El Cerdo Dieciséis persigue la luna y se convierte en el rey
SALÍ silenciosamente del recinto, dejando a la multitud perpleja alrededor de Lan Lian. Vi los ojos malvados de Xu Bao medio ocultos entre la muchedumbre y supuse que el viejo ladrón no se había atrevido todavía a hacer un movimiento y me dejaba tiempo para que me preparara a luchar cara a cara con él.
Ni una sola persona permanecía en la granja y cuando cayó la noche —la hora de comer para nosotros, los aproximadamente setenta supervivientes— comenzaron a escucharse los sonidos del hambre. Habría abierto las pocilgas y liberado a todos los cerdos si no fuera por la posibilidad de que me acribillaran con sus preguntas. Adelante, compañeros, montad una escena tan grande como os apetezca. No tengo tiempo para preocuparme por vosotros, ya que diviso la escurridiza silueta de Xu Bao detrás del albaricoquero torcido. De hecho, podía sentir perfectamente cómo el aura del asesino emanaba del cuerpo de aquel hombre tan cruel. Mi mente giraba vertiginosamente mientras ideaba una serie de estrategias desde el lugar de la pocilga en el que me hallaba oculto. Me escondí en una esquina, convencido de que esa sería la mejor manera de mantener mis joyas lejos de todo daño. Busqué un refugio, fingiendo ignorancia, pero tenía un plan: observar, esperar y emplear la resistencia pasiva. Vamos, Xu Bao. Crees que vas a poner las manos en mis joyas para comértelas con tu licor. Pues bien, antes te arranco de un mordisco las tuyas y me cobro venganza en nombre de todos los animales a los que has mutilado.
El cielo del atardecer se había oscurecido y un extraño humo se elevaba del suelo húmedo. Los cerdos tenían tanta hambre que dejaron de vociferar. Los únicos sonidos que se escuchaban eran el croar de las ranas. El aura del asesino parecía dibujarse cada vez más cerca y me di cuenta de que estaba a punto de asestar su golpe. Apareció por mi pocilga su seco y diminuto rostro, como una grasienta nuez. No tenía cejas, ni pestañas, ni pelos en la barbilla. Aquel tipo sonreía y casi me lo hago encima. ¡Pero, maldita sea, no me importa lo mucho que sonrías! Abrió la puerta y se quedó en la entrada, donde me hizo un gesto con la mano y soltó un saludo: «Soo-ee». Quería engañarme para que saliera de mi pocilga, me di cuenta de ello inmediatamente. Xu Bao entraría en acción en cuanto saliera por la puerta y me arrebataría las joyas. Pues bien, pequeño cabrón, buen intento, pero el viejo Cerdo Dieciséis hoy no va a caer en tus trucos. La pocilga podría venirse abajo pero yo no me movería. Ya puedes darme comida para gourmets, que no la pienso comer. Xu Bao arrojó un pastel de maíz a mi pocilga. Recógelo y cómetelo tú, pequeño bastardo. Xu Bao desplegó todos los trucos que conocía, pero yo me quedé agazapado en mi esquina.
—¡Este maldito cerdo es un demonio! —murmuró enfadado.
Si Xu Bao se hubiera ido en aquel momento, ¿habría tenido agallas para salir e ir a por él? Es difícil saberlo. El hijo de puta era tan adicto a comer testículos de animales que no estaba dispuesto a marcharse. Se sentía tan atraído por esos objetos que colgaban entre mis patas traseras que se puso a gatear en el barro y se dirigió hacia el interior de mi pocilga.
Una mezcla de ira y miedo, como las llamas amarillas y azules, inundó mi mente. La hora de la venganza había llegado. Apreté los dientes y me mantuve inmóvil; me obligué a permanecer tranquilo. Muy bien, aquí estoy. Acércate más, acércate más. Espera hasta que el enemigo esté en tu casa antes de golpear. Un combate cercano, un combate nocturno. Estoy preparado. Cuando se encontró aproximadamente a un metro de distancia pareció vacilar unos instantes e hizo unas muecas para tentarme a salir a su encuentro. Olvídalo, pequeño bastardo. Vamos, aquí estoy, no soy más que un estúpido cerdo, no supongo ningún peligro para ti. Pensando que quizá había sobrestimado mi inteligencia, Xu Bao bajó la guardia y se acercó despacio, con la esperanza de asustarme y hacerme salir. Se agachó a un metro de mí y sentí cómo todos los músculos de mi cuerpo se tensaban, como un arco tirante. La flecha estaba en la cuerda. Yo sabía que si atacaba en ese momento, él podía saltar como una pulga y no podría escapar.
Mi voluntad ya no daba órdenes a mi cuerpo y este atacó por sí solo, dirigiéndose hacia el vientre de Xu Bao y levantándolo por los aires. Se golpeó la cabeza contra la pared y se desplomó en el suelo justo en el lugar donde solía aliviarme. Su grito quedó suspendido en el aire un tiempo después de que hubiera aterrizado. Su capacidad de lucha se había desvanecido. Estaba tendido sobre mis excrementos como un cadáver. Decidí llevar a cabo mi plan al completo para poder vengar a mis amigos mutilados. Había utilizado la propia estrategia de aquel hombre contra él. Me sentía ligeramente asqueado y dubitativo, pero como había puesto en práctica mi plan, tenía que seguir adelante con él hasta el final. Le di un mordisco entre las piernas. ¡Mi boca estaba vacía! No había nada más que los pantalones. Tiré hacia atrás y rasgué el material que tapaba su entrepierna y lo que vi me horrorizó. Resultó que Xu Bao era un eunuco de nacimiento. Me quedé estupefacto, pero ahora sabía por qué hacía todo aquello, comprendí por qué sentía tanto desprecio por los testículos de los demás machos, por qué había adquirido aquella habilidad especial y por qué le gustaba tanto comérselos. Si lo piensas bien, era una criatura que no había tenido suerte en la vida. A lo mejor había albergado la idea de que uno es lo que come, que es como creer que puedes sacar sangre de un nabo o que de un árbol muerto pueden brotar hojas nuevas. En la pesada oscuridad vi dos regueros verdes de sangre de serpiente salir de su nariz. ¿Cómo era posible que fuera tan frágil como para morir de un golpe en la cabeza? Coloqué una pezuña debajo de su nariz. No percibí que saliera aire. Maldita sea, aquel pequeño bastardo estaba realmente muerto. Había escuchado a alguien del hospital hablar a los aldeanos de la reanimación cardiopulmonar y había visto con mis propios ojos a Baofeng devolver a la vida a algunas víctimas de la muerte. Así que coloqué al tipo erguido y presioné su pecho con las dos pezuñas. Una vez, dos veces, tres veces… Apretando con todas mis fuerzas, podía escuchar cómo crujía su caja torácica y vi cómo le salía más sangre de la boca y de la nariz…
Mientras me quedaba en la puerta de mi pocilga tomé la decisión más importante de mi vida: el Presidente Mao había muerto, lo cual significaba que, inevitablemente, se iban a producir grandes cambios en el mundo de los seres humanos. En cuanto a mí, me había convertido en un cerdo homicida y si miraba a mi alrededor, lo único que podía ver era el cuchillo del carnicero y una olla de agua hirviendo. En aquel momento me pareció escuchar una voz que me llamaba desde la distancia:
—¡Rebelaos, hermanos!
Antes de lanzarme hacia el bosque, abrí las puertas de las pocilgas de los cerdos que habían sobrevivido a la muerte roja y los dejé salir.
—Hermanos —les dije desde un punto elevado del suelo—. ¡Rebelaos!
Pero ellos se limitaron a mirarme con la mente en blanco, sin tener la menor idea de lo que les estaba diciendo, salvo una puerca demacrada —con un cuerpo impoluto y un vientre de color blanco y negro—, que apareció entre la multitud y dijo:
—Yo te seguiré, mi rey.
El resto de los cerdos se limitó a caminar cerca de sus pocilgas buscando algo que comer. Algunos de ellos volvieron a entrar en sus cochiqueras, se tumbaron perezosamente y esperaron a que los humanos les trajeran su alimento.
Por tanto, con aquella pequeña puerca a mis espaldas, me dirigí hacia el sureste sobre un suelo tan blando que nuestras patas se hundían hasta las rodillas. Dejamos un claro rastro. Cuando alcanzamos la orilla del profundo y caudaloso canal, le pregunté:
—¿Cómo te llamas?
—Me llaman Pequeña Flor, mi rey.
—¿Por qué te llaman así?
—Porque hay dos dibujos florales en mi vientre, mi rey.
—¿Llegaste hasta aquí procedente del monte Yimeng, Pequeña Flor?
—No, mi rey.
—En ese caso, ¿de dónde vienes?
—No lo sé, mi rey.
—Eres la única que ha venido conmigo, ¿por qué?
—Porque te adoro, mi rey.
Mientras miraba a ese simple e ingenioso pequeño animal de Pequeña Flor, me sentí conmovido y triste a la vez. Le acaricié el vientre con mi hocico como signo de amistad.
—Muy bien, Pequeña Flor —dije—, los seres humanos ya no tienen control sobre nosotros, tal y como les ocurrió a nuestros antepasados. Somos libres. Pero a partir de hoy, cenaré el viento y beberé el rocío. Vamos a llevar una vida dura, así que todavía estás a tiempo de cambiar de opinión.
—No voy a cambiar de opinión, mi rey —dijo con firmeza.
—Esa es una maravillosa noticia, Pequeña Flor. ¿Sabes nadar?
—Sí, mi rey.
—¡Estupendo! —dije.
Le di una patada en el trasero y saltamos al agua.
El agua estaba caliente y agradable y era maravilloso estar sumergido en ella. Había planeado nadar hasta la orilla contraria y caminar desde allí, pero cambié de opinión. Al principio la superficie del agua parecía estar congelada y quieta, pero una vez que me metí en ella me di cuenta de que fluía hacia el norte, hacia el gran canal que antiguamente utilizaba el gobierno manchú para transportar el grano, a una velocidad de al menos cinco metros por minuto. La velocidad de la corriente y nuestra flotabilidad harían que el trayecto transcurriera sin esfuerzo. Sin apenas necesidad de dar patadas con mis patas delanteras, navegué por las aguas como un tiburón y cuando me volví para mirar, allí estaba Pequeña Flor, justo detrás de mí, agitando las cuatro patas en el agua, la cabeza erguida y los ojos relucientes. Respiraba por la nariz.
—¿Qué tal estás, Pequeña Flor?
—Muy bien, mi rey.
Pero por culpa de esa pequeña conversación, su nariz se sumergió debajo de la superficie, lo cual la obligó a resoplar y a lanzar una andanada de patadas frenéticas.
La levanté hasta que estuvo casi fuera del agua.
—Estarás bien —dije—. Los cerdos somos nadadores por naturaleza. La clave está en no tener miedo. He decidido apartarnos de las carreteras y viajar por el agua. De ese modo no dejaremos un rastro para esos desagradables seres humanos. ¿Podrás resistir?
—Sí… —dijo jadeando ligeramente.
—Bien. Escucha, ¿por qué no te subes a mi espalda?
Ella se negó; prefería perseverar ante las dificultades. Por tanto, me sumergí bajo el agua y cuando volví a la superficie, la tenía encaramada a mi espinazo.
—Sujétate con fuerza —dije—. No te sueltes por nada del mundo.
Con Pequeña Flor a mis espaldas, avancé por el canal dejando atrás la Granja de Cerdos del Jardín del Albaricoque y me dirigí al gran canal, donde seguí hacia el este entre las ondulantes olas. Una intensa puesta de sol dibujó un hermoso escenario en el cielo occidental, lleno de formaciones de nubes mutantes —un dragón verde, un tigre blanco, un león, un perro salvaje—, mientras los rayos de sol incidían a través de los huecos que se abrían entre las nubes e iluminaban la superficie del agua.
Las olas nos perseguían y nosotros perseguíamos a las olas; las olas se perseguían entre sí. Gran canal, ¿dónde has conseguido tanto poder? En tus aguas arrastras lodo, maíz, sorgo, ramas de patata, incluso árboles arrancados de raíz, mientras prosigues tu viaje hacia el este. También depositas cerdos muertos, donde se hinchan, se pudren y desprenden un insoportable hedor. Cuando los vi, me convencí más que nunca de que al avanzar corriente abajo con Pequeña Flor había superado la vida de los cerdos, había sobrevivido a la muerte roja e, incluso, había sobrevivido a la ya finalizada era de Mao Zedong.
Sé que en sus Cuentos de la crianza de cerdos Mo Yan había dicho lo siguiente de los cadáveres de los cerdos que se habían arrojado al río: «Un millar de cerdos muertos de la Granja de Cerdos del Jardín del Albaricoque formaba una banda de muertos flotantes. Sus cadáveres estaban hinchados, habían comenzado a pudrirse, habían explotado, habían sido devorados por los gusanos, los peces les arrancaban pedazos de carne, mientras avanzaban corriente abajo hasta que desaparecieron en las turbulentas aguas del mar de China, donde lo que quedaba de ellos era devorado, desmembrado y convertido en pedazos para unirse al ciclo transformador de objetos materiales». No voy a decir que ese tipo no sepa escribir, sólo digo que dejó pasar una magnífica oportunidad, ya que si hubiera visto al Cerdo Dieciséis, con Pequeña Flor a mis espaldas, cabalgando sobre las olas en las doradas aguas del río, en lugar de escribir sobre la muerte, habría alabado la vida, nos habría alabado a nosotros, me habría alabado a mí. Soy el poder de la vida, soy la pasión, la libertad y el amor, el espectáculo más maravilloso que el mundo puede ofrecer.
Seguimos avanzando con la corriente en dirección a aquella luna del octavo mes lunar, el decimosexto día, una luna mucho más distinta de la que había el día en que te casaste. Aquella noche la luna había caído del cielo, pero esta noche salió del río, tan grande y redonda como la otra, de color rojo al principio, como un niño inocente que hubiera sido enviado a la Tierra desde algún lugar oculto del universo, berreando y sangrando y tiñendo el agua de rojo. Tu luna, dulce y melancólica, descendió para ser testigo de tu boda. Mi luna, solemne y sombría, ascendió en honor de Mao Zedong. Le vimos sentado en la luna, con su corpulencia presionando y alterando su forma hasta hacerla ovalada. Llevaba una bandera roja a modo de capa, sujetaba un cigarrillo en sus dedos y tenía ligeramente levantada su pesada cabeza. En su rostro se había congelado una mirada pensativa.
Con Pequeña Flor a mis espaldas, avancé hacia el este, persiguiendo a la luna y a Mao Zedong. Queríamos acercarnos a la luna para poder ver el rostro de Mao Zedong con mayor claridad. Pero ella avanzaba con nosotros, guardando una distancia constante por mucho que pateáramos, por más que me moviera por el agua como un torpedo. Pequeña Flor clavó sus pezuñas en mis costillas y gritó: «¡Más rápido! ¡Más rápido!», como si yo fuera su caballo.
En el punto en el que se encontraban el concejo de Gaomi del Noreste y el condado de Pingdu se extendía una barra de arena llamada el Montículo de Arena de la Familia Wu, que dividía el río y enviaba una corriente hacia el norte y la otra hacia el sureste. Las dos corrientes volvían a mezclarse cerca de la aldea del Condado Dos. Describamos la escena. Un río que avanza a toda velocidad de repente se divide en dos brazos y, en este salto de agua, los bancos de carpas rojas, las anguilas blancas, las tortugas negras de caparazón blando, ascendían hacia la luna, un expresión cargada de romanticismo, pero antes de que alcanzaran su objetivo, la fuerza de la gravedad tiraba de ellas con fuerza formando un brillante y espectacular, aunque finalmente trágico, arco, y cuando la mayoría de ellas aterrizaba en la superficie del agua, las escamas volaban, las aletas se desplegaban y las agallas se sacudían, convirtiendo las criaturas que regresaban a las aguas en alimento para los expectantes zorros y los jabalíes salvajes. Algunas de ellas conseguían regresar al abrigo del agua gracias a su fuerza o por pura suerte y continuaban nadando hacia el sureste o hacia el noreste.
En aquel momento, teniendo en cuenta mi peso corporal y el hecho de que llevaba a Pequeña Flor a mis espaldas, aunque también me dirigía hacia el cielo gracias al salto de agua que producían esos brazos del río, comencé a caer antes de que estuviera a diez metros del agua, y sólo la elasticidad del mullido arbusto evitó que alguno de los dos sufriera lesiones. Por supuesto, éramos demasiado grandes como para que los zorros pensaran en comernos. Y para los jabalíes salvajes, con sus enormes cuartos delanteros y sus afilados cuartos traseros, deberíamos ser parientes, así que nunca comerían a criaturas de su propia especie. Aterrizamos sanos y salvos en el banco de arena.
Sorprendidos de encontrarnos allí, los jabalíes salvajes se congregaron lentamente a nuestro alrededor, luciendo una mirada mezquina en sus ojos, mientras la luna llena relucía en sus blancas garras. Pequeña Flor apretó sus patas alrededor de mi cuerpo con todavía más fuerza y me di cuenta de que estaba temblando. Comencé a retroceder, cada vez más, sin dar a esas bestias la oportunidad de desplegarse y rodearnos. Los conté y eran nueve, machos y hembras, y todos ellos pesaban por lo menos doscientos jin. Tenían unos hocicos largos, duros y ridículos, orejas puntiagudas como las de los lobos y cerdas afiladas. Su negra y aceitosa piel delataba lo bien alimentados que estaban y el olor que emitían me hacía ver su cruda y salvaje potencia. Por entonces yo pesaba quinientos jin y era tan grande como un bote de remos. Después de haber experimentado la existencia de los hombres, de los burros y de los bueyes, me había vuelto astuto y fuerte y ninguno de ellos habría sido rival para mí de uno en uno, pero en un combate contra nueve al mismo tiempo no tenía la menor oportunidad. En lo único que podía pensar en aquel momento era en retroceder, en seguir retrocediendo, hasta llegar al borde del agua, donde podía dejar que Pequeña Flor huyera nadando. Después, yo me giraría y lucharía con toda la inteligencia y el valor que pudiera. Dado que se alimentaban con una dieta exclusiva de cerebros y huevas de pescado, la inteligencia de esos animales estaba casi a la par de la de los zorros, así que lo más probable era que no iba a poder engañarles con mi estrategia. Observé cómo dos jabalíes me asediaban por la espalda para poder rodearme antes de alcanzar el agua. Me di cuenta de que la retirada era un callejón sin salida, que había llegado el momento de pasar al ataque, de amagar hacia el este y atacar hacia el oeste para poder romper el círculo y huir hacia el extenso centro del banco de arena del río. Necesitaba adaptar la táctica de guerrilla de Mao Zedong, que consistía en forzar cambios en la formación del enemigo y atacar sus puntos débiles. Hice una señal a Pequeña Flor para hacerle saber lo que estaba planeando.
—Mi rey —dijo dulcemente—. Adelante, no te preocupes por mí.
—No puedo evitarlo —dije—. Estamos juntos en esto, como un hermano y una hermana. Allá donde esté yo, también estarás tú.
Cargué contra el macho que estaba lanzando un ataque frontal. Se tambaleó y comenzó a retroceder, pero de repente rectifiqué y me dirigí hacia la hembra que se encontraba cerca. Cuando nuestras cabezas chocaron, emitieron un sonido como si una vasija se hubiera partido en mil pedazos y vi cómo su cuerpo se tambaleaba hacia atrás al menos diez metros. Ahora el círculo se había roto, pero escuché los gruñidos de sus hocicos a mis espaldas. Con un aullido tosco, corrí como el viento hacia el sureste. Pero cuando me di cuenta de que Pequeña Flor no se encontraba detrás de mí, eché el freno y me giré para esperarla. A la pobre Pequeña Flor, mi querida Pequeña Flor, le había mordido en el trasero un salvaje jabalí macho. Sus gritos de dolor y de terror hicieron palidecer a la luna.
—¡Dejadla en paz! —grité mientras cargaba contra el jabalí que la estaba agrediendo.
—Mi rey —gritó ella—. Vete, no te preocupes por mí.
Hasta aquí has escuchado mi historia y me sorprendería mucho si no te sintieras profundamente conmovido o si no consideraras que nuestros actos —cerdos o no— eran nobles. Pues bien, aquel jabalí la sujetó y siguió adelante con su ataque salvaje. Los gritos de Pequeña Flor casi me vuelven loco. ¿Casi? Demonios, estaba loco. Pero dos machos se acercaron corriendo y me bloquearon el paso, impidiéndome acudir al rescate de Pequeña Flor. Abandoné todas las tácticas y las estrategias de batalla y ataqué a uno de ellos, que no se apartó lo suficientemente a tiempo como para evitar que le mordiera el cuello. Sentí cómo mis dientes atravesaban su gruesa piel y se hundían hasta el hueso. Comenzó a dar tumbos y salió corriendo, dejándome con la boca llena de sangre con un sabor rancio y de duras cerdas. Mientras tanto, el segundo jabalí se acercó y me mordió en la pata trasera. Lancé una patada como si fuera una mula —un truco que había aprendido cuando era un burro— y le golpeé la mejilla. A continuación, me di la vuelta y fui a por él, pero salió corriendo y lanzando gritos. Me dolía mucho la pata, salía sangre, pero no tenía tiempo para preocuparme de eso, ya que Pequeña Flor estaba siendo destrozada por ese otro bastardo. Di un salto mientras lanzaba un fuerte grito de guerra y ataqué. Cuando golpeé al bastardo sentí cómo sus entrañas se rasgaban y estuvo muerto antes de que golpeara el suelo. Pequeña Flor apenas estaba viva.
Cuando la levanté, sus entrañas se derramaron por la herida que tenía abierta en el vientre. No sabía qué hacer con todo ese material vaporoso, resbaladizo y nauseabundo. Me sentía impotente, impotente y desolado.
—Pequeña Flor, mi querida Pequeña Flor, te he fallado…
Abrió los ojos con gran esfuerzo y me dedicó una mirada azul y blanca, muy débil:
—Mi rey —consiguió decir mientras la saliva y la sangre salían de su boca—. ¿Me das tu permiso… para llamarte Hermano Mayor?
—Sí, por supuesto —respondí entre lágrimas—. Mi hermana pequeña, la persona más próxima a mí que hay en el mundo…
—Me siento tan afortunada…, Hermano Mayor…, inmensamente afortunada…
En ese momento, dejó de respirar y sus patas se pusieron rígidas, como cuatro pequeños bastones.
—¡Hermana Pequeña! —dije llorando mientras me ponía de pie y avanzaba directamente hacia los demás jabalíes, dispuesto a luchar contra ellos hasta la muerte…, mi muerte.
Los jabalíes formaron y, temerosos pero disciplinados, comenzaron a retroceder. Cuando ataqué, se desplegaron para rodearme. Abandoné todas las tácticas, embestí aquí, mordí allá y luché como un cerdo loco, hiriéndolos a todos y recibiendo también mi ración de heridas. Cuando las cambiantes líneas de batalla nos llevaron a mitad del banco de arena del río, hasta el borde de una hilera de estructuras militares abandonadas, con tejas y paredes que se estaban desmenuzando, vi una figura que me resultó familiar sentada junto a un abrevadero de piedra que estaba medio enterrado en el lodo.
—Viejo Diao, ¿eres tú? —grité lleno de asombro.
—Sabía que algún día vendrías, mi hermano —dijo Diao Xiaosan antes de dirigirse hacia los jabalíes salvajes que se acercaban—. ¡Ya no puedo ser vuestro rey! ¡Este es vuestro verdadero rey!
Después de unos instantes de dudas, se postraron de rodillas y, hundiendo el hocico en el polvo, anunciaron al unísono:
—¡Larga vida al gran rey!
Yo estaba a punto de añadir algo, pero ante estos últimos acontecimientos, ¿qué podía decir? Por tanto, sumido en un estado de completo aturdimiento, me convertí en el rey del banco de arena de los jabalíes salvajes y recibí su lealtad. En cuanto al rey humano, el que estaba sentado sobre la luna, él ya se encontraba a millones de kilómetros de la Tierra y la colosal Luna se había encogido hasta alcanzar el tamaño de una fuente plateada, tan pequeña y alejada que ya no se podía ver en ella al ser humano, ni siquiera con un telescopio de gran alcance.