Un resentido Lan Lian llora por el Presidente Mao
EL noveno día del mes de septiembre sucedió un acontecimiento que supuso todo un cataclismo, como cuando una montaña se viene abajo o la tierra se abre. A pesar de los intentos que se hicieron por salvar su vida, el Presidente Mao falleció. Por supuesto, podría haber dicho nuestro Presidente Mao, pero por aquel entonces yo no era más que un cerdo, y aquello podría sonar irrespetuoso. El río que corría por detrás de la aldea se había desbordado y provocó una serie de inundaciones que desplomaron un poste de servicio público y produjeron cortes en la línea telefónica, de manera que el teléfono de la aldea se convirtió en un simple elemento decorativo y los altavoces quedaron mudos. Así que la crónica del fallecimiento del Presidente Mao nos llegó a través de Jinlong, que había escuchado las noticias en la radio. Aquella radio había sido un regalo de su buen amigo Chang Tianhong, que se encontraba bajo la custodia de la Comisión de Control Militar acusado de un delito de vandalismo, aunque tuvieron que ponerle en libertad por falta de pruebas. Se había metido en algunos problemas hasta que finalmente fue nombrado líder adjunto de la compañía del condado Teatro del Maullido del Gato. Como estaba licenciado en una academia de música, era una elección perfecta para ese puesto. Aceptó su trabajo entusiasmado y no sólo adaptó las ocho óperas al estilo revolucionario para el Maullido del Gato, sino que siguió las tendencias actuales escribiendo y dirigiendo una producción que tituló Los cuentos de la crianza de cerdos basada en los acontecimientos que tuvieron lugar en nuestra Granja de Cerdos del Jardín del Albaricoque: en un epílogo a su historia Cuentos de la crianza de cerdos Mo Yan se refería a esta adaptación, llegando incluso a afirmar que había sido coautor de ella, pero estoy completamente seguro de que aquello no era más que una sarta de mentiras. Es cierto que Chang Tianhong llegó a nuestra granja de cerdos para empaparse de cómo era la vida en este lugar y es cierto que Mo Yan no se despegaba de sus faldones como si fuera un parásito. Pero ¡de ahí a ser coautor! De ninguna manera. Cheng dejó correr libremente su imaginación hasta realizar esta versión contemporánea para el Maullido del Gato, donde los cerdos tuvieran diálogos y estuvieran separados en dos grupos; el primero defendía comer y defecar en abundancia para engordar en nombre de la revolución y los otros cerdos eran enemigos de clase ocultos, representados por Diao Xiaosan, donde Corneador Loco y sus amigos, que comían sin ganar peso, representaban el papel de cómplices. En la granja no había más que seres humanos rivalizando contra seres humanos; los cerdos también competían contra los cerdos y esas luchas porcinas formaban el conflicto central de la trama, mientras que los humanos representaban los papeles secundarios. Chang había estudiado música occidental en la academia y se había especializado principalmente en la ópera occidental. Sus aportaciones a la producción del Maullido del Gato no se limitaron a añadir una serie de innovaciones en el contenido, sino que también introdujo unos cuantos cambios drásticos en las melodías tradicionales del Maullido del Gato, incluyendo un aria para el importante papel masculino positivo de Blanquito, un movimiento realmente hermoso. Siempre imaginé que Blanquito era una versión teatral de mi persona, pero en su historia Cuentos de la crianza de cerdos Mo Yan escribió que Blanquito simbolizaba un movimiento vital y ascendente, sano y progresista, un esfuerzo por buscar la libertad y la felicidad. ¡Vaya manera de alterar la verdad, qué valor! Yo sabía lo mucho que se esforzó Chang en la creación de esta producción, a fin de integrar las tradiciones local y occidental, fusionar brillantemente el romanticismo con el realismo, y crear un modelo de importantes contenidos ideológicos y de conmovedora forma artística que permitía sacar lo mejor de cada uno. Si el Presidente Mao hubiera muerto unos años más tarde, muy bien podría haber existido un noveno modelo de ópera: la versión de Los cuentos de la crianza de cerdos del Maullido del Gato de Gaomi.
Recuerdo una noche de luna llena en la que Chang Tianhong se colocó detrás del albaricoquero torcido sujetando un libreto de Los cuentos de la crianza de cerdos, con sus anotaciones musicales garabateadas, mientras cantaba el aria de Blanquito en honor a los jóvenes Jinlong, Huzhu, Baofeng y Ma Liangcai (que por entonces era el director de la escuela elemental de la aldea de Ximen). Mo Yan también se encontraba allí, con una botella de agua metida en un recipiente hecho con hilos de plástico rojos y verdes trenzados. Flotando en el agua había un par de semillas de fruto medicinales y Mo Yan estaba preparado para entregar la botella a Chang cuando fuera necesario. En la otra mano sujetaba un abanico negro de papel de aceite con el que abanicaba la espalda de Chang. Aquella conducta me pareció completamente repugnante. Pero así es como participó en la creación de la versión de Los cuentos de la crianza de cerdos del Maullido del Gato.
Todo el mundo recuerda cómo los aldeanos una vez habían dedicado a Chang Tianhong el insultante sobrenombre de Burro Rebuznando. Pues bien, después de que hubieran pasado más de diez años, la perspectiva de los aldeanos poco a poco se fue haciendo más amplia y había surgido una nueva manera de comprender el arte que demostraba Chang a la hora de cantar. El Chang Tianhong que regresó en aquella época para llenar para siempre de sentimiento la aldea y crear una nueva obra teatral era un hombre completamente distinto. La superficialidad y la arrogancia que el pueblo había encontrado tan repulsivas en él habían desaparecido por completo. En sus ojos se reflejaba un aire de melancolía, su rostro se había vuelto cetrino, una barba incipiente decoraba su barbilla y sus sienes se habían teñido de gris. Se parecía mucho a uno de esos rusos decembristas. La gente le miraba con reverencia mientras esperaba que se pusiera a cantar y yo, con una pezuña delantera sobre el tembloroso albaricoquero y la barbilla apoyada en la otra pezuña, me sentaba para disfrutar de una deliciosa representación vespertina por parte de aquel joven encantador. Apoyando su mano izquierda sobre el hombro izquierdo de Huzhu y descansando su barbilla sobre el hombro derecho de su cuñada, Baofeng miraba el rostro enjuto e iluminado por la luna de Chang, así como su pelo rizado. Aunque el rostro de Baofeng estaba oculto por las sombras, la luz de la luna revelaba una triste sensación de desamparo en su mirada. En la granja hasta los cerdos sabían que Chang y la hija de Pang Hu, Pang Kangmei, que había sido destinada de la academia a los cuarteles generales de producción del condado, tenían una relación amorosa y, por lo que escuchamos, se iban a casar el primer día de octubre, el Día de la Fiesta Nacional. Ella vino a verle un par de veces mientras se encontraba en la granja. Era una mujer dotada de una preciosa figura y de unos ojos brillantes que además se negaba a mostrar los aires de una intelectual urbana, y causó una gran impresión tanto en la gente como en nosotros, los cerdos. Cada vez que Kangmei venía a la granja, inspeccionaba nuestra estación de producción —después de todo, trabajaba con ganado en los cuarteles generales de la producción— y daba un repaso a todos los animales de la granja, mulas, caballos, burros, bueyes. Yo estaba completamente convencido de que Baofeng sabía que Kangmei estaba a punto de casarse con Chang, de quien estaba enamorada, y de que Kangmei era consciente de los sentimientos que albergaba el corazón de Baofeng. Un día, al anochecer, las vi hablando bajo el albaricoquero torcido y observé cómo Baofeng apoyó su mano en el hombro de Kangmei y se echó a llorar. Kangmei, que también tenía lágrimas en los ojos, acarició la cabeza de Baofeng tratando de consolarla.
Nada de esto, por supuesto, tiene que ver con la historia que te estoy contando. De lo que verdaderamente quiero hablar es de aquella radio, un transistor marca Linterna Roja fabricado en Qingdao, que Chang Tianhong había regalado a Jinlong. Nadie dijo que fuera un regalo de boda, pero en realidad lo fue. Y aunque Chang se la regaló originalmente, había sido Pang Kangmei quien lo había traído cuando fue destinada a un puesto temporal en Qingdao y, aunque Jinlong al final se quedó con la radio, en realidad Pang Kangmei se la había dado personalmente a Huang Huzhu y le había explicado cómo se ponían las pilas, cómo se encendía y apagaba y cómo se sintonizaban las emisoras de radio. Gracias a mi afición a andar errante, lo vi la noche en la que se celebró la boda de Jinlong. Para el banquete de bodas, Jinlong la había colocado sobre la mesa con un farol que la alumbraba. Estaba encendida a todo volumen y habían sintonizado la emisora en la que mejor se recibía la señal. Todas las personas que trabajaban en la granja —niños y niñas, hombres y mujeres— se congregaron alrededor de ella para escucharla excitados. Todo el mundo quería tocar aquel objeto que evidentemente costaba mucho dinero, pero nadie tuvo el valor de hacerlo. ¿Qué pasaba si se rompía? Después de que Jinlong limpiara los laterales de la radio con un paño de satén rojo, la gente se agolpó a su alrededor para escuchar cómo cantaba una mujer de voz fina. No les importaba lo que cantara. Estaban demasiado ocupados tratando de averiguar cómo era posible que aquella mujer se hubiera metido en una caja tan pequeña. Yo no era tan estúpido como ellos, ya que estaba en cierto modo familiarizado con la electrónica. No sólo sabía que se utilizaban muchas radios en el mundo, sino que había algo todavía más avanzado: la televisión. También sabía que un americano había puesto el pie en la Luna, que la Unión Soviética había lanzado naves espaciales y que el primer animal en viajar al espacio era un perro. Cuando digo «ellos» me estoy refiriendo al personal que habitualmente trabajaba en la granja de cerdos. Y no incluía a Mo Yan, que había aprendido muchas cosas leyendo las Noticias de referencia. También había, por supuesto, otros «seres», los animales que se ocultaban dentro o detrás de nuestros almiares de heno. Ellos también estaban ensimismados por los sonidos que salían de aquella extraña caja.
Voy a hacerte un resumen general de lo que sucedió a las dos de aquella tarde: comenzaremos por el cielo, que estaba, en su mayor parte, despejado, aunque también había algunas nubes negras. Soplaba un fuerte viento del sureste que ejercía de llave para abrir el cielo, tal y como saben todos los campesinos del norte. Mientras las nubes atravesaban el cielo, las sombras avanzaban por el Jardín del Albaricoque. Luego nos encontramos con la tierra humeante, sobre la que gateaban unos enormes sapos. Por último, estaban las personas. Una docena aproximada de trabajadores de la granja se encontraba rociando cal líquida sobre las cochiqueras que todavía quedaban en pie. Apenas habían quedado vivos algunos cerdos y aquella desoladora escena había empujado a la gente a una profunda depresión. Cubrieron la parte superior de mi pared con la cal líquida e hicieron lo mismo con las ramas más bajas del albaricoquero que colgaban sobre mi hogar. ¿Pensaban que eso iba a acabar con los microbios que causaron la muerte roja? ¡Diablos, no! Menuda broma. A raíz de su conversación descubrí que, incluyéndome a mí, sólo habían sobrevivido aproximadamente setenta cerdos. ¿De qué tipo eran los supervivientes? ¿Algunos de ellos eran mis hermanos? ¿Quedaban algunos verracos como Diao Xiaosan? Pues bien, justo cuando estaba sumergiendo mi cerebro en esos pensamientos, y justo cuando el personal de la granja estaba tratando de averiguar qué futuro les aguardaba, y justo cuando el abdomen de un cerdo que había sido enterrado apareció bajo el reluciente sol, y justo cuando un pájaro de cola de vivos colores, un pájaro que ni siquiera yo, con todos mis conocimientos y mi experiencia, había visto jamás, voló bajo y fue a aterrizar sobre el albaricoquero torcido e inundado de agua, que había perdido todas sus hojas, y justo cuando Ximen Bai miraba el pájaro, cuya cola colorida colgaba hasta alcanzar casi el suelo, y gritaba excitada, con los labios temblando: «¡Fénix!», justo en ese momento, Jinlong salió corriendo de su nido nupcial, sujetando la radio contra su pecho. Su rostro había perdido el color y parecía un cadáver al que le había abandonado el alma. Mirando con los ojos abiertos de par en par, anunció bruscamente:
—¡El Presidente Mao ha muerto!
El Presidente Mao ha muerto. ¿Estás de broma? ¡No será más que un rumor! ¿Están empezando una revuelta? Decir que el Presidente Mao había muerto era como firmar tu propia garantía de muerte. ¿Cómo iba a ser posible que hubiera muerto el Presidente Mao? ¿Acaso no decían todos que podía vivir al menos ciento cincuenta y ocho años? Las dudas y las preguntas recorrieron la cabeza de todos los presentes cuando estalló la noticia. Incluso yo, un cerdo, estaba completamente desconcertado; aquello me resultaba difícil de creer. Pero las lágrimas que inundaban los ojos de Jinlong y la mirada solemne que había en su rostro delataban que la noticia era cierta. La voz melosa que procedía de la Emisora Central de la Radio del Pueblo tenía cierto tono nasal mientras informaba solemnemente al Partido, a los militares y al pueblo de todos los grupos étnicos del país sobre la muerte del Presidente Mao. Levanté la mirada al cielo, donde las nubes negras se estaban enturbiando, y luego a los árboles, con sus ramas desnudas, y por último al montón de pocilgas derrumbadas, y escuché el incongruente croar de las ranas en los campos y la explosión ocasional de otro vientre de cerdo que se había escapado de una tumba poco profunda. Mi nariz se llenó de una serie de aromas desagradables mientras por mi mente pasaban las imágenes de todas las cosas extrañas que habían sucedido en el curso de varios meses, incluyendo la repentina desaparición de Diao Xiaosan y todas las cosas misteriosas que había dicho, y llegué a la conclusión de que el Presidente Mao había muerto.
Esto fue lo que sucedió después: sujetando la radio en su mano como un hijo abnegado que transportase las cenizas de su padre, Jinlong avanzó solemnemente hacia la aldea. El personal de la granja de cerdos dejó lo que estaba haciendo y le siguió, con una mirada sombría y respetuosa en su rostro. La muerte del Presidente Mao era una pérdida no sólo para los seres humanos, sino también para nosotros, los cerdos. Sin un Presidente Mao no podría haber una Nueva China y sin una Nueva China no podría haber una Granja de Cerdos del Jardín del Albaricoque de la Brigada de Producción de la aldea de Ximen, y sin una Granja de Cerdos del Jardín del Albaricoque de la Brigada de Producción de la aldea de Ximen no podría haber un Cerdo Dieciséis. Por esa razón seguí a Jinlong y a los demás por la calle.
Las emisoras de radio de toda China fueron una única voz durante aquellos días, ayudadas por el mejor equipo, así que, naturalmente, Jinlong subió al máximo el volumen de su radio y cada vez que se encontraba con alguien por el camino anunciaba la noticia a la manera y al estilo que estábamos acostumbrados: «¡El Presidente Mao ha muerto!». Este anuncio se topaba invariablemente con miradas de estupefacción. Los rostros de algunos se retorcieron de agonía, otros se limitaron a sacudir la cabeza y otros se golpearon en el pecho y patearon contra el suelo. Todos ellos se pusieron dócilmente en fila detrás de Jinlong y, cuando llegamos a la aldea, descubrí que había una larga hilera de personas detrás de mí.
Hong Taiyue salió de los cuarteles generales de la brigada, pero antes de que pudiera preguntar qué estaba pasando, Jinlong anunció:
—¡El Presidente Mao ha muerto!
Hong reaccionó cerrando la mano para lanzar un puñetazo a Jinlong en la cara. Pero su puño se detuvo a medio vuelo cuando se dio cuenta de que prácticamente toda la aldea se había dado la vuelta y vio cómo la radio que tenía Jinlong en las manos estaba tan alta que vibraba. Lanzó el puño hacia atrás y se golpeó su propio pecho, mientras un grito de desolación salía de su garganta.
—Ah, Presidente Mao…, nos has dejado… ¿Cómo vamos a poder sobrellevar el futuro?
Un canto fúnebre comenzó a sonar en la radio y las notas lentas y solemnes hicieron que la esposa de Huang Tong, Wu Qiuxiang, así como todas las mujeres de la aldea, comenzaran a llorar desconsoladamente. Abatidas por la tristeza, se sentaron en el lodo, muchas de ellas golpeando el suelo con los puños y enviando salpicaduras de agua en todas las direcciones. Algunas se cubrieron la boca con pañuelos y levantaron la vista hacia los cielos, otras se taparon los ojos y dejaron escapar gritos llenos de dolor. Mientras se agolpaban los lamentos, aparecieron las palabras:
—Nosotras somos la tierra, el Presidente Mao es el cielo… Ahora que el Presidente Mao ha muerto, el cielo se ha venido abajo…
En cuanto a los hombres, algunos dejaron escapar lamentos, otros derramaron algunas lágrimas silenciosas. Cuando escucharon la noticia, hasta los terratenientes, los campesinos ricos y los contrarrevolucionarios llegaron corriendo, se mantuvieron a una distancia prudencial de nosotros y comenzaron a llorar en silencio.
Como miembro del reino de las bestias, que no obstante estaba influido por lo que me rodeaba, me sentí muy triste por las noticias, pero mantuve mi equilibrio emocional. Avancé entre la multitud, observando y pensando. Ninguna otra muerte en la historia reciente de China había producido el efecto en el pueblo que tuvo el fallecimiento de Mao Zedong. Los que no habían derramado una sola lágrima en su vida, ni siquiera cuando su madre había muerto, lloraron la pérdida de Mao Zedong hasta que sus ojos se quedaron rojos. Como siempre, también hubo excepciones. Entre los más de mil residentes que había en la aldea de Ximen, hasta los terratenientes y los campesinos ricos, que deberían haber albergado odio hacia el Presidente Mao, lloraban abiertamente por su muerte y todos los que escucharon la noticia hicieron un alto en su trabajo, había dos personas que no lloraron en silencio ni gimieron, sino que siguieron realizando su tarea. Uno de ellos era Xu Bao y el otro Lan Lian.
Xu Bao, mezclado a hurtadillas entre la multitud, avanzaba detrás de mí. Al principio no me di cuenta de su presencia, pero no tardé mucho en toparme con su semblante codicioso y maligno y, en cuanto vi que sus ojos se habían fijado en mis sustanciosos testículos, sentí una fuerte conmoción y una rabia todavía mayor de la que había conocido jamás. En aquel momento, lo único que Xu Bao tenía en la cabeza era poner sus manos en mis testículos. Obviamente, no sentía la menor pena por la muerte del Presidente Mao y si yo hubiera podido encontrar una manera de informar a la gente de lo que aquel hombre estaba pensando, podría haber muerto perfectamente a manos de los plañideros. Lamentablemente, todavía no era capaz de lanzar un discurso humano y, lamentablemente, todo el mundo estaba tan concentrado en su dolor que no prestaba atención a Xu Bao. Muy bien, pensé entonces. Confieso que antes te tenía miedo, Xu Bao, y todavía tengo mucho recelo de tu rápida mano. Pero como ni siquiera un hombre como el Presidente Mao puede vivir eternamente, tampoco debería preocuparme si vivo o muero. Estoy aquí esperándote, Xu Bao, maldito cabrón. Esta noche muere el pez o se rompe la red.
La otra persona que no derramó una sola lágrima por Mao Zedong fue Lan Lian. Mientras todos los demás se encontraban en el recinto de la familia Ximen lamentando la muerte del Presidente Mao, él estaba sentado solo en el umbral de su habitación, mirando hacia el oeste, afilando su oxidada guadaña con una piedra de amolar. El sonido de la rozadura daba dentera a todos y se les helaba el corazón. No cabía duda de que aquella no era una conducta adecuada para la ocasión y era un síntoma de que estaba pasando algo oscuro. Jinlong, incapaz de soportarlo por más tiempo, le entregó la radio a su esposa y, mientras toda la aldea miraba, corrió hacia Lan Lian, se agachó, le arrancó de la mano la piedra de afilar y la arrojó al suelo, donde se partió en dos.
—¿Eres un ser humano o qué eres? —maldijo Jinlong entre dientes.
Lan Lian entornó los ojos para examinar a Jinlong, que estaba temblando de ira. Se puso lentamente de pie, sujetando todavía su guadaña.
—Él está muerto —dijo—, pero yo tengo que seguir viviendo. Hay mucho mijo que recoger.
Jinlong agarró un cubo de metal con el fondo oxidado que se encontraba junto al cobertizo del buey y lo arrojó hacia Lan Lian, que dejó que le golpeara en el pecho sin siquiera tratar de esquivarlo. El cubo cayó a sus pies.
Los ojos de Jinlong estaban rojos. Cogió una vara de transporte y la levantó en el aire; estuvo a punto de golpear a Lan Lian en la cabeza pero, afortunadamente, Hong Taiyue le detuvo.
—¿Qué clase de hombre eres, viejo Lan? —dijo Hong con tono triste.
Las lágrimas comenzaron a brotar de los ojos de Lan Lian mientras se ponía de rodillas.
—Yo amaba al Presidente Mao más que cualquiera de vosotros, impostores —dijo indignado.
Todo el mundo se quedó mirando petrificado, sin poder pronunciar palabra.
Lan Lian golpeó el suelo con los puños y se arrodilló:
—Presidente Mao, yo también soy uno de los miembros de tu pueblo. He recibido mi parcela de tierra de tus manos. Tú me diste el derecho a ser un campesino independiente.
Yingchun, todavía llorando, se acercó y se agachó para ayudarle a levantarse. Pero las rodillas de Lan Lian parecían haber echado raíces. Yingchun se puso de rodillas delante de él.
Una mariposa amarilla bajó volando del albaricoquero y se posó como una hoja muerta sobre un crisantemo blanco que Yingchun llevaba en su cabello.
Era costumbre de la aldea llevar un crisantemo blanco en el cabello para llorar a un ser querido. Las demás mujeres se precipitaron hacia la puerta de Yinchung para coger crisantemos blancos, con la esperanza de que la mariposa también se posara sobre sus cabezas. Pero después de aterrizar sobre la cabeza de Yinchung, plegó las alas y se quedó quieta.