, era un día delicioso cuando una docena o más de barcas aparecieron navegando por el río, con banderas rojas en el mástil y un tambor de acero en el bote principal que anunciaba ruidosamente su llegada. Ninguno de nosotros podía creer que estaba a punto de comenzar una matanza de cerdos. Pensamos que no eran más que miembros de una delegación de la Liga de Jóvenes Comunistas realizando una excursión otoñal.
Diao Xiaosan y yo nos subimos a un alto para observar cómo los botes llegaban a nuestro banco de arena y los pasajeros bajaban a la orilla. En voz baja, informé al viejo Diao de lo que estaba viendo. Diao Xiaosan sacudió la cabeza y enderezó las orejas para escuchar con exactitud lo que estaba pasando.
—Debe haber un centenar de ellos —dije—. Da la sensación de que son turistas. Una serie de silbidos les ha hecho formar en la orilla —proseguí—, es como si alguien les hubiera ordenado que formaran.
Los silbidos y algunos fragmentos de conversación llegaron hasta nosotros a través del viento.
—Alguien les está pidiendo que se alineen —me dijo, repitiendo lo que había escuchado—. Juntaos, como si fuerais una red, y no disparéis vuestras armas. Los llevaremos hasta el agua.
—¿Cómo? ¿Es que tienen armas? —exclamé, consternado por las noticias.
—Vienen a por nosotros —dijo el viejo Diao.
—Da la señal. Reúne a las tropas.
Diao Xiaosan respiró profundamente tres veces, levantó la cabeza y, con la boca medio abierta, dejó escapar un sonido agudo de las profundidades de su garganta, como una alarma que avisa de un ataque aéreo. Se agitaron tres ramas, la hierba silvestre ondeó, mientras los jabalíes salvajes —grandes, pequeños, viejos y jóvenes— aparecieron junto a nosotros en el promontorio procedentes de todas las direcciones. Los zorros estaban sorprendidos, al igual que los tejones y las liebres silvestres. Algunos huyeron asustados, otros se ocultaron en sus madrigueras, y el resto simplemente comenzó a correr en círculos.
Nuestra armadura de resina de pino y arena amarilla hacía que diera la sensación de que estábamos vestidos con uniformes marrones. Con las cabezas erguidas, las bocas abiertas, los colmillos asomados y los ojos resplandecientes, esos doscientos cerdos eran mi ejército y, la mayoría de ellos, también mis parientes. Estaban esperando el momento, estaban excitados, estaban nerviosos y estaban listos para avanzar, apretando los dientes y dando patadas en el suelo con sus pezuñas.
—Hijos míos —les dije—, nuestro tiempo de guerra ha llegado. Están armados con escopetas, así que nuestra estrategia será explotar nuestra ventaja mostrándonos evasivos. No les dejemos que nos lleven hacia el este. Debéis rodearles si podéis.
Uno de los jóvenes machos más excitado dio un paso al frente y grito:
—¡Me opongo a seguir esa estrategia! Lo que tenemos que hacer es juntar filas y atacarles de frente. ¡Llevémosles hasta el río!
Este verraco en particular, cuyo verdadero nombre era desconocido, se llamaba Oreja Rajada. Pesaba unos trescientos cincuenta jin, tenía una enorme cabeza que estaba cubierta con la armadura de resina de pino y una oreja medio arrancada como consecuencia de su heroico enfrentamiento con un zorro. Este verraco, que era mi guerrero más poderoso, era uno de los pocos animales que no estaba emparentado conmigo. Este líder de las fuerzas del banco de arena por entonces era demasiado joven como para haberse enfrentado a mí, pero ahora había madurado y, aunque yo había dejado bien claro que el Rey de los Cerdos no era un cargo que había buscado, me negaba a cederlo a este espécimen realmente cruel.
—¡Haz lo que tu rey te ordena! —dijo Diao Xiaosan para subrayar mi autoridad.
—Entonces, si el rey dice que nos rindamos, ¿tenemos que hacerlo? —gruñó Oreja Rajada.
Sus gruñidos obtuvieron eco por parte de algunos de sus hermanos verracos, algo que resultó especialmente preocupante. Me di cuenta de que esta fuerza no sería fácil de dirigir y necesitaba imponerme a Oreja Rajada ya que, de lo contrario, mi ejército se dividiría en dos facciones. Pero con el enemigo agolpado delante de nosotros, no había tiempo para ocuparse de rencillas internas.
—¡Seguid mis órdenes! —exclamé—. ¡Romped filas!
En cuanto di la orden, la mayoría de los verracos inmediatamente tomó posiciones entre los árboles y las matas de hierba. Pero unos cuarenta de ellos, leales a Oreja Rajada, salieron al encuentro de los humanos bajo su liderazgo.
La fuerza humana formó una línea recta de este a oeste y comenzó a avanzar. Algunos llevaban sombreros de paja, otros lucían gorras de lona; otros ocultaban sus ojos bajo unas gafas de sol, mientras que otros llevaban gafas de ver; algunos iban vestidos con chaquetas y otros llevaban trajes; algunos calzaban zapatos de cuero, mientras que otros llevaban calzado deportivo; algunos hacían sonar gongs, mientras que otros disparaban petardos que llevaban metidos en el bolsillo; algunos golpeaban las hierbas altas con palos, mientras que otros iban armados con rifles y gritaban mientras avanzaban. No todos eran jóvenes y llenos de vigor. Algunos eran veteranos de pelo gris, mirada atenta y hombros encorvados. Una docena aproximada de mujeres jóvenes completaba unas tropas de mayoría masculina, una especie de Echelon de retaguardia.
¡Pang! ¡Pang! Los petardos de doble detonación levantaban nubes de humo amarillo cuando explotaban. ¡Bang! Sonó un gong.
—Salid, salid ahora o abrimos fuego —gritó alguien que blandía un palo.
Esta andrajosa fuerza no parecía un equipo de cazadores, sino que estaba representando la campaña que se llevó a cabo en 1985 contra los gorriones y pretendían que nos sometiéramos a ellos. Vi que entre las fuerzas que avanzaban había trabajadores de la Planta de Procesamiento de Algodón Número Cinco. ¿Cómo sabía eso? Porque te vi entre ellos, Lan Jiefang. En aquellos tiempos te habías convertido en un empleado de la planta a tiempo completo y estabas al mando del control de calidad. Tu esposa, Huang Hezuo, también había conseguido un contrato a tiempo completo como ayudante de cocina. Con la camisa arremangada, me di cuenta de que llevabas un reluciente reloj de pulsera. Tu esposa también se encontraba allí aquel día, probablemente planeando el modo de transportar la carne de cerdo de vuelta a la planta para mejorar el nivel de vida de los trabajadores. Aparte de ti, también había gente de la comuna, de la cooperativa y de todas las aldeas que pertenecían al concejo de Gaomi del Noreste. El hombre que se encontraba al mando llevaba un silbato alrededor del cuello. ¿De quién se trataba? Era nada menos que Ximen Jinlong. Se podía decir que era mi hijo, lo cual significaba que aquella inminente batalla se iba a librar entre un padre y un hijo.
Los pájaros que anidaban en los sauces volaron asustados por los gritos de los invasores. Los zorros salieron de sus madrigueras y corrieron a toda prisa hacia las hierbas altas. Los arrogantes invasores avanzaron un centenar de metros, reduciendo la distancia. Algunos gritaron: «¡Rey de los Cerdos!». Las tropas dispersas cerraron filas, hasta que no había más que unos cincuenta metros de separación entre ellos y la escuadra suicida, que se había alineado como una formación antigua de batalla. Oreja Rajada se apostó a la cabeza de sus dos docenas de guerreros salvajes. Ximen Jinlong se colocó delante de sus tropas humanas, con una escopeta en una mano y unos prismáticos de color verde grisáceo que colgaban de su cuello junto al silbato en la otra. Me di cuenta de que la espantosa cara de Oreja Rajada, captada a través de la lente de sus prismáticos, le había impresionado enormemente.
—¡Golpead el gong! —le oí gritar—. ¡Llamad a batalla!
Jinlong tenía pensado utilizar la táctica de la golondrina, que consiste en asustar a tu enemigo y hacer que huya, para así poder arrojarlo hacia el río.
Sonó el gong y los gritos se elevaron en el aire, pero no era más que una fanfarronada. Nadie se atrevió a atacar. Es decir, ningún humano. Pero Oreja Rajada, lanzando un grito de batalla, lideró un ataque contra los humanos. Jinlong fue el único hombre que disparó su arma; el perdigón fue a parar a uno de los sauces, destruyó un nido de pájaros e hirió a la desdichada ave que se encontraba en su interior. Ni un solo perdigón alcanzó a un verraco. Todos los demás invasores humanos se dieron la vuelta y salieron corriendo. Los gritos de Huang Hezuo fueron más agudos que los de los demás mientras se tropezaba y caía. Oreja Rajada le dio un mordisco en el trasero y la convirtió en una tullida que sólo tendría medio trasero para el resto de su vida. Los verracos pasaron a la ofensiva y, aunque no escaparon de ser alcanzados por las armas, nada podía penetrar sus pellejos protegidos por la armadura. Tú demostraste tu temple librando a Hezuo del peligro y ganándote una reputación de hombre valeroso y también la estima por mi parte.
El guerrero independiente Oreja Rajada y sus tropas salieron victoriosos de aquella batalla, ya que los zapatos tirados, los sombreros y las armas abandonadas en el campo de batalla daban testimonio de ello. Se convirtieron en botines de guerra y aquello hizo que se mostrara más arrogante que nunca.
—¿Y ahora qué, Viejo Diao? —le pregunté una noche de luna llena cuando entré en su cueva después de la batalla—. ¿Debería abdicar y dejar que Oreja Rajada sea el nuevo rey?
Con la barbilla apoyada en sus pezuñas delanteras y una luz débil emanando de sus ojos ciegos, estaba revolcado en la cueva, escuchando el sonido del agua al correr y de las hojas de los árboles que procedían del exterior.
—¿Qué opinas, Viejo Diao? Haré lo que tú me digas.
Diao Xiaosan lanzó un profundo suspiro y vi que la débil luz de sus ojos había desaparecido. Le di un codazo. Su cuerpo estaba inerte y no mostraba la menor reacción.
—¡Viejo Diao! —le grité alarmado—. ¿Te encuentras bien? ¡No puedes morirte!
Pero lo hizo. Las lágrimas comenzaron a resbalar de mis ojos y me sentí completamente abatido por el dolor.
Salí de la cueva y me encontré con una hilera de ojos verdes centelleantes. Una mirada salvaje salió de los ojos de Oreja Rajada, que estaba apostado delante de los demás. Yo no tenía miedo. De hecho, me sentía completamente relajado. Con una mirada de indiferencia en mis ojos, me acerqué a él.
—Mi querido amigo Diao Xiaosan ha muerto —dije—. Estoy destrozado y deseo abdicar como rey.
Probablemente aquello era lo último que Oreja Rajada esperaba escuchar, ya que retrocedió un paso, pensando que iba a ir a por él.
—Por supuesto, si te hace feliz luchar contra mí para ganarte el puesto, aceptaré encantado mis responsabilidades —dije.
Se me quedó mirando, tratando de averiguar qué debería hacer. Yo pesaba más de quinientos jin y tenía una cabeza dura y unos dientes aterradores. Desde su punto de vista, el resultado de un combate conmigo era bastante incierto.
—Haremos lo que dices —dijo al fin—. Pero debes abandonar inmediatamente el banco de arena y no regresar jamás.
Asentí para indicar que estaba de acuerdo, agité mi pezuña a la multitud que se encontraba a sus espaldas y me marché de allí. Cuando llegué al extremo oriental del banco de arena, me metí en el agua, sabiendo que cincuenta pares o más de ojos de cerdo estaban contemplando mi partida, con la mirada borrosa por las lágrimas. Pero no miré hacia atrás. Comencé a nadar, y cerré los ojos para dejar que el río enjugara mi llanto.